lunes, 13 de octubre de 2014

CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEXTO DE "LAS WALKYRIAS"


                                                              36
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                             El estado actual del espíritu de Elena, si se lo preguntaban, como en uno de esos cuestionarios que vienen en el suplemento de “Clarín”, era de incertidumbre. Las palabras estaban cada vez más lejos y eran sólo eso, una caligrafía muda, porque los ecos contenedores de los timbres, las inflexiones, los sonidos peculiares que en algún momento ocuparan su oído y les dieran rostro, ojos, frente, manos, en suma, cuerpos vivos, se iban apagando más y más con el paso del tiempo y los acontecimientos. El departamento seguía ocupado por esas transparencias que, quizá su amiga Malva hubiese representado muy bien en alguna de sus esculturas. Las voces habían huido y detrás de ellas también los volúmenes que eran los cuerpos y las acciones de los cuerpos. El tiempo se apilaba sobre los itinerarios que se esforzaba en recordar como una sucesión infinita y deletérea de instantes urgentes que los fueran borrando. Sus padres se le iban volviendo mas transparentes, más inexistentes, día a día, como si sus ausencias se sumaran y potenciaran para aumentar la opresión de la soledad y su memoria no tuviera fuerza para sostenerlos. No la tenía ¡Qué joder! No la tenía.
Apoyó la taza con el resto de te con leche que había bebido a sorbos cortos y lentos sobre la manida mesa de su eternidad de hija. Se esforzó en verla, siempre a la tábola en cuestión, con su recuerdo del inmediato pasado, cuando las manos grandes y velludas de su padre se posaban en ella y, humanizadas y domesticadas por el solitario con la piedra de agua marina y la alianza de oro, en el anular y el mayor, iban pasando las páginas tamaño sábana de “La Nación” y, cada tanto, acompañaban su índice y se acomodaban los anteojos de carey sobre el puente de la nariz. Toda su corpulencia y la abundancia de su pelo lacio y tordillo, peinado hacia atrás, entraban en pausa y trance para olvidarse de sus fueros y concentrarse en sus ojos grises detrás de las lentes. Los viajes que su padre emprendía hacia el interior de su imaginación, estimulada por la lectura, eran los únicos que lo llevaban a otras latitudes, hacia insólitas aventuras, los viajes de un “Ulises” doméstico que no se movía de su silla. Su cotidianidad física y material en cuanto a traslados se había limitado siempre a la apologética frase de Perón: “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Su madre se desplazaba como un ave doméstica, siempre detrás de él o pendiente de ella. Habían pasado los tres las nueve décimas partes de sus vidas en silencio, sentados a esa mesa u ocultándose en sus habitaciones y ahora, ese mismo silencio la molestaba, la fastidiaba, la incitaba a irse a caminar por las calles de la ciudad. Ya no encontraba el antiguo sosiego de la lectura que, como a su padre, siempre le había bastado para contenerse a sí misma. Además estaba cargada con una ansiedad nueva, distinta, ocasionada por sus dos amores que se le convertían en inquieta pasión de adolescente, tan incontenible como la furia o la lujuria. En el caso de Edelmira su amor estaba muy cerca de sus inmediatas raíces anímicas, en el caso de Malva sentía que estaba ligada a su deseo de volar. Una mujer del pasado, otra que fue futura con relación a ésta, las dos, vibrando en su presente, en ese espacio de mentira que era riesgo puro y, por consiguiente, no había sido esclerosado todavía, atrapado por la ubicua telaraña poliédrica que, según su amiga, terminaba por detenernos a todos en nuestro impulso, fluido y cambiante, de crecer, transformarnos, estar vivos. En ese momento ella era una herida, pero era una lastimadura placentera, “sarna con gusto”, como suele decirse, pero sarna al fin.
El balcón, las ventanas, dejando entrar la luz, el aire y las imágenes de la ciudad, estaban ahí, le pareció que desde siempre, como salidas imposibles o impracticables, por lo menos para alguien que conservara su sensatez y fuera capaz de reprimir todo propósito suicida. Porque la soledad, a veces, sugería esos caminos imposibles que también se abren en los sueños o en las pesadillas como alternativas posibles a la unidireccionalidad de la vida. De todos modos y como siempre sintió en todo su cuerpo que debería lanzarse a la acción, hacer algo. Ya no le alcanzaba tampoco con sentarse frente al teclado de la computadora a ensayar explicaciones o intentar introversiones, como esas de escribirse a sí misma en una carta o diario, sacarse afuera para verse, colocarse en posición de ser contemplada, convertirse en espectáculo.
Se quitó el deshavillé, desembarazándose de él por encima de la cabeza y lo arrojó, hecho un bollo celeste pálido, como un nido todavía tibio, sobre la cama en desorden. Las sábanas blancas con sus guardas de seda gris perla, sus arrugas con sombras, hasta las que llegaba la tenue luz del cielo nublado, la hicieron sentirse como una predadora de lo hogareño, profanadora de todo lo sagrado que cabía en las fotografías coloridas que, en un rincón, sobre la colcha arrebujada a los pies, había estado contemplando la noche anterior. Escenas de aquélla vida familiar que se le había ido de las manos de una manera sorpresiva y sorprendente, dejándola vacía, atónita, observándose todas las mañanas en el espejo del baño mientras cepillaba sus dientes sin convicción y se preguntaba qué hacía ella todavía viva, todavía allí.
Pensó en ir a ver a Malva y comenzó a imaginar qué se pondría. Por fin se decidió por un jean celeste y una blusa blanca de mangas abuchonadas con un pequeño escote en ve pespunteado y con algunas minúsculas aplicaciones de plata. El jean era elastizado y le ajustaba las caderas y los glúteos. Se paró frente al espejo y adoptó posiciones como las de las modelos en las revistas para contemplarse la cintura, milagrosamente pequeña a sus cuarenta y cinco años. Tenía unos senos medianos, todavía malditos por lo apetecibles, incitantes, aún para ella. Se miró la frente, los ojos, las mejillas, el mentón, el cuello; sí, tenía un parecido evidente con Lena Olin, la actriz. Se dio un poco de color rosado en los labios, se acomodó el largo pelo castaño con reflejos rojizos.
Iría directamente al taller de Palermo. Malva, a esa hora, ya estaría allí. Si no le abría nadie se quedaría en el café de la esquina, tomándose un ídem, fumando, leyendo el diario. Pensó que otro día, no sabía cuándo, quizá necesitaría emprender el recorrido hacia la villa, para volver a pisar sus calles de barro y desperdicios y entraría entonces por la puerta siempre abierta de la sociedad de fomento para saludar a Alejandro y encontrarse con la Negra. Por ahora, esa mañana, sintió que no lo necesitaba. Su alma se había despertado pájaro urbano. Estaba más cerca de la cultura y la reflexión que de la tierra “valle de lágrimas”. Nadie le abrió en el taller, se sentó entonces en el café de la esquina a beberse un ídem, encendió un cigarrillo, chistó al canillita y enseguida la primera plana de “Clarín” quedó bajo su mirada.

- Sí – afirmó de golpe Malva que también de golpe apareció con un giro sobre sí misma, su peinado africano pegado a la pequeña cabeza toda sonrisa y un giro detenido, de trompo, como si sus piernas estuvieran pegadas, para dejarse caer sobre la silla frente a la de Elena – Aquí estoy para decirte que Buenos Aires tiene corazón de muchacha porque he venido observando a las de nuestro sexo, que somos lo mejor que tiene esta ciudad, y he comprobado una vez mas que la city se despierta y se acuesta iluminada por nuestras sonrisas y se duerme también acunada en nuestros regazos ¿Qué te parece?
- Que estás muy poética ¿Cómo supiste que estaba acá? – Elena había levantado su vista del diario para mirar a su amiga.
- No supe, coincidimos mi amor, coincidimos, como tantas veces.
Se besaron a continuación incorporándose, por sobre la mesa, en ambas mejillas.
- ¡Perdón, no la estaba saludando! – dijo Malva
- ¡Qué bien que la veo, Dios se la conserve! – devolvió Elena y se dejó caer de nuevo en su silla.
- Que Dios me la conserve ¿Qué cosa, señora?
- Usted sabrá mija.
- No sea maleducada.
Las dos se rieron.
- ¡Ah, corazón de muchacha!
- Frase apologética de viejo verde, ¿no? – dudó esta vez Malva.
- Si a usted le parece.
- Bueno, dejemos esto. Y, a propósito de dejar, ¿ya dejaste a tu Negrita?
- No hablemos de estupideces – resopló Elena y sacudió el diario que había retomado como para seguir leyéndolo
- ¿Si a vos te parece?
- Sí, me parece – se fastidió de nuevo Elena y volvió a dejar el tabloide.
- Bueno ¿Qué haremos entonces hoy?
- No lo se, confiaba en tu versatilidad, en tu imaginación siempre despierta.
- Andás sin suerte, hoy mi imaginación está dormida.
- ¿Te rebelaste?
- Puede ser. Quizá mi imaginación no se despierte hasta que no me convenzas de que con tu “Negrita” ya no te pasa nada.
- ¿No me compartirías?
- No, por ahora, más adelante no se, puede que sí.
- ¿La diferencia es el tiempo?
- Exactamente. Estamos hechos de tiempo. Leí en algún lado que para el 2012 la tierra y el sol se alinearán con un agujero negro que está en la galaxia. La fuerza gravitatoria del agujero incidirá en la inclinación del eje de rotación de la tierra. Es probable que para los humanos eso signifique el fin del mundo.
- ¡Qué pavada, no!
- Sí, pero si quiero disfrutar de un amor homosexual y monogámico tiene que ser ahora.
- Ahora, ¿hasta cuándo?
- Hasta que tengamos ganas, hasta que nos dure ¿O vos no tenés las mismas ganas que yo?
- Mis ganas pueden no coincidir con las tuyas. Puede que lo que yo quiera sea disfrutar de un amor bigámico o poligámico – La respuesta de Elena hizo que Malva llamara al mozo. El mozo vino, Malva pagó. Elena siguió fumando. Malva se paró y se fue sin siquiera mirarla. Elena se iba a incorporar ella también para correrla pero en cambio se quedó inmóvil mientras la veía desparecer a la vuelta de la esquina. Pensó que iría más tarde directamente al taller y se quedó todavía estática con el cigarrillo entre los labios ¿Sería ese el final entre las dos? ¿Tanto mundo, tanta comunicación entre ellas para que todo terminara así, absurdamente? Bueno ¿Por qué no? ¿Acaso el comienzo entre ellas no había contenido la misma o mayor cantidad de azar y de absurdo?
De pronto dos personas se decían entre sí y a la cara lo que pensaban de una situación que las tenía unidas y todo se iba a la mierda. Sucedía todos los días entre los miembros de una pareja o de una sociedad comercial o profesional, entre los políticos que se encontraban en las cumbres diplomáticas y hasta entre los cuerpos celestes que después de producir eclipses o, incluso, colisiones de cometas o asteroides con planetas, se alejaban hasta colocarse a años luz de distancia unos de otros.

No había necesidad ninguna de estar unido a alguien o algo. Esto ocurría por puro azar, por casualidad.

Amílcar Luis Blanco  (Fotografía correspondiente a la serie televisiva "Alias" donde Lena Olin interpreta a Irina Derevko y una pintura de Luana Sachetti)

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