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Toribio
Marchanta, el que había sido padre de Elena, se hubiera apellidado
correctamente Marchand, si el inmigrante que fue su padre, y abuelo de Elena,
hubiese sido escuchado por un oído habituado al francés. En cambio, el empleado
que escuchó su apellido en la
Dirección de Inmigraciones en el puerto de Buenos Aires, allá
por el año 1928, después de su desembarco, y se encargó de volcarlo en
ortografía vernácula, sobre la planilla que serviría de base a su documentación
personal y a la de su prole, tenía acostumbrados sus pabellones auditivos a las
letras picantes del lunfardo de los tangos, y “marchanta” fue lo que quiso
entender, le sonó familiar. Si hasta juzgó que al hombre le iría mejor llevando
ese apellido que denotaba algo porteño, canchero, escurridizo, aunque si le
hubieran preguntado qué era ese algo no lo habría podido definir.- De todas
maneras Toribio Marchanta, padre de Elena Marchanta e hijo del inmigrante
Vicente Marchand, se crió en el barrio de Barracas y frecuentó La Boca y las orillas del
Riachuelo. Aspiró la atmósfera con olor a deshecho de frigorífico y curtiembre,
conoció a Quinquela Martín y a Juan de Dios Filiberto cuando era un pibe.
Escuchó sirenas y campanas de tranvía, corrió hasta la escuela en las mañanas
neblinosas de los otoños e inviernos sobre los adoquines de la avenida Pedro de
Mendoza, vio películas de Chaplin, Harold LLoyd, Búster Keaton, Laurel y Hardy,
escuchó a Gardel, admiró a Sandrini, la Bozán y la Merello y contempló la carga y descarga de las
bodegas de las embarcaciones con hombres que, como después él haría con su
propia corpulencia durante los últimos veinte años de su vida, cargaron sus
espaldas con bolsas pesadísimas sobre tablas temblequeantes, tendidas sobre la
tinta china del riachuelo, y llenaron un tiempo que podía cubicarse en
toneladas. La pobreza propia y la miseria ajena y amenazante que llegaba en las
barcazas cargadas de gente menesterosa de la
Isla Maciel y de Avellaneda, luego de
cruzar el espejo azabache de las aguas, algo así como su leteo personal en la
imaginación de su hija literata, le enseñaron que sin dinero, “vento”, plata o
“viyuya” nadie era nada, aún en ese tolerante arrabal del universo.
Por
eso se dedicó con ahínco después de terminado su sexto grado en el colegio
secundario, Escuela Nacional de Comercio Joaquín V. González, que funcionaba
sobre la Avenida Montes
de Oca, a recibirse de Perito Mercantil. Obtenida su graduación en la escuela
media consiguió que un judío que tenía carnicería para la comunidad sobre la Avenida Patricios ,
Moisés Zilmantov, lo empleara para llevar la caja, controlar las compras y
pagar al proveedor bien temprano, recibir los pagos de los compradores, dar los
vueltos, hacer los arqueos diarios y los respectivos asientos comerciales y
pagarle a dos empleados que hacían el despiece de las medias reses y atendían
al público.
Como
se casó bien grande, casi de cuarenta años, después de que sus padres murieron,
hizo ahorros. Comenzó dando pequeños préstamos a trabajadores portuarios a los
que cobraba suculentos intereses. Pudo colocar después su dinero en hipoteca y
tuvo suerte de ligar en dos ejecuciones no sólo capital e intereses sino mucho
más de lo que había puesto. Fue cuando se unió a un matarife que prestó a un
ganadero al que le remataron el campo por falta de pago y cobró también, además
de lo suyo, lo del matarife fallecido y sin herederos que lo había designado su
apoderado. Oportunidad aquélla en la que, ya casado y con hija de quince años
recién cumplidos, viajó a Trenque Lauquen y conoció a una dama obsequiosa y
simpática, casada, discreta y amiga de hacer favores por compensaciones
dinerarias módicas, llamada Dolores Lacerba. El marido, al que ya se hiciera
referencia, era mecánico, lo apodaban Pepe, se llamaba José María Chávez y le
decían el “ciervo”, por razones obvias. La cuestión fue que Toribio embarazó,
sin proponérselo ni haberlo sabido hasta la víspera de su muerte, a Lacerba. Su
paternidad le fue revelada a sus ochenta y cuatro años por su antigua amante la
noche que abordó junto a su esposa Elena el micro que lo devolvería a Buenos
Aires pero que, horas después, al chocar frontalmente con un camión, lo dejó
junto a su esposa en una estación sin regreso.
Toribio
había decidido llevar aquélla fatídica vez con él a Elena Koniatowska, su
mujer, porque había invertido en arrendar cinco mil hectáreas para siembra,
junto a otros, a Trenque Lauquen. Estando allí, haciendo tiempo para volverse a
Palermo después del negocio concluido, antes de ir del hotel a la terminal, se
hizo una escapadita a lo de su antigua y fugaz amante. Ella se alegró de verlo.
Se preguntaron por sus vidas después de tantos años. El le contó que tenía una
hija. Entonces ella le hizo la revelación de que en realidad tenía dos, pero
sin darle importancia, ninguna, ya que lo probable y cierto era y fue que no se
vieron nunca mas.
Malva,
la de esta historia, es la hermana de Elena. Ninguna de las dos lo sabe hasta
ahora. Pero podrían, no obstante, llegar a enterarse.
La
gran afinidad que se descubrieron mutua y recíprocamente las amantes lésbicas e
incestuosas no sería entonces, podría conjeturarse, meramente casual sino
genética. Ambas vocaciones, que las singularizan y comprometen, podrían ser la
consecuencia de la actitud contemplativa de don Toribio frente a los mismos
paisajes que básicamente inspiraran a Quinquela. De este modo, don Toribio, a
pesar de haber sabido después crecer en su negocio llegando a instalar en el
Barrio del Once, calle Paso, un local de negocios inmobiliarios, siguió
extrayendo su principal ingreso de los préstamos. Don Marchanta adquirió
departamentos y locales para alquilarlos y legó a su hija un importante
patrimonio. Él le decía a la que había considerado siempre su unigénita: “Tu
madre jamás ha vivido para ella misma, siempre vivió para nosotros dos, aprendé
hija a vivir el día de mañana vos también para alguien que quieras”. Elena
Koniatowska sonreía. Le gustaba abrigarlo por las noches cuando se quedaba
profundamente dormido con los anteojos de carey puestos, los brazos y manos
derrumbados sobre las páginas sábana de “La Nación ” y el suave ronquido de su contundente
cansancio. Adoraba también por las mañanas levantarse para prepararle el
desayuno, mate con galletas, antes de que abordara su colectivo a Once, hacia
la pequeña inmobiliaria para atender a los preocupados y tensos comerciantes
judíos, siempre al borde de la ruina, quejándose, protestando, llorando
miserias.
Toribio
Marchanta se escudaba en Elena Koniatowska y se sentía escudo de su hija. Nada
lo tocaba, todo le resbalaba. Él se pensaba a sí mismo como un tanque de guerra
avanzando en la niebla.
Amilcar Luis Blanco (Pinturas de Benito Quinquela Martín y Felix Vallotton)
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