lunes, 20 de noviembre de 2017

LA COMPASIÓN Y EL DESEO




                                        Todo lo que no nos animamos a decir porque nos falta coraje. Todo lo que no nos animamos a hacer por igual razón. Lo que desechamos por costumbres mal aprendidas y peor enseñadas. Lo que no nos atrevemos a revelar de nuestros sueños y también de nuestros deseos, apasionados o no, confesables o inconfesables. Y además el azar que nos rodea y el firmamento que cae sobre nosotros con sus estrellas y planetas distantes o próximos. Eso que no somos y a la vez somos. Todos sabemos que desde que venimos al mundo, de una u otra forma, somos usados. Vivimos después usándonos los unos a los otros con muy breves interregnos, los de la amistad y el amor desinteresados, siempre escasos, siempre cercados por esa enorme necesidad de usarnos y ningunearnos. Así, jamás damos ni obtenemos respuestas a nuestras preocupaciones más profundas, las que tienen que ver con nuestros miedos y con la muerte y con el verdadero amor por ejemplos.                                                 
                                        Nuestra vida es la del protagonista del tango "Yira, yira" de Discépolo. Todo esto pensaba Ezequiel aquélla noche, ¡qué noche! Casi fatídica. Porque el auto lo esquivó casi sobre el cuerpo, que  hubiera quedado tendido sobre el asfalto, destrozado. El automovilista habrá visto por su espejo retrovisor que él había quedado indemne porque no se detuvo y seguramente, impresionado por la inminencia de un accidente que le hubiese complicado la vida, siguió rodando calle abajo mientras Ezequiel lo miraba con ojos absortos. 
                                   Ezequiel ahora, acodado sobre el estaño, movía lentamente su vaso, repleto de whisky hasta la mitad, ya con el calor de lo ingerido ascendiendo desde su estómago a su esófago.
Quién podría verlo y ocuparse de él, en esa inhóspita, elefantiásica y repartida Buenos Aires, siempre faltante o sobrante. Nadie. Porque a nadie le interesa un hombre de más de cincuenta, vestido de impermeable para guarecerse de una llovizna impía que, a comienzos de septiembre, lustraba con sus brillos de intemperie los asfaltos, veredas y escaparates, la mayoría oscurecidos a esa hora, una de la madrugada, las esquinas, palieres de edificios, recepciones de hoteles, cines y teatros de la calle Corrientes en la Ciudad. Canturreó para sí las primeras notas y sílabas del tango Garúa y bebió enseguida un largo sorbo de la ardiente y alcohólica bebida contenida en el ancho vaso. Todavía sentía en su estómago el dolor de la contractura súbita que había tenido que ejercitar reflejamente cuando la adrenalina regó como desde un sifón que la expeliera, en una suerte de corso sorpresa, casi trágico, los recorridos invisibles de su sangre dentro del cuerpo para poder esquivar el automóvil que se le venía encima y tuvo que eludir ¡Mamita! Casi era ya el cadáver que habían recogido de la esquina y, cerrado en una funda plástica, luego del reconocimiento del forense hacia la morgue de tribunales.
                                 Sacudió su cabeza en gesto de negación y sonrió en la media luz ambiente y se vio fugazmente reflejado en el espejo del bar, tras los anaqueles de las botellas. Esa imagen del cadáver al que subían a una ambulancia para transportar a la morgue mientras una atractiva pareja de oficiales inspectores o detectives de la policía iniciaban un telegráfico intercambio de monosílabos y frases cortas encaminadas a averiguar si se trató de un accidente o un homicidio provenía de las películas y series norteamericanas que asolaban todas las pantallas de los televisores de Argentina y ocupaban el imaginario colectivo de su población. Él formaba parte de esa masa dócil y estupidizada y respondía a los mismos estímulos. Los ojos y la mente puestos en ese siempre inalcanzable y lejano primer mundo de los países europeos y  del gigante del norte americano. Desde que era un pibe y soñaba con llegar a ser un cowboy y pedía y rezaba para reyes que estos príncipes, disfrazados de un tiempo y un espacio remotos, con sus túnicas y turbantes de coloridas sedas, le trajeran un cinto con cartucheras para dos revólveres con cachas blancas que fingieran lo amarillento del marfil en sus materiales plásticos, desde entonces, su imaginación había sido ocupada por los norteamericanos, sus historias y sus vidas. En su adolescencia y su juventud ellos habían sido los héroes que, junto a sus aliados ingleses y franceses, habían luchado por la libertad y liberado al mundo de Hitler y sus secuaces.
                                    Ensimismado como estaba no vio la mujer rubia que se le acercaba. Cuando la tuvo a su costado, al alcance de sus ojos, pudo verle los labios pintados de fucsia en la sombra, el largo pelo lacio de un exagerado gris acero, un platinado que había parecido rubio, pero sobre todo los ojos enmarcados por el rimel y de un azul profundo bastante expresivo y descollante. Delgada muy!! Pero apetecible, porque el amplio escote dejaba ver el declive triunfal de dos senos erguidos, y la cortísima falda, unas piernas largas y robustas que sobre el banco al que se había encaramado apuntaban en redondas rodillas blancas y turgentes contra la sombra y contra el centro de su cuerpo. Ahora la adrenalina era otra, no la del accidente sino la de la libido agitada y turbulenta que desde su soledad lo excitaba sin piedad sólo por mirarla. Él no era un lobo. Él no era un sátiro. El no era un fauno. Pero era, como le había dicho su amiga madrileña, un rijoso, es decir calentón, putañero, mujeriego. Le costaba no obstante romper el hielo. Ella le acercó el rostro con el cigarrillo en los labios y la cascada platinada de su pelo rozándole el brazo y el hombro y sintió como si el impermeable, la tela del saco, la de la camisa, no se interpusieran entre sus pieles y las temperaturas de sus cuerpos. Respiró también una porción de su aliento mentolado y tabáquico. Se preguntó si habría en ella, en su profesionalismo de puta, porque no otra actividad podía adjudicársele a esa hora y en ese lugar, aunque más no fuera un rastro de deseo. Le acercó la llama de su encendedor y aprovechó para mirarla más acabadamente. Las prostitutas rara vez sentirían deseo a no ser que un hombre verdaderamente les gustara. Pero cómo, por cuáles razones elegían a sus clientes. Miró alrededor buscando otros hombres que hubieran podido ser elegidos. Vio bastante población masculina dentro del bar. No estaba solo.
- ¿Estás solo?
- Sí, pero rodeado de otros hombres, como podés ver ¿Puedo preguntarte algo?
- Por supuesto mi amor, preguntá.
- ¿Por qué me elegiste a mí?
- Me pareció que fumabas y además te vi muy solo, necesitado de una compañía . . .
- ¿Femenina?
- Ajá
- No te equivocaste.
- ¿No?
- No, acabo de pasar por una experiencia bastante fulera y necesitaba contársela a alguien y si ese alguien es una mujer hermosa como vos mejor.
- ¡Gracias por el piropo! ¿Qué te pasó?
- Casi me atropella un auto y quedo finado, tirado en la calle.
La recién llegada se rió, no demostró sorpresa.
- Yo estuve a punto de suicidarme tirándome al riachuelo. Si en ese momento me hubiese atropellado un coche, hubiese muerto agradecida.
La confesión le pareció entonces a Ezequiel un modo exagerado de entrar en conversación. No supo si creerle.
- ¿ Y por qué querías morir?
Ella sopló o inhaló el humo sin mirarlo y cuando le devolvió los ojos hubo en ellos un destello de grandeza. Él sintió que esa mirada lo atravesaba y a la vez le provocaba ternura.
- Muchas razones. Desencanto absoluto. Desesperanza total y mucha rabia y - recuerdo - un deseo de irme del planeta y de la vida que, en ese momento, sentí como un alivio.
También en ese momento Ezequiel sintió el impulso irrefrenable de besarla y la besó. Como un enorme jet que levanta la trompa después de su carrera sobre el perfil de la ciudad y cuyo pasaje en un estadio de angustia compartida traga saliva, para después apoyarse en la solidez del aire provocada por su velocidad creciente, Ezequiel levantó su boca a escasos centímetros de la de ella y ambos, con los labios un poco tensos, apenas abiertos y ateridos, se buscaron como para emprender un nuevo vuelo a partir de ese beso como si levantaran los pesos de sus cuerpos sobre la solidez de un incierto nuevo destino provocado por la acelaración de sus sangres. Algo en los dos en ese punto se quebraba. Algo en los dos partía la barra de hielo de una imposibilidad intuida al unísono. Ezequiel la atrajo todavía más hacia su boca tomándola de la cintura sin que ella resistiese la presión y de modo que le hizo apoyar la turgente consistencia de sus senos sobre el pecho. El vago aroma a tabaco y menta se había intensificado, provenía de la hondura de su garganta, de su lengua, de su paladar, pero, a la vez la tibieza, blandura y humedad en la que su lengua penetraba excitaron su deseo y una suerte de creciente compasión.
Pagaron y huyeron del bar. Fueron hasta la habitación de un hotel cercano. Ella se llamaba Carolina. Se lo dijo mientras se desvestían, apurados y voraces, como si quisieran devorarse. Y se fueron uno contra el otro, uno sobre el otro y comenzaron a cogerse ferozmente y mientras copulaban se siguieron besando.
- Carolina - dijo Ezequiel cuando concluyó el combate erótico separando y acentuando las sílabas - Ca- ro - li - na - repitió. La miraba a los ojos y le había puesto los suyos y su rostro muy cerca y su cuerpo se volcaba en un costado sobre el de ella. - Ahora, sé sincera, seguís pensando en el suicidio.
- No, lo siento muy lejos, muy lejos - dijo ella y aferró entre sus dedos los dedos de una de las manos de Ezequiel.
Después se confundieron sus cuerpos nuevamente y viajaron toda la noche compadeciéndose y deseándose.


Caligrafía hecha a mano Fina de la Pared Obras de Arte Pintado A Mano de Pintura Abstracta de Acrílico de Una Pareja Abrazada Pareja Pintura Al Óleo Desnuda(China (Mainland))


Amílcar Luis Blanco (Pinturas y esculturas de Rafael S.G.)