viernes, 31 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEXTO DE "LAS WALKYRIAS"



                                                                 46
                                                            Dolores Lacerba había cambiado, se había transformado en una devota chupacirios que concurría dominical y puntualmente a las misas, había aprendido el catecismo y los rituales y este cambio de índole se le había dado a partir de sus sesenta y dos años, cuando comenzó a aceptar que todas las marcas de crema, máscaras y masajes faciales, gimnasias modeladores y liftings practicados no pudieron ni podrían detener ya el avance del tiempo sobre su cuerpo y su rostro. Las arrugas eran tan inexorables como la caída de los glúteos y los pechos, los rollos fláccidos en la cintura y la injustificable pecaminosidad de su pasado que la tiranizó en forma ostensible por lo menos con dos de las pasiones prohibidas, la lujuria y la pereza.
José María Chávez en cambio, apodado por los amigos Pepe y por la chusma del pueblo el “ciervo”, como ya viéramos, era un hombre admirado y respetado entre sus pares; lo habían compadecido siempre pensando que no se merecía su cornamenta; simpático, buen amigo, en realidad ahora había extraviado el enamoramiento que siempre lo suspendiera frente a su esposa como si ella fuera una reina y él un paje, y, con el paso del tiempo, lo que había antes estribado en el deseo de su belleza física, constantemente insatisfecho y sólo esporádicamente retribuido, había mutado a compasión – cuando se hubo desengañado – y se había convertido finalmente en lástima. Podría decirse que mientras Dolores Lacerba declinaba José Maria Chávez esplendía.
Había sin embargo dos pecados mas que en Dolores Lacerba todavía destellaban y eran la ira y la envidia que le despertaban la juventud, la inteligencia y la belleza de su hija, Malva, y que brillaron como carbones encendidos en sus ojos cuando la vio en el umbral con su amiga y las valijas que anticipaban una estadía sin preaviso, en su casa de Trenque Lauquen.
- Las presento, mi mamá, llamada Dolores y amiga de hacer favores, ju, ju, y mi amiga, Elena Marchanta.
- Mucho gusto Señora.
- ¡Qué solemne! – Malva desgranó el comentario obviamente para su mamá.
- ¡Encantada, querida! – Dolores Lacerba, hizo como si no la hubiera oído, le extendió su mano, le sonrió y pareció enroscarse a su alrededor observándola. Lo que la intrigó como un relámpago en un día despejado fue el apellido que escuchó.
- Marchanta, dijo ¿Algo que ver con Toribio Marchanta?
- Soy la hija ¿Lo conoció?
Un escalofrío recorrió la espalda de la esposa de Chávez. Era también su antiguo gusto por la concupiscencia.
- Bueno, lo conocí, sí. El vino aquí, a Trenque Lauquen, para contratar un arrendamiento, no hará un año. Yo lo había conocido hace mucho, cuando vino por primera vez para cancelar una hipoteca y yo estaba por casualidad en el restaurante del Hotel Majestic y me lo presentaron.  Cuando vino la última vez para contratar el arrendamiento también nos vimos y nos saludamos, después, lamentablemente, todos supimos lo del micro. Le doy mi pésame, señorita.
- Gracias.
Malva se quedó mirando alternativamente a Elena y a su madre.
- La vida no acaba nunca de sorprenderme. Conociéndola a mi vieja no me extrañaría que fuéramos hermanas.
- ¡Estás loca, Malva, qué decís!- Doña Dolores acompañó sus palabras con una expresión de rabia y espanto, alzando sus brazos como en un “arriba las manos”.
- ¿Ves? Te lo dije, somos hermanas. Es una broma, vieja, no te calentés. Mas tarde regresa don Pepe, mi viejo, y te lo presento, ese sí vale la pena.-

Después, como si hubiera dejado de ver a su madre y saber que estaba allí, Malva le hizo una seña a Elena para que la siguiera. Se internaron por un pasillo hacia el que daban otras habitaciones iluminadas hasta que la anfitriona se detuvo frente a la puerta de una que era su dormitorio - dijo - desde que fuera una niña. Estaba limpio y ordenado como si ella jamás se hubiera ido. Malva le explicó a Elena que la señora que hacía regularmente la limpieza, llamada doña Zulema, la amaba casi hasta la devoción, prácticamente la había criado desde que Malva era una niña. Y como conservaba siempre la ilusión de su regreso y cada vez que ella volvía a la ciudad para la mujer era una fiesta, mantenía su habitación constantemente preparada.
- ¿Ves el diván? – señaló Malva. Era por lo menos de cuatro cuerpos y estaba bajo una ventana que daba al exterior luminoso – Bueno, es de dos plazas, será nuestro nido de amor las noches que pasemos aquí.
Elena le extendió los brazos a su amiga y se abrazaron. Se apretaron efusivamente y se besaron como en un reencuentro largamente esperado. Había en las dos, en sus gargantas, una arena de angustia y congoja. Abrazadas, se quebraron en un sollozo. Eran conscientes de su vulnerabilidad y de la fuerza que el amarse les daba. La fragilidad quizá provenía de las dificultades y la fuerza de sus corazones que latían emocionados cada vez que sus cuerpos se tocaban.
Se separaron, Malva abrió el diván. En su interior el colchón estaba vestido, o sea, la cama hecha. Las sábanas tenían, la celeste de arriba, una guarda con motivos escoceses, rojos, azules y verdes, un poco estridentes, la de abajo, ajustable, era azul petróleo. La funda de la almohada repetía idénticos vivos escoceses. El conjunto le pareció a Elena acogedor. En la habitación había una biblioteca empotrada con anaqueles de maderas claras y espacios en los que, además de libros tamaño enciclopedia, había objetos extraños. Entre ellos automóviles de colección que seguramente habrían pertenecido en otras épocas a su hermano, Tomás, también animalitos ejecutados en cristales de colores y muñecas de estopa y trapo que habrían alimentado las fantasías de Malva.
- Mirá, ésta es Petrona, me había olvidado de ella – dijo Malva mostrándole una bastante ennegrecida que parecía una marioneta, seguramente víctima de antiguos y abundantes manoseos, ¿o no? – quiso saber Elena.
- Sí, es cierto, era mi preferida. La llevaba a todos lados. Me acompañaba. A la noche la acostaba a mi lado sobre la almohada. Todavía la quiero mucho – Malva apretó a Petrona contra su mejilla.
- No la lavabas nunca, pobrecita.
- Sí, la lavaba y la gastaba ¿No ves cómo está la pobre?
- Bueno, todo esto es muy hermoso y me levanta el ánimo – dijo Elena y se tiró bocarriba sobre la cama. Malva se acostó a su lado en posición inversa, apoyada sobre un codo, sosteniéndose la cabeza, permaneció un rato escudriñándole los ojos color aceituna y finalmente la besó en la boca. Después se desprendió y estiró el cuerpo, las extremidades, desperezándose, bostezó. Afirmó enseguida:
- Acá no nos vamos a aburrir aunque esté lejos de mi taller. Sabés que en mis estadías en Trenque Lauquen junto ganas para volver al trabajo.
- Además ves a tu padre que para vos debe ser un placer.
- Sí, es cierto, al viejo lo extraño y también a mi hermano, Tomás.
- ¿Vive aquí?
- Sí. Tiene un negocio de venta de repuestos para maquinarias agrícolas. Está unido a la economía del pueblo y, sobre todo, del campo.
- Y vos estás unida a la bohemia. Ya no pertenecés a este Pueblo.
- Es cierto, ya no, por suerte. Soy lo que se dice libre.
- Pero cada tanto volvés.
- Sí, cada tanto, quizá para ver a mi padre, joder un poco a mi madre y ver y recordar cómo quiero que jamás vuelva a ser mi vida, cómo quiero que nunca sea mi vida. Por eso te digo que estando acá junto ganas para volver a Buenos Aires.
- Parece que sintieras cierto rencor por este Pueblo.
- Sí, lo siento, por este Pueblo y por mi infancia. Aquí fui muy infeliz cuando era muy chica y no podía defenderme. Después, poco a poco, me fui independizando, fui buscando mi propia vida. Mi guía fueron las cosas o las actividades que me daban placer. Todavía esas actividades, las que me dan placer, son mi guía.
- Contame.
- Ya te irás enterando. Algunas cosas te adelanté. Por ejemplo mi primera vez y cómo llegué a mi primer orgasmo con mi amiguito Lucas.
- Sí, sí, eso me lo contaste. Pero sabés qué me pareció siempre muy importante de lo que me dijiste.
- Qué, decime.
- Eso en lo que las dos coincidimos, no perder el deseo, no perder las ganas.
- Fundamental. La vida es eso, ganas, deseo. Ojo, no necesidades, deseos, o sea lo que elegimos y da sentido a nuestra libertad. Pero lo que elegimos libres por completo de necesidades. Necesitar no es lo mismo que desear. Desear está más allá. Es querer alcanzar algo que nos parece bello y suficiente…
- Por ejemplo cuando te enamorás de alguien.
- Por ejemplo, puede ser, pero no sólo eso. Cuando deseas vivamente ver un cuadro famoso, tal vez tenerlo para poder mirarlo a gusto todos los días. Cuando me embalo con una escultura y me siento inspirada y primero la dibujo pero ya se cómo y con qué hacerla y me pongo a conseguir los materiales. Cuando deseo viajar a Europa, visitar una ciudad, ir a un café, comprarme un libro, una ropa que me gusta, comer algo en un restaurante determinado, etcétera ¿A vos no te pasa?
- Por ráfagas, me pasa también. Pero hace un tiempo estoy como neutralizada, eclipsada, colapsada. A veces no se qué hacer con mi tiempo, como si no tuviera deseos
- Eso es por la muerte de tus viejos. Por lo que me contaste vos con ellos vivías un estado de acompañamiento constante.
- Sí, y lo mejor, lo peor ahora que me faltan, es que no nos jorobábamos entre nosotros. Y esto es raro porque conozco o conocí infinidad de personas, mujeres, hombres en mi situación que se quejan por lo general de sus compañías. Cuando Toribio y Elena, mi mamá, estaban todavía vivos, yo, entre otras actividades, iba a aprender natación y allí tenía un círculo de amigos, muchos me preguntaban si no me jodía vivir con mis viejos. Se extrañaban cuando les decía que no, para nada, que jamás me había jodido.
- Eso está bien y te deja un muy buen recuerdo. Pero cuando yo te decía que no nos íbamos a aburrir aquí me refería a ver, observar, mirar, ejercer la actitud contemplativa, nutrir y robustecer la capacidad crítica.
- ¿A qué te referís?
- Este Pueblo chico es un espejo del mundo, toda comunidad pequeña es un reflejo del mundo. Una especie de aleph urbano por el que podés caminar y observar, meterte en todas sus actividades y costumbres, dar rienda suelta a tu curiosidad. Mirá, lo único que aquí hubiera hecho con cierto placer hubiera sido sacar un periódico y comentar en sus columnas todas las actividades del pueblo.

 Amílcar Luis Blanco ("Fenme fatale", pintura de Kees Van Dongen; "Retrato de mujer" de Auguste Macke; "Hijas de Lilith" de Alma Tadema)


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