martes, 6 de junio de 2017

LOS PLÁTANOS





                                                           Vamos por la calle Los plátanos. En la calle, a lo largo de todo su recorrido entre San Antonio de Padua e Ituzaingó no hay un solo plátano. Hay acacias, álamos, paraisos, fresnos, tilos, olmos, desde algún patio asoman limoneros, naranjos, durazneros, membrillos, granadas y hasta ceibos y  aromos, pero nunca han habido plátanos. El nombre de las calles es puesto así nomás, sin sujeción a razones, tradiciones, leyendas o historias antecedentes que los expliquen. Todos suelen ser reflejos, ecos, caprichos, resultados de decisiones tomadas al azar, a las apuradas. Además que el plátano no es una banana como siempre creí. Tiene la forma de una banana pero es verde y de mucho mayor tamaño. Lo descubrí en la verdulería, yendo con mi mujer, mientras hacía la consabida cola y esperaba que nos atendieran. Alguien compró plátanos y entonces los ví por primera vez y supe que toda mi vida había estado equivocado con relación a lo que imaginaba que esos frutos eran y cómo eran y de qué modo se preparaban para comerlos. Por lo que escuché se deben freir.
                                                                No se si fue esa misma noche, luego de haberlos descubierto, la que soñé con un vasto campo de vainas verdes enormes ligeramente apaisadas o si fue la noche siguiente, pero lo cierto es que me vi solo y caminando, intentando que mis pies no quedaran atrapados en ese sorprendente vergel en el que los frutos estaban extendidos a ras del suelo como si se tratara de tubérculos al descubierto.
                                                                   Me impacienté y comencé a caminar a cierta velocidad y a pisar con fuerza, aplastándolos, cuando advertí que estaba en el medio de un océano de plátanos y que, en cualquier dirección hacia la que mirara, no avistaría una costa o márgen o playa de arena salvadora que pusiera fin a tanto dislate y profusión de duras cáscaras elásticas que también se partían y al despanzurrarse hacían que resbalara sobre su materia gomosa. Varias veces caí y di de lleno sobre la cremosa sustancia.-

                                                                      Pero, ¿importan realmente los plátanos, los que se muestran y los que se esconden, los ostensibles o los clandestinos, o son meramente un pretexto? Una excusa para las preguntas que se abren tras ellos, una miríada de preguntas que se propagan, como si a partir del cajón que vi y que los contenía todo el barrio, toda la ciudad creciera, con sus edificios  y su gente, sus horarios y costumbres y su vida multiforme y polifacética a partir de los plátanos. Pero, insisto, por qué a partir de los plátanos y no de las simples frutillas, bananas, naranjas, duraznos u otras frutas conocidas de toda la vida, familiares, incorporadas a nuestros platos e ingestas habituales. En primer lugar porque el rito o las costumbres borran a los seres y a las cosas, tienden a hacerlas desaparecer, a invisibilizarnos e invisibilizarlas, es así.

                                                                            De pronto una realidad cualquiera, como la de los  plátanos recientemente descubiertos, nos revela cuánto hay de oculto en nuestro vivir cotidiano, en lo que naturalizamos y encubrimos sin darnos cuenta. Nuestras percepciones y estados de conciencia nos mantienen concentrados y veloces detrás de nuestras necesidades y deseos que jamás se completan del todo y nos mantienen siempre en carrera.

                                                                                La sorpresa frente al descubrimiento de los plátanos es el accidente que interrumpe nuestra loca carrera, hermética a ambos costados del sendero o camino recorrido, como si lleváramos anteojeras mientras lo recorremos o cómo, si nos imagináramos dentro de un tren,  su velocidad disolviese formas y contornos y transformase en el líquido de un torrente los paisajes que el convoy va abandonando y de pronto ese tren descarrilase y las anteojeras que llevamos puestas saltasen de nuestras cabezas.

                                                                               Así, de ese modo, la realidad nos asalta en todos sus latidos de fenómeno y, en ese momento, la carrera se detiene y nos sumergimos en su densidad, en la quietud vital envolvente cuyo movimiento, lento y pausado, desnuda la artificialidad, lo relativo y frágil de nuestras maneras aprendidas, de nuestras enloquecidas carreras, inspiradas en ambiciones y competividades. La angustia y la expectativa que crea convertida en ansiedad nos hace ver, ya inmersos en el miedo, incluso en el terror, lo fútil, lo frágil y efímero de nuestra condición humana.

                                                                                  Y menos mal que no fue un descarrilamiento en el que podríamos haber muerto sino tan sólo el descubrimiento de los plátanos, de sus verdores y tamaños en el cajón de una verdulería los que nos indujo a pensar. A veces es un cuadro, un poema, una partitura como si la escucháramos por primera vez. Hay un golpe de lucidez.

                                                            A la vez menos mal también que desperté del sueño en el que me sentí caer sobre la pringosa materia blanca, porque si hubiese seguido habría perecido ahogado, sin aire en una oscura pesadilla sin fondo. La vigilia recuperada, el despertar, llenó de nuevo mis pulmones con el oxígeno de la conciencia y los plátanos volvieron a su insignificancia domeñable pero desocultaron su potencialidad simbólica, su significación relativa entre mí y mi entorno.

                                                              Después de levantarme de ese sueño salí de casa, me puse a caminar y mientras lo hacía contemplaba los árboles, además de los frentes de las casas. Me metí en el anonimato de un paseo a la deriva, sin destino fijo, que es como más se goza el caminar. La mirada perdida en las copas, ligustrinas y enramadas. El recuerdo de otros sueños. El misterio implícito en ellos, tanto como en las percepciones de esa caminata. Hay que andar imbuido de la pasión del descubrimiento. Sólo de ese modo, con esa actitud, consigo acercarme lo más posible a la vida. Quizás porque me alejo de mi destino, de mi historia personal, de mi protagonismo narcisista, yoico. Ya no soy enteramente yo, dejo de serlo, trato de fluir entre las cosas y los seres y mi propia nada, una nada perceptible y que puede tocarse, tangible casi, dispuesta, desprevenida y preparada para mis cinco sentidos, que se apodera entonces de la existencia,  me hace sentir ese desasirme de lo prescindible: los negocios, el dinero,  lo que materialmente suele reclamarnos y, de modo primordial, de mis necesidades y deseos; los apetitos tiránicos que suelen colapsar la visión del mundo.

                                                Caminar resulta ser entonces como navegar al garete en un mar sereno pero plagado de encuentros. Hay esquinas, rincones, puertas prometedoras, idénticas a párpados cerrados, balcones como labios entreabiertos, sospechas de ojos que nos espían detrás de persianas apenas entornadas, ventanas que son espejos reflectores, autos roncadores, rugientes, que  tienen vidrios polarizados para  defenderse de miradas curiosas. Hay hombres y mujeres que caminan como yo o esperan el paso del colectivo que los llevará a destinos momentáneos y olvidables. Nubes viajando en el cielo celeste, dilapidando caprichosos volúmenes. Y todo eso se ve, se oye y se siente.

                                                   Sin embargo, pese a la despersonalización lograda al haberme distraído y entregado a lo exterior a mí, compruebo que sigo, más que antes quizás, metido dentro de mí mismo, de mi mismidad para decirlo con la palabra de Unamuno. Con la leve diferencia de que no es una mismidad yoica sino enajenada, llena de otros, repleta de mundo.

                                                                       Tocado por el mundo, manipulado por su estrambótico y ditirámbico diseño como en esos cuadros de Dalí en los que los volúmenes se estiran y distorsionan hasta parecerse a nuestras subjetividades pobladas por ese flujo semiconsciente que mezcla recuerdos, sofismas, razonamientos, percepciones fugaces o detenidas, obsesiones, sensaciones y sentimientos que parecen moldearnos desde adentro hacia fuera cuando intentamos incorporarlos a una experiencia de vida que discurre incesantemente como las aguas de un río del que no conocemos ni las vertientes que le dan su caudal ni la desembocadura en las que habrán de perderse.

                                                                Y todo por el descubrimiento de los plátanos abandonados en un cajón para cumplir necesidades y deseos. Y somos también entonces esa embarcación, ese contenedor límite que impide que nos dilapidemos, es decir, nosotros mismos como subjetividades arrastradas por las aguas, somos parte del tiempo, formamos, ya ingresados a la heterogenea corriente, al torrente que habrá de verternos en el océano final de la absoluta inconsciencia, el cuerpo colectivo de ese transcurso fatal. 

Amílcar Luis Blanco ("Naturaleza muerta con granadas y bananas", oleo sobre tela, pintura de Alfred Henry Maurer)