martes, 21 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO PRIMERO DE "LAS WALKYRIAS"


  


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                                                     Tocar los cuerpos, las cosas, tenerlos, ejercer la eufemística y efímera manera del deseo de apropiación que nos ocupa la memoria y el entendimiento desde que lo tuvimos o adquirimos alrededor de nuestros cinco años, según Piaget, es nuestra forma de ser humanos y estar en el mundo y la vida. Pero, sentirlo a veces, agudamente, como obsesión que no nos permite estar completamente tranquilos en soledad es una forma de perturbación emocional a la que solemos llamar “enamoramiento” ¿Iría ella al taller de Malva? ¿Irrumpiría en su silencio ofuscado, en ese sentimiento que ella experimentaría de sentirse justificada frente a la deserción de Elena, su amante? Si se habían besado, acariciado, toqueteándose, disfrutando sexualmente la una de la otra y viceversa, creando un espacio común que las albergaba, que les hacía sentir el mundo y la vida como diferentes cuando estaban juntas ¿Por qué ahora la huida o el ensayo de huida? ¿Cuál era su miedo, en qué estribaba? ¿Por qué la idea, el sentimiento de duplicidad? Acaso porque Edelmira y Malva estaban allí para ella, disponibles, enamoradas, en un mismo momento del tiempo, contemporáneamente, dirigidas hacia una misma materia unívoca, ella. Claro que no indefinidamente, no para siempre jamás, sino transitoriamente, relativamente, como todo en la vida ¿Había algo absoluto? No, todo era momentáneo.
Elena sacó otro cigarrillo del paquete azul que, fiel entre sus objetos, habitaba el vientre oscuro de su cartera, sacó también el encendedor. Se demoró deliberadamente, concentrada, en la maniobra, tan mecánicamente repetida, de llevar el cilindro de papel de arroz a sus labios, de apretar la ruedita dentada que haría saltar la chispa que produciría la llama a la que finalmente acercó la punta del futuro pucho y aspiró el humo aromado, con cuerpo, que fue más allá de su garganta, hacia la profundidad de sus castigados pulmones que – consideró – alguna vez se quejarían de alguna manera irresistible y dolorosa de haber sido tantas veces maltratados. Desde luego había siempre una compensación externa para tanto desamor hacia su cuerpo, implícito en su vicio; era esa especie de gratificación escénica que le producía el contemplarse fuera de sí misma, fumando y bebiendo café en un bar de Palermo, como una heroína de película o de novela. Ese ralentado de sí misma, otro vicio suplementario y adquirido que provenía del celuloide, de la fotografía, del daguerrotipo, de los translúcidos sepias que solían teñir sus acciones a partir de sus estados de ánimo.
Estar con una misma, no era sólo estar con un cuerpo, un rostro, que se reconocieran como propios, era también habitar con la idea de una misma. Y la idea de una misma – pensó – soltaba su primer bocanada blanca y la veía como a todo lo que la rodeaba – era la idea de ella en el mundo, de ella traspasada y habitada por los objetos y los seres, era la idea de una interacción continua indetenible y cambiante, fluida, en la que nada quedaba. Su identidad era en realidad el reconocerse absurdamente como persistiendo en ese cambio, era su memoria y recuerdo de sí misma, pero sintiendo a la vez su fugacidad, vulnerabilidad, fragilidad. Ese sentimiento era el que se resistía tercamente a dejarse llevar por los acontecimientos externos. Era el que se dolía, ansiaba, anhelaba, se angustiaba, extrañaba, añoraba y cada pérdida era una herida, una laceración que se prolongaba a sí misma en el torrente del tiempo y que a la vez la contenía, la cifraba.
El cuerpo, por otra parte ¿Qué era? Esa constante renovación de células, ese cambio molecular misterioso que no gobernaba, que transcurría por sí mismo, fuera de sus sentimientos de dolor, tristeza, melancolía, emociones que embargaban su azorada razón. El cuerpo envejecía, se deterioraba. Observó en otra mesa a un anciano menudo y de pelo blanco, como la nieve, tembloroso, que leía el diario como lo había leído su padre, quizás tratara de distraerse de sí mismo, de tanta locura de lo existente en él, del mundo en él, como trataba ella ¿Había que pasar de esa acción a la siguiente? ¿Qué ocurriría si se detenía, si no perseguía a Malva a su taller, si no iba tampoco a la villa a ver a Edelmira? En suma, si se permitía descansar del mundo en ella, de ese sí mismo externo que nos empuja y se despega y nos despega, llevándonos casi siempre al desierto de la angustia.

Desnudo con alcatraces Póster por Diego Rivera

Chistó al mozo y le pidió otro café. Aquel momento duraría lo que tuviera que durar y también su duda. Pero, no obstante, como se habían ido, casi en la invisibilidad, el rostro y el cuerpo de Malva se presentaron de nuevo ante la mirada de Elena. Estaba más africana que nunca con su pelo a la garzón y sus labios gruesos y tan bien formados apresados por una mueca en tirón, por un puchero, los ojos llorosos.
- Vos y yo no podemos separarnos – dijo sentándosele enfrente y tomándola a Elena de la muñeca extendida que pertenecía a la mano de ella que sostenía el cigarrillo que se apuró a dejar depositado, valiéndose de la otra mano, en el cenicero de lata Gancia al que fue inevitable correr con un breve sonido chirriante. Aquélla era una escena de vodevil.
- Vos y yo tenemos una continuidad – siguió explicándose Malva – Somos como una especie de vegetal que se extiende, una enredadera que se encuentra en un medio extraño, nos amamos profundamente ¿Quién podría negarlo? ¡Ya no se estar sin vos!

El “ya no se estar sin vos” de Malva, cola de cometa de su momentáneo y patético discurso, tuvo la virtud de detonar la hilaridad de Elena que comenzó a reírse y liberó por ahí la tensión acumulada. Sin fijarse en los circunstantes; a esa hora en su mayoría eran hombres que saboreaban su café y su diario, abrazó y besó la cabeza de Malva por sobre la mesa, produciendo un raspante corrimiento de ésta, todavía mas chirriante que el del cenicero. Inmediatamente se contuvo, como para que no se les notara la “lesbiandad". Las dos cayeron en su silla, se sonrieron y se soltaron las manos. El puente solidísimo entre ellas quedó en el abrazarse de sus miradas, y, alguien, el viejito, se ilusionó Elena, estaría pensando “son dos hermosas y jóvenes amigas que se quieren” y lo mismo pensaría su padre si pudiera estar allí. Las lágrimas la desbordaron, habían estado esperando.

Amilcar Luis Blanco (Pinturas de Edward Hopper) 

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