viernes, 2 de octubre de 2015

LA COPA DEL OLVIDO O LA MUJER AZUL


                                   
















                               Pascual sabía que ella se iba de ojos y que se iban de ojos con ella. Tal vez su boca carnosa de labios delineados, tan perfectamente pintados por ella frente al espejo de todas las mañanas, con ese rojo clavel o rojo sangre o rojo malvón. Para inspirar nada menos que a los lanucenses. Y él en la cama a su lado un manojo de nervios y él tener que madrugar para ir a pintar, para ir a cubrir agujeros en las paredes desde la mañana hasta la tarde con apenas una hora escasa para comerse el sandwich de milanesa que ella le preparaba. Pero ella nada. Ella con sus cosas. Ir de compras cada vez que podía. Ir a la oficina a que le dijeran piropos, sentada enfrente de la pantalla de la computadora. Sus dedos de uñas pintadas de los mismos rojos sobre las teclas del ordenador, aburrida según le confiaba. Aburrida pero jamás faltaba y ni hablarle de dejar su trabajo y dedicarse sólo a la casa. Al hijo, a Tomás que estaba la mañana en la escuela y a la tarde con su madre, madre de él, suegra de Delia. O Delia era mucha mujer o él, Pascual, poco hombre.
"Mozo traiga otra copa y sírvase de algo el que quiera tomar, que ando muy solo y estoy muy triste desde que supe la cruel verdad . . ." Ese era el tango de su vida, el de ella y el de él. Los comprendía a los dos, los abarcaba ¿Acaso Delia no se le escapaba? ¿No le chingaba por todos lados? Era la pollera grande que había descubierto de niño. La que su hermana se ponía para jugar con él a la bailarina y el chulo, ese número que habían visto por la televisión y que les había marcado la vida como hermano y hermana, porque su hermana desde entonces le decía "Chulo" y él la llamaba "Manola". Delia se le iba como esas noches de luces que desfilaban por los costados de la ahora peatonal Nueve de Julio en el centro de ese Lanús natal cuando recién anochecía.
Y era cuando recien anochecía que Pascual se orientaba hacia el bar, a veces, según lo sentía, como esos peces que se acercan boqueando a la superficie del agua del acuario transparente y que uno puede ver, para tratar de respirar un poco de oxígeno. Eso porque entre Delia y la madre de Delia, su suegra, lo asfixiaban. Ella, la suegra, doña Rocío, lavaba y planchaba y tenía todo arregladito y hasta los proveía de víveres. Sí, les llenaba la heladera. Desde que se habían casado, hacía ya siete años.
Acaso Delia fuera la mujer azul. Es decir, esa fémina alada, inalcanzable, perfecta, la que siempre da la espalda. La que camina y huye después de entregarse porque olvida, olvida siempre. Pasa como una antigua diosa griega, interesada en los asuntos mundanos de los hombres mundanos, pero sobrevolándolos, posándose con levedad sobre las noches de angustia, sobre las desazones y vacíos de los corazones de los hombres. Incluido él, Pascual, que la sentía como si se perfilara; parecida a esas tormentas que se anuncian antes de llegar del todo pero que cuando llegan sumergen la vida en agua, dan vuelta el mundo, lo ponen patas arriba y después que lo dejan todo deshecho se van.
Escucha los tacos de sus zapatos de taco alto, también rojos como sus labios y como sus uñas. Y como ese rojo vino que le llena la copa y le sube la nube de alcohol a la cabeza. "Y me sube la nube de alcohol a la cabeza", canturrea. Todo se pone azul cuando se canta, todo vuelve a poblarse de una esperanza azul verde, una esperanza turquesa. Los colores de las estampas, las postales, los almanaques; los que reclaman mundo esperanzado y vienen del mundo esperanzado e incitan a seguir esperanzados, un poco tontamente ilusionados. Seguir luchando y viviendo. Para Pascual seguir pintando. Para Delia seguir el derrotero de su taconear calzada en los zapatos rojos y al filo de las luces sobre la vereda de la Nueve de Julio, deteniéndose en las vidrieras, surcando orgullosa las miradas de los varones en las esquinas y de los compañeros de oficina cuando sentada, su terso torso recto delante de la pantalla, dándose vuelta, suele mirarlos, iluminándolos con su sonrisa perfecta a la que sólo él, Pascual, puede verle el defecto de los dientes frontales de la fila de arriba, apenas partidos, pero que le dan a su sonrisa una picardía única, especial, que él únicamente conoce.
Ya no la ve ahora luego de muchas copas, copas innumerables. El vino se ha mezclado con su sangre y un vapor azulado nubla sus pensamientos. Saldrá del bar entumecido y solitario. Entrará en su casa. Se sentará a la mesa y casi no verá a las dos mujeres mirándose entre ellas, al niño que contempla a todos. Después caerá en el lecho conyugal y despertará al día siguiente.

Amilcar Luis Blanco  ("De olvido y piedra", oleo sobre tela por Guadalupe Figueroa)

jueves, 24 de septiembre de 2015

EN LA BIBLIOTECA



- Pero, ¿usted es anticlerical?

- Sí, detesto los curas, las sotanas, las imágenes, los santos de yeso.-

- Es un iconoclasta

- Podría decirse, entre otras cosas.

-Pero, dígame, ¿no le tiene miedo a la muerte?

- A veces sí, otras veces no.

- ¿Cuándo sí, cuándo no?

- No, claramente, cuanto me siento Hamlet en su monólogo famoso. El de "to be or not to be". Sí, cuando reencuentro mi amor por la naturaleza, siento curiosidad de espiar el futuro y de mezclarme o meterme en la lucha y cuando pienso que la vida es todo y lo único que conozco y es tan lamentablemente corta. En fin el pensamiento sobre la muerte está en todos y cada uno de mis estados de ánimo de modo positivo o negativo, de modo cambiante y ambivalente, multívoco si usted quiere.

- Pero lo enriquece.-

- Tanto como estas medialunas y este mate me engordan.-

Estas conversaciones u otras por el estilo las sosteníamos mi secretario, el señor Jeremías y yo, todas las mañanas, que desbordaban y vertían su luz desde los altos y ornamentados ventanales del antiguo edificio, mientras mateabamos en la biblioteca pública después de haber marcado en nuestras respectivas tarjetas el ingreso a la institución. Yo pensaba, dudando a veces muy seriamente, si esas rutinas correspondían a  mi vida real o si se trataba de una novela que alguien, superior a nosotros obviamente, podría ser Dios si es que existe, estaba escribiendo. Y si la estaba escribiendo, nunca sabría si se trataba de una novela, de una obra de teatro o de un ensayo. Si era esto último Jeremías y yo éramos meros ejemplos. Los dos estábamos próximos a jubilarnos. Jeremías, paraguayo que conocía profundamente el idioma guaraní, vivía con una hija mayor viuda y sin hijos y me decía que a veces se sentía como si viviera solo porque su hija estaba siempre ausente. En cuanto a mí, vivía literalmente solo y todo lo que me quedaba de quienes habían sido mis seres amados y cercanos eran recuerdos. El de Ana, mi mujer fallecida y el de mis dos hijos que vivían en Australia.- Estaba más sólo que la una, como suele decirse.
Por eso me gustaba salir a caminar, andar en el frío, encontrarme con Olga y comentarle cómo me había ido, un día y otro, aunque en la biblioteca nunca pasaba nada distinto, nada digno de mención.- Igual ella escuchaba pacientemente mis comentarios y me contaba sobre su vida; la de ella, sus dos hermanas solteronas y su madre nonagenaria.- Olga tiene más de cincuenta y fue muy amiga de mi mujer y amiga mía también. Íbamos al Café de la U o de la V, que está en una esquina, vecina a la estación de Villa Urquiza, un barrio con ojeras de tiempo, pasados de tango ya desdibujados y mucha pero muchísima soledad. Soledad que destilan o irradian sus transeúntes solos o acompañados, aun de bochinches familiares. Lugar que tiene calles con casas majestuosas abandonadas, otras habitadas por gentes cuyos ingresos para permitirles vivir y mantener esas mansiones los deben tener casi todos los días trabajando, sin gozar de las comodidades que esas, se presume que muy lujosas habitaciones, seguramente les ofrecen. Vivir volando, vivir en ese toco y me voy, en esa apresurada existencia de flujos continuos, de igualación de cada instante con el que le sigue, de cada ser con otro, como si todos fuesemos fungibles, iguales a granos de café o de cereal y nos derramásemos en tareas propias de hormigas que van y vuelven de sus hormigueros.
Pero en fin, con Jeremías y Olga y algunas otras costumbres solitarias pero para mí gratificantes yo seguía desenvolviendo mi vida, el curso de mi vida. Y en realidad sí, a veces pensaba en la muerte de las dos maneras que le había confiado a Jeremías.-
Había veces, sin embargo, en las que mis pensamientos, sobre todo para dormirme de noche, eran mucho más vulgares y desprovistos de gravedad filosófica o de miedo ancestral.- Como debía mantener mi casa enorme y solitaria en condiciones me encargaba de lijar y barnizar las aberturas de madera. Era una tarea simple pero la encaraba con minuciosidad, mucha voluntad y sin apuro. No sólo porque me mantenía entretenido y me permitía no recordar mis pérdidas de seres queridos y compañías añoradas sino también porque excitaba y mantenía despierta mi curiosidad y cuando ponía la cabeza en la almohada me enfrascaba en la consideración del barniz y la tinta que debía utilizar, en si después de cada lijada y barnizada, debía o no lijar nuevamente y pasar cera, por ejemplo o en cómo y con qué líquido debía lavar los pinceles. Cosas así, bastante sórdidas y poco interesantes, pero en las que forzaba mi imaginación para que la soledad no me devorara del todo.
Había trabajado en la biblioteca desde mis dieciocho años, cuando terminé la secundaria. Después y porque una invencible pereza solía detenerme en mi cuarto y me arrojaba a las combatidas prácticas adolescentes, como el infierno tan temido por mis mayores de la masturbación, fumar no sólo tabaco, sino también yerba o marihuana y, además, convertirme en un cinéfilo de películas francesas o frecuentar a las prostitutas, lo cierto fue que, por aquélla época, hice un curso de bibliotecario bastante relajado en el que tenía como materias literatura, historia del arte, y otras, más organizativas. El curso duró dos años nada más y no me costó demasiado recibirme con notas altas. Así cumplí el sueño de mi rencoroso y resentido padre de reemplazarlo como secretario de la biblioteca, entonces municipal, hoy gubernamental desde que la ciudad pasó a ser autónoma.
El trabajo había sido siempre el de no hacer nada o casi nada o muy poco. Consistía fundamentalmente en mantener el orden y la organización por autores y materias en los largos anaqueles y recibir los boletines informativos de las editoriales que llegaban acompañados de tres ejemplares de libros recientemente editados y destinarles un sitio preciso en ese universo del conocimiento. Todo esto había comenzado más o menos seriamente en las abadías y conventos en la edad media. Antes en el tiempo universal y humano quedaba la quema de la biblioteca en Alejandría que contenía rollos de papiros.
- Pienso que ahora, con el saber almacenado en google, sobre todo el enciclopedismo occidental, se convertirá en una gran nube cibernética espacial - me dijo el señor Jeremías esa mañana mientras me alcanzaba un mate cebado por su experta mano paraguaya.
- Mire Jeremías, yo pienso que todas estas largas cajoneras de madera y barniz, todos estos libros impresos en papel, algunos en muy buen papel, están tan metidos en nuestras vidas, ¡en la suya y la mía ni hablar!, que si pasamos a ser un enorme corpúsculo transparente, unido únicamente por relaciones electromagnéticas, esto lo he pensado mucho, todo esto tan material y consistente, que en algún momento el tiempo derrotará hasta convertirlo en polvo, y después ni siquiera en eso, jamás tuvo, tiene ni habrá tenido sentido alguno. Pienso, como lo pensara ya el ilustre Calderón de la Barca, que esto es un sueño, que su vida y la mía, son únicamente un sueño en el que coincidimos por puro azar. Recuerdo esos versos del poema "El libro" de Enrique Banchs: "No sabemos si somos . . . "
- Ilája porá, lo que usted dice
- ¡Eh! ¿Qué me dijo? Mire que no entiendo el guaraní.
- Que tiene buen carácter, calidad de cierto, lo que usted dice. Lo comparto - dijo Jeremías y me recibió el mate que yo ya había agotado.
- Mire, esto me lleva a la reflexión acerca de la muerte, la finitud y el trasladarnos en la conciencia de esa finitud. La bibliotecas, ésta, las que son, han sido y no se si serán, trasladan de un tiempo a otro, de una época a otra, pensamientos, ideas, sentimientos, sucesos significantes y forman una vasta memoria de la especie. 
- Por otro lado - interrumpió Jeremías - acuartelan todo ese saber en culturas diferentes. Fíjese sino en mi guaraní. Una lengua despreciada y depreciada por el castellano, ahogada por ese idioma llegado o sobrevenido allende los mares, o por un ko kyhyje oguerekóva ko ndijapýrai, es decir, en español, un miedo que no tiene fin. Quiero significar que el miedo ahoga a las personas y a las culturas que producen.
- Mire, es profundo lo que usted dice Jeremías, el miedo a la muerte, a la finitud, no es el que nos hace descreér, el que nos convierte en descreídos, el que roe y desgasta nuestra fe en lo sobrenatural o en alguna salvación posible, sino la comprobación lúcida que nos da la ciencia positiva acerca del sin sentido de toda vida. El no saber nunca, a ciencia cierta, valga la redundancia, por qué y para qué fuimos levantados o elevados a la existencia y por qué y para qué se nos quita de esta existencia.
- Sí, sí, eso hova vai, tiene mal aspecto.
- Yo salgo a caminar con mi amiga Olga, a la que quiero y respeto mucho, entre otras cosas fue muy amiga de mi esposa. Escucho lo que ella me cuenta con interés y quiero solucionarle los problemas, cosa que a veces puedo hacer y a veces no, pero todo mi interés, todo ese afecto que siento por ella y que sentí por mi mujer y todo el extrañar a mis hijos que están tan lejos en Australia no tiene sentido, son exaltaciones de mi alma o aún de mi estar vivo, sin embargo se debaten siempre en el fondo del sin sentido de la existencia.
- Mire, yo admiro a una señora que ipohe tembi'u apópe, quiero decir que tiene buena mano para cocinar, como también a los artistas que son tan extremados, que dibujan o pintan o componen músicas que nos hacen bien al alma, maestros de la comunicación, porque creo que ellos eternizan lo bello de la vida, nos sacan de esa relativización de todo lo que hacemos, precisamente por lo que usted recien dijo, por ese transfondo de sin sentido con el que pensamos y sentimos todo. Los artistas consiguen despejar ese transfondo de sin sentido y restituirnos a la eternidad.
Ese día me retiré de la biblioteca enriquecido por la reflexión de Jeremías y lijé y barnicé con gran ahinco mi ventana; las maderas y molduras reflejarían la luz como espejos y me bastaría con eso.-

Amilcar Luis Blanco  ("Biblioteca de Babel", oleo sobre tela de Mihay Bodó)


miércoles, 22 de julio de 2015

PAREDES





                                                              Hay una sucesión de paredes, paredes que separan unas realidades de otras, una sucesión de cielos que separan dimensiones. Dimensiones que no parece que estuvieran en los mismos espacios y que ocuparan espacios sucesivos o concurrentes. Así salgo del sueño, con el paladar y la boca secas, pensando en las paredes, pensando en los espacios. Con la contundente certeza de haber estado en ambientes extraños.Escucho el rugir de una sierra, un martillo golpeando duramente sobre un clavo o una madera, el paso de un motor que zumba agudamente contra mis oídos y luego su alejarse, las bocinas consabidas. Siento la humedad en el cuello y la cabeza sobre la almohada; evidencia de que durante la noche he sentido calor y he transpirado y Soledad se arrebuja en el otro lado de la cama, gesticula y suelta un gruñido, casi siempre sin mirarme ni dirigirme la palabra; lo que agradezco porque en ese momento del ingreso a la vigilia y a lo diurno no tengo humor para conversar. Otra mañana inaugurando un nuevo día en el que hay que levantarse y vivir ¿Capullo, pimpollo, comienzo de flor en uno, de humana flor efímera que se reitera y debe dar su polen, concebirse, reproducirse en fruto en el término de un día? Un día, ¿no es acaso una vida entera cuando se han traspuesto las primeras etapas, niñez, adolescencia y se está en una adultez de la que se ha esperado y todavía se espera? ¿Cómo poblar las horas de un día para que no queden huecas, para que el tiempo que ocupamos signifique? Nos signifique sobre todo. Pero además, siempre, en la falsa escuadra del absurdo. Del no saber nuestro por qué ni para qué.-
                                                            Se sale a la mañana lluviosa o seca, caliente o fría, despejada o con niebla y en ese salir cabe, enfundado, el desafío, el riesgo, lo imprevisible.- Aún cuando se siga una rutina se choca contra el azar.-
                                                     Y en esa mañana lluviosa pisé la vereda mojada frente al palier del edificio en el que está mi departamento para seguir el itinerario en el que el destino me había puesto a mis cuarenta sin pensar demasiado en la colección de expedientes que me esperaban sobre el escritorio. Jamás desayuno en mi departamento, a menos que Soledad se levante y me lo imponga, así que  mi primer recreo diario es el mate con facturas en la oficina. De modo que luego de haberme levantado, bañado, afeitado con la robe abrigándome y mirando la ciudad a través de la ventana del baño, voy hacia el ascensor paladeando por anticipado las media lunas y el café con leche que me esperan.
                                                           Satisfacción de los dientes, la lengua y la saliva; mecánica del animal que internado en la selva de cemento conquista la primera estación de un recorrido por los ángulos agudos y obtusos, también rectos, de esa geometría de la contradicción que suele ser la vida. Están también las misteriosas curvas de la longilínea secretaria del gerente que sonríe a todas y cada una de nuestras virilidades, las de mis compañeros y la mía propia, como desafiándolas, como si hubiera sido la amante de cada uno de nosotros; la jovialidad pegajosa y poco confiable del contador, señor García, por el que nos sentimos, justa o injustamente, vigilados; las acres exigencias de nuestro jefe siempre disconforme y la madurez de mi secretaria propia, de cuyos estados de ánimo no dejo nunca de sentirme un poco culpable sin saber bien por qué.
                                                     Mi misión en este pequeñísimo universo de la gran ciudad como abogado, único en esa compañía contratista de obras públicas, es revisar, leer los expedientes de las obras y dar mis dictámenes jurídicos acerca de las contrataciones. En general, calcadas de modelos de un vademecum en el que toda la casuística de las relaciones que rigen a las dos partes de la contratación han sido previstas.- Después del desayuno me pongo a trabajar y al trasponer el mediodía el peso de la somnolencia y el aburrimiento suelen derrumbarme sobre el sillón de mi despacho. Entonces cierro la puerta con llave y le digo a mi secretaria que me pase únicamente las llamadas que provengan de Soledad o, excepcionalmente, del gerente o el contador, de nadie más, y me echo como un perro ovejero alemán que cursa su madurez a dormir una espesa siesta. Muchas veces he soñado que soy ese perro ovejero alemán y que mi cuerpo, en vez de reposar sobre el hermético cuero del sillón, descansa sobre la hierba fresca, verde y aromada de un jardín o una falda de montaña.
                                                          Pero ese día, inadvertidamente, un expediente había quedado colgado, sin leer. Documentaba, entre otras cosas, como después de mi siesta me enteré, un accidente ocurrido en una obra. Un obrero había resbalado y caído desde ocho metros de altura mientras levantaba una pared y si bien, milagrosamente, estaba vivo, su columna vertebral, a raíz del recio golpe, interesó la médula y el hombre quedó parapléjico. La joven cónyuge del accidentado, con dos hijos en edad escolar a su cargo, pedía que la indemnización por accidente cubriera no sólo la atención médico hospitalaria del marido por el resto de su vida, sino también la concesión de un salario completo por los años que probablemente le quedaran de vida. El cálculo de vida estimada eran los ochenta años. En sustancia se me preguntaba si era procedente de acuerdo a la legislación vigente en la materia lo que la mujer solicitaba y si quienes debían pagar esa crecida suma eran el Estado y el contratista de obra por partes iguales o sólo el Estado o sólo el contratista de obra. Debía pagar la empresa y debía cubrir todos los rubros. Así lo dije en mi dictamen, después de despertarme y desperezarme, en unas pocas lineas con citas de la ley y la jurisprudencia.
                                                       Cuando llamé por el interno a mi secretaria, Silvia, para que transcribiera mi parecer, en vez de contestarme por el micrófono de nuestro comunicador  entró a mi despacho, acercó su boca a mi oído y dijo:
- Está aquí doctor
- ¿Quién?
- La señora del damnificado, del obrero parapléjico, Silvestre creo que es su apellido.
Me quedé un poco asombrado. Jamás quienes estaban implicados en los expedientes que despachaba llegaban a mi. No porque mi posición en la empresa fuera encumbrada sino porque, en general, los funcionarios del Estado contratista mantenían con nosotros una relación meramente burocrática y también los del sindicato que agrupaba a los trabajadores de la construcción que, por el tipo de obras civiles, edilicias, que asumía la empresa, era el involucrado en las problemáticas tratadas en los expedientes.
                                                                     El aspecto de la mujer me sobrecogió. Por el expediente sabía que tenía sólo veintinueve años. Sin embargo su modesto verse, decorosamente vestida, parecía el de una mujer que hubiese pasado los sesenta. Arrugas horizontales y verticales surcaban su rostro angosto y su lacia y abundante melena era casi totalmente blanca con algunos manchones grises y pinceladas oscuras. Principalmente su boca se habría contraído en el llanto y sus párpados habrían sido surcos de lágrimas constantes en numerosas ocasiones. Era extremadamente delgada y una voz aguda y quejosa salía de su garganta. La hice sentar,le ofrecí agua y le dije a Silvia que le trajera un café, cosa que hizo al instante. La mujer agradeció como un perro apaleado al que le dejaran tomar agua.
- Señora, en qué puedo ayudarla.
- ¿Usted es el abogado de la empresa?
- Así es
-Disculpe pero tengo una preocupación muy grande por eso estoy aquí. Dejé los chicos con una vecina para poder venir a verlo y quisiera saber si lo que  me dijeron es cierto.
- ¿Y qué fue lo que le dijeron?
- Que el trámite hasta que me paguen algo, si es que deciden pagarme, dura por lo menos seis meses. Tengo por ahora la ayuda de los compañeros de Braulio que hacen una vaquita, pero lo que mas me preocupa, por eso vine a verlo, es que yo no soy casada legalmente con él.
- Bueno-la tranquilicé-no se preocupe por éso. Basta que usted acerque al expediente las partidas de nacimiento de sus chicos y que haga una declaración jurada en la que haga constar que usted convivió con él señor Braulio Silvestre en los dos años inmediatamente anteriores al accidente para que pueda cobrar la indemnización.
- Gracias señor - dijo y se arrodilló sobre la alfombra.
Me sentí muy cohibido y la tomé de su mano huesuda y áspera y la impulsé hacia arriba y conseguí levantarla y conmovida se refugió en mi pecho. La abracé y se quebró en un sollozo. Por sobre su cabeza, que me vi precisado a acariciar, miré a Silvia y alcé los párpados. Hubo entre nosotros un gesto de inteligencia mutua. Noté que también a Silvia se le habían humedecido los ojos.
La mujer se retiró casi enseguida y quedé cargado, con un peso de espacio abierto a la altura del corazón, una suerte de sombría languidez que me acompañó por el resto de la jornada y hasta mi vuelta a casa.-
                                                        Al día siguiente no dudé en dirigirme con el coche al vecindario en el que había leído que vivía la familia Silvestre.- Era una extensión en ruinas casi, con enormes terrenos baldíos en los que se abrían bolsas de basura por doquier, pobladas por bandadas de niños desarrapados y de pájaros que las sobrevolaban como gaviotas sobre las crestas de las olas. Había casas bajas de revoques ruinosos, ennegrecidos por la humedad y descascarados por el tiempo y la falta de mantenimiento. Sólo una calle que se internaba en el barrio estaba asfaltada. Las demás eran de tierra, algunas tratadas de mejorar con piedras de balasto,  cascotes y ladrillos partidos, pero irregulares, anfractuosas, abruptas. Proliferaban las bolsas de polietileno blancas, azuladas, verdosas, lilas, amarillentas, manchadas de mugre. Se inflaban y volaban atrapando una brisa que soplaba a ras del suelo. Aquí y allá surgían columnas y columnatas de humos acres izados a partir de hogueras en las que por el hedor que despedían, y el viento desordenaba y repartía, podía saberse que se habían quemado plásticos y cubiertas de goma;  emponzoñaban el aire. Me produjeron picazón en la garganta, tuve que subir la ventanilla del auto. Tosí bastante, de modo exasperado, los ojos comenzaron a lagrimear y apreté los párpados. Sentí que se me cerraba la glotis y tuve que abrir nuevamente la ventanilla y me puse un pañuelo delante de la boca  cubriéndome las fosas nasales para poder respirar y calmarme. Por fin pasó el acceso y cuando abrí los ojos me encontré con el afilado rostro de la mujer de Silvestre que me miraba ansiosa. Dos pequeños niños estaban con ella, al mayor le calculé unos nueve y al mas chiquito unos seis años.
- ¿Cómo está señora? Quise venir a verla para tranquilizarla y avisarle de paso que una asistente social vendrá en los próximos días- le dije tosiendo todavía.
- ¡Ay, no me asuste!
- No, no se asuste
- ¿Para qué va a venir?
- Hará un informe para el expediente de indemnización.
- ¡Ah, bueno! Usted puede ver cómo vivimos.
Asentí con la cabeza porque había quedado con una ronquera y sequedad en mi garganta que me hicieron preferir no hablar o hablar lo menos posible. La mujer, seguramente, interpretó mi gesto como el de alguien que quería ingresar al interior de su vivienda.- Así que abrió la puerta del auto y me tomó del brazo animándome e invitándome a que me apoyase en ella y salvase un espacio de agua y barro que separaba la vereda de la calle. Ante su solicitud y amabilidad rechazar el convite me pareció despectivo. De modo que, sin una verdadera razón para seguirla, pero comouflado en la situación, en el pretexto que me daba la existencia del expediente y también comenzando a satisfacer una curiosidad un poco morbosa, no me resistí a acompañarla, me apoyé en su brazo y estiré la pierna para poner el pie en la vereda.
                                                             Me sorprendí porque la casa no estaba ahí sino en el fondo de un enorme terreno desvencijado flanqueado, cada aproximadamente veinte metros, por paredes dispuestas a lo largo y que dejaban espacios para pasar en sus extremos, a manera de laberinto. La mujer me explicó mientras caminábamos y sus hijos nos seguían saltando entre los metales, fierros, motores y carrocerías oxidadas y rotas, que se trataba de un cementerio de coches, algo que lucía a simple vista. Ella era la cuidadora y su pequeña casita estaba en el fondo de ese lugar ocupado por trastos y desechos rodantes de la gran industria y de la gran ciudad. Entonces, después de haber visto, la miseria, la pobreza extrema en la que vivía esa mujer con sus hijos, colgada de la electricidad, teniendo que acarrear su garrafa por mes para poder encender el calentadorcito en el que preparaba las comidas para sus dos hijos, a quienes vestía de guardapolvo blanco y mandaba a la escuela puntualmente cada día, los espacios y las paredes del sueño del día anterior comparecieron en mi memoria nuevamente.-

                                                             Paredes que se rompen, se quiebran, se rasgan, para cubrir miserias y fingir decoros, que devoran los parques y las plazas, para asomarnos a través de ellas, para traspasarlas y si se puede, poco a poco, derruirlas, derrumbarlas, demolerlas. Paredes sin sentido, separándonos, alejándonos, ocultándonos, invisibilizándos  unos a otros.-





Amilcar Luis Blanco  (Pinturas de Banksy)

viernes, 19 de junio de 2015

BUENOS AIRES Y SUS HABITANTES




                                            Lo que más me gusta de Buenos Aires son sus calles, plazas, paseos, parecidos a los de Madrid, París, Londres, Montevideo y hasta Nueva York, sobre todo en las zonas cercanas al puerto, como si Buenos Aires fuera el resultado, mezcla, conversión a nueva, de ciudades europeas y del mundo, descendiente urbanística y arquitectónica en linea directa de aquéllas ciudades; aquí en este sitio tan austral cuya latitud la ubica a la misma distancia del Ecuador que Ciudad del Cabo en Sudáfrica. Esta naturaleza tan occidental, cosmopolita, mundana, habitó y habita también las almas de las grandes personalidades del arte y la cultura argentina y bien porteña. Fueron europeos y europeizados, aún antes de transmigrar y aún vueltos a los cien barrios porteños, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Daniel Bareinbom, Marta Argerich, Witold Gombrowickz y hasta Roberto Arlt quien, en su no muy larga existencia biológica, no sólo estuvo en Brasil, sino que también llegó a lugares tan distantes y exóticos como España y Marruecos llevando su condición de porteño a esos lugares y esos lugares a sus cuentos, esa literatura de exóticos personajes y relatos extraídos de las mil y una noches a una literatura forjada en el periodismo de la creciente gran aldea.-
                                  ¿Por qué recuerdo este sesgo de extranjería, tan europeísta? Primero porque las restantes capitales de latinoamérica han sido siempre más hispanas e indígenas que hijas de un cosmopolitismo europeo y en esta peculiaridad Buenos Aires encuentra su perfil propio. Segundo porque esta composición étnica y cultural heterogénea, de una población originaria de aborígenes e inmigrantes - estos últimos en mayor cuantía que los primeros - ha caracterizado el alma y la idiosincracia de los habitantes de Buenos Aires, a tal punto que hasta en las preferencias políticas de sus gentes y en su folcklore propio se ha apartado y se aparta siempre del conglomerado humano que compone la población no porteña de la Argentina.
                                Los porteños suelen ser, en una no desdeñable cantidad, advenedizos, volubles, egocéntricos, frívolos en su enorme mayoría. Ensayan caminos de discordancia y desencuentro, exponen constantemente el desarraigo de sus egos lastimados comportándose muchas veces con excesiva petulancia, exagerada susceptibilidad.- Son autoreferenciales enfáticos que se comparan en todo momento con los ciudadanos de otras ciudades. En el fútbol si no obtienen el primer puesto en un certamen con otros países denigran al seleccionado con fiereza. No les basta con haber competido y haberlo hecho más o menos decorosamente, no, se sienten rebajados y humillados por haber quedado en un segundo o tercer puesto.- Suelen convergir con brillo en sus nostalgias de ciertos mitos como el de Carlos Gardel y pelearse con los uruguayos acerca del lugar de nacimiento del zorzal criollo. Discusión vana si las hay pero que alimenta porfiados y eruditos debates, de igual modo que con la composición del seleccionado de fútbol.


                                    La melancolía tanguera la llevan muy adentro y también la afición por un nomadismo de café que los conmina a tener paradas en bares y confiterías del centro. Aún ahora, en medio de una debacle de compromisos y citas cada vez más veloces, tratan de conservar hábitos que son como los pulsos de un reloj que les marcan los tiempos. Los porteños viven un tiempo dividido entre el mate, el café, con o sin leche, de las mañanas, los almuerzos de minutas - el bife o la milanesa a caballo con fritas, la pasta, el vacío al horno con papas o la parrillada con ensalada de lechuga y tomate - y una tarde con mate y facturas, de ser posible.-
                                      Nada hay que los distraiga de ser ellos mismos aunque esa mismidad se caracterice muchas veces por querer mirar y ver más allá del atlántico y hacia el hemisferio boreal.- Adquirir cultura para los porteños ha sido siempre hasta ahora en creciente medida saber cada vez más acerca de Europa y los europeos y establecer y mantener un estándar o rango de comparación incesante, hasta agotador, porque cuando vuelven los ojos hacia el este, hacia el profundo y vasto interior, hacia la pampa y las montañas de esa latitud inabarcable que es la Argentina, las retinas de sus ojos y las percepciones de sus conciencias parecen cerrarse.-
                               En esa mismidad que apunto la subjetividad enflaquece, adelgaza, pierde consistencia, volumen y profundidad; empobrece las personalidades, en general las saquea de vida interior. Pareciera que los porteños no se vieran entre sí y, por supuesto, manteniendo esa ceguera, invisibilizaran a los demás argentinos, del interior, que no habitan la gran capital. Por eso sus elecciones y decisiones en política, economía y sociabilidad suelen ser mezquinas, carentes de solidaridad, sólo ocupadas en destacar lo superficial, la frivolidad, lo banal.- Así, políticos o pseudopolíticos como Mauricio Macri se venden y son comprados masivamente a través del voto como productos de mercadotecnia, como una marca de dentífrico o de fideos, aconsejados por asesores de imagen como Durán Barba. 
                                        Los diarios y revistas de mayor circulación en Buenos Aires suelen banalizarlo todo o casi todo. Eso paga, tiene aceptación, se consume en grandes cantidades. El diario "Clarín" y sus publicaciones adyacentes son buen ejemplo de lo que digo. Otros medios destacan y enaltecen lo puramente ornamental,  las bruñidas opulencias de ricos y famosos. Principalmente revistas como "Caras" u otras por el estilo. Algunos diarios son desdeñosos y despectivos con lo popular y masivo. Por caso "La Nación", otros como "Diario popular" o "Crónica" hacen un culto a lo populachero y ensayan una demagogia sin atenuantes. Los medios audiovisuales monopolizados y hegemónicos operan del mismo modo. Se autolegitiman invocando la libertad de expresión, rasgándose las vestiduras cada vez que desde otros medios, no complacientes con tanta mediocridad al uso y honestamente críticos pero minoritarios, se les reprochan sus mentiras, sesgamientos de los hechos o interpretaciones capciosas e interesadas de lo que sucede.
                                           Quizás, poco a poco, paulatinamente, estas realidades vayan cambiando, metamorfoseándose y los habitantes de la ciudad se hagan más líquidos, indiferenciados e insignificantes o, en un giro insólito, fructifiquen en una descendencia de porteños inteligentes, solidarios y se integren  con los habitantes del interior.- Ojalá suceda esto último y no lo primero. Es el deseo de un hombre nacido en Buenos Aires pero formado en el interior de la Argentina que siente un verdadero y profundo amor por su ciudad de origen y que vengo a ser yo mismo para lo que gusten mandar.



Amílcar Luis Blanco ("Estampas de Buenos Aires", pinturas extraídas del Blog de Carlos Szwarcer)

viernes, 15 de mayo de 2015

LA DAMA DEL SUEÑO



Pese a mis setenta años bien cumplidos en mis sueños soy siempre o casi siempre un hombre joven. Nunca paso, en mis interacciones oníricas, los cincuenta años y a veces me muevo en esos escenarios virtuales como un muchacho o un niño. Las mujeres se dirigen entonces  a mi considerada y respetuosamente y me tratan como si fuera un galán. En uno de mis últimos sueños, que me  produjo la necesidad de contarlo, una mujer mayor, pero de no más de cincuenta años, que bien podría haber sido mi madre joven, me hizo un regalo. Se trató de una billetera en cuero lustrado y rojizo que no llegué a abrir porque cuando me disponía a hacerlo me desperté. En lo reciente de mi vuelta a la vigilia pude recordar que, al parecer, vivía en la misma casa, con ella, y que éramos algo así como la dueña y el pensionista en esa propiedad bastante extensa y de muchas habitaciones. Recordé que la casa estaba en una ciudad de la provincia de Buenos Aires medianamente importante. Pudo ser Trenque Lauquen, Pehuajo, Bolivar, cualquiera de ellas, porque la sensación que me había dejado ese breve transcurso por los reinos de Morfeo era que estaba rodeada de campo, de una vasta llanura con montes y ganados bovinos y equinos.- En el transcurso onírico jugaba con una ramita con forma de horqueta que la dueña de casa había encontrado en mi habitación sobre mi cama y que me devolvió dentro de su regalo.- Era pequeña y roja con sus tres puntas, como arrancada de una adelfa cuyas flores, aún en su previo estado de pimpollos, son venenosas y echan un olor áspero.
Semejante sueño me llevó también a perderme en asociaciones y recuerdos de mi infancia en América. Esa ciudad emblemática para mí porque contuvo y contiene todavía en mi memoria a todas las otras ciudades que después conocí. A todas las comparé y las comparo constantemente con la América de mi niñez. Sus calles anchas, que primero fueron de tierra y se asfaltaron más tarde durante mi pubertad y en los meses inmediatamente anteriores a la mudanza que me llevó a vivir ya para siempre en el Gran Buenos Aires y en la ciudad Capital, alternativamente; sus veredas también dilatadas y bañadas por copiosas sombras de copiosas copas de añosos árboles; su plaza central, llamada Colón, de una arborescencia que subía profusa y abundante, como el agua de una fuente, en variadísimos verdes desde la tierra, cuando llegaba la primavera y mostraba amarillas flores de retamas y aromos y rojas de adelfas y ceibos y azules y lilas de los jacarandaes, sus palmeras como chorros de agua vegetal y blanda que se abrían en la altura, sus pinos y cipreses que daban la ilusión constante de navidades y nochebuenas aguardándonos.
Rodeando la plaza se podía admirar el edificio de la intendencia o municipalidad diseñado por el arquitecto Reyes Oribe, la parroquia dedicada a San Bernardo, la comisaría y los bancos de la Nación y de la Provincia, el Club Independiente, del que mi padre fue presidente y dio la oportunidad de que pudiese vestir siendo niño la roja camiseta de su equipo de fútbol cuando ingresé al campo de juego de la mano de un jugador a mis escasos seis años de vida, experiencia que me enorgulleció. La escuela primaria Bernardino Rivadavia, la número uno, en la misma manzana en la que estaban mi casa y la intendencia. En fin, el vivero municipal enorme con sus senderos y variedad de especies.-
Pero entonces estaba, en el sueño, en una ciudad como América, salvo que un poco más grande,equilibrando en mi trayectoria de hombre joven siderales distancias, como si convergieran en mí y aquélla mujer, consideradamente, me hacía un regalo por algún motivo que se me escapaba. Al parecer era yo su pensionista preferido por alguna razón que desconocía pero que me otorgaba el lujo de su atención preferente. Pude suponer que ambos vendríamos de una experiencia común y que la misma sería muy gratificante para los dos pero no acertaba a saber cuál había sido, en qué había consistido.
Después de mucho pensar me pareció acceder a una pista. Una pollera estrecha, tipo tubo, que le pertenecía descansaba prolijamente doblada sobre el respaldo de una silla en un comedor iluminada por un rayo de sol proveniente de una claraboya. Su vista me produjo una sensación placentera y la mantuve un tiempo en mi imaginación. Antes de que la visión de esa prenda femenina que pertenecía a la dueña de mis aposentos se apagara pude añadirle o sumarle el aroma de su perfume. Una exhalación que excitó mi olfato y se parecía a ella porque mezclaba el olor de los pinos en el viento con el de un cítrico limón al que se unía un leve toque, muy leve, de jamón crudo y era le mismo olor que ella desparramaba cuando pasaba de la cocina al comedor hiperactiva y complaciente para servir sobre la mesa los exquisitos platos que preparaba. Sin embargo este mínimo hedor a jamón, limón y pino, algo salvaje, trajo a mi memoria la contemplación a través de un espejo del cuerpo desnudo de mi dueña. En algún momento y lugar de la casa lo había tenido al alcance de mis ojos y también de mis manos y de mi deseo. Sin embargo entre nosotros, que nos tratábamos de usted, había campeado siempre un respeto tan grande que se hacía imposible seguir avanzando en una evocación que pudiese transportarme a la comprobación de que hubiese ocurrido  algún intercambio erótico entre ambos. No porque no me hubiese gustado que ocurriera. Dios sabe lo mucho que deseaba su cuerpo todavía joven, la soltura de sus maneras graciosas, activas y de una coquetería sutil.
Algunas veces me imaginaba deteniéndola de manos a manos, sonriéndonos los dos, porque siempre nos sonreíamos, y finalmente besándonos, primero levemente, rozándonos los labios, pero enseguida de un modo apasionado para culminar por último en el lecho, desnudos y enamorados, deslizándonos el uno contra el otro, el uno sobre el otro, acariciándonos, penetrándonos, absorbiéndonos ¡Ay, uyyyy!
Ella sabría como un azúcar cítrico, como ese perfume que emanaba de sus partes íntimas, esa fina capa de sudor que mezclaba en sus humores las emanaciones de su personalidad, tan seductora siempre para mí.
De pronto, en ese esfuerzo por recordar, por ahondar en el sueño, evoqué su pubis que seguramente había contemplado cuando la vi desnuda en el espejo. Un suave relieve, redondeado, mórbido y cubierto por el ralo vello negro bajo su vientre que le daba la apariencia de una flecha dirigida a su cálido interior. Una especie de cofre conteniendo un tesoro.
Entonces vi que ella se sentó en el extremo de la cama, observó su pelvis, algo la inflamaba por dentro porque posó la punta de sus dedos en ese también llamado monte de Venus y movió y removió sus carnes encendidas, movió y removió su pubis hasta que su vientre se contrajo y sus piernas temblaron. Había contemplado secretamente su desahogo de mujer solitaria.
Al evocar la escena supe que había llegado a descifrar el fondo de mi sueño y la razón de la billetera o estuche rojizo de cuero que ella me regaló. Seguramente, en el sueño, me había visto contemplarla y su regalo contenía el instrumento de su placer. Abrí la billetera y dentro de ella encontré un pequeño tallo rojo con dos raíces. La dama del sueño me lo regalaba como prenda de un placer compartido, momentáneo, fugaz, casi inexistente.

Amílcar Luis Blanco (Oleo sobre tela de Tamara de Lempicka)

domingo, 8 de marzo de 2015

EL TERCER HOMBRE


                                 De cómo la partitura de Antón Karás que acompañara el comienzo, los carteles, y los fotogramas posteriores de la película de Carol Reed con Orson Welles y Joseph Cotten, basada en la novela de Graham Greene, llamada del mismo modo, "El tercer hombre", llegó a revelarle sino la exacta identidad por lo menos la existencia del desliz en la vida de su madre cuando estuvieron de paso por aquélla ciudad, Juanjo, de apenas ocho, su amigo ocasional Marcelo, su madre y su padre, tenía algo así como un confuso sentimiento, una inexplicable sensación de duplicidad o mentira mezclada con añoranza y melancolía, cada vez que escuchaba los compases de aquélla melodía.-
                                        Era muy niño y en compañía de su madre y su amigo habían asistido a la exhibición de la película en aquel pueblito de paso, llamado Argelia, al que su padre había sido trasladado para desempeñarse como tesorero de la sucursal del Banco de la Nación Argentina.- Año 1954, más o menos.- Gobierno en sus postrimerías de Perón.- Clase media rebelada contra lo que denominaban régimen. El padre había viajado por algún asunto del Banco a la cercana ciudad de Trenque Lauquen y su mamá, Dalia, quedó a su cuidado en la pieza de hotel en la que vivían y esa noche los invitó al cine, a Juanjo y a su amiguito.-
                                         La sala se oscureció y de pronto se oyó la cítara que después evocó y escuchó en distintos momentos de su vida sabiendo ya que se trataba de ese instrumento y comenzaron las imágenes en blanco y negro. Alguien iba a buscar a su amigo en una remota ciudad europea que después supo era la Viena de la segunda postguerra. Era Joseph Cotten que recorría calles grises, empedradas, y de fachadas ennegrecidas. Había también alguien que lo seguía a él, lo espiaba de modo sospechoso. Pero también en aquélla sala de pueblo durante la exhibición hubo otro hombre que lo miró de reojo y se sentó en la butaca vecina y vacía al lado de su mamá. Hubo otro hombre que no era su padre y miró a su madre con una mirada penetrante y segura.
                              Ese tercer hombre en algún momento retiró apresuradamente su mano de sobre la de su madre cuando ella le pareció que lo codeaba porque Juanjo los miró.-
                                   Cada vez que escuchaba la melodía recordaba la escena dentro de la sala que, en la pantalla, coincidió con el momento en que la cámara toma, iluminándolo, el rostro de Orson Welles que por fin se revela como el perseguidor y amigo del personaje desempeñado por Joseph Cotten. En esos momentos la memoria de Juanjo, hoy todavía, a sus 68 años con su mamá de 95, su padre fallecido, se esfuerza buscando el rostro del hombre sentado junto a su madre, su fisonomía, sin encontrarlo; pero la repetición suave sobre el encordado de la cítara desarrollando la melodía lo consuela, le hace pensar que esa melodía que transcurre y pasa de su ayer a su ahora los envuelve y transporta hacia una caudalosa recepción de todos los misterios y sus razonamientos se vacían y en punto de infinito solo queda la melodía. Tan tarán, tarán, tan tarán, tarán, tan tarán tarán, tarán tarán, tarán. . .

Amílcar Luis Blanco

viernes, 20 de febrero de 2015

LA CASA HUMANA




                                       Soy el habitante, así me considero. Me gustan los ruidos de la casa. Los intestinales de las cañerías del agua, sobre todo los concernientes a sus desagotes porque los que proveen el agua suelen estar tensos o vacíos pero circulan con destinos precisos, beber o lavarnos; iguales a las venas o arterias llevando la sangre a los tejidos de órganos y vísceras. Después están los cables de energía eléctrica que son los nervios y nervan las luces, parecidos a un sistema nervioso central. Los caños que insuflan gas a las hornallas para encender cocinas y estufas y se mezclan con el oxígeno ambiental y producen la combustión, el desgaste, los desechos. Nosotros nos movemos dentro de sus interiores, somos células neurotransmisoras y portadoras constantes de acción y consumidoras de todo lo que por la puerta cancel ingresa, que es como decir la boca de la casa.
                                         Pero lo que mas sorprende durante el sueño dentro del dormitorio, sobre la cama, son los fantasmas. Uno puede verlos en el súbito despertar y no es verdad que carezcan de sexo, son masculinos o femeninos, varones y mujeres y personifican deseos. Ellos dirigen lo que ocurre en nuestros delirios, en nuestros universos oníricos y cuando advierten que hemos despertado la vigilia se los lleva, los arrebata de un modo ligero y veloz. Algunos los llaman ángeles. Puede ser que lo sean, no digo que no ¿Quién podría explicar la diferencia entre ángeles y fantasmas?
                                    De todos modos quienes la habitamos llevamos la casa a cuestas, como los caracoles. Nos lanzamos con ella sobre nuestras cabezas a todas las batallas. Además siempre nos estamos yendo o regresando a su materialidad, para refugiarnos en sus espacios interiores o para sacar las reposeras a la galería que la rodea o caminar por el inmenso patio jardín, cerrado a ojos ajenos por una alta y espesa ligustrina que le sirve de cerco.
                                          El que la construyó, hace ya muchísimos años, fue un bisabuelo nuestro. No puso él personalmente ladrillo por ladrillo. Trajo un plano de un estudiante de arquitectura y habló con el único vecino del pueblo que era albañil, muy formado, con grado de oficial. Y este hombre fue el que puso ladrillo sobre ladrillo a partir de los cimientos y siguiendo, centímetro a centímetro, metro a metro, el diseño trazado por el aspirante a urbanista.
                                 Dentro de su espacioso living se desenvolvieron fiestas y en la cocina comedor, poco modesta para la época de mi bisabuelo, se prepararon platos para muchos paladares, algunos exquisitos, otros más modestos y cotidianos.-
                                             Sin duda lo que más centra su ser edificio, su concha de caracol, su condición de carcasa, son las tormentas, las lluvias, los vientos, los granizos ruidosos y enfurecidos que golpean los techos como una muchedumbre de puños enfebrecidos. Entonces nos sentimos dentro de su ámbito protegidos y seguros. En mi caso siento el deseo de convertirla en una embarcación fabulosa como el arca de Noé y salir a navegar a su bordo sobre los lomos de un cielo caído y hecho mar.
                                                      Cuando la niebla se apodera de calles y veredas y su vaporoso volumen pone nuestras percepciones fuera del tiempo y del espacio, si hemos avanzado algunos pasos fuera de la cancel, basta volver, cruzar el umbral, ingresar nuevamente al living, para recuperar la ubicuidad vital momentáneamente distraída por el fenómeno.
                                                            En algunas ocasiones la tierra tiembla bajo sus plantas de cemento y metal ferroso, sus cimientos y zapatas de concreto , como si lejanos sismos, aquelarres telúricos, la sacudiesen desde el centro. Un oscuro sentimiento de peligro nos inspira entonces ser sus habitantes, pero sabemos que si descendiese a una falla profunda abierta hacia el centro mismo del planeta y se aplastase o fundiese o de pronto un asteroide, Dios no lo permita, se precipitase sobre su estructura y la destruyese, gustosos moriríamos con ella.-

Amilcar Luis Blanco

lunes, 26 de enero de 2015

Un encuentro (Cuento)











El negro tomaba mate, tomaba mate y fumaba y escuchaba la radio. Nada en particular. Las boludeces de siempre. El tiempo, las propagandas, las canciones estúpidas que se les ocurrirían a los publicitarios que ganaban carretillas de guita, mientras que él, bueno no sólo él, tantos como él… En fin, dio una honda pitada y exhaló. Debía pensar en ella, se lo estaba como prohibiendo pero debía pensar en ella. En los detalles. En cómo la había enganchado, así, de improviso. Nada menos que en el bondi, sentados los dos uno al lado del otro, sin hablar. Al principio sin hablar, claro. Después la sarta de cosas de las que habló sin tener la menor idea lo llenaban de vergüenza y perplejidad. Todo había comenzado con el roce de los muslos y el tocarse de las pantorrillas. Tanto salto y traqueteo, fingir que dormían y, poco a poco, esa excitación que, seguramente ella también, sintieron y que sentirían muchos en situaciones parecidas cuando se viajaba atestado en los colectivos y en los trenes de todo Buenos Aires y del Gran Buenos Aires, con los cuerpos apretándose entre sí. El negro se había enterado, escuchando la radio, de que Buenos Aires ocupaba el undécimo, once, undécimo lugar entre las ciudades más pobladas del mundo. La primera, el primer lugar, le correspondía a Tokio, qué tal, los japonesitos y las japonesitas apiñados, viviendo en gigantescos edificios como colmenas, y muchos durmiento en tubos como los de los torpedos en las películas americanas. Qué tal si dos se metían en el mismo torpedo. En fin, volviendo a la viuda que había conocido la tarde anterior en el bondi. Se llamaba Beatriz y cuando por fín habían llegado a Lanús, ella forcejeó con la ventanilla, el Negro le dijo: - Me permite – y la abrió él y ella le sonrió y ahí comenzaron el cambio de palabras y comentarios. Que vio lo que son las cosas, le digo que me faltaba el aire y no estoy acostumbrada.-Claro, seguramente usted vive más alejada de la Capital.-arriesgó él. En Glew, le dijo ella.- Ah conozco, le dijo el Negro. Donde Soldi pintó los frescos en la capilla.-Claro, usted los vió.- No, la verdad que no, me enteré por los diarios, la tele, la radio, vio.- Sí, sí, y, seré curiosa, nunca pensó en ir a conocerlos.- Tardó un segundo, dos, no lo sabía. En el entretanto se les enfrentaron los ojos y los de ella, negros, casi suplicantes y un poco salvajes, tal vez con una soledad gigantesca, se metieron tanto en los de él, y la mujer no era fea y algo se había calentado él con el roce de las piernas, que por fín le dijo.- Bueno, alguna vez o muchas quizá sí, pensé en que podría ir a la Capilla.- Bueno, si quiere, lo cortó ella, yo estoy a dos cuadras y vivo sola, así que podemos ir, está abierto hasta las ocho y si quiere podemos ir a mi casa también, lo invito con algo.- Bueno, como no, le agradezco.- Ella le sonrió agradecida y él la miró fijamente y se afirmaron los muslos en el asiento ahora ya distendidos, relajados en el apretarse el uno contra el otro, ya sintiéndose, ambos quizás, dueños de los instantes siguientes, perspectiva que les aceleró el pulso. El negro lo sentía particularmente en la garganta que se le secaba, lo mismo que el paladar y le hacía sentir el deseo de fumar. Por fin cuando bajaron del bondi sacó el paquete y extrajo un cigarrillo y lo encendió y sintió que volvía en sí casi. Caminaron más en silencio que otra cosa porque las palabras que se dijeron fueron de compromiso.- Pase Usted.- Faltaba más.- Bueno, si le parece, etcétera. Finalmente él aceptó ir antes a la casa de ella, a refrescarnos un poco le había dicho ella y a tomar algunos mates si le parece. Bueno, usted manda dijo el negro y fueron. Pero, claro, ni bien entraron, sin encender la luz ni nada, él la arrebató, la tomó de la cintura, la atrajo hacia su cuerpo y su boca y la besó, con un beso bien, bien pastoso, de lengua. Y después comenzaron a quitarse la ropa, con lentitud, ya más tranquilos, pero el cuerpo de ella temblaba y su piel estaba tibia, como afiebrada. El tenía una erección de padre y señor nuestro y cuando sus dedos llegaron a la vulva de Beatriz sintió la mojadura como si hubiera partido una fruta, pero tibia. Así que la penetró salvajemente, ahí nomás, de parado, ella comenzó a gemir y caminaron entre la sombra, tropezándose con los muebles, hacia una cama que ella le fue indicando, guiándole la cabeza y la vista con una mano. Sobre la cama sin destapar, con la colcha puesta, se libró de medias y zapatos y terminó de quitarle a ella la bombacha y las medias que habían quedado a la altura de los tobillos y se trenzaron y revolcaron. El negro le tomaba la nuca y la cara con las dos manos, la besaba y la penetraba, sentía su nuca y su cara livianas y suaves y las tomaba con delicadeza, le acarició la espalda, el flanco, la grupa. La piel de Beatriz era de seda, besaba muy bien.Besaba bien y también cogía como una diosa y él, ahí, en ese lugar completamente desconocido. En el centro de esa soledad, a dos o tres cuadras de la capilla decorada por Soldi. Terminaron. El negro se sentó. Cerca, en la silla, estaba su campera y en el bolsillo el paquete de cigarrillos. Lo sacó de la envoltura del forro porque el bolsillo estaba descosido y llaves, monedas, documentos, papeles y hasta los cigarrillos se le sumergían en las intimidades de telas de la chaqueta.- ¿Querés?- No, no fumo.- Qué bien.- Beatriz recostó la espalda contra la pared porosa, pintada de un verde indeciso, entre manzana y gris cemento, de superficie percudida.- ¿Cuánto hace que vivís acá? .- Casi un año, alquilé.- - ¿Siempre sola? .- Desde que murió mi marido,Julian, ni bien vinimos.- Beatriz se levantó y él pudo verle el cuerpo. Piernas largas, bien formadas. Al trasluz apreció que tenía la cola redonda y bien parada, la cintura fina. Joven la viuda.La comparó con una mariposa, y de colores.- Se metió en lo que sería el baño.- Si querés podés bañarte, hay agua caliente.- El negro salió de la cama y caminó desnudo hacia ella, hacia la mariposa. Se bañó bajo el chorro de una ducha que no habría imaginado.Ella lo enjabonó y se besaron de nuevo y de nuevo lo hicieron. Nunca le había pasado. El mariposón para la mariposa, pensó. Qué tonto soy.
Había vuelto a la pieza de su pensión, escuchaba la radio sin escuchar, pensaba en ella, fumaba y pensaba en ella. Ahora no podría dejar de hacerlo ¿Que haría con ese encuentro? Una mariposa entró por la ventana abierta y se le posó en el dorso de la mano desocupada sobre la mesa. Sus alas, parpadeantes, daban un caleidoscópico matiz entre el celeste, el salmón, el verde jade y el amarillo. Le hicieron recordar a Beatriz como una crisálida convertida en mariposa, salida de aquélla unión ocasional y salvaje y los colores de los frescos de Soldi que fueron a ver con ella después del erótico encuentro, como para cumplir con ese débil convencionalismo de lo pactado que comenzaba a gestarse entre ellos. Espantó la mariposa con un movimiento de su mano y la contemplo alejándose, batiendo sus alas. Tomó el teléfono, marcó el número de Beatriz. Él también había estado solo demasiado tiempo, también había sido una crisálida.-

Amílcar Luis Blanco.

jueves, 22 de enero de 2015

LOS MOTIVOS DEL LOBO



















La noticia estaba en el diario, en la sección policiales, el titular, en cuerpo catástrofe, "Los motivos del lobo" ¿Cómo explicarla? Si llego a decir que Rodriguez pega, que es un castigador nato sólo porque lo he visto levantar su mano al tiempo que en su rostro se dibujaba una expresión indescifrable para mí, como de amargura, bronca, salvaje desesperación, la vez que colgó un teléfono, sería injusto con él.



Cuando lo conocí - regaba su jardín - me pareció un vecino decididamente pacífico. Después, la segunda vez que lo vi en el supermercado nos saludamos y me sonrió con amabilidad. Las otras veces, en compañía de su perro, bajaba hasta la plaza con el diario bajo el brazo y se detenía para complacer, frente a distintos troncos, las preferencias de micción de su pointer de orejas caidas, urbanamente abozalado. Lo recuerdo, eso sí, en aquél teléfono público de la rambla junto al océano en una mañana de viento que volaba carteles, chapas, etiquetas de cigarrillos y las orejas de su pointer abozalado, con ráfagas heladas, hablando acaloradamente. Aunque no lo podía escuchar veía sus gesticulaciones y la rojedad en la frente y en la incipiente calvicie. Habrá sido en la primera semana de julio y mi visión de Rodriguez en el interior de la cabina habrá durado cinco o siete minutos, no se. Seguramente mas de lo acostumbrado para una contemplación semejante. Y debió ocurrirme mas que nada por haberme llamado la atención el enojo que demostraba en ese momento un hombre al que conocía tan calmo. Pero la vida nos sorprende a diario.



Ahora que lo evoco no puedo dejar de sentir algo del horror que sería su vida. Si nos atenemos a la información deberíamos pensar respecto a su mascota en un verdadero calvario o en una vocación de faquir desconocida entre las de su especie.



Recordemos. Rodriguez se sentó en la explanada, extensión de césped y vereda que lo separaba todavía de la calzada, frente a lo que debe ser aún su casa, portando el extremo de la correa de su acollarada mascota que, sentada a su lado, aullaba algo lastimeramente siempre con el bozal puesto, de modo que el aullido escapaba de sus apretadas fauces en ondas de murmullo sibilante que la humanizaban un poco y otro poco la convertían en una suerte de monstruo ligeramente repugnante, aún cuando pudiera llegar a inspirar compasión.



Pero, allí se aposentaron los dos, perro y amo, indiferentes a todo, y esperaron. Eso es lo que vi. Lo demás está en el diario.



Refiere que, como a las once de la noche, la vieron a la que era, según supe después, la concubina de Rodriguez bajar de un taxi sola. Ella no pudo verlo hasta que la mano de él aferró la suya, que apretaba la llave recién sacada de la cerradura de la puerta, también recién abierta, y entonces se dio vuelta y lo reconoció. Su sorpresa fue mas lenta que la mano de él, con la que alcanzó a taparle la boca para ahogar su grito. Es fácil deducir lo que ocurrió después. La introducción de la mujer al interior de la casa, el degollamiento, el seccionamiento en trozos del cadáver y la, cómo calificarla, instintiva colaboración del pointer que, siempre llevado de su mano, fue por fin liberado de su bozal después de una semana de ayuno.





Amílcar Luis Blanco