sábado, 29 de diciembre de 2012

IMPÍA Y SEDUCTORA



Elena se levantó del asiento  del tren en el que viajábamos a Córdoba desde Buenos Aires, rauda, desdeñosa y ensimismada, como si estuviese viajando sola. Suele tener esas actitudes solitarias y esquivas. La seguí alarmado y pendiente de ella. En esas situaciones no puedo hacer otra cosa. El convoy tiene su parada de dos horas en Rosario y la gente aprovecha para bajarse e ir a tomar algo, una gaseosa, un sandwich, lo que sea. El andén estaba atestado y tenía casi que correr detrás de su paso rápido y su aptitud parecida a la de una bailarina para eludir los cuerpos y caminar contra corriente. Conseguí ponerme a la par de ella y, de pronto, tiene ese tipo de discontinuidades, me tomó del brazo delicadamente, me miró a los ojos y me dedicó una dulcísima sonrisa, aminoró el paso y fuimos por un instante como dos novios que pasean en estado de arrobamiento.
- Ella siempre fue una loba, impía y seductora - interrumpió de pronto Bevilaqua y todos, incluso yo, el protagonista de la historia, nos quedamos boquiabiertos. Salté:
- No, no es así
- ¡Ah, no! ¿Y cuando te dejó la primera vez por ese pintor? - insistió Bevilaqua
- ¡Qué sabés vos! O no te acordás que ella regresó a mi y fue algo apasionado y vivimos una nueva luna de miel ...
- Dále, dále - terció Lautaro - seguí, no le des bola al Bevi
La magra luz, la dominante penumbra del departamento se dejó llevar también por la historia, o a mí me lo pareció, a veces uno sucumbe a impresiones muy subjetivas. De pronto mi mirada abarcó el rincón en el que estaba el diván con el chez long en el que tantas veces nos habíamos tendido con Elena para prodigarnos mimos y arrumacos, algunos habían  sido refugios contra tormentas exteriores y otros cables a tierra en los que descargábamos nuestras turbulentas borrascas interiores, sobre todo las de los celos que, entre nosotros, eran moneda corriente. Pensé que mientras les contaba a los íntimos de mi barra íntima mis intimidades, valgan las redundancias, ella estaría llegando a nuestro departamento y los muchachos deberían irse. Proseguí:
- Bueno, ustedes saben, ella se quedó en Rosario. Después de tomarme delicadamente del brazo y dedicarme esa mirada y esa dulce sonrisa, me dijo:
- Tenemos que hablar, Osvaldo
- Sí, sí - le dije - como vos quieras.
- Estaba temiendo que me volviera a hablar de Ernesto Luz.
- Sí, claro, del pintor, el plástico, el esteta por el que te dejó - interrumpió de nuevo Bevilaqua
- Qué gusto me da decirte que te equivocaste. Ernesto Luz estaba en ese momento y está todavía en Europa - repliqué satisfecho.
Uno, o yo por lo menos, piensa que los celos están hechos, desde Otelo y desde antes y hasta aquí, de las comidillas y los malos entendidos, que se nutren desde fuera. Son los demás, siempre, quienes alimentan nuestros celos.
- Bueno, vas a seguir o no - dijo Lautaro.
- Sigo. Nos sentamos en el bar de la estación, en la mesa que ella eligió. Ella no me quitó de encima esos ojos almendrados que como ustedes saben me vuelven loco, sobre todo por ese color alambicado, como de ámbar al trasluz, qué se yo ...
- Sí, sí, nos hacemos cargo - se impacientó de nuevo Lautaro.
- Bueno, Elena me dijo ¿Qué te parece si vos seguís a Córdoba y yo me quedo en Rosario, visito a mi tía Zulema esta noche, la pobrecita no sabemos si vivirá una semana más, mañana regreso a Buenos Aires y cuando vuelvas de Córdoba te estoy esperando  ?
- Una mentira grande, enorme, como la catedral de Notre Dame o como Paris - Bevilaqua golpeó la tabla de la mesa con la palma de su mano.
Lo miré con indiferencia, casi con desdén. Bevilaqua ignora todo lo que tiene que ver con la autocrítica, con ver la viga en el ojo propio. No está interesado en ninguna mujer. Ni siquiera en la suya propia. Es mal pensado y suspicaz, siempre. Sobre todo cuando de mujeres se trata. Para darle un poco de rabia dije:
- Ustedes saben que en los momentos en que estoy con Elena el tiempo se detiene,  disfruto nada más que mirándola y ni hablemos si le tomo las manos o me guiña un ojo o frunce los labios en dirección a los míos y me tira un beso mientras nos contemplamos. Es una mujer femenina, coqueta, bellísima, tiene glamour. Me acuerdo siempre cuando se descalzó, la tenía sentada enfrente, estábamos con otros, gente como ustedes, como el señor aquí - dije e incliné los ojos en dirección a Bevilaqua y los demás se rieron -, como dije se descalzó y me metió la punta del dedo gordo entre dos botones de la bragueta, verdaderamente fue algo apoteósico.
- Bueno queridos amigos, aún los malpensados, Elena se quedó en Rosario porque debió seducir a un General para obtener la libertad de su sobrino detenido en uno de los centros clandestinos de detención del pasado gobierno milico genocida ¿Qué tal?
- ¿Eso te lo contó ella? - quiso saber Lautaro.
- Claro que no. Ella actuó del modo más prudente y virtuoso que se pueda uno imaginar.Para empezar me mintió acerca de su tía Zulema porque a pesar de su enfermedad, gota, exceso de ácido úrico, gozaba de excelente salud cuando la fui a ver, una semana después del episodio que les estoy contando.
- ¿Pero, logró seducir al general y, de paso, quién era?
- Quién era no lo se o no lo recuerdo
- ¿No lo sabés o no lo recordás? - preguntó Bevilaqua.
- Es lo mismo, me lo reservo y no viene al caso, ¿está? Era verdad que su tía Zulema estaba en ese momento con una crisis de gota, era verdad que también la vio esa tarde aunque muy brevemente.  Sin embargo lo más difícil y riesgoso para ella y lo que la eleva en mi concepto hasta un sitio inalcanzable fue que llegó al despacho del general y tuvo el coraje de ofrecérsele como amante hasta cuando él quisiera bajo la condición de que dejase en libertad a su sobrino...
- ¿ Y ésto, cómo llegaste a saberlo?
- Porque le hice creer que abordé el tren nuevamente hacia Buenos Aires, pero descendí por el otro lado y, sin que lo advirtiera la seguí. Fui detrás de ella, escondiéndome, hasta el edificio de la Comandancia del Ejército. Allí ella estuvo cerca de una hora.  Entré al edificio con mi carnet de personal civil de gendarmería, recordarán que trabajé allí como contable y la vi esperando en la sala de espera del alto oficial, me colé hasta una antesala contigua con una carpeta y pedí permiso para pasar al despacho del general, diciéndole al suboficial que me habían ordenado dejar esa carpeta sobre su escritorio. Me dejaron pasar. El general leía concentrado algún expediente y cuando me vio ingresar se sobresaltó, me tomé el estómago, simulé una arcada y señalé hacia la puerta de su baño. El hombre se puso pálido ante la perspectiva de que le vomitara su alfombra y casi me ordenó que fuera a su baño. Me metí dentro del ambiente azulejado en blanco y cerré con el pasador por dentro. La puerta tiene una celosía que abre una banderola en su parte superior. Pude pararme sobre el respaldo de una silla y ver a Elena cuando entró al despacho y escuchar, palabra por palabra, todo lo que hablaron...
- Seguramente acordando su cita con el general - apuntó Lautaro
- Bueno, no sólo. Ella le habló de su sobrino. Le preguntó primero si él tenía hijos
- ¿A que viene esta pregunta, señorita o señora, porque no hemos sido presentados - le dijo el general con cierta altanería que no empañaba su deseo de agradarle y parecer caballeroso ¿Ustedes vieron lo que es Elena, la figurita que tiene?
Bevilaqua hizo un gesto de afirmación con la cabeza, a regañadientes. Lautaro en cambió asintió con una sonrisa y le brillaron los ojos.
- Elena dijo: "Sí, sí, no fuimos presentados pero usted me vio en la recepción que se hizo en la Municipalidad de Rosario, en mayo pasado y sus ojos me siguieron y me vigilaron durante el transcurso de la reunión. En un momento, no creo que se le haya olvidado, usted alzó su copa hacia mí brindando a la distancia y yo le devolví el brindis y la sonrisa...
- Ya ve, disculpe si la interrumpo - dijo él - , el destino nos presentó, nos puso frente a frente.
- Mire, hoy vine a verlo porque un grupo de tareas de los que usted comanda secuestró al hijo de mi hermana, Bartolomé Belío, se llama él y mi hermana es Josefa López viuda de Belío, y yo soy Elena López. Se lo diré a calzón quitado, vengo a ofrecerme a usted como su esclava sexual y por el tiempo que usted desee bajo la condición de que mi sobrino Bartolomé sea hoy mismo puesto en libertad.-
El general la miraba con una sonrisa rocambolesca, estúpida, tomándose la punta de la barbilla, haciéndose el canchero, recostándose hacia atrás en la silla y creyéndose un galán.
- ¿Qué ocurriría si me enamorase de usted? - le preguntó a Elena el muy cínico
- Eso sería imposible
- Bueno, bueno ¿Por qué?
- Porque para amar hay que tener conciencia y quienes secuestran, encarcelan, torturan y asesinan, tienen la conciencia muerta. Son capaces de apetitos y deseos pero no de sentimientos. O mejor dicho, hay un sólo sentimiento que los moviliza, el odio.
Elena dijo esto mirando al general fijamente con sus bellos ojos ambarinos y almendrados y en la linea de sus labios vi como se le dibujaban el desdén y la gracia. Había en esos ojos y en esa boca algo triunfal. Después agregó, adelantando su rostro hacia el del general
- Usted sabe porque es un guerrero nato que las pasiones y en especial el odio y la rivalidad dominan la existencia y que al dolor sigue el placer, ¿o me lo va a negar?
Los suspiros y la respiración del hombre que debería tener algo más de sesenta años se habían incrementado y desde mi lugar de espía, trás la banderola abierta, encaramado en la silla, podía oír la trepidación cavernosa de su excitación. Se puso de pie, fue hasta el sitio en el que estaba Elena, que también ya se había incorporado y en un susurro de bajo, conmovido por la lujuria, bastante disfónico, dijo:
- Acepto, acepto. Hoy su sobrino quedará en libertad.
- Esta misma noche o cuándo y dónde usted lo disponga estaré esperándolo si eso sucede.
Dijo esto dio media vuelta y se fue del despacho, altiva y veloz, desdeñosa y ensimismada, tal como lo había hecho esa misma mañana cuando se había levantado de su asiento a mi lado en el tren. Lo demás puede suponerse. Pero les diré que Bartolomé quedo en libertad esa misma tarde y que el general murió infartado esa misma noche en un hotel de citas. Alcancé a tomar el tren a Córdoba y dos días después me reencontré con Elena y les digo, impía y seductora - miré a Bevilaqua - no la cambio por ninguna.- En ese momento todos escuchamos la llave en la cerradura de la entrada.- Llegaba Elena, los muchachos se incorporaron para irse.

Amílcar Luis Blanco.  (Pintura de Annie Louisa Winnerthon, "Mater triunfalis")

viernes, 14 de diciembre de 2012

El extraño caso del doctor Fausto y la joven frígida
















                                                     En la nochebuena que antecedió a mi cumpleaños número ocho un tío mío, llegado de la Italia de postguerra me regaló un libro de tapas duras con ilustraciones en cada página. En realidad consistió casi en una historieta como las que hoy se ven en los quioscos con Inodoro Pereyra o Mafalda. Se trataba de una adaptación del doctor Fausto de Goethe. Devoré con avidez palabras e imágenes y quedé impresionado. Cuando en el verano siguiente enriquecí esa lectura con el Fausto de Estanislao del Campo ya me había convertido en un devoto compadeciente del hombre viejo que se enamora de la mujer núbil, muy joven, y, me elegí a mí mismo, ya futurizándome para siempre, como el anciano al que le acontecería lo mismo. Por supuesto, desde entonces estuve dispuesto a vender mi alma a la belleza de una mujer, pero me precaví ,como en estado de alarma constante, de no caer bajo la seducción de una mujer a la que le llevase casi dos vidas de ventaja. Por supuesto que lo que traté siempre de evitar me sucedió. Teniendo sesenta y cinco años me enamoré de una bellísima chica de veintitrés que hubiera podido ser mi nieta. Mil veces llamé entonces a Mefistófeles no obstante mi perfecta convicción de que el diablo no existe y de que si existiera no tendría razón alguna para venir a comprarme el alma, supuesto que de existir también ésta, se le pudiese asignar algún valor que tuviese tanta importancia como para mover a los entes míticos y fantásticos a condescender a la prosaica realidad de un anciano crecido en kilos, arrugas y completamente calvo para más datos.-
No obstante mi sensatez esperaba en el living de mi casa a Mefistófeles bebiendo algún vermouth de más por las tardes y sin jorobar a nadie, ya que soy un hombre viudo hace más de diez años y jubilado. Por más que conseguía nublar mi visión de la mesa, las sillas, el televisor y los objetos más cercanos al cabo de mis libaciones, el convidado del infierno jamás se hizo presente de modo que, esta vez con razón y con pruebas, confirmé mi descreimiento total y absoluto acerca de las divinidades malas o buenas.
La chica de la que me había enamorado se llamaba Margarita, como la de Goethe, y tenía cabellos lacios abundantes, castaños y pesados y los usaba así o asá, sin o con flequillo, recogido o no, a los costados de una cara con ojos enormes y almendrados, castaños también y vivaces. Me hablaba siempre con afabilidad y sonriéndome desde una boca grande de labios carnosos y sensuales mostrándome, haciendo gala, casi jactanciosamente  pero a la vez con humildad y dulzura, de una dentadura de un blanco nácar porfiado. Su boca en movimiento hacía que, por momentos, cuando me hablaba, no pudiera entender lo que me decía y que comenzara como a flotar. Ella trabajaba en la panadería del barrio y era la que me vendía el pan todas las mañanas. Una vez, con la bolsa del pan me entregó un papelito y me guiñó un ojo.-
- Leélo - me dijo.-
Salí boquiabierto a la vereda de la panadería, las sienes latiéndome, el corazón golpeándome el pecho desde dentro como si quisiera salírseme. Entonces sucedió el milagro.- La nota decía: "Quiero verte ¿Podríamos encontrarnos esta tarde, a las seis, en el bar...?" y me daba a continuación las señas del bar.
Hasta que se hicieron las cinco de la tarde mi cuerpo y mi rostro habrán entrado en un estado casi cataléptico o, por lo menos, de concentrado ensimismamiento dándome el aspecto de un zombie. No podía pensar en nada ni en nadie que no fuera Margarita y en mi inacabable colección de imágenes de ella que había ido almacenando en mi memoria en cada una de mis visitas a la panadería. Como sería mi metejón que el pan se amontonaba en los cajones, se endurecía, se llenaba de moho y se pudría y finalmente debía tirarlo a la basura. Iba a comprarlo por la mañana con facturas y por las tardes sólo para verla. Y ella, esa beldad que me trastornaba, por quien le hubiera dado mi alma al diablo y quizá hasta mis bienes para que, si lo deseaba, montara allí algún templo, con tal de que me consiguiera hacer regresar a una juventud que, en mis ensoñaciones, había estimado en mis treinta años, ahora me citaba, me convocaba, deseaba hablar conmigo, vaya a saber de qué.
Me bañé, afeité, peiné, vestí y acicalé del mejor modo que pude y cuando me senté frente a ella mi expectativa era tan intensa que las mesas, las sillas, las botellas, los mozos, los demás circunstantes parecían elevarse, duplicarse y yo temía que estallaran. Por fin, Margarita rompió el silencio.
- ¿Cómo estás? Me imagino que intrigado.
Por toda respuesta alcé los hombros, las cejas, sonreí bobamente y aunque traté de articular alguna palabra mi paladar y mi lengua estaban tan secos que compuse un gesto que debió parecerse al de una vaca cuando mastica un poco de pasto y su deglución es interrumpida por su curiosidad.
- Mirá, cuando estoy en la panadería, además de vender pan observo a los clientes. A vos te observé y me dí cuenta de que estás enamorado de mí, me equivoco?
La sacudida de cabeza que salió de toda mi humanidad fue instintiva, casi un reflejo; el gesto universal de la negativa. Animada por mi espontaneidad Margarita siguió:
- Te lo digo rápido y en pocas palabras. Necesito casarme para cobrar una herencia. No tengo prejuicios, me entendés? De ninguna clase, me entendés? Estoy dispuesta a ser tu amante cuando quieras y puedas, pero, eso sí, necesito que pasemos por el registro civil. Vos sos viudo ...
A partir de esas palabras dejé de escucharla. Sólo me abandoné en la envoltura de su voz y me arrojé al fondo de sus ojos. En la luminosidad castaña de esos enormes faros almendrados y jóvenes un destello de rubí me indicó que Mefistófeles, al igual que Dios para los que tienen buenas intenciones, estaba ahí y era posible que estuviera en todas partes. Cuando amarré las manos de Margarita comprendí que había firmado un trato con él.

Amílcar Luis Blanco (Wilhelm Koller "Fausto y Mefistófeles esperando a Margarita en la puerta de la catedral)