sábado, 25 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO TERCERO DE "LAS WALKYRIAS"

  
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                                                 Toribio Marchanta, el que había sido padre de Elena, se hubiera apellidado correctamente Marchand, si el inmigrante que fue su padre, y abuelo de Elena, hubiese sido escuchado por un oído habituado al francés. En cambio, el empleado que escuchó su apellido en la Dirección de Inmigraciones en el puerto de Buenos Aires, allá por el año 1928, después de su desembarco, y se encargó de volcarlo en ortografía vernácula, sobre la planilla que serviría de base a su documentación personal y a la de su prole, tenía acostumbrados sus pabellones auditivos a las letras picantes del lunfardo de los tangos, y “marchanta” fue lo que quiso entender, le sonó familiar. Si hasta juzgó que al hombre le iría mejor llevando ese apellido que denotaba algo porteño, canchero, escurridizo, aunque si le hubieran preguntado qué era ese algo no lo habría podido definir.- De todas maneras Toribio Marchanta, padre de Elena Marchanta e hijo del inmigrante Vicente Marchand, se crió en el barrio de Barracas y frecuentó La Boca y las orillas del Riachuelo. Aspiró la atmósfera con olor a deshecho de frigorífico y curtiembre, conoció a Quinquela Martín y a Juan de Dios Filiberto cuando era un pibe. Escuchó sirenas y campanas de tranvía, corrió hasta la escuela en las mañanas neblinosas de los otoños e inviernos sobre los adoquines de la avenida Pedro de Mendoza, vio películas de Chaplin, Harold LLoyd, Búster Keaton, Laurel y Hardy, escuchó a Gardel, admiró a Sandrini, la Bozán y la Merello y contempló la carga y descarga de las bodegas de las embarcaciones con hombres que, como después él haría con su propia corpulencia durante los últimos veinte años de su vida, cargaron sus espaldas con bolsas pesadísimas sobre tablas temblequeantes, tendidas sobre la tinta china del riachuelo, y llenaron un tiempo que podía cubicarse en toneladas. La pobreza propia y la miseria ajena y amenazante que llegaba en las barcazas cargadas de gente menesterosa de la Isla Maciel y de Avellaneda, luego de cruzar el espejo azabache de las aguas, algo así como su leteo personal en la imaginación de su hija literata, le enseñaron que sin dinero, “vento”, plata o “viyuya” nadie era nada, aún en ese tolerante arrabal del universo.
Por eso se dedicó con ahínco después de terminado su sexto grado en el colegio secundario, Escuela Nacional de Comercio Joaquín V. González, que funcionaba sobre la Avenida Montes de Oca, a recibirse de Perito Mercantil. Obtenida su graduación en la escuela media consiguió que un judío que tenía carnicería para la comunidad sobre la Avenida Patricios, Moisés Zilmantov, lo empleara para llevar la caja, controlar las compras y pagar al proveedor bien temprano, recibir los pagos de los compradores, dar los vueltos, hacer los arqueos diarios y los respectivos asientos comerciales y pagarle a dos empleados que hacían el despiece de las medias reses y atendían al público.
Como se casó bien grande, casi de cuarenta años, después de que sus padres murieron, hizo ahorros. Comenzó dando pequeños préstamos a trabajadores portuarios a los que cobraba suculentos intereses. Pudo colocar después su dinero en hipoteca y tuvo suerte de ligar en dos ejecuciones no sólo capital e intereses sino mucho más de lo que había puesto. Fue cuando se unió a un matarife que prestó a un ganadero al que le remataron el campo por falta de pago y cobró también, además de lo suyo, lo del matarife fallecido y sin herederos que lo había designado su apoderado. Oportunidad aquélla en la que, ya casado y con hija de quince años recién cumplidos, viajó a Trenque Lauquen y conoció a una dama obsequiosa y simpática, casada, discreta y amiga de hacer favores por compensaciones dinerarias módicas, llamada Dolores Lacerba. El marido, al que ya se hiciera referencia, era mecánico, lo apodaban Pepe, se llamaba José María Chávez y le decían el “ciervo”, por razones obvias. La cuestión fue que Toribio embarazó, sin proponérselo ni haberlo sabido hasta la víspera de su muerte, a Lacerba. Su paternidad le fue revelada a sus ochenta y cuatro años por su antigua amante la noche que abordó junto a su esposa Elena el micro que lo devolvería a Buenos Aires pero que, horas después, al chocar frontalmente con un camión, lo dejó junto a su esposa en una estación sin regreso.
Toribio había decidido llevar aquélla fatídica vez con él a Elena Koniatowska, su mujer, porque había invertido en arrendar cinco mil hectáreas para siembra, junto a otros, a Trenque Lauquen. Estando allí, haciendo tiempo para volverse a Palermo después del negocio concluido, antes de ir del hotel a la terminal, se hizo una escapadita a lo de su antigua y fugaz amante. Ella se alegró de verlo. Se preguntaron por sus vidas después de tantos años. El le contó que tenía una hija. Entonces ella le hizo la revelación de que en realidad tenía dos, pero sin darle importancia, ninguna, ya que lo probable y cierto era y fue que no se vieron nunca mas.
Malva, la de esta historia, es la hermana de Elena. Ninguna de las dos lo sabe hasta ahora. Pero podrían, no obstante, llegar a enterarse.
La gran afinidad que se descubrieron mutua y recíprocamente las amantes lésbicas e incestuosas no sería entonces, podría conjeturarse, meramente casual sino genética. Ambas vocaciones, que las singularizan y comprometen, podrían ser la consecuencia de la actitud contemplativa de don Toribio frente a los mismos paisajes que básicamente inspiraran a Quinquela. De este modo, don Toribio, a pesar de haber sabido después crecer en su negocio llegando a instalar en el Barrio del Once, calle Paso, un local de negocios inmobiliarios, siguió extrayendo su principal ingreso de los préstamos. Don Marchanta adquirió departamentos y locales para alquilarlos y legó a su hija un importante patrimonio. Él le decía a la que había considerado siempre su unigénita: “Tu madre jamás ha vivido para ella misma, siempre vivió para nosotros dos, aprendé hija a vivir el día de mañana vos también para alguien que quieras”. Elena Koniatowska sonreía. Le gustaba abrigarlo por las noches cuando se quedaba profundamente dormido con los anteojos de carey puestos, los brazos y manos derrumbados sobre las páginas sábana de “La Nación” y el suave ronquido de su contundente cansancio. Adoraba también por las mañanas levantarse para prepararle el desayuno, mate con galletas, antes de que abordara su colectivo a Once, hacia la pequeña inmobiliaria para atender a los preocupados y tensos comerciantes judíos, siempre al borde de la ruina, quejándose, protestando, llorando miserias.

Toribio Marchanta se escudaba en Elena Koniatowska y se sentía escudo de su hija. Nada lo tocaba, todo le resbalaba. Él se pensaba a sí mismo como un tanque de guerra avanzando en la niebla.

Amilcar Luis Blanco (Pinturas de Benito Quinquela Martín y Felix Vallotton)

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