lunes, 26 de enero de 2015

Un encuentro (Cuento)











El negro tomaba mate, tomaba mate y fumaba y escuchaba la radio. Nada en particular. Las boludeces de siempre. El tiempo, las propagandas, las canciones estúpidas que se les ocurrirían a los publicitarios que ganaban carretillas de guita, mientras que él, bueno no sólo él, tantos como él… En fin, dio una honda pitada y exhaló. Debía pensar en ella, se lo estaba como prohibiendo pero debía pensar en ella. En los detalles. En cómo la había enganchado, así, de improviso. Nada menos que en el bondi, sentados los dos uno al lado del otro, sin hablar. Al principio sin hablar, claro. Después la sarta de cosas de las que habló sin tener la menor idea lo llenaban de vergüenza y perplejidad. Todo había comenzado con el roce de los muslos y el tocarse de las pantorrillas. Tanto salto y traqueteo, fingir que dormían y, poco a poco, esa excitación que, seguramente ella también, sintieron y que sentirían muchos en situaciones parecidas cuando se viajaba atestado en los colectivos y en los trenes de todo Buenos Aires y del Gran Buenos Aires, con los cuerpos apretándose entre sí. El negro se había enterado, escuchando la radio, de que Buenos Aires ocupaba el undécimo, once, undécimo lugar entre las ciudades más pobladas del mundo. La primera, el primer lugar, le correspondía a Tokio, qué tal, los japonesitos y las japonesitas apiñados, viviendo en gigantescos edificios como colmenas, y muchos durmiento en tubos como los de los torpedos en las películas americanas. Qué tal si dos se metían en el mismo torpedo. En fin, volviendo a la viuda que había conocido la tarde anterior en el bondi. Se llamaba Beatriz y cuando por fín habían llegado a Lanús, ella forcejeó con la ventanilla, el Negro le dijo: - Me permite – y la abrió él y ella le sonrió y ahí comenzaron el cambio de palabras y comentarios. Que vio lo que son las cosas, le digo que me faltaba el aire y no estoy acostumbrada.-Claro, seguramente usted vive más alejada de la Capital.-arriesgó él. En Glew, le dijo ella.- Ah conozco, le dijo el Negro. Donde Soldi pintó los frescos en la capilla.-Claro, usted los vió.- No, la verdad que no, me enteré por los diarios, la tele, la radio, vio.- Sí, sí, y, seré curiosa, nunca pensó en ir a conocerlos.- Tardó un segundo, dos, no lo sabía. En el entretanto se les enfrentaron los ojos y los de ella, negros, casi suplicantes y un poco salvajes, tal vez con una soledad gigantesca, se metieron tanto en los de él, y la mujer no era fea y algo se había calentado él con el roce de las piernas, que por fín le dijo.- Bueno, alguna vez o muchas quizá sí, pensé en que podría ir a la Capilla.- Bueno, si quiere, lo cortó ella, yo estoy a dos cuadras y vivo sola, así que podemos ir, está abierto hasta las ocho y si quiere podemos ir a mi casa también, lo invito con algo.- Bueno, como no, le agradezco.- Ella le sonrió agradecida y él la miró fijamente y se afirmaron los muslos en el asiento ahora ya distendidos, relajados en el apretarse el uno contra el otro, ya sintiéndose, ambos quizás, dueños de los instantes siguientes, perspectiva que les aceleró el pulso. El negro lo sentía particularmente en la garganta que se le secaba, lo mismo que el paladar y le hacía sentir el deseo de fumar. Por fin cuando bajaron del bondi sacó el paquete y extrajo un cigarrillo y lo encendió y sintió que volvía en sí casi. Caminaron más en silencio que otra cosa porque las palabras que se dijeron fueron de compromiso.- Pase Usted.- Faltaba más.- Bueno, si le parece, etcétera. Finalmente él aceptó ir antes a la casa de ella, a refrescarnos un poco le había dicho ella y a tomar algunos mates si le parece. Bueno, usted manda dijo el negro y fueron. Pero, claro, ni bien entraron, sin encender la luz ni nada, él la arrebató, la tomó de la cintura, la atrajo hacia su cuerpo y su boca y la besó, con un beso bien, bien pastoso, de lengua. Y después comenzaron a quitarse la ropa, con lentitud, ya más tranquilos, pero el cuerpo de ella temblaba y su piel estaba tibia, como afiebrada. El tenía una erección de padre y señor nuestro y cuando sus dedos llegaron a la vulva de Beatriz sintió la mojadura como si hubiera partido una fruta, pero tibia. Así que la penetró salvajemente, ahí nomás, de parado, ella comenzó a gemir y caminaron entre la sombra, tropezándose con los muebles, hacia una cama que ella le fue indicando, guiándole la cabeza y la vista con una mano. Sobre la cama sin destapar, con la colcha puesta, se libró de medias y zapatos y terminó de quitarle a ella la bombacha y las medias que habían quedado a la altura de los tobillos y se trenzaron y revolcaron. El negro le tomaba la nuca y la cara con las dos manos, la besaba y la penetraba, sentía su nuca y su cara livianas y suaves y las tomaba con delicadeza, le acarició la espalda, el flanco, la grupa. La piel de Beatriz era de seda, besaba muy bien.Besaba bien y también cogía como una diosa y él, ahí, en ese lugar completamente desconocido. En el centro de esa soledad, a dos o tres cuadras de la capilla decorada por Soldi. Terminaron. El negro se sentó. Cerca, en la silla, estaba su campera y en el bolsillo el paquete de cigarrillos. Lo sacó de la envoltura del forro porque el bolsillo estaba descosido y llaves, monedas, documentos, papeles y hasta los cigarrillos se le sumergían en las intimidades de telas de la chaqueta.- ¿Querés?- No, no fumo.- Qué bien.- Beatriz recostó la espalda contra la pared porosa, pintada de un verde indeciso, entre manzana y gris cemento, de superficie percudida.- ¿Cuánto hace que vivís acá? .- Casi un año, alquilé.- - ¿Siempre sola? .- Desde que murió mi marido,Julian, ni bien vinimos.- Beatriz se levantó y él pudo verle el cuerpo. Piernas largas, bien formadas. Al trasluz apreció que tenía la cola redonda y bien parada, la cintura fina. Joven la viuda.La comparó con una mariposa, y de colores.- Se metió en lo que sería el baño.- Si querés podés bañarte, hay agua caliente.- El negro salió de la cama y caminó desnudo hacia ella, hacia la mariposa. Se bañó bajo el chorro de una ducha que no habría imaginado.Ella lo enjabonó y se besaron de nuevo y de nuevo lo hicieron. Nunca le había pasado. El mariposón para la mariposa, pensó. Qué tonto soy.
Había vuelto a la pieza de su pensión, escuchaba la radio sin escuchar, pensaba en ella, fumaba y pensaba en ella. Ahora no podría dejar de hacerlo ¿Que haría con ese encuentro? Una mariposa entró por la ventana abierta y se le posó en el dorso de la mano desocupada sobre la mesa. Sus alas, parpadeantes, daban un caleidoscópico matiz entre el celeste, el salmón, el verde jade y el amarillo. Le hicieron recordar a Beatriz como una crisálida convertida en mariposa, salida de aquélla unión ocasional y salvaje y los colores de los frescos de Soldi que fueron a ver con ella después del erótico encuentro, como para cumplir con ese débil convencionalismo de lo pactado que comenzaba a gestarse entre ellos. Espantó la mariposa con un movimiento de su mano y la contemplo alejándose, batiendo sus alas. Tomó el teléfono, marcó el número de Beatriz. Él también había estado solo demasiado tiempo, también había sido una crisálida.-

Amílcar Luis Blanco.

jueves, 22 de enero de 2015

LOS MOTIVOS DEL LOBO



















La noticia estaba en el diario, en la sección policiales, el titular, en cuerpo catástrofe, "Los motivos del lobo" ¿Cómo explicarla? Si llego a decir que Rodriguez pega, que es un castigador nato sólo porque lo he visto levantar su mano al tiempo que en su rostro se dibujaba una expresión indescifrable para mí, como de amargura, bronca, salvaje desesperación, la vez que colgó un teléfono, sería injusto con él.



Cuando lo conocí - regaba su jardín - me pareció un vecino decididamente pacífico. Después, la segunda vez que lo vi en el supermercado nos saludamos y me sonrió con amabilidad. Las otras veces, en compañía de su perro, bajaba hasta la plaza con el diario bajo el brazo y se detenía para complacer, frente a distintos troncos, las preferencias de micción de su pointer de orejas caidas, urbanamente abozalado. Lo recuerdo, eso sí, en aquél teléfono público de la rambla junto al océano en una mañana de viento que volaba carteles, chapas, etiquetas de cigarrillos y las orejas de su pointer abozalado, con ráfagas heladas, hablando acaloradamente. Aunque no lo podía escuchar veía sus gesticulaciones y la rojedad en la frente y en la incipiente calvicie. Habrá sido en la primera semana de julio y mi visión de Rodriguez en el interior de la cabina habrá durado cinco o siete minutos, no se. Seguramente mas de lo acostumbrado para una contemplación semejante. Y debió ocurrirme mas que nada por haberme llamado la atención el enojo que demostraba en ese momento un hombre al que conocía tan calmo. Pero la vida nos sorprende a diario.



Ahora que lo evoco no puedo dejar de sentir algo del horror que sería su vida. Si nos atenemos a la información deberíamos pensar respecto a su mascota en un verdadero calvario o en una vocación de faquir desconocida entre las de su especie.



Recordemos. Rodriguez se sentó en la explanada, extensión de césped y vereda que lo separaba todavía de la calzada, frente a lo que debe ser aún su casa, portando el extremo de la correa de su acollarada mascota que, sentada a su lado, aullaba algo lastimeramente siempre con el bozal puesto, de modo que el aullido escapaba de sus apretadas fauces en ondas de murmullo sibilante que la humanizaban un poco y otro poco la convertían en una suerte de monstruo ligeramente repugnante, aún cuando pudiera llegar a inspirar compasión.



Pero, allí se aposentaron los dos, perro y amo, indiferentes a todo, y esperaron. Eso es lo que vi. Lo demás está en el diario.



Refiere que, como a las once de la noche, la vieron a la que era, según supe después, la concubina de Rodriguez bajar de un taxi sola. Ella no pudo verlo hasta que la mano de él aferró la suya, que apretaba la llave recién sacada de la cerradura de la puerta, también recién abierta, y entonces se dio vuelta y lo reconoció. Su sorpresa fue mas lenta que la mano de él, con la que alcanzó a taparle la boca para ahogar su grito. Es fácil deducir lo que ocurrió después. La introducción de la mujer al interior de la casa, el degollamiento, el seccionamiento en trozos del cadáver y la, cómo calificarla, instintiva colaboración del pointer que, siempre llevado de su mano, fue por fin liberado de su bozal después de una semana de ayuno.





Amílcar Luis Blanco