martes, 19 de enero de 2016

SURREALISMO





- Usted sabe que estuve tentado de creer que hay algo más . . .
- Disculpe, pero explíquemelo mejor.
- Sí, algo más que esta vida que disfrutamos o padecemos, digamos, en cuerpo y alma.
- Y sobre todo en cuerpo.
- Sí, sobre todo. Porque el frío, el calor, el hambre, el dolor, la depresión, en fin, todo, es físico. Se siente en el cuerpo.También el placer. Todo sensual, todo físico. Digamos que el alma sería algo así como una intermediaria entre nuestro cuerpo y un no se qué. Llameló más allá. Bueno, ese algo más, ese más allá, es en lo que estuve y estoy todavía tentado de creer.
- ¿Y qué fue lo que le ocurrió para sentirse tentado a creer en el más allá?
- Algo que le sucedió a mi padre y que yo en parte sabía pero que él completó con su relato.
- ¿Y qué era lo que usted sabía?
- Que lo habían dado por muerto y que éso evitó que, en verdad, lo mataran. Pero, déjeme que le cuente lo que él me contó y que yo no sabía además de lo que sabía. 
- Adelante.
- Mi padre, un hombre de noventa y un años, que ejerció su profesión de arquitecto hasta que se jubiló, al que le colocaron un marcapasos a raíz de las convulsiones originadas en una disritmia cardíaca, a su vez producida seguramente por su diabetes, estuvo refiriéndose a tres extraños momentos de su vida, relacionados. Las patologías que padeció terminaron por arrojarlo en una internación y estuvo al borde de la muerte. Cuando se recuperó fuimos con mi hermano a visitarlo y, en presencia de su segunda esposa y de dos de nuestras medio hermanas, contó lo siguiente. Cuando tenía doce años, en 1936, en el pequeño pueblo de la pampa húmeda en el que había nacido y vivía, el director de la única escuela primaria nacional habilitada en esa población, a instancias del Ministerio de Educación Provincial con sede en la ciudad de La Plata, Provincia de Buenos Aires, eligió seis alumnos que habían culminado el ciclo con buenas calificaciones, mi padre estaba entre ellos, para premiarlos con un viaje a esa ciudad capital que incluyó visitas a museos y otras experiencias seguramente gratificantes para esos niños. Debo decir antes de proseguir que los nombres y el apellido de mi padre no son corrientes. Él se llama Getulio Vargas Ledesma.
- Como el lider brasileño.
- Su primer nombre y su segundo nombre que parecería un primer apellido, sí señor.
- El caso fue que estando en la ciudad de La Plata, entre los acontecimientos previstos en el cronograma con que se agasajó a los chicos, se cumplió una visita a la estancia de los Pereyra Iraola que, todavía para aquel año, no había  sido expropiada como lo fue después por el gobierno de Juan Perón. Para llegar a la estancia los niños abordaron un transporte colectivo, un micro de aquélla época. El niño que le tocó a mi padre como compañero de asiento, al cabo de haber iniciado el viaje, le pregunta a mi papá por su nombre, su primer nombre y mi padre le dice: "Getulio" - "Qué casualidad yo también me llamo Getulio", le contesta su ocasional acompañante. "Y tu segundo nombre o tu apellido cuál es". "Me llamo Getulio Vargas Ledesma", le contesta mi padre, según nos dijo, un poco fastidiado ya. El chico a su lado vuelve a decir "Qué casualidad yo también me llamo igual, Getulio Vargas Ledesma". Cuenta mi padre que él pensó en ese momento que el otro chico le estaba tomando el pelo y decidió entonces dejar de hablarle, no prestarle más atención y así lo hizo y no volvieron a relacionarse. Transcurridos los años, en una reunión en el colegio de arquitectos, alguien le dijo: "Vos sabés que hay un colega tuyo que se llama igual que vos, Getulio Vargas Ledesma". Nos dijo mi padre: "Bueno, en ese momento no relacioné el dato con aquel episodio de mi infancia. Pensé que la homonimia era producto de la casualidad". "Los años volvieron a pasar y cuando pisaba mis setenta abriles un contratista de obra al que hacía por lo menos cinco años que no veía y al que fui a visitar para requerir sus servicios se puso del color de la nieve cuando me vio atravesar la puerta de su oficina.
- ¡Arquitecto! - me dijo demudado y evidentemente conmovido
- ¿Qué le pasa Nuñez? - pregunté intrigado por la sorpresa que demostraba.
- Disculpemé Arquitecto pero yo pensé que usted había muerto.
Me quedé mirándolo desconcertado y el corrió hacia el interior de su oficina y regresó al cabo de unos minutos con el ejemplar de un periodico en una de sus manos, agitándolo.
- Mire, lea!
Me calé los anteojos de ver de cerca y pude leer en el obituario del periodico que me había presentado el aviso fúnebre dando la noticia de la muerte de Getulio Vargas Ledesma, arquitecto."
- ¿Usted sabe lo que eso significó para usted arquitecto? - siguió diciéndole Nuñez.
- ¿Qué? - preguntó mi padre
- Que no lo mataran. Porque un día vino un hombre fuera de sus cabales con un revólver preguntándome dónde podía ubicarlo. Estaba muy excitado. Había perdido a su hijo porque una loza caida desde gran altura de un edificio del que usted había hecho el plano, el de la calle Concordia que, sin embargo, no fue dirigida ni supervisada por usted, había impactado en la cabeza de su hijo dejándolo sin vida. Yo le dije que usted había fallecido y le mostré el diario con la noticia. El hombre se retiró con una sonrisa de satisfacción y agradeciéndole a Dios."
- ¿Qué le parece ésto que me contó mi padre?
- Y, qué quiere que le diga. Que su abuelo fue bígamo, reconoció al hijo que paralelamente tuvo con su otra esposa y le puso el mismo nombre que a su padre. Y bueno, ese desliz de su abuelo le salvó la vida a su padre.
- Déjese de joder hombre. Mi abuelo no fue bígamo. En el obituario mi padre pudo leer que se hablaba del susodicho arquitecto como el hijo de otro arquitecto que se llamaba exactamente igual que él. Los nombres y el apellido de mi abuelo eran José María Ledesma y él le puso Getulio Vargas a mi padre, como nombres, porque fue admirador del caudillo brasileño.
- Está bién, está bien. Entonces fueron tres simples coincidencias esos encuentros y también la noticia de la muerte de su homónimo que evitó su propia muerte ¿Por qué atribuirlos a algo sobrenatural, a un más allá?
- Usted ha escuchado hablar del surrealismo.
- Sí, sí, por supuesto ¿Pero qué tendría que ver el surrealismo con el más allá?
- Bueno, mire, el surrealismo se relaciona con el subconsciente, o sea lo que está por debajo o más allá de la conciencia, lo que el pensamiento lógico, ordenador y crítico, no puede captar y ¿qué le parece que es eso?
- ¿El más allá?
- Para mí es el azar, lo azaroso, lo que no se puede explicar y no proviene de nuestras intenciones o nuestra voluntad, inmanejable, imprevisible. Lo que queda más allá, lo que sucede en otro orden de realidad, como verbigracia los sueños. Mire, por ejemplo, la otra noche soñé con una joven mujer que caminaba a mi costado en una plaza, yo era invisible y ella apuraba el paso para encontrarse con su joven marido, de pronto se enfrentaron, él llevaba puesta una camisa a cuadros de colores y se la había puesto de atrás para adelante, pensé ¡qué loco!, propio de un joven, pero a la vez pude sentir la ternura y el amor con que su esposa lo recibía, casi adorando su excentricidad, porque él joven reía con cierta malicia. Desperté y experimenté lo delicioso que había sido para mi ser invisible en ese momento de mi sueño porque había podido experimentar un sentimiento sin participar activamente con mi cuerpo de su intensidad ¿Se dá cuenta? No necesité mi cuerpo para vivir ese sentimiento de amor de otra persona hacia otra persona. Viví el sentimiento entre dos personas sin ser ninguna de las dos.
- ¿ A éso llama usted surrealismo? 
- Claro que sí, desde luego, eso es surrealismo.
- ¿Y lo de su padre?
- También, por supuesto, lo mismo, surrealismo.
- ¿O azar?
- ¿No quedamos acaso en que es lo mismo? ¿Y no está la existencia regida por el azar?
- Se olvida usted de nuestras intenciones, nuestra voluntad.
- Mire, créame, si estamos vivos, es por azar. No nacemos ni morimos por nuestra intención o voluntad.

Amílcar Luis Blanco

domingo, 10 de enero de 2016

LA INUNDACIÓN.-



                                             El alrededor estaba oscuro y se encendía a ratos en breves relámpagos de luz violacea. Ella no lo sabía pero estaba tendida sobre un camalote unido a un tronco que flotaba en las aguas turbias que lo desplazaban con velocidades cambiantes hacia el lejano estuario, la remota desembocadura del Paraná. Sólo el levantarse episódico de sus párpados le traía, como fotografías o fotogramas en  sepia, el accidentado exterior. Ramas, melenas de sauces, bordes de juncos balanceándose, lomos de aguas leonadas y abrillantadas urdimbres empetroladas de esmeraldinos destellos. De pronto, a ratos, la balsa vegetal se detenía en accidentales remansos para seguir luego viajando lentamente y adquirir entretanto mayor velocidad, compatible con la del centro del torrente. El cielo no era siquiera cóncavo. Se cernía gris y pesado como compuesto de humos oscuros y plomizos y navegaba junto a ella y a su alrededor. Una gota, después otra, después múltiples, cada vez más pesadas, determinaron que abriera los ojos y llevara el dorso de sus manos sobre el rostro para guarecerse instintivamente. Deliraba y, en el delirio, soldados disfrazados de selva, con cascos y uniformes de colores verdes y marrones, disparaban sobre la embarcación en la que se refugiaba. Por alguna razón ella estaba agazapada en la borda, detrás de un rollo de gruesos cordeles y se protegía de la balacera. Los motores de más de un helicóptero, debían ser tres o cuatro, sobrevolaban la escena. En realidad había comenzado nuevamente a llover con inusitada fuerza y pesadez. La temperatura fría, casi helada, del agua contrastaba con su fiebre, la moderaba. Una lampalagua se deslizó deshaciéndose del matete de nudos y fibrosas raíces y hundió su cilíndrico cuerpo en el agua. El relámpago que hizo tronar la atmósfera la iluminó pero Elena percibió el torso de Julia, su amiga de infancia, la entrañable, oidora fiel de sus confidencias, invitándola con una seña para que ingresaran juntas por la escotilla abierta hacia el vientre profundo de la embarcación. Los helicópteros parecían alejarse y momentáneamente los soldados camuflados habían cesado el fuego. Se dejó caer entonces detrás de ella. Las dos estaban desnudas y debían esconderse. El negro y estrecho camarote con apenas un ojo de buey o ventana circular se dejaba penetrar por la tenue claridad pero filtraba escasísima luz, insuficiente para descomponer la tiniebla. Igualmente  les resultó bastante para escarbar en una espuerta de mimbre que contenía pantalones y remeras de los marineros que integraban la tripulación. Se vistieron rápidamente en la semipenumbra. Debían eludir las ansiosas y hambrientas miradas masculinas. Se iban a recoger el cuantioso pelo y anudarlo en las nucas para cubrirse con las gorras y lograr así mimetizarse y confundirse con los habitantes de la embarcación cuando sus bultos a contraluz fueron descubiertos por un marinero.
-         ¡Eh! ¿ Qué hacen? ¡Rápido, suban! El capitán nos quiere en cubierta.
Subieron a cubierta en el más absoluto desorden. El capitán daba órdenes desde el puente con la boca pegada a un megáfono pero ni Elena ni Julia podían entenderlas. Oían únicamente un metálico aullido cavernoso y grave que se confundía con la voz de la tormenta. El viento se atorbellinaba en las márgenes del río y alzaba y acostaba los penachos verdes de las copas de los árboles y arrasaba los arbustos más cercanos a la orilla. El nivel de las aguas había crecido y gruesas ondas, sin que la velocidad del torrente disminuyese, habían ingresado en un peligroso y cada vez más agitado vaivén que movía el buque de un costado al otro y determinaba que los marineros resbalasen al punto de que dos o tres cayeran al agua y alzasen los brazos y las manos y gritasen implorando ayuda. Elena y Julia se aferraban a la botavara, del mástil principal  se había arriado la vela mayor. Rezaban y se miraban aterrorizadas. Elena cerró los ojos con todas sus fuerzas, apretando los párpados y pidiéndole a Dios que si aquello era una pesadilla se apiadase y la devolviese a la vigilia. Cuando volvió a abrir los ojos comprobó que Julia ya no estaba allí, ni tampoco la cubierta del barco y los marineros que pedían auxilio. Únicamente la tormenta permanecía y el viento, cargado de lluvia, seguía dando inquietos revolcones sobre las aguas. Pero ahora el camalote que la contenía, yaciente y desfallecida, golpeaba contra los pilotes de madera de un amarradero y había quedado atrapado entre ellos. El desvencijado muelle destartalado resistía milagrosamente el embate del meteoro. Un relámpago la iluminó y un rayo partió el aire convirtiendo en fuego el tronco de un gigantesco paraíso que crujió y se abrió por el medio llenando el aire bruscamente de un fuerte olor a madera chamuscada. Elena intentó erguirse pero su cuerpo entero se hundió en las aguas densas y translúcidas. Vio largas y afiladas hojas de espartos y juncos proyectándose hacia las alturas, hacia la vaga claridad que, no obstante la furia de la tormenta, ondulaban apenas balanceándose. Todo era muy calmo allí abajo. Agradeció ese momento de calma y lucidez pero sintió la opresión en el pecho y la sensación súbita del ahogo y entonces braceando, como pudo, nadó hacia arriba, hacia la claridad. Aspiró hondamente el aire al emerger. Sus fosas natales se dilataron y sus pulmones se inundaron de un oxígeno vivificante y recuperó las fuerzas y el deseo para ganar la orilla. Finalmente sus dedos y las palmas de sus manos consiguieron aferrarse a las fibrosas raíces que, como nudos nerviosos o tensos tentáculos, mantenían, agarrándose al fondo arcilloso y duro, traspasadas las capas de humus fértiles, sedimentadas por el río, la erección y esbeltez de las acacias y los jacarandás que resistían con éxito el peso arrollador de la tempestad.
                                            Elena quedó durante largos minutos tendida sobre la hierba. Poco a poco reconstruyó los últimos tramos de su desesperación. Los instantes que habían precedido a su derrumbamiento físico sobre la flor de loto que había confundido con la pequeña cabeza de una gallina que  su hijo Tomás, aparentemente, había conseguido apresar. Antes de eso ella había corrido enloquecida desde su casa inundada venciendo con sus piernas debilitadas y raspadas y sus pies sumidos en un lodo pegajoso la distancia de aguas estancadas que separaban su casa de la corriente viva del Paraná. Se había lanzado a rescatar a su hijo y las voces de su marido y sus hijas no alcanzaron para detenerla. El chiquito, de tan sólo tres años, faltaba, según sus recuerdos, desde la medianoche anterior cuando había escapado hacia la calle, tratando de proteger los pollitos amarillos recién nacidos de una ponedora, con los que se había encariñado, ante la irrupción de las aguas en los ambientes interiores de su casa en la que vivía junto al esposo y las otras dos hijas. Ella había despertado bruscamente, transpirada, y había visto el agua barrosa rodeándola. En ese momento escuchó el grito de su esposo, el clamor de sus hijas y le pareció ver a Tomás, a través de la ventana, detrás de la gallina que nadaba desesperadamente hacia la corriente del río. Sin pensarlo se alzó y salió por la misma ventana abierta. Al acercarse al torrente, la flor de loto blanca, cuya pureza surge del agua, le hizo pensar que los ocho pétalos eran la cola de la gallina y que Tomás la había atrapado y no podía volver con ella.
                                            En realidad su hijo no había llegado a salir de la casa y su padre lo había amarrado de la camiseta y, enrollándola fuertemente sobre su cuerpecito, como si se tratase de un paquete, lo había izado hasta la azotea en la que se habían alcanzado a refugiar debajo del tanque del agua. De modo que Elena y su carrera desesperada que sucedió, noche por medio,  a la gripe que cursaba en cama al momento de desatarse la crecida habían coincidido casi, como la continuidad de un delirio onírico. Acaso ella había estado soñando con el amor de Tomás por los pollitos amarillos. Acaso había visto a la gallina y a su hijo tras ella. No lo sabía bien.
                                           Dejó que la energía se le propagase desde el pecho, desde el torso hacia la extremidades, vibrante en sus latidos, y haciendo un esfuerzo se incorporó. La tormenta parecía amainar, detenerse, grado a grado y la temperatura había descendido. Sintió frío e intentó calcular la distancia del sitio, ¿isla?, ¿porción de continente en el que se encontraba? y su casa.
                                           Escuchó el ronroneo de un motor, miró hacia atrás y pudo ver una lancha de la prefectura acercándose a la orilla. Desde un megáfono el hombre uniformado la instó a que la abordase. Elena corrió al precario muelle y agradeció a Dios. Una vez dentro de la embarcación le acercaron una manta. Otros refugiados como ella ocupaban los largos asientos laterales del atestado convoy fluvial que, a babor y estribor, constituían las comodidades bajo techo que se ofrecía a los inundados, rescatados y movilizados desde diferentes ciudades de ambas márgenes. Una anciana de rostro arrugado y curtido y pequeños ojos vivaces le preguntó.
-         ¿Y usted es de por acá?
-         ¿Dónde estamos?
-         Y estamos pues llegando al Tigre.

No lo podía creer. Por Dios! Ella había abandonado su casa persiguiendo imaginariamente a su hijo en Diamante, provincia de Entre Ríos. Había viajado por más de quinientos kilómetros sobre el río a bordo de un camalote y un tronco. Lo había hecho enferma, en el transcurso de un sueño o de una realidad, la de la inundación, cercana a la pesadilla.

Amilcar Luis Blanco

viernes, 8 de enero de 2016

VIGILIA DE LOS CUERPOS.-



Están acostados bocarriba. Ella y él miran el cielorraso blanco. Él se siente excitado, deseoso de tener sexo con ella como tantas veces. Alarga su mano hasta el monte de venus de ella que se la retira con brusquedad y fastidio.
-          ¿Otra vez?
-          Otra vez qué
-           No te hagás el tonto
-          ¡Ah, ahora me retás encima!
-          Encima de qué
-          De que no querés coger.
-          ¡No quiero! ¿Y qué? No soy un objeto
Él no sabe qué contestarle. Se siente cansado del tema y la discusión que provoca entre ellos y que ha sucedido ya muchas veces. Evoca la mirada oscura de Edith, que fuera su amante y de la que ahora se encuentra alejado, mirada que se dirigía a sus ojos y a su cuerpo embargada de deseo, nublada, y que desencadenaba entre ellos la lid genital, la de los cuerpos que se gozan mutuamente, sin palabras. Se pregunta por qué no está con ella y, en cambio, sigue en su matrimonio con Antonia, su esposa, la que está en ese momento a su lado y afirma no ser un objeto. Sigue con ella por conveniencia, por miedo a perder lo que tiene y tener que empezar de nuevo, por el dolor y el sufrimiento que pueda causarle a ella y a los hijos de ambos. Porque si los abandonara y se fuera con Edith se pondría y los colocaría a ellos en un desconocido y futuro capítulo de incertidumbre acerca de sus destinos.
Se da vuelta sobre su costado izquierdo y mira hacia su mesita de luz. Efectívamente, es así. Se pregunta si Antonia tendrá o no un amante, se lo ha preguntado ya muchas veces. No se atreve a preguntárselo a ella. Ella le respondería seguramente que no y si efectivamente lo tuviera sería igualmente duro y difícil afrontar esa realidad. Los dos estaban igualmente atados por la casa y por sus hijos en edad escolar. Afrontar vidas separadas se les haría económicamente imposible con los daños colaterales que ello produciría, sobre todo para los hijos de ambos. La separación física y material los llevaría a tener que sostener sus vidas en una precariedad insoportable.
¿Acaso no había ya amor entre ellos y hacia los hijos? El amor más allá de la satisfacción sexual o puramente genital. Un amor por necesidad, un amor a la fuerza, un amor inspirado por el miedo a perderse en la vasta ciudad de Buenos Aires, miedo a quedar sin techo, sin cama, sin mesa familiar, ni ropas limpias, ni camisas planchadas.
No era sólo una cuestión de cuerpos desatendidos sexualmente. Había cuerpos que vagaban con escasas fuerzas por los rincones de la ciudad esperando el sopor final de un sueño último que no los devolviese a la oprobiosa realidad. Cuerpos perdidos en plazas, parques, paseos, vestíbulos de edificios públicos, estaciones de subterráneos y de trenes. Cuerpos parias a la intemperie, de vagabundos necesitados del más elemental abrigo, sin posibilidades de enjabonarse y ducharse con agua tibia, de llevarse al estómago un plato de comida caliente y vestirse con ropas limpias.
¿Acaso el amor genital no era un lujo burgués, pequeño burgués, en medio de esa salvaje desatención, esa polución de orfandad y miseria humana de cuerpos heridos, lastimados por la indiferencia, la impertérrita indiferencia de quiénes, percibiéndola y practicándola, recorríamos aterrados la jungla de asfalto?
Cuántas, numerosas veces, se había detenido en el subte junto al ciego que tocaba tangos melancólicos, repetidos y repetitivos, en el teclado de un bandoneón que había, seguramente, conocido mejores épocas y dejaba caer las monedas que le molestaban en el bolsillo sobre el sombrero que el hombre a su vez abandonaba sobre las cerámicas rojizas del andén y hasta que el subte llegaba caminaba después para comprar el diario con el que llegaría a su oficina a repetir las rutinas que le daban de comer. En esos momentos y otros pensaba en los cuerpos. En el del ciego con sus ojos metidos en la sombra y sus dedos fatigados de presionar los botones del manoseado instrumento, en el de las mujeres que despertaban sus deseos, en el de los transpirados trabajadores que viajaban con él y como él apretujados en la atmósfera viciada del vagón que se balanceaba y que procuraban mantener siempre el decoro. Alejar los alientos, los genitales de los varones de los de las mujeres, de sus colas, de sus senos mientras el convoy se balanceaba y los balanceaba colgados de las maneas pero, sobre todo, colgados de las abstracciones, los hilos invisibles de los pensamientos que los hacían y mantenían en ese humano y urbanístico equilibrio que les permitía viajar y llegar a sus destinos en el centro, hiciese frío o calor, lloviese y agrisase o encandilase la luz radiante al emerger sobre la ciudad para que caminase hasta su edificio de oficinas. Siempre los cuerpos, extendidos, rugosos, lozanos, sueltos, abrigados gruesamente en los inviernos y ligeramente, apenas cubiertos, en los calurosos y húmedos veranos porteños.
Éramos y somos cuerpos y más que cuerpos. Éramos y somos pensamientos que no se detienen. Desde que empezamos a darnos cuenta de nuestro entorno hasta que nos sumiésemos en las sombras de la agonía para no regresar jamás.
De todos modos, el cuerpo desnudo de Antonia le parece devorador. Matriz de universo. Reproducible como desierto o sistema montañoso. Abarcativo. Indudablemente, pese a los años que hace que están casados, todavía la desea. Índice evidente, incontrastable, de que sigue enamorado. No procede como lo hace al seguir a su lado por miedo, por terror a verse solo, sino porque todavía la desea y si se pone a pensar en ella, incentivado por la avaricia de su entrega, la desea ya mucho más.
Se vuelve hacia el otro lado de la cama, sobre su costado derecho, donde está ella dándole la espalda, dándole la curva de la cadera que asciende desde la cintura, dándole los gluteos como mórbidas turbinas cárneas y los pequeños pies y la pequeña nuca y el cuello envueltos en su cabellera espesa y castaña. Y la desea, con ojos abiertos o cerrados, la desea y decide pensar, soñar que la acaricia, la besa y mete su mano entre las tensas piernas de ella que se ha dormido, indiferente a todo.

Amílcar Luis Blanco (Ilustración "Paisaje surrealista", fotografía digital de Carl Warner)