viernes, 14 de julio de 2017

Quinto capítulo de "El manuscrito". Historia en dos ciudades.


Cafe Cortázar Buenos Aires

                                               - "Uno tiene ideas absolutamente imaginarias sobre los lugares en los que nunca ha estado, sobre las personas que jamás hemos conocido y tratado personalmente. Uno entonces imagina, imagina a veces con cortedad y otras veces sin demasiado freno a las fantasías, mezclando lo que contacta y vive cotidianamente con lo que ha vivido y recuerda. Los sitios y las personas se vuelven así lugares y seres de perfil y fisonomía vacilante, fantasmas, imágenes que viajan y oscilan con uno que también viaja y vacila continuamente."
                                       Aprieto el interruptor y la voz que me dijo todo esto se apaga. Hasta hace un instante era la rica en timbres, algo disfónica, del doctor Duqueville, en un castellano aceptable aunque con su acento parisino. Me quedo pensando. Soy el vivo ejemplo de por lo menos una doble vida. La de París, esta ciudad extraña, completamente extraña para mí y aquélla Buenos Aires, no sé bien si reciente o lejana o tal vez leída en esa extraña novela "El manuscrito" de la que, evidentemente, formo parte.
                                A continuación me asalta la idea, rocambolesca y muy infantil, de haber ingresado al libro, tal como Alicia se escabulló hacia el país del espejo o hacia el país de las maravillas. Tal vez de un modo más sutil. Esa manera de andar y de ser de Horacio Oliveira que se metía en las Galerías Guemes, hoy creo que Galerías Pacífico en Buenos Aires y desembocaba en París, sin recordar muy bien si era Horacio Oliveira el que lo hacía como habitante de "Rayuela" o el personaje de un cuento o el propio Julio Cortázar. No se si ambas ciudades, París y Buenos Aires, son imaginarias o reales o una es real y la otra imaginaria. Creo que estoy completamente loco, insano, demente, y que el doctor Duqueville me consuela. Encuentra la forma de que contenga el pánico que me produce el haber caido en el abismo sin fondo de la locura sugiriéndome que la vida que llamamos cuerda es relativamente cuerda y la que llamamos enajenada también está siempre relativamente enajenada. Que todo razonamiento es un sofisma y las experiencias ilusiones actuadas en una vigilia poco confiable como tal.
                                   En fin, me pongo de pie, camino hasta el perchero ubicado en el ángulo vecino a la puerta de acceso y salida de mi departamento, descuelgo el perramus que pende de uno de sus cortos brazos de algarrobo y me lo pongo, no se si se trata de mi departamento en Paris o en Buenos Aires, no estoy seguro, pero sí de que es lo suficientemente antiguo y con ascensor tipo jaula como para que pueda pertenecer a las dos ciudades. Camino hasta esa pequeña jaula móvil que he llamado y ha descendido con estrépito portando a una señora mayor con un perrito, la saludo y me meto en su interior y sigo bajando en su estrecha compañía, de modo que puedo olerle los cosméticos y evocar polvos y cremas rosáceas, hasta que arribamos por fin a la planta baja y dejo cortesmente que ella salga primero al palier acompañada de su perrito. La luz que viene de la calle es pálida y puede corresponder a cualquier ciudad cosmopolita, no sólo a Buenos Aires o a París, también a Madrid o a Barcelona o a cualquiera otra. Soy enseguida un transeunte más sumado a una barahunda que me hace sospechar que estoy en el barrio del Once en Buenos Aires y que camino sobre una de las veredas de la Avenida Jujuy en dirección a La Perla con el propósito de tomar un café. Me siento feliz porque si los tiempos retrocediesen o variasen podría reencontrarme con Ernesto, con su tío fallecido y sobre todo con Clarita a la que jamás olvido.
                         Y efectivamente llego a la misma esquina de Rivadavia y Avenida Jujuy, donde nace Pueyrredón y está el hotel "La Perla", pero sobre mí se desploma una pesada desazón; el café es ahora una pizzería y se llama "La americana" y no tiene las mismas mesitas y las mismas sillas en las que solíamos sentarnos a tomarnos un café express o un cortado y hasta un capuchino acompañado de medialunas. Las mesas que veo son coloridas, de fórmica o plástico y hay una profusión de mozos que llevan pizzas y cervezas, en botellas o shops, y es el mediodía y un griterío de gallinero ocupa el espacio audible que antes era casi de confidencia o secreto y se destinaba al humor y los diálogos entre amigos, del que se escapaba cada tanto una risa inteligente. No quiero mirar hacia la plaza de Once, la Plaza de Miserere. Me da miedo. Ignoro lo que pueda ofrecerse a mis ojos y aumentar todavía más este sentimiento de desazón que me hiere y desilusiona.
                                        Abro los ojos no obstante y descubro que más allá de la esquina en la que estoy parado una cobertura de verdes rectángulos, geométricamente interrumpidos, filas de árboles de copiosas copas en sus laterales, superponen los campos eliseos a los bosques de Palermo en los que alguna vez la figura del restaurador de las leyes, Juan Manuel de Rosas, montada sobre un brioso caballo overo trotaba sobre los pantanos. Pero en el vértice de esa convergencia de rectángulos y segmentos urbanos creo descubrir la silueta de la torre Eiffel. Me dispongo entonces a cruzar la calle para ingresar en ese nuevo horizonte y a caminar, caminar y respirar y mientras doy un paso y otro y otro voy distrayéndome y olvidándome de todo.

Amílcar Luis Blanco