viernes, 31 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEXTO DE "LAS WALKYRIAS"



                                                                 46
                                                            Dolores Lacerba había cambiado, se había transformado en una devota chupacirios que concurría dominical y puntualmente a las misas, había aprendido el catecismo y los rituales y este cambio de índole se le había dado a partir de sus sesenta y dos años, cuando comenzó a aceptar que todas las marcas de crema, máscaras y masajes faciales, gimnasias modeladores y liftings practicados no pudieron ni podrían detener ya el avance del tiempo sobre su cuerpo y su rostro. Las arrugas eran tan inexorables como la caída de los glúteos y los pechos, los rollos fláccidos en la cintura y la injustificable pecaminosidad de su pasado que la tiranizó en forma ostensible por lo menos con dos de las pasiones prohibidas, la lujuria y la pereza.
José María Chávez en cambio, apodado por los amigos Pepe y por la chusma del pueblo el “ciervo”, como ya viéramos, era un hombre admirado y respetado entre sus pares; lo habían compadecido siempre pensando que no se merecía su cornamenta; simpático, buen amigo, en realidad ahora había extraviado el enamoramiento que siempre lo suspendiera frente a su esposa como si ella fuera una reina y él un paje, y, con el paso del tiempo, lo que había antes estribado en el deseo de su belleza física, constantemente insatisfecho y sólo esporádicamente retribuido, había mutado a compasión – cuando se hubo desengañado – y se había convertido finalmente en lástima. Podría decirse que mientras Dolores Lacerba declinaba José Maria Chávez esplendía.
Había sin embargo dos pecados mas que en Dolores Lacerba todavía destellaban y eran la ira y la envidia que le despertaban la juventud, la inteligencia y la belleza de su hija, Malva, y que brillaron como carbones encendidos en sus ojos cuando la vio en el umbral con su amiga y las valijas que anticipaban una estadía sin preaviso, en su casa de Trenque Lauquen.
- Las presento, mi mamá, llamada Dolores y amiga de hacer favores, ju, ju, y mi amiga, Elena Marchanta.
- Mucho gusto Señora.
- ¡Qué solemne! – Malva desgranó el comentario obviamente para su mamá.
- ¡Encantada, querida! – Dolores Lacerba, hizo como si no la hubiera oído, le extendió su mano, le sonrió y pareció enroscarse a su alrededor observándola. Lo que la intrigó como un relámpago en un día despejado fue el apellido que escuchó.
- Marchanta, dijo ¿Algo que ver con Toribio Marchanta?
- Soy la hija ¿Lo conoció?
Un escalofrío recorrió la espalda de la esposa de Chávez. Era también su antiguo gusto por la concupiscencia.
- Bueno, lo conocí, sí. El vino aquí, a Trenque Lauquen, para contratar un arrendamiento, no hará un año. Yo lo había conocido hace mucho, cuando vino por primera vez para cancelar una hipoteca y yo estaba por casualidad en el restaurante del Hotel Majestic y me lo presentaron.  Cuando vino la última vez para contratar el arrendamiento también nos vimos y nos saludamos, después, lamentablemente, todos supimos lo del micro. Le doy mi pésame, señorita.
- Gracias.
Malva se quedó mirando alternativamente a Elena y a su madre.
- La vida no acaba nunca de sorprenderme. Conociéndola a mi vieja no me extrañaría que fuéramos hermanas.
- ¡Estás loca, Malva, qué decís!- Doña Dolores acompañó sus palabras con una expresión de rabia y espanto, alzando sus brazos como en un “arriba las manos”.
- ¿Ves? Te lo dije, somos hermanas. Es una broma, vieja, no te calentés. Mas tarde regresa don Pepe, mi viejo, y te lo presento, ese sí vale la pena.-

Después, como si hubiera dejado de ver a su madre y saber que estaba allí, Malva le hizo una seña a Elena para que la siguiera. Se internaron por un pasillo hacia el que daban otras habitaciones iluminadas hasta que la anfitriona se detuvo frente a la puerta de una que era su dormitorio - dijo - desde que fuera una niña. Estaba limpio y ordenado como si ella jamás se hubiera ido. Malva le explicó a Elena que la señora que hacía regularmente la limpieza, llamada doña Zulema, la amaba casi hasta la devoción, prácticamente la había criado desde que Malva era una niña. Y como conservaba siempre la ilusión de su regreso y cada vez que ella volvía a la ciudad para la mujer era una fiesta, mantenía su habitación constantemente preparada.
- ¿Ves el diván? – señaló Malva. Era por lo menos de cuatro cuerpos y estaba bajo una ventana que daba al exterior luminoso – Bueno, es de dos plazas, será nuestro nido de amor las noches que pasemos aquí.
Elena le extendió los brazos a su amiga y se abrazaron. Se apretaron efusivamente y se besaron como en un reencuentro largamente esperado. Había en las dos, en sus gargantas, una arena de angustia y congoja. Abrazadas, se quebraron en un sollozo. Eran conscientes de su vulnerabilidad y de la fuerza que el amarse les daba. La fragilidad quizá provenía de las dificultades y la fuerza de sus corazones que latían emocionados cada vez que sus cuerpos se tocaban.
Se separaron, Malva abrió el diván. En su interior el colchón estaba vestido, o sea, la cama hecha. Las sábanas tenían, la celeste de arriba, una guarda con motivos escoceses, rojos, azules y verdes, un poco estridentes, la de abajo, ajustable, era azul petróleo. La funda de la almohada repetía idénticos vivos escoceses. El conjunto le pareció a Elena acogedor. En la habitación había una biblioteca empotrada con anaqueles de maderas claras y espacios en los que, además de libros tamaño enciclopedia, había objetos extraños. Entre ellos automóviles de colección que seguramente habrían pertenecido en otras épocas a su hermano, Tomás, también animalitos ejecutados en cristales de colores y muñecas de estopa y trapo que habrían alimentado las fantasías de Malva.
- Mirá, ésta es Petrona, me había olvidado de ella – dijo Malva mostrándole una bastante ennegrecida que parecía una marioneta, seguramente víctima de antiguos y abundantes manoseos, ¿o no? – quiso saber Elena.
- Sí, es cierto, era mi preferida. La llevaba a todos lados. Me acompañaba. A la noche la acostaba a mi lado sobre la almohada. Todavía la quiero mucho – Malva apretó a Petrona contra su mejilla.
- No la lavabas nunca, pobrecita.
- Sí, la lavaba y la gastaba ¿No ves cómo está la pobre?
- Bueno, todo esto es muy hermoso y me levanta el ánimo – dijo Elena y se tiró bocarriba sobre la cama. Malva se acostó a su lado en posición inversa, apoyada sobre un codo, sosteniéndose la cabeza, permaneció un rato escudriñándole los ojos color aceituna y finalmente la besó en la boca. Después se desprendió y estiró el cuerpo, las extremidades, desperezándose, bostezó. Afirmó enseguida:
- Acá no nos vamos a aburrir aunque esté lejos de mi taller. Sabés que en mis estadías en Trenque Lauquen junto ganas para volver al trabajo.
- Además ves a tu padre que para vos debe ser un placer.
- Sí, es cierto, al viejo lo extraño y también a mi hermano, Tomás.
- ¿Vive aquí?
- Sí. Tiene un negocio de venta de repuestos para maquinarias agrícolas. Está unido a la economía del pueblo y, sobre todo, del campo.
- Y vos estás unida a la bohemia. Ya no pertenecés a este Pueblo.
- Es cierto, ya no, por suerte. Soy lo que se dice libre.
- Pero cada tanto volvés.
- Sí, cada tanto, quizá para ver a mi padre, joder un poco a mi madre y ver y recordar cómo quiero que jamás vuelva a ser mi vida, cómo quiero que nunca sea mi vida. Por eso te digo que estando acá junto ganas para volver a Buenos Aires.
- Parece que sintieras cierto rencor por este Pueblo.
- Sí, lo siento, por este Pueblo y por mi infancia. Aquí fui muy infeliz cuando era muy chica y no podía defenderme. Después, poco a poco, me fui independizando, fui buscando mi propia vida. Mi guía fueron las cosas o las actividades que me daban placer. Todavía esas actividades, las que me dan placer, son mi guía.
- Contame.
- Ya te irás enterando. Algunas cosas te adelanté. Por ejemplo mi primera vez y cómo llegué a mi primer orgasmo con mi amiguito Lucas.
- Sí, sí, eso me lo contaste. Pero sabés qué me pareció siempre muy importante de lo que me dijiste.
- Qué, decime.
- Eso en lo que las dos coincidimos, no perder el deseo, no perder las ganas.
- Fundamental. La vida es eso, ganas, deseo. Ojo, no necesidades, deseos, o sea lo que elegimos y da sentido a nuestra libertad. Pero lo que elegimos libres por completo de necesidades. Necesitar no es lo mismo que desear. Desear está más allá. Es querer alcanzar algo que nos parece bello y suficiente…
- Por ejemplo cuando te enamorás de alguien.
- Por ejemplo, puede ser, pero no sólo eso. Cuando deseas vivamente ver un cuadro famoso, tal vez tenerlo para poder mirarlo a gusto todos los días. Cuando me embalo con una escultura y me siento inspirada y primero la dibujo pero ya se cómo y con qué hacerla y me pongo a conseguir los materiales. Cuando deseo viajar a Europa, visitar una ciudad, ir a un café, comprarme un libro, una ropa que me gusta, comer algo en un restaurante determinado, etcétera ¿A vos no te pasa?
- Por ráfagas, me pasa también. Pero hace un tiempo estoy como neutralizada, eclipsada, colapsada. A veces no se qué hacer con mi tiempo, como si no tuviera deseos
- Eso es por la muerte de tus viejos. Por lo que me contaste vos con ellos vivías un estado de acompañamiento constante.
- Sí, y lo mejor, lo peor ahora que me faltan, es que no nos jorobábamos entre nosotros. Y esto es raro porque conozco o conocí infinidad de personas, mujeres, hombres en mi situación que se quejan por lo general de sus compañías. Cuando Toribio y Elena, mi mamá, estaban todavía vivos, yo, entre otras actividades, iba a aprender natación y allí tenía un círculo de amigos, muchos me preguntaban si no me jodía vivir con mis viejos. Se extrañaban cuando les decía que no, para nada, que jamás me había jodido.
- Eso está bien y te deja un muy buen recuerdo. Pero cuando yo te decía que no nos íbamos a aburrir aquí me refería a ver, observar, mirar, ejercer la actitud contemplativa, nutrir y robustecer la capacidad crítica.
- ¿A qué te referís?
- Este Pueblo chico es un espejo del mundo, toda comunidad pequeña es un reflejo del mundo. Una especie de aleph urbano por el que podés caminar y observar, meterte en todas sus actividades y costumbres, dar rienda suelta a tu curiosidad. Mirá, lo único que aquí hubiera hecho con cierto placer hubiera sido sacar un periódico y comentar en sus columnas todas las actividades del pueblo.

 Amílcar Luis Blanco ("Fenme fatale", pintura de Kees Van Dongen; "Retrato de mujer" de Auguste Macke; "Hijas de Lilith" de Alma Tadema)


miércoles, 29 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO QUINTO DE "LAS WALKYRIAS"



                                                           45
                                              “Viste que yo te decía el otro día, en éstas conversaciones que mantengo con vos a solas, aunque las hable sólo conmigo, que todos llevamos adentro de nosotros un lobo, lo que tenemos guardado, que todas las personas usamos máscaras, nos ponemos disfraces, bueno, te lo vuelvo a recordar por aquello que te decía también de las bellezas buenas y las bellezas malas. Los mariquitas y las marimachos, para mí, Edelmira, que soy un laburante, que soy un tipo que no ha vivido muchos carnavales de placer, todos mis carnavales fueron de pobre, de murga, de corso, como te decía, las mariquitas y las marimachos son mascaritas, máscaras, disfraces, en algunos casos logran parecer bellos, hermosos, pero son malos, Edelmira, ojo, son malos. Te pregunté alguna vez si no te parecía sospechosa por cómo actuaba la señora Elena Marchanta, con todos esos piropos que le escucho que te dice, acá en la villa, cuando venía más seguido a la sociedad de fomento, y también las veces que he ido circunstancialmente a lo de los Marchanta a buscarte. Exagerados, Edelmira, exagerados, son piropos de marimacho. Ella trata de tener sobre vos un ascendiente y lo peor es que lo consigue. Logra que estés detrás de ella, atenta a todas sus pelotudeces, porque cuando perdió a los viejos en el accidente, vaya y pase, todos nos compadecíamos y la entendíamos, pero ahora, que pretenda siempre que estés con ella porque se siente sola y que vos le des toda la bola del mundo ¡Es el colmo! Es el colmo y estoy podrido, y te lo digo serenamente, es decir, lo pienso y no te lo digo, como tantas veces. Me callo, te respeto, pero ¿Hasta cuándo, Negra, hasta cuando le vas a hacer el tren a esa paspada? Muchas sonrisas de aquí y de allá, mucha coquetería y buenos vestidos, muchos regalos e invitaciones a los cines y los teatros pero ¿Vos sabés la loba que debe tener oculta esa mina? Porque, que yo sepa, no se le conocen novios, no hay un macho que le arrastre el ala ¿No te parece raro? Toda mina bonita y que está buena ¡Y la marchanta está buena! Cómo estará que aquí, en la villa, en la sociedad de fomento, hay varios que me preguntan por ella y se la quieren apuntar, sin embargo, ella, más fría que un témpano, no le da bola a nadie ¿No te despierta sospechas? A mí sí. Hay disfraces Edelmira, lobos con piel de cordero y lobas que parecen ovejas”


 Amilcar Luis Blanco

lunes, 27 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO CUARTO DE "LAS WALKYRIAS"

      
Safo, vida, obra y amores (Megapost)

                                                              44
                                                         Su hija no se consideraba sin embargo tan hermética e inexpugnable, aunque también sintiera que avanzaba en la niebla. Sobre todo en ese momento, cuando, después de algunos cabildeos, quizá tratando de averiguar para quien habría de vivir conforme la recomendación paterna, había aceptado la invitación de Malva para viajar a Trenque Lauquen y conocer algo de la infancia de su amiga. Y, al contrario de su progenitor, se sentía frágil y vulnerable porque su corazón oscilaba y se repartía entre Edelmira y Malva. No alcanzaba a decidirse por ninguna. Tampoco podía confesar a ninguna sus vacilaciones. Su relación con Malva había perdido espontaneidad e inocencia, estaba ahora saturada por la cautela y la reticencia que se imponía para no meter la pata y minada también por la intuitiva desconfianza de Malva que tampoco se atrevía a traspasar con preguntas directas el mutismo de su amiga.
Así que viajaban en micro juntas como lo habían hecho la primera vez a Mar del Plata, una al lado de la otra, pero casi sin hablarse, mirando el campo y sin poder pegar un ojo. Como todavía se amaban se observaban de vez en cuando con las pupilas húmedas y se sonreían, se tomaban las manos. Elena sentía que la interminable extensión de la llanura la ahogaba. Malva preparó en silencio el mate y se lo alcanzó a Elena.
- Tomá, te va a hacer bien.
- Gracias.
- ¿Qué te pasa, estás incómoda?
- No, no, estoy…no se, tensa, preocupada…
- Contame
- Mirá, Malva, yo te amo, me enamoré de vos como vos de mí, pero, ahora, no me resulta fácil conciliarte con mi pasado y seguir.
- ¿Conciliarme con Edelmira?
- Sí, vos sabés que tuve una relación intensa con ella, jamás te lo oculté.
- Es cierto, y… ¿qué fue lo que me ocultaste?
- Bueno, tuve un nuevo encuentro de cama con ella…
- Lo sabía, no me sorprendés.- Malva recibió de nuevo el mate que Elena le devolvió después de haberlo chupado hasta que chasqueó
- Podríamos probar las tres juntas – agregó de pronto.
Literatura griega
- ¿Lo decís en serio?

- Sí, lo digo en serio. La unión se da a partir del deseo. Nosotras nos deseamos. Si yo conozco a Edelmira  

la deseo y si a ella le ocurre otro tanto conmigo las uniones sexuales juntas o separadas entre nosotras
serán posibles y ya no tendremos nada que nos separe, nada para reprocharnos. Mirá, sobre el “ménage a trois” tengo una inquietante escultura que todavía no te descubrí, tengo los esbozos, los dibujos. Parte de una composición de piernas y rodillas que emergen en cuclillas de un pubis circular y forman una flor volumétrica, en la cuarta cara hay unos glúteos que forman un culo perfecto, las formas crecen o suben después hacia el cuello con un solo torso, distorsionado, con espalda y hombros del que surgen, en el pectoral, tres pares de senos, tres ombligos y sobre el cono del cuello tres rostros. Incluso podríamos tomarnos fotos desnudas, las tres juntas, y las podría usar como modelo.
- ¿Cuándo se te ocurrió el diseño?
- Después de este cruce de tres mujeres de las que vos sos el centro ¿Y qué te parece, nos podríamos usar como modelos?
- No creo que pueda convencer a Edelmira para semejante empresa. Es muy pasional y celosa, muy posesiva.
- Pero primero le podemos hacer pisar el palito a ella.
- ¿Cómo?
- Un encuentro a solas conmigo, sin que ella sepa quién soy. Yo la seduzco.
- Tenés razón, podría ser, pero ella debería saber quien sos porque si no consideraría que la traicioné y sería peor ¿Cómo haríamos?
- De acuerdo. Ya se me ocurrirá algo, o a vos, no es tan difícil.
El rostro de Elena cambió. Una sonrisa lo distendió. Hasta en sentimientos tan inconfesables Malva la comprendía, se acercaba a ella. Sintió que se aflojaba y que sus ojos corrían sobre la llanura. La distancia ya no la ahogaba. Allí estaba su amiga para sacarla de cualquier asfixia. Las sombras que Edelmira portaba como color predominante en el pelo, las cejas, las pupilas, teñía también sus celos y posesividad que se habían sentido primero detenidas por una pesadilla premonitoria y luego ultrajadas por la infidelidad de ella. Pero volverían a su cauce, se convertirían únicamente en encanto para desertar del egoísmo de la exclusividad, pretensión tan absurda como la de la eternidad ¿Qué eran ellas como mujeres amantes en un mundo que jamás las comprendería? ¿Estaba, acaso, mal que se defendieran entre sí, que crearan un espacio sólo para las tres? ¿La exclusividad no se transformaría así en un valor compartido por tres y no las haría sentirse fortalecidas?

Amilcar Luis Blanco  ("Safo y Eranna en un jardín de Mitilene" por Simeon Solomón y "Safo y su novia" pintura de Edouard Henry Avril)

sábado, 25 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO TERCERO DE "LAS WALKYRIAS"

  
                                                           43
                                                 Toribio Marchanta, el que había sido padre de Elena, se hubiera apellidado correctamente Marchand, si el inmigrante que fue su padre, y abuelo de Elena, hubiese sido escuchado por un oído habituado al francés. En cambio, el empleado que escuchó su apellido en la Dirección de Inmigraciones en el puerto de Buenos Aires, allá por el año 1928, después de su desembarco, y se encargó de volcarlo en ortografía vernácula, sobre la planilla que serviría de base a su documentación personal y a la de su prole, tenía acostumbrados sus pabellones auditivos a las letras picantes del lunfardo de los tangos, y “marchanta” fue lo que quiso entender, le sonó familiar. Si hasta juzgó que al hombre le iría mejor llevando ese apellido que denotaba algo porteño, canchero, escurridizo, aunque si le hubieran preguntado qué era ese algo no lo habría podido definir.- De todas maneras Toribio Marchanta, padre de Elena Marchanta e hijo del inmigrante Vicente Marchand, se crió en el barrio de Barracas y frecuentó La Boca y las orillas del Riachuelo. Aspiró la atmósfera con olor a deshecho de frigorífico y curtiembre, conoció a Quinquela Martín y a Juan de Dios Filiberto cuando era un pibe. Escuchó sirenas y campanas de tranvía, corrió hasta la escuela en las mañanas neblinosas de los otoños e inviernos sobre los adoquines de la avenida Pedro de Mendoza, vio películas de Chaplin, Harold LLoyd, Búster Keaton, Laurel y Hardy, escuchó a Gardel, admiró a Sandrini, la Bozán y la Merello y contempló la carga y descarga de las bodegas de las embarcaciones con hombres que, como después él haría con su propia corpulencia durante los últimos veinte años de su vida, cargaron sus espaldas con bolsas pesadísimas sobre tablas temblequeantes, tendidas sobre la tinta china del riachuelo, y llenaron un tiempo que podía cubicarse en toneladas. La pobreza propia y la miseria ajena y amenazante que llegaba en las barcazas cargadas de gente menesterosa de la Isla Maciel y de Avellaneda, luego de cruzar el espejo azabache de las aguas, algo así como su leteo personal en la imaginación de su hija literata, le enseñaron que sin dinero, “vento”, plata o “viyuya” nadie era nada, aún en ese tolerante arrabal del universo.
Por eso se dedicó con ahínco después de terminado su sexto grado en el colegio secundario, Escuela Nacional de Comercio Joaquín V. González, que funcionaba sobre la Avenida Montes de Oca, a recibirse de Perito Mercantil. Obtenida su graduación en la escuela media consiguió que un judío que tenía carnicería para la comunidad sobre la Avenida Patricios, Moisés Zilmantov, lo empleara para llevar la caja, controlar las compras y pagar al proveedor bien temprano, recibir los pagos de los compradores, dar los vueltos, hacer los arqueos diarios y los respectivos asientos comerciales y pagarle a dos empleados que hacían el despiece de las medias reses y atendían al público.
Como se casó bien grande, casi de cuarenta años, después de que sus padres murieron, hizo ahorros. Comenzó dando pequeños préstamos a trabajadores portuarios a los que cobraba suculentos intereses. Pudo colocar después su dinero en hipoteca y tuvo suerte de ligar en dos ejecuciones no sólo capital e intereses sino mucho más de lo que había puesto. Fue cuando se unió a un matarife que prestó a un ganadero al que le remataron el campo por falta de pago y cobró también, además de lo suyo, lo del matarife fallecido y sin herederos que lo había designado su apoderado. Oportunidad aquélla en la que, ya casado y con hija de quince años recién cumplidos, viajó a Trenque Lauquen y conoció a una dama obsequiosa y simpática, casada, discreta y amiga de hacer favores por compensaciones dinerarias módicas, llamada Dolores Lacerba. El marido, al que ya se hiciera referencia, era mecánico, lo apodaban Pepe, se llamaba José María Chávez y le decían el “ciervo”, por razones obvias. La cuestión fue que Toribio embarazó, sin proponérselo ni haberlo sabido hasta la víspera de su muerte, a Lacerba. Su paternidad le fue revelada a sus ochenta y cuatro años por su antigua amante la noche que abordó junto a su esposa Elena el micro que lo devolvería a Buenos Aires pero que, horas después, al chocar frontalmente con un camión, lo dejó junto a su esposa en una estación sin regreso.
Toribio había decidido llevar aquélla fatídica vez con él a Elena Koniatowska, su mujer, porque había invertido en arrendar cinco mil hectáreas para siembra, junto a otros, a Trenque Lauquen. Estando allí, haciendo tiempo para volverse a Palermo después del negocio concluido, antes de ir del hotel a la terminal, se hizo una escapadita a lo de su antigua y fugaz amante. Ella se alegró de verlo. Se preguntaron por sus vidas después de tantos años. El le contó que tenía una hija. Entonces ella le hizo la revelación de que en realidad tenía dos, pero sin darle importancia, ninguna, ya que lo probable y cierto era y fue que no se vieron nunca mas.
Malva, la de esta historia, es la hermana de Elena. Ninguna de las dos lo sabe hasta ahora. Pero podrían, no obstante, llegar a enterarse.
La gran afinidad que se descubrieron mutua y recíprocamente las amantes lésbicas e incestuosas no sería entonces, podría conjeturarse, meramente casual sino genética. Ambas vocaciones, que las singularizan y comprometen, podrían ser la consecuencia de la actitud contemplativa de don Toribio frente a los mismos paisajes que básicamente inspiraran a Quinquela. De este modo, don Toribio, a pesar de haber sabido después crecer en su negocio llegando a instalar en el Barrio del Once, calle Paso, un local de negocios inmobiliarios, siguió extrayendo su principal ingreso de los préstamos. Don Marchanta adquirió departamentos y locales para alquilarlos y legó a su hija un importante patrimonio. Él le decía a la que había considerado siempre su unigénita: “Tu madre jamás ha vivido para ella misma, siempre vivió para nosotros dos, aprendé hija a vivir el día de mañana vos también para alguien que quieras”. Elena Koniatowska sonreía. Le gustaba abrigarlo por las noches cuando se quedaba profundamente dormido con los anteojos de carey puestos, los brazos y manos derrumbados sobre las páginas sábana de “La Nación” y el suave ronquido de su contundente cansancio. Adoraba también por las mañanas levantarse para prepararle el desayuno, mate con galletas, antes de que abordara su colectivo a Once, hacia la pequeña inmobiliaria para atender a los preocupados y tensos comerciantes judíos, siempre al borde de la ruina, quejándose, protestando, llorando miserias.

Toribio Marchanta se escudaba en Elena Koniatowska y se sentía escudo de su hija. Nada lo tocaba, todo le resbalaba. Él se pensaba a sí mismo como un tanque de guerra avanzando en la niebla.

Amilcar Luis Blanco (Pinturas de Benito Quinquela Martín y Felix Vallotton)

jueves, 23 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEGUNDO DE "LAS WALKYRIAS"




                                                           42
                                                         Advirtió que no podía moverse cuando intentó estirar el brazo hacia la mesa de luz para acercarse el reloj y consultar qué hora era. Estaba completamente paralizada. Pensó, aterrorizada, que durante la noche le habría sobrevenido una paraplejia. Recordó la noche anterior en la que se habían quedado hasta tarde, conversando con Elena. La alegría desbordante por la reconciliación de ambas. El momento en que Elena se había marchado y también el momento en que ella se había desvestido, había ido al baño, se había acostado. Antes habían regresado de su atelier, Elena había amasado una pizza y ella había metido en el freezer dos botellas de cerveza. Habían comido y bebido bastante ¿Sería el efecto de la cerveza?
Intentó de nuevo incorporarse y una aguda punzada en uno de sus costados hizo que se quedara de nuevo tiesa. Quiso mirar hacia sus pechos. Lo hizo pero no vio nada. Aunque sus ojos parecieron responder, como para haberse enfocado hacia donde quiso mirar, no vio nada. Comenzó a dudar de la postura de su cuerpo, observó cautelosamente a uno y otro costado. En un lado estaban la puerta balcón y su mesa de trabajo, en el otro la biblioteca. Adelante, hacia sus pies, que tampoco logró distinguir, seguía estando la puerta de la habitación. Sin duda era su dormitorio en su departamento del piso veintidós de Palermo y la hora el mediodía porque podía escuchar el bochinche de motores, sirenas, frenos de aire de los colectivos, exclamaciones, voceos, gritos y porque, además, pudo distinguir las agujas del reloj, colgado de la pared de la sala, convertidas en una sola apuntando hacia arriba.  Descartó haber despertado en otro lugar “¿Entonces?” – se preguntó- “Calmate, Malva, calmate” – se aconsejó. Había tratado de hablarse en voz alta pero no se había escuchado. Sólo había escuchado su voz interior “¿Pero, qué le ocurría, qué significaba que no se hubiera visto los pies ni los senos, pudiendo ver todo lo demás? Porque podría ocurrir que ante un ataque de paraplejia o hemiplejia quedara paralizada y no pudiera moverse, eso sí, pero que no pudiera verse y que no pudiera escucharse. Se tranquilizó brevemente porque era lógico que si estaba paralizada no pudiera articular palabra, no pudiera hablar, ergo no podía escucharse. Le siguió pareciendo sin embargo extraño no poder verse. De pronto sonó el teléfono con estridencia ¿Podría, acaso, intentar rodar aunque más no fuera para golpear la mesa de luz, hacer caer el aparato, que el tubo se desprendiera y aunque fuera colgada o caída ella misma a su lado poder hablar por el auricular y pedir auxilio? Se concentró tratando de empujarse, de impulsarse. Nada, no consiguió nada. Seguía tiesa, escudriñándolo todo y oyéndolo todo, como si fuera transparente, como si fuera un objeto transparente. Continuó escuchando los timbrazos, encogida, hasta que el teléfono se calló. Se aterrorizó. Imaginó que dentro de su torrente sanguíneo afloraría la adrenalina y que quizá esta sustancia la sacaría de su estado inanimado, pero nada ocurrió tampoco. Hasta su momentáneo espanto se fue de a poco calmando mientras reconocía objetos en la habitación que le eran familiares. “Pero claro – se dijo – como no me di cuenta antes, esto es una simple y brutal pesadilla, ya se me pasará, ya despertaré. Lo mejor será que vuelva a dormirme para lo cual lo único que debo hacer es cerrar los ojos”. Quiso cerrar los ojos pero los párpados no le respondieron. Es decir ella consideró que los párpados no le respondían. “Bueno – pensó de nuevo – es lógico, si estoy parapléjica. Deberé esperar con paciencia la llegada de alguien. La señora que hace la limpieza, Elena. Tal vez mi padre, don Pepe, mi hermano Tomás, o quizá hasta mi propia madre que, como me odia, se pondrá contenta de verme así, imposibilitada, transformada en un objeto.” Este último pensamiento le heló la sangre pero no le impidió considerar que si se hubiera transformado en un objeto lo de “helársele la sangre” sería meramente una metáfora ¿Pero si fuera un objeto, sería un cubo, una esfera, qué poliedro sería? Además por más que llegara gente, incluso la que más y mejor la conocía, la que más la amaba, cómo iban a imaginar que ese poliedro, cubo, esfera, transparentes, lo que fuera, que estaba sobre su cama, fuera ella misma y no uno de los objetos que ella fabricaba para emplear en sus esculturas.
A esta altura de sus elucubraciones se le ocurrió otra idea siniestra. La de que, en realidad hubiera muerto; su cuerpo o cadáver estaría descansando en su féretro en alguna funeraria o ya en el cementerio mismo y que su alma, espíritu inmortal, se hubiese quedado allí, en el departamento, adherida a los objetos que había poseído y amado, porque quizá la muerte fuese así. Es decir, los muertos extraviarían o perderían los cuerpos, pero sus almas viajarían, volarían, se entretendrían en los lugares que habían amado y en los que habían sido felices. Desde luego que, al no disponer de los cuerpos, las almas nada podrían hacer para comunicarse con los demás cuerpos, los que pertenecían a aquéllos que todavía estaban vivos y andaban por el mundo, pero tal vez sí podrían viajar, trasladarse y, sin pausa, contemplar, escuchar. Pudiera ser entonces que lo que debiese tratar de intentar no fuera moverse físicamente porque ya no habría físico para mover, sino desplazarse espiritualmente para lo cual sin duda bastarían su imaginación y su voluntad. Es decir, el simple querer estar en el lugar que pudiera imaginar. Imaginó entonces que estaba en la cama de su dormitorio del departamento del piso veintidós y que se despertaba, y, efectivamente, se despertó por fin, contraída todavía por la angustia reciente, en posición fetal, y agradeciendo que tanto horror hubiese sido un sueño, una terrible pesadilla en realidad ¡Qué alivio!
Se incorporó y salió del lecho con las articulaciones suavemente adoloridas encantadísima de estar y sentirse viva y despierta y dueña de nuevo de su cuerpo y sus movimientos. Pensó que la fantasía se había inspirado claramente en sus esculturas y en su pensamiento filosófico fundamental acerca de la vida y los seres.
La vigilia estaba allí, intacta, como cada mañana, pero, además, fluía, mutaba, se transformaba, transcurría con ella, metida dentro del tiempo. Caminó desnuda como había salido de entre sus sábanas hasta la cocina y abrió la heladera. Se quedó apoyada sobre la puerta tratando de pesar lo menos posible para no desgoznarla, término que ella prefería cuando se trataba de elegir entre descuajeringar, descolocar, desquiciar y otros. Sus ojos vagaron sobre el interior frío, cuya atmósfera de aliento helado, ligeramente alitósico, reposaba con placer contra la tibieza de la panza, se detuvieron en el paquete de fiambres envueltos en esa especie de celofán que desnudaba el granito rojo y blanco del salame, la rodrocrosita de las fetas de jamón, el amarillo pajizo del queso, se posaron sobre el sachet de leche,  la mermelada,  un paquete de pan lactal rodajas finas, se regodearon en el ovoide episcopal de los huevos prolijamente embutidos en los perfectos hoyos cilíndricos de la puerta. Final e insólitamente se decidieron por un desayuno americano. Extrajo los fiambres y dos huevos para freírlos. Se prepararía además café y jugo de naranja.
Cuando los huevos estuvieron a punto puso dos fetas gruesas de jamón sobre el plato y les depositó encima, fritas y crocantes, las yemas y las claras. Sobre las cúpulas blandas y amarillas dejó caer, sobre cada una, dos gotas de aceite de oliva crudas. Armó tres rollitos con las fetas del queso y, su primera acometida sobre los manjares consistió en hundir el vértice de una rodaja de pan lactal sobre una yema. En pocos minutos había pasado del pánico al deleite. En adelante masticó, cortó jamón con clara y yema, saboreó y bebió el cítrico fresco y dulce. Pensó en Trenque Lauquen, en su hermano Tomás y en el patio cubierto, de piso de cerámicas rosa y verde agua, se acordó de su muñeca Petrona y de aquél episodio triste con su madre y otro hombre en el dormitorio lúgubre, de su huida y de sus vacaciones lejanísimas en el arroyo transparente y en las piedras chatas y blandas.


Amilcar Luis Blanco  (Ophelia por John Everett Millais)

martes, 21 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO PRIMERO DE "LAS WALKYRIAS"


  


                                                    41
                                                     Tocar los cuerpos, las cosas, tenerlos, ejercer la eufemística y efímera manera del deseo de apropiación que nos ocupa la memoria y el entendimiento desde que lo tuvimos o adquirimos alrededor de nuestros cinco años, según Piaget, es nuestra forma de ser humanos y estar en el mundo y la vida. Pero, sentirlo a veces, agudamente, como obsesión que no nos permite estar completamente tranquilos en soledad es una forma de perturbación emocional a la que solemos llamar “enamoramiento” ¿Iría ella al taller de Malva? ¿Irrumpiría en su silencio ofuscado, en ese sentimiento que ella experimentaría de sentirse justificada frente a la deserción de Elena, su amante? Si se habían besado, acariciado, toqueteándose, disfrutando sexualmente la una de la otra y viceversa, creando un espacio común que las albergaba, que les hacía sentir el mundo y la vida como diferentes cuando estaban juntas ¿Por qué ahora la huida o el ensayo de huida? ¿Cuál era su miedo, en qué estribaba? ¿Por qué la idea, el sentimiento de duplicidad? Acaso porque Edelmira y Malva estaban allí para ella, disponibles, enamoradas, en un mismo momento del tiempo, contemporáneamente, dirigidas hacia una misma materia unívoca, ella. Claro que no indefinidamente, no para siempre jamás, sino transitoriamente, relativamente, como todo en la vida ¿Había algo absoluto? No, todo era momentáneo.
Elena sacó otro cigarrillo del paquete azul que, fiel entre sus objetos, habitaba el vientre oscuro de su cartera, sacó también el encendedor. Se demoró deliberadamente, concentrada, en la maniobra, tan mecánicamente repetida, de llevar el cilindro de papel de arroz a sus labios, de apretar la ruedita dentada que haría saltar la chispa que produciría la llama a la que finalmente acercó la punta del futuro pucho y aspiró el humo aromado, con cuerpo, que fue más allá de su garganta, hacia la profundidad de sus castigados pulmones que – consideró – alguna vez se quejarían de alguna manera irresistible y dolorosa de haber sido tantas veces maltratados. Desde luego había siempre una compensación externa para tanto desamor hacia su cuerpo, implícito en su vicio; era esa especie de gratificación escénica que le producía el contemplarse fuera de sí misma, fumando y bebiendo café en un bar de Palermo, como una heroína de película o de novela. Ese ralentado de sí misma, otro vicio suplementario y adquirido que provenía del celuloide, de la fotografía, del daguerrotipo, de los translúcidos sepias que solían teñir sus acciones a partir de sus estados de ánimo.
Estar con una misma, no era sólo estar con un cuerpo, un rostro, que se reconocieran como propios, era también habitar con la idea de una misma. Y la idea de una misma – pensó – soltaba su primer bocanada blanca y la veía como a todo lo que la rodeaba – era la idea de ella en el mundo, de ella traspasada y habitada por los objetos y los seres, era la idea de una interacción continua indetenible y cambiante, fluida, en la que nada quedaba. Su identidad era en realidad el reconocerse absurdamente como persistiendo en ese cambio, era su memoria y recuerdo de sí misma, pero sintiendo a la vez su fugacidad, vulnerabilidad, fragilidad. Ese sentimiento era el que se resistía tercamente a dejarse llevar por los acontecimientos externos. Era el que se dolía, ansiaba, anhelaba, se angustiaba, extrañaba, añoraba y cada pérdida era una herida, una laceración que se prolongaba a sí misma en el torrente del tiempo y que a la vez la contenía, la cifraba.
El cuerpo, por otra parte ¿Qué era? Esa constante renovación de células, ese cambio molecular misterioso que no gobernaba, que transcurría por sí mismo, fuera de sus sentimientos de dolor, tristeza, melancolía, emociones que embargaban su azorada razón. El cuerpo envejecía, se deterioraba. Observó en otra mesa a un anciano menudo y de pelo blanco, como la nieve, tembloroso, que leía el diario como lo había leído su padre, quizás tratara de distraerse de sí mismo, de tanta locura de lo existente en él, del mundo en él, como trataba ella ¿Había que pasar de esa acción a la siguiente? ¿Qué ocurriría si se detenía, si no perseguía a Malva a su taller, si no iba tampoco a la villa a ver a Edelmira? En suma, si se permitía descansar del mundo en ella, de ese sí mismo externo que nos empuja y se despega y nos despega, llevándonos casi siempre al desierto de la angustia.

Desnudo con alcatraces Póster por Diego Rivera

Chistó al mozo y le pidió otro café. Aquel momento duraría lo que tuviera que durar y también su duda. Pero, no obstante, como se habían ido, casi en la invisibilidad, el rostro y el cuerpo de Malva se presentaron de nuevo ante la mirada de Elena. Estaba más africana que nunca con su pelo a la garzón y sus labios gruesos y tan bien formados apresados por una mueca en tirón, por un puchero, los ojos llorosos.
- Vos y yo no podemos separarnos – dijo sentándosele enfrente y tomándola a Elena de la muñeca extendida que pertenecía a la mano de ella que sostenía el cigarrillo que se apuró a dejar depositado, valiéndose de la otra mano, en el cenicero de lata Gancia al que fue inevitable correr con un breve sonido chirriante. Aquélla era una escena de vodevil.
- Vos y yo tenemos una continuidad – siguió explicándose Malva – Somos como una especie de vegetal que se extiende, una enredadera que se encuentra en un medio extraño, nos amamos profundamente ¿Quién podría negarlo? ¡Ya no se estar sin vos!

El “ya no se estar sin vos” de Malva, cola de cometa de su momentáneo y patético discurso, tuvo la virtud de detonar la hilaridad de Elena que comenzó a reírse y liberó por ahí la tensión acumulada. Sin fijarse en los circunstantes; a esa hora en su mayoría eran hombres que saboreaban su café y su diario, abrazó y besó la cabeza de Malva por sobre la mesa, produciendo un raspante corrimiento de ésta, todavía mas chirriante que el del cenicero. Inmediatamente se contuvo, como para que no se les notara la “lesbiandad". Las dos cayeron en su silla, se sonrieron y se soltaron las manos. El puente solidísimo entre ellas quedó en el abrazarse de sus miradas, y, alguien, el viejito, se ilusionó Elena, estaría pensando “son dos hermosas y jóvenes amigas que se quieren” y lo mismo pensaría su padre si pudiera estar allí. Las lágrimas la desbordaron, habían estado esperando.

Amilcar Luis Blanco (Pinturas de Edward Hopper) 

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO DE "LAS WALKYRIAS"



                                                                   40
                                                               -¡Señor! – se exaltó Vladimiro cuando lo vio de nuevo frente a él, con el pequeño mostrador por medio.
- Acompáñeme – ordenó Neptalí
- Sí, sí, señor ¿Dónde?
- A la suite que le habían asignado a la señorita Monsivais.
Vladimiro cerró el enorme cartapacio forrado en cuero en el que se anotaba a los visitantes, abrió y bajó la tapa del mostrador, salió. y caminó hacia la escalera.
- Sonría despreocupadamente – indicó Neptalí – Ya habrá adivinado que dentro del bolsillo de mi piloto no hay sólo una mano con dedos.
- Sí, sí, señor
Vladimiro subió seguido por el comisario. Nadie los atendió ni observó a esa hora. Eran las nueve de la noche, había baile en el salón, las chicas y los clientes estaban dedicados a sí mismos y, esa noche, a esa hora, por una feliz casualidad, la madama le hacía sus homenajes de tetas bamboleantes a un vicioso Arquímedes que la contemplaba arrobado, como tantas otras veces. Neptalí había dejado cuatro agentes de civil apuntándoles con armas largas a los guardias en el portón de la mansión con el expreso encargo de que no lo anunciaran. En otro caso serían boletas y él no los pagaría.
Vladimiro lo condujo, solícito y manso, hasta la fastuosa suite.
- Andá a orinar al baño, ya mismo que te podés mear – sugirió Neptalí. El conserje entró al habitáculo y Neptalí cerró la puerta con llave. No tardó en ubicar la cerámica floja. El celular estaba allí, apagado e intacto. Lo guardó en el bolsillo de su piloto y salió despaciosamente, después de abrirle la puerta de su encierro a un asombrado Vladimiro que bajó detrás de él.
De modo que regresó como había llegado.  Escabulléndose, convertido en sombra, sin que nadie en el lugar advirtiera su presencia, excepto otra sombra, sinuosa, delgada, coqueta, que siguió la suya. Era una muchacha, “liviana como una mariposa” pensó Neptalí, “pero con la consistencia de una gacela”, agregó enseguida, mientras la contemplaba. La flaca tenía piernas largas y bien torneadas. Únicamente su busto era escaso. Lo que la volvía verdaderamente sensual eran sus caderas y glúteos generosos que arrancaban de la cintura finísima. El comisario se había detenido entre el portón y la cancel de entrada a la mansión, sobre el sendero de grava o de balasto, y se había dado vuelta porque los pasos de la niña producían un “chás, chás” vibrante y seco detrás de sus oídos acostumbrados a la catástrofe súbita. Se quedó de frente, esperándola, juzgándola como se vio, hasta que se detuvo a una mínima distancia y le pudo ver los ojos enormes y diáfanos como dos turquesas, la boca entreabierta, las aletas de la nariz dilatadas.
- Comisario, comisario – susurró, agitada.
- Sí, qué pasa.
- Quisiera irme con usted
- Si estás dispuesta a correr el riesgo
- Sí, estoy dispuesta.
- Caminá conmigo entonces y metéte en el coche, y aguantá que tu culo caiga sobre rodillas de hombre – Neptalí dijo esto y volvió a caminar. La chica lo siguió.
- ¿Cómo te llamás?
- Sonia. Yo la conocí a Malena y estaba sentada cuando usted entró al salón y subió con Vladimiro. Es mi oportunidad, pensé, y veo que no me equivoqué – concluyó la chica y echó una mirada rápida, un pequeño relámpago, sobre los cuatro hombres que custodiaban la salida del comisario.
- Es tu oportunidad y no te equivocaste – confirmó Neptalí y además de guiñarle un ojo le dedicó un beso que ella le agradeció con una enorme sonrisa antes de entrar, la última, sobre las rodillas de uno de los muchachos, por la puerta trasera del automóvil.



Amilcar Luis Blanco   (Imagen de la historieta "Sexton Blake")

domingo, 19 de octubre de 2014

CAPÍTULO TRIGÉSIMO NOVENO DE "LAS WALKYRIAS"

                                                     


                                                          39
                                             Hay madrugadas en las que me siento como un lobo, una bestia, igualito que esa película en la que un médico pituco se tomaba un brebaje preparado en su laboratorio y empezaba a convertirse en un hombre lobo, en una bestia. Le empezaban a salir pelos, se le alargaba el hocico, los ojos se le llenaban de sangre y hasta le salían colmillos. Claro, esto es lo que me imagino para espantar el miedo cuando salgo a la noche de la villa para ir a Retiro. Es una fantasía como para defenderme, como para sentirme animado si alguien quisiera asaltarme o pegarme ¿Qué se yo? La otra mañana iba pensando en esto cuando vi que se me acercaban dos muchachos, les desconfié un poco y pensé: “voy a intentarlo con ellos”. Así que cuando estuvieron casi al lado uno dijo: “Señor”, “¿Qué?”, le contesté, pero, dando un alarido desgarrado y mirándolo con cara de furia. El muchacho, que venía con un cigarrillo entre dos dedos, seguramente para pedirme fuego, lo codeó al otro y salieron corriendo, se asustaron. Ahí me di cuenta de que la trampa funcionaba. También me di cuenta de que todos llevamos guardada dentro de nosotros una bestia y que en determinados momentos la podemos usar. El problema es cuando la bestia sale sola, como en la película, y no la podemos dominar. También se me ocurrió que vivimos en un carnaval en el que todos somos mascaritas, ocultamos nuestra cara verdadera, la que usamos de entrecasa o cuando estamos por quedarnos dormidos. Todos vivimos simulando. No digo que la cara de entrecasa sea siempre la de la bestia; a veces es la de un ángel porque nos sentimos pacíficos, tranquilos, cariñosos, sin ganas de pelear. Yo, Negra, cuando vos estás en casa me siento cariñoso. Estoy lleno de mansedumbre, de dulzura, como esos perros que mueven la cola al ver a sus dueños. Porque vos sos mi dueña, Edelmira. Quizá nunca te lo dije porque no soy de andar haciendo alharaca. Me da vergüenza, pudor, estar diciéndotelo. No tengo siempre esas palabras dulces, como golosinas, que tiene siempre para decirte tu patrona, Elena, que muchas veces se las escuché, y también a vos devolvérselas. También, si se habrán cambiado lindezas y otras fiestas con tu amiga de La Paz, con Malena. Yo comprendo que el viejo López la tenía mal, la trataba como la mierda, pero ella no se quedó atrás tampoco. No digo que sea una atorranta como otras, porque es una mujer bastante fina y culta, es la hija de nada menos que Jorge Monsivais, un señor en La Paz y en cualquier lado, pero, no se quedó atrás. Yo me doy cuenta Edelmira que vos no necesitás usar un lenguaje tan acaramelado conmigo como con ellas, porque nosotros nos conocemos desde que somos gurises, sabemos de dónde venimos y todo acerca de nuestras familias, porque, además, vos siempre me has respetado y yo a vos, pero, a veces me gustaría ser alguien importante para vos ¿Qué se yo? Un tipo de guita, alguien que hubiera estudiado, un profesional, porque si ese fuera el caso vos me considerarías más, estarías orgullosa de mí. Quizá dirías:” ahí está mi marido que es médico, o abogado, o ingeniero, o dueño de esa tienda, ve”. O,” no, yo no trabajo, mi marido no me deja faltar nada”. Incluso, Negra, podríamos adoptar algún gurí o gurisa, vivir en La Paz, viajar. En fin ¿Qué no se tiene con guita, no? Por eso es que dentro de mi, infinidad de veces, me siento lobo y algunas veces lo saco afuera”.-

Amilcar Luis Blanco  (Ilustración para "El extraño caso del doctor Jeckill  y Mister Hyde" por Mauro Cascioli)



viernes, 17 de octubre de 2014

CAPÍTULO TRIGÉSIMO OCTAVO DE "LAS WALKYRIAS"



                                                               38
                                                             Los acontecimientos quedarían para siempre entre los chismes de la gente, que todo lo cuenta, todo lo sabe y, casi siempre después, no sabe o no contesta, como si hubiera perdido la memoria. En este caso nó, los acontecimientos superaron la capacidad de olvido popular, por lo menos por unas semanas. La cosa fue que el Comisario Neptalí, juntamente con Jorge Monsivais, el padre, la Licenciada Laura Fernández, un oficial de justicia mandado por el juez de Asunción, cien efectivos de la gendarmería, diez policías, tres camarógrafos, una reportera, entraron en “Las Walkyrias” y se llevaron a Malena Margarita en un operativo espectacular.
La Walkyria mayor y Arquímedes Portobello no aparecieron por ninguna parte el día del procedimiento. Sólo los guardias que se dijeron personal de seguridad y no opusieron resistencia al exhibírseles la orden de allanamiento, tampoco podrían haberla opuesto ya que fueron tomados por sorpresa y hubieran quedado detenidos muchos de ellos, franquearon la entrada a los efectivos.
Irrumpieron en el salón que en ese momento oficiaba de comedor al mediodía y se dirigieron al conserje Vladimiro que se quedó con un bocado a medio masticar y casi levantó las manos cuando le preguntaron si era el encargado.-
- Sí señor – contestó.
- Baje las manos, no sea ridículo, no somos asaltantes – tronó Neptalí y exhibió su chapa brillante en una mano con gesto adusto. Le encantaban esas paradas.
- Sí, sí, señor. Ordene, señor.
- Malena Margarita Monsivais, llámela ya mismo.
Vladimiro miró hacia todos los rincones como si le faltara el aire. Por fin descubrió la silueta de Malena que caminaba distraída llevándose una bandeja a la mesa que había elegido. En ese momento ella no pensaba en su rescate, tenía los ojos del deleite interior puestos en Daniel Silverstone y había elegido una pata de pollo con salsa de champiñones. Vladimiro la señaló con un índice tembloroso y cuatro ojos, los de Jorge Monsivais y los de Neptalí, llegaron con cierta turbulencia de imagen a reconocerla.
- ¡Hija! – gritó Monsivais
Malena reconoció la voz y giró hacia su padre. Pegó ella otro grito y dejó caer la bandeja. Monsivais corrió hacia su cuerpo añorado y se abrazaron. El la levantó y la hizo girar como si Malena tuviera todavía cinco años y estuvieran en la plaza de La Paz un domingo a la mañana. Neptalí contemplaba la escena satisfecho. Le sonrió a la Licenciada Fernández y en sus caras destelló el incontenible brillo de las lágrimas. Se quedaron un momento largo inmovilizados, aguardando que padre e hija descargaran un poco de la emoción que los embargaba, desbordante en llanto y sonrisa, ese sentimiento no paraba de inducirlos a que se apretaran, estrujaran y soltaran. El amor entre ellos era en ese momento como una especie de mímica convulsiva y compulsiva a la vez. Cuando se hubieron calmado, recién entonces, se acercaron ellos también. Besaron y abrazaron a la rescatada. Ni que decir que las cámaras de televisión que habían estado allí todo el tiempo registraron la escena en vivo y directo para millones. No habían hecho publicidad previa porque entre el juez y la Licenciada Fernández habían alcanzado a convencer a los directivos de los canales de Posadas y Encarnación, en ambas orillas, a los que les dieron la primicia por un interesante donativo a la entidad, que sería una buena nueva idea lanzar la bomba en el noticiero y después anunciar repeticiones que elevarían el nivel de audiencia y, lo principal, no estropearían el operativo.
Así se hizo y durante días la ciudad de La Paz, hasta la que los siguieron, fue centro de periodistas, reporteros, cámaras y micrófonos. Los medios gráficos analizaron pormenorizadamente el negocio del proxenetismo y la prostitución, poniéndolo en la picota, al extremo de movilizar contra ellos a los señorones hipócritas que, rápidamente, se organizaron para exigir públicamente la clausura de tan nefasto antro de perdición y la expulsión de sus regenteadores, tanto en Encarnación como en Posadas.
¿Cómo y por medio de quién se enteraron Arquímedes Portobello y Madama Walkyria que sobrevendría el operativo? Es de suponer que alguno de los poderosos personajes que eran usuarios de los servicios que ellos ofrecían se los debió haber adelantado con el tiempo justo y escaso para que huyeran y sin darles margen para que arruinaran el operativo. Esto conjeturó el Comisario cuando Malena, ya libre de sus cadenas y mientras regresaban a La Paz le formuló el interrogante.
Enterarse que Anselmo López había fallecido fue para Malena una sorpresa con culpa súbita sobre todo porque la inundó una poco piadosa sensación de alivio que no pudo evitar.- Mas estimulante fue  interiorizarse de las diligencias y quehaceres que precedieron e hicieron posible su rescate. Sobre todo por las mujeres implicadas y sin cuya ayuda no habría ella jamás recuperado su libertad. Supuso, naturalmente, que únicamente su aviso a la empleadora de Edelmira, llamada Elena, había bastado para guiar y concretar su salvación y que, el adminículo de telefonía satelital que le había facilitado Daniel Silverstone, había sido sí un objeto providencial, pero casual.
Neptalí la miraba con sus negros ojos morunos cada tanto mientras manejaba un enorme Ford Focus hacia la ciudad entrerriana. Se limitaba a escuchar sus comentarios con cara de poker. También su padre, Jorge. Hilda, la mamá, que había esperado eternizándose en cada segundo, en Posadas, volver a verla, ahora le apretaba la mano sin intención de soltársela.
- Sí, conocí a Daniel Silverstone, un estanciero de la zona que de vez en cuando va al lugar y él me regaló el teléfono satelital con el que pude comunicarme con ustedes a través de Edelmira, la hija de Aníbal y Rosa, ustedes la recuerdan, no?
- Sí, hija, por supuesto – confirmó doña Hilda.
- Ahora quisiera verla para agradecerle y también a Elena, su patrona.
- Vamos a organizar una comida y las vamos a invitar – dijo Jorge Monsivais.
- Sí, y también a Daniel Silverstone- se entusiasmó Malena.
- Perdón, perdón que me meta – interrumpió el comisario - ¿Me pregunto si no comprometeremos al hombre?
- ¿Por qué? – se inquietó Malena.
- No olvidemos, señorita, que usted estuvo entre mafiosos. Probablemente el hombre sea una gran persona, pero, si se enteran de que, después de su rescate, el hombre va a festejar a la casa suya propiamente, pueden pensar que él intervino o de algún modo ayudó ¿Me entiende, no se si me explico?
- Sí, sí, tiene razón – Enseguida de su tan razonable asentimiento Malena recordó, y fue como una punzada, que el teléfono satelital había quedado, apagado por supuesto, en el hueco del zócalo. Lo apresurado del operativo hizo que lo olvidara. Si lo hallaban el aparato podría llevarlos a Silverstone.
- Comisario. Hay algo que quiero que sepa. El teléfono satelital quedó en la suite, escondido ¿los puede llevar a Silverstone?
- No se preocupe. Yo localizaré al hombre y conseguiré que lo recupere. Dígame exactamente dónde está.
Malena describió el lugar, dio el número de habitación, indicó el escondrijo. Pensó con repugnancia en los acuciosos guardias que eran como robots y que, pasado el susto, estarían relevando cada milímetro cúbico de su habitación. Sin embargo ¿Qué había de personal, de suyo, en ella? Sólo la ropa que llevaba puesta cuando llegó. En cuanto a advertir la cerámica floja era muy difícil. Ella la encastraba de modo que únicamente quien supiera podía descubrir su condición removible.

El Comisario pensaba que para que la reciente rescatada y su informante, que no era otro que Daniel Silverstone, se vieran nuevamente – parecía que a la joven le había caído muy bien- debería transcurrir un buen espacio de tiempo. Por lo menos un año. Lo importante sin embargo sería que el celular fuera removido de allí cuanto antes. Pensó que no arriesgaría a Silverstone. El mismo haría el trabajo.

Amílcar Luis Blanco  ("Baño pompeyano" pintura  de Niccolo Cecconi)

miércoles, 15 de octubre de 2014

CAPÍTULO TRIGÉSIMO SÉPTIMO DE "LAS WALKYRIAS"



                                                                  37
                                                      A veces, antes de regresar a la villa, me pongo a caminar. Se que no te importará porque, ahora, desde que volviste a la casa de los Marchanta, estás de buen humor y no me reprochás nada. Pero, como te decía, me pongo a caminar y a pensar, aunque llueva. A mi la lluvia no me espanta, ni el viento, ni el frío de la tarde, porque a esa hora comí y ya estoy preparado y abrigado para resistirlo. Lo que no puedo negar es que la soledad sí me afecta, más que cualquier cosa. Cuando llego a casa y estás preparando la cena me siento acompañado por el sólo hecho de que estés, con eso me basta ¿Sabes por qué? Porque dejo de pensar en nosotros, me hago la ilusión de que estás sintiendo lo mismo que yo. Que si yo no estuviera te sentirías tan sola como suelo sentirme yo en el Fernández o en la vuelta a casa ¡Bah! Durante todo el entero día en que no te tengo al lado ¿Te conté ya que en el Fernández hay una morochita que se te parece bastante? La diferencia es que me mira también bastante y con mas ganas que vos. Hasta me hace caídas de ojos. El Cholo, mi compañero, me dice que por qué no me le tiro, pero yo pienso ¿Para qué? Si me llega a decir que sí, qué hago, dónde la invito. Y si me llegara a invitar ella después tendría un compromiso. A la larga me complicaría la vida. Tendría que empezar a mentirte a vos, Edelmira, y quién sabe qué pasaría. No me parece lo mejor. No creo que tampoco, por eso, dejara de sentirme solo, únicamente me complicaría la vida y seguiría estando tan solo como antes. Porque lo que pienso no me lo sacaría esa chica de la cabeza. Seguiría pensando en vos, Edelmira. Yo creo que con vos tengo una obsesión. Y ni contar con que no podría con esa chica tener la misma experiencia que tuve con Candela. Con Candela se que no tengo compromiso, ella sabe que me vuelvo a la Capital y que estoy casado con vos y no le importa. En cambio a esta enfermita no la conozco. Lo único que vi de ella, de ojito, fue su historia clínica. Vino por una operación de quiste ovárico. Le sacaron el quiste, estuvo cinco días, pero sigue viniendo a la consulta y cada vez que me ve me hace la caída de ojos. Ahora, me pregunto por qué tengo yo una obsesión con vos, porque no me parece bien. Tal vez porque nos conocimos de tan chicos y siempre estuve enamorado, tal vez porque me tratás con cierta distancia aunque seas mi mujer. Eso de mi mujer es una forma de decir porque, bien mirado ¿Qué podría querer decir? Nadie es de nadie ¿O sí, o habrá alguna forma de asegurar que alguien pueda ser de alguien? Por amor, digo, siempre por amor”.-

Amilcar Luis Blanco   (Pinturas de María Amaral)

lunes, 13 de octubre de 2014

CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEXTO DE "LAS WALKYRIAS"


                                                              36
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                             El estado actual del espíritu de Elena, si se lo preguntaban, como en uno de esos cuestionarios que vienen en el suplemento de “Clarín”, era de incertidumbre. Las palabras estaban cada vez más lejos y eran sólo eso, una caligrafía muda, porque los ecos contenedores de los timbres, las inflexiones, los sonidos peculiares que en algún momento ocuparan su oído y les dieran rostro, ojos, frente, manos, en suma, cuerpos vivos, se iban apagando más y más con el paso del tiempo y los acontecimientos. El departamento seguía ocupado por esas transparencias que, quizá su amiga Malva hubiese representado muy bien en alguna de sus esculturas. Las voces habían huido y detrás de ellas también los volúmenes que eran los cuerpos y las acciones de los cuerpos. El tiempo se apilaba sobre los itinerarios que se esforzaba en recordar como una sucesión infinita y deletérea de instantes urgentes que los fueran borrando. Sus padres se le iban volviendo mas transparentes, más inexistentes, día a día, como si sus ausencias se sumaran y potenciaran para aumentar la opresión de la soledad y su memoria no tuviera fuerza para sostenerlos. No la tenía ¡Qué joder! No la tenía.
Apoyó la taza con el resto de te con leche que había bebido a sorbos cortos y lentos sobre la manida mesa de su eternidad de hija. Se esforzó en verla, siempre a la tábola en cuestión, con su recuerdo del inmediato pasado, cuando las manos grandes y velludas de su padre se posaban en ella y, humanizadas y domesticadas por el solitario con la piedra de agua marina y la alianza de oro, en el anular y el mayor, iban pasando las páginas tamaño sábana de “La Nación” y, cada tanto, acompañaban su índice y se acomodaban los anteojos de carey sobre el puente de la nariz. Toda su corpulencia y la abundancia de su pelo lacio y tordillo, peinado hacia atrás, entraban en pausa y trance para olvidarse de sus fueros y concentrarse en sus ojos grises detrás de las lentes. Los viajes que su padre emprendía hacia el interior de su imaginación, estimulada por la lectura, eran los únicos que lo llevaban a otras latitudes, hacia insólitas aventuras, los viajes de un “Ulises” doméstico que no se movía de su silla. Su cotidianidad física y material en cuanto a traslados se había limitado siempre a la apologética frase de Perón: “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Su madre se desplazaba como un ave doméstica, siempre detrás de él o pendiente de ella. Habían pasado los tres las nueve décimas partes de sus vidas en silencio, sentados a esa mesa u ocultándose en sus habitaciones y ahora, ese mismo silencio la molestaba, la fastidiaba, la incitaba a irse a caminar por las calles de la ciudad. Ya no encontraba el antiguo sosiego de la lectura que, como a su padre, siempre le había bastado para contenerse a sí misma. Además estaba cargada con una ansiedad nueva, distinta, ocasionada por sus dos amores que se le convertían en inquieta pasión de adolescente, tan incontenible como la furia o la lujuria. En el caso de Edelmira su amor estaba muy cerca de sus inmediatas raíces anímicas, en el caso de Malva sentía que estaba ligada a su deseo de volar. Una mujer del pasado, otra que fue futura con relación a ésta, las dos, vibrando en su presente, en ese espacio de mentira que era riesgo puro y, por consiguiente, no había sido esclerosado todavía, atrapado por la ubicua telaraña poliédrica que, según su amiga, terminaba por detenernos a todos en nuestro impulso, fluido y cambiante, de crecer, transformarnos, estar vivos. En ese momento ella era una herida, pero era una lastimadura placentera, “sarna con gusto”, como suele decirse, pero sarna al fin.
El balcón, las ventanas, dejando entrar la luz, el aire y las imágenes de la ciudad, estaban ahí, le pareció que desde siempre, como salidas imposibles o impracticables, por lo menos para alguien que conservara su sensatez y fuera capaz de reprimir todo propósito suicida. Porque la soledad, a veces, sugería esos caminos imposibles que también se abren en los sueños o en las pesadillas como alternativas posibles a la unidireccionalidad de la vida. De todos modos y como siempre sintió en todo su cuerpo que debería lanzarse a la acción, hacer algo. Ya no le alcanzaba tampoco con sentarse frente al teclado de la computadora a ensayar explicaciones o intentar introversiones, como esas de escribirse a sí misma en una carta o diario, sacarse afuera para verse, colocarse en posición de ser contemplada, convertirse en espectáculo.
Se quitó el deshavillé, desembarazándose de él por encima de la cabeza y lo arrojó, hecho un bollo celeste pálido, como un nido todavía tibio, sobre la cama en desorden. Las sábanas blancas con sus guardas de seda gris perla, sus arrugas con sombras, hasta las que llegaba la tenue luz del cielo nublado, la hicieron sentirse como una predadora de lo hogareño, profanadora de todo lo sagrado que cabía en las fotografías coloridas que, en un rincón, sobre la colcha arrebujada a los pies, había estado contemplando la noche anterior. Escenas de aquélla vida familiar que se le había ido de las manos de una manera sorpresiva y sorprendente, dejándola vacía, atónita, observándose todas las mañanas en el espejo del baño mientras cepillaba sus dientes sin convicción y se preguntaba qué hacía ella todavía viva, todavía allí.
Pensó en ir a ver a Malva y comenzó a imaginar qué se pondría. Por fin se decidió por un jean celeste y una blusa blanca de mangas abuchonadas con un pequeño escote en ve pespunteado y con algunas minúsculas aplicaciones de plata. El jean era elastizado y le ajustaba las caderas y los glúteos. Se paró frente al espejo y adoptó posiciones como las de las modelos en las revistas para contemplarse la cintura, milagrosamente pequeña a sus cuarenta y cinco años. Tenía unos senos medianos, todavía malditos por lo apetecibles, incitantes, aún para ella. Se miró la frente, los ojos, las mejillas, el mentón, el cuello; sí, tenía un parecido evidente con Lena Olin, la actriz. Se dio un poco de color rosado en los labios, se acomodó el largo pelo castaño con reflejos rojizos.
Iría directamente al taller de Palermo. Malva, a esa hora, ya estaría allí. Si no le abría nadie se quedaría en el café de la esquina, tomándose un ídem, fumando, leyendo el diario. Pensó que otro día, no sabía cuándo, quizá necesitaría emprender el recorrido hacia la villa, para volver a pisar sus calles de barro y desperdicios y entraría entonces por la puerta siempre abierta de la sociedad de fomento para saludar a Alejandro y encontrarse con la Negra. Por ahora, esa mañana, sintió que no lo necesitaba. Su alma se había despertado pájaro urbano. Estaba más cerca de la cultura y la reflexión que de la tierra “valle de lágrimas”. Nadie le abrió en el taller, se sentó entonces en el café de la esquina a beberse un ídem, encendió un cigarrillo, chistó al canillita y enseguida la primera plana de “Clarín” quedó bajo su mirada.

- Sí – afirmó de golpe Malva que también de golpe apareció con un giro sobre sí misma, su peinado africano pegado a la pequeña cabeza toda sonrisa y un giro detenido, de trompo, como si sus piernas estuvieran pegadas, para dejarse caer sobre la silla frente a la de Elena – Aquí estoy para decirte que Buenos Aires tiene corazón de muchacha porque he venido observando a las de nuestro sexo, que somos lo mejor que tiene esta ciudad, y he comprobado una vez mas que la city se despierta y se acuesta iluminada por nuestras sonrisas y se duerme también acunada en nuestros regazos ¿Qué te parece?
- Que estás muy poética ¿Cómo supiste que estaba acá? – Elena había levantado su vista del diario para mirar a su amiga.
- No supe, coincidimos mi amor, coincidimos, como tantas veces.
Se besaron a continuación incorporándose, por sobre la mesa, en ambas mejillas.
- ¡Perdón, no la estaba saludando! – dijo Malva
- ¡Qué bien que la veo, Dios se la conserve! – devolvió Elena y se dejó caer de nuevo en su silla.
- Que Dios me la conserve ¿Qué cosa, señora?
- Usted sabrá mija.
- No sea maleducada.
Las dos se rieron.
- ¡Ah, corazón de muchacha!
- Frase apologética de viejo verde, ¿no? – dudó esta vez Malva.
- Si a usted le parece.
- Bueno, dejemos esto. Y, a propósito de dejar, ¿ya dejaste a tu Negrita?
- No hablemos de estupideces – resopló Elena y sacudió el diario que había retomado como para seguir leyéndolo
- ¿Si a vos te parece?
- Sí, me parece – se fastidió de nuevo Elena y volvió a dejar el tabloide.
- Bueno ¿Qué haremos entonces hoy?
- No lo se, confiaba en tu versatilidad, en tu imaginación siempre despierta.
- Andás sin suerte, hoy mi imaginación está dormida.
- ¿Te rebelaste?
- Puede ser. Quizá mi imaginación no se despierte hasta que no me convenzas de que con tu “Negrita” ya no te pasa nada.
- ¿No me compartirías?
- No, por ahora, más adelante no se, puede que sí.
- ¿La diferencia es el tiempo?
- Exactamente. Estamos hechos de tiempo. Leí en algún lado que para el 2012 la tierra y el sol se alinearán con un agujero negro que está en la galaxia. La fuerza gravitatoria del agujero incidirá en la inclinación del eje de rotación de la tierra. Es probable que para los humanos eso signifique el fin del mundo.
- ¡Qué pavada, no!
- Sí, pero si quiero disfrutar de un amor homosexual y monogámico tiene que ser ahora.
- Ahora, ¿hasta cuándo?
- Hasta que tengamos ganas, hasta que nos dure ¿O vos no tenés las mismas ganas que yo?
- Mis ganas pueden no coincidir con las tuyas. Puede que lo que yo quiera sea disfrutar de un amor bigámico o poligámico – La respuesta de Elena hizo que Malva llamara al mozo. El mozo vino, Malva pagó. Elena siguió fumando. Malva se paró y se fue sin siquiera mirarla. Elena se iba a incorporar ella también para correrla pero en cambio se quedó inmóvil mientras la veía desparecer a la vuelta de la esquina. Pensó que iría más tarde directamente al taller y se quedó todavía estática con el cigarrillo entre los labios ¿Sería ese el final entre las dos? ¿Tanto mundo, tanta comunicación entre ellas para que todo terminara así, absurdamente? Bueno ¿Por qué no? ¿Acaso el comienzo entre ellas no había contenido la misma o mayor cantidad de azar y de absurdo?
De pronto dos personas se decían entre sí y a la cara lo que pensaban de una situación que las tenía unidas y todo se iba a la mierda. Sucedía todos los días entre los miembros de una pareja o de una sociedad comercial o profesional, entre los políticos que se encontraban en las cumbres diplomáticas y hasta entre los cuerpos celestes que después de producir eclipses o, incluso, colisiones de cometas o asteroides con planetas, se alejaban hasta colocarse a años luz de distancia unos de otros.

No había necesidad ninguna de estar unido a alguien o algo. Esto ocurría por puro azar, por casualidad.

Amílcar Luis Blanco  (Fotografía correspondiente a la serie televisiva "Alias" donde Lena Olin interpreta a Irina Derevko y una pintura de Luana Sachetti)