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Tocar
los cuerpos, las cosas, tenerlos, ejercer la eufemística y efímera manera del
deseo de apropiación que nos ocupa la memoria y el entendimiento desde que lo
tuvimos o adquirimos alrededor de nuestros cinco años, según Piaget, es nuestra
forma de ser humanos y estar en el mundo y la vida. Pero, sentirlo a veces,
agudamente, como obsesión que no nos permite estar completamente tranquilos en
soledad es una forma de perturbación emocional a la que solemos llamar
“enamoramiento” ¿Iría ella al taller de Malva? ¿Irrumpiría en su silencio
ofuscado, en ese sentimiento que ella experimentaría de sentirse justificada
frente a la deserción de Elena, su amante? Si se habían besado, acariciado,
toqueteándose, disfrutando sexualmente la una de la otra y viceversa, creando
un espacio común que las albergaba, que les hacía sentir el mundo y la vida
como diferentes cuando estaban juntas ¿Por qué ahora la huida o el ensayo de
huida? ¿Cuál era su miedo, en qué estribaba? ¿Por qué la idea, el sentimiento
de duplicidad? Acaso porque Edelmira y Malva estaban allí para ella,
disponibles, enamoradas, en un mismo momento del tiempo, contemporáneamente,
dirigidas hacia una misma materia unívoca, ella. Claro que no indefinidamente,
no para siempre jamás, sino transitoriamente, relativamente, como todo en la
vida ¿Había algo absoluto? No, todo era momentáneo.
Elena
sacó otro cigarrillo del paquete azul que, fiel entre sus objetos, habitaba el
vientre oscuro de su cartera, sacó también el encendedor. Se demoró
deliberadamente, concentrada, en la maniobra, tan mecánicamente repetida, de
llevar el cilindro de papel de arroz a sus labios, de apretar la ruedita
dentada que haría saltar la chispa que produciría la llama a la que finalmente
acercó la punta del futuro pucho y aspiró el humo aromado, con cuerpo, que fue
más allá de su garganta, hacia la profundidad de sus castigados pulmones que –
consideró – alguna vez se quejarían de alguna manera irresistible y dolorosa de
haber sido tantas veces maltratados. Desde luego había siempre una compensación
externa para tanto desamor hacia su cuerpo, implícito en su vicio; era esa
especie de gratificación escénica que le producía el contemplarse fuera de sí
misma, fumando y bebiendo café en un bar de Palermo, como una heroína de
película o de novela. Ese ralentado de sí misma, otro vicio suplementario y
adquirido que provenía del celuloide, de la fotografía, del daguerrotipo, de
los translúcidos sepias que solían teñir sus acciones a partir de sus estados
de ánimo.
Estar
con una misma, no era sólo estar con un cuerpo, un rostro, que se reconocieran
como propios, era también habitar con la idea de una misma. Y la idea de una
misma – pensó – soltaba su primer bocanada blanca y la veía como a todo lo que
la rodeaba – era la idea de ella en el mundo, de ella traspasada y habitada por
los objetos y los seres, era la idea de una interacción continua indetenible y
cambiante, fluida, en la que nada quedaba. Su identidad era en realidad el
reconocerse absurdamente como persistiendo en ese cambio, era su memoria y
recuerdo de sí misma, pero sintiendo a la vez su fugacidad, vulnerabilidad,
fragilidad. Ese sentimiento era el que se resistía tercamente a dejarse llevar
por los acontecimientos externos. Era el que se dolía, ansiaba, anhelaba, se
angustiaba, extrañaba, añoraba y cada pérdida era una herida, una laceración
que se prolongaba a sí misma en el torrente del tiempo y que a la vez la
contenía, la cifraba.
El
cuerpo, por otra parte ¿Qué era? Esa constante renovación de células, ese
cambio molecular misterioso que no gobernaba, que transcurría por sí mismo,
fuera de sus sentimientos de dolor, tristeza, melancolía, emociones que
embargaban su azorada razón. El cuerpo envejecía, se deterioraba. Observó en
otra mesa a un anciano menudo y de pelo blanco, como la nieve, tembloroso, que
leía el diario como lo había leído su padre, quizás tratara de distraerse de sí
mismo, de tanta locura de lo existente en él, del mundo en él, como trataba
ella ¿Había que pasar de esa acción a la siguiente? ¿Qué ocurriría si se
detenía, si no perseguía a Malva a su taller, si no iba tampoco a la villa a
ver a Edelmira? En suma, si se permitía descansar del mundo en ella, de ese sí
mismo externo que nos empuja y se despega y nos despega, llevándonos casi
siempre al desierto de la angustia.
Desnudo con alcatraces Póster por Diego Rivera
Chistó al mozo y le pidió otro café. Aquel momento duraría lo que tuviera que durar y también su duda. Pero, no obstante, como se habían ido, casi en la invisibilidad, el rostro y el cuerpo de Malva se presentaron de nuevo ante la mirada de Elena. Estaba más africana que nunca con su pelo a la garzón y sus labios gruesos y tan bien formados apresados por una mueca en tirón, por un puchero, los ojos llorosos.
Desnudo con alcatraces Póster por Diego Rivera
Chistó al mozo y le pidió otro café. Aquel momento duraría lo que tuviera que durar y también su duda. Pero, no obstante, como se habían ido, casi en la invisibilidad, el rostro y el cuerpo de Malva se presentaron de nuevo ante la mirada de Elena. Estaba más africana que nunca con su pelo a la garzón y sus labios gruesos y tan bien formados apresados por una mueca en tirón, por un puchero, los ojos llorosos.
-
Vos y yo no podemos separarnos – dijo sentándosele enfrente y tomándola a Elena
de la muñeca extendida que pertenecía a la mano de ella que sostenía el
cigarrillo que se apuró a dejar depositado, valiéndose de la otra mano, en el
cenicero de lata Gancia al que fue inevitable correr con un breve sonido
chirriante. Aquélla era una escena de vodevil.
-
Vos y yo tenemos una continuidad – siguió explicándose Malva – Somos como una
especie de vegetal que se extiende, una enredadera que se encuentra en un medio
extraño, nos amamos profundamente ¿Quién podría negarlo? ¡Ya no se estar sin
vos!
El
“ya no se estar sin vos” de Malva, cola de cometa de su momentáneo y patético
discurso, tuvo la virtud de detonar la hilaridad de Elena que comenzó a reírse
y liberó por ahí la tensión acumulada. Sin fijarse en los circunstantes; a esa
hora en su mayoría eran hombres que saboreaban su café y su diario, abrazó y
besó la cabeza de Malva por sobre la mesa, produciendo un raspante corrimiento
de ésta, todavía mas chirriante que el del cenicero. Inmediatamente se contuvo,
como para que no se les notara la “lesbiandad". Las dos cayeron en su silla, se
sonrieron y se soltaron las manos. El puente solidísimo entre ellas quedó en el
abrazarse de sus miradas, y, alguien, el viejito, se ilusionó Elena, estaría
pensando “son dos hermosas y jóvenes amigas que se quieren” y lo mismo pensaría
su padre si pudiera estar allí. Las lágrimas la desbordaron, habían estado
esperando.
Amilcar Luis Blanco (Pinturas de Edward Hopper)
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