domingo, 22 de julio de 2012

"POR HOY, DEJAMOS ACÁ ..."


                                                           


                                           Ella estaba y estuvo, no podía decir lo contrario, siempre a su lado. Al cabo de veintisiete años durante los cuales había sido la madre de sus dos hijos, su compañera, la que le había  perdonado incluso las infidelidades. Ahora había aparecido entre él y ella esa isla, ese territorio árido entre el entendimiento de ambos y después esa chica, una niña casi, podría ser su nieta. Él se irritaba con ella, con su esposa, le contestaba mal, pero sentía sobre su espalda el peso de la vergüenza como una mochila cargada de demonios perversos, una caja de Pandora que abría a discreción ¿Acaso la culpa, la antigua colonia de remordimientos?
- ¿En qué ocasiones? – Había sido la primera pregunta del analista  recién  conocido que había ido al grano. Lorenzo había entrado en la habitación con los dos cómodos divanes, la biblioteca, los amplios ventanales que la inundaban de luz y se reflejaban en el piso de madera clara y lustrada, hacía instantes. En una lejana esquina de la enorme habitación había visto un escritorio, posiblemente cedro. No lo podía asegurar, pero tampoco importaba.  Estaba ahora ahí por su inaguantable situación con Clara. La incomunicación entre ambos era una herida que no cicatrizaba, un andar de rodillas pelándose las rodillas. Un golpear de palmas en la oscuridad, un grito en el silencio, una soledad en compañía que provocaba dolor, paladar y garganta ásperas, tardes marchitas, noches de párpados abiertos y sobre todo culpa, mucha culpa. Clara roncaba y el la tocaba para que se diera vuelta. Él roncaba cuando conseguía dormirse y ella lo tocaba. A la pregunta del analista había sucedido el silenció de él, demasiado prolongado. El profesional, libreta en mano, lo miraba sin decir nada. Lorenzo tenía demasiadas cosas para contar, para confiarle. Se atropellaban entre su mente y su boca y le dejaban la lengua paralizada, como extenuada de antemano por lo mucho que tenía para decir. Estaba la idea de que el analista quiere saber de nuestra infancia, la relación con nuestros padres y nuestros amiguitos de juegos. Como fuera, la historia de Lorenzo había desembocado en ese boca a boca que había mantenido con Gloria cuando los dos se agacharon casi simultáneamente sobre el piso del lavadero para recoger una taza con su plato. Las lozas habían caido estrepitosamente y se habían astillado. Él había querido ayudar a Gloria que era la doméstica a recogerlas pero la visión de sus rodillas apuntándole le había resultado irresistible y cuando los ojos de ambos volvieron a encontrarse – se habían mirado ya muchas veces entre las sombras y los silencios de la casa -, los labios alineados, gestuales, expresivos, que también tantas veces se habían deseado, se unieron, se juntaron, como hubieran querido pegarse las lozas en las que ya no pudo mantener la atención, en un choque perfecto, en un beso, un beso que se convirtió en otros más que le siguieron, acoplándose unos sobre otros con verdadero apetito por parte de los dos. Además de besarse apasionadamente el tocó sus rodillas dentro del pantalón con las rodillas desnudas de Gloria. Y esa noche, mientras Clara roncaba, fue a la pieza de la chica sintiéndose un Romeo absurdo y envejecido, se acostó a su lado y se devoraron y copularon como dos animales en celo.
Hacía tres meses que Gloria, con cama adentro, estaba allí. Sus ojos negros brillantes y enormes habían mirado a Lorenzo con deseo, con encendido y creciente deseo, tanto que un poco a los dos se les cortaban las palabras cuando intentaban ser corteses, medidos, convencionales y tratarse de patrón a doméstica, de doméstica a patrón. Entonces Lorenzo sentía que las manos de Gloria hubieran ido sobre él, sobre su cuerpo, que también los besos de Gloria hubiesen pululado sobre su anatomía y que su boca se hubiese ido también a tomarle hasta el sexo. De pronto dijo:
- ¿Usted sabe? Ella, quiero decir mi mujer, Clara, jamás practicó sexo oral conmigo, jamás me buscó, jamás acarició mi cuerpo. Para mí, era como si Clara, y es actualmente así, me rechazase. Es decir, no me ponía las manos encima.-
- A ver, explíquelo un poco mejor.
- No podría, era y es literalmente así. Es una mujer que ignora la existencia de mi cuerpo a su lado. Creo que eso me llevó a enamorarme de Gloria.
- ¿Quién es Gloria?
- Es la chica, la doméstica, la que trabaja en casa desde que nuestros hijos se ausentaron, se fueron a vivir por su cuenta. Yo tengo 65 años y Gloria tiene 17 años. A usted qué le parece, Licenciado ¿Estoy o no en un problema?
- ¿Usted qué piensa, a usted qué le parece?
- Sí, sí, a mi me parece que estoy metido en una situación de la que no podré salir, no sabría cómo hacerlo
- ¿Por qué?
- Bueno, mire, amo a Clara pese a todo. Hace veintisiete años que estoy con ella. Es la madre de mis dos hijos. Ha sido buena mujer, buena madre, pero con Gloria vuelvo a sentirme como si tuviera 20 años. Vivo una relación de cama, encendida, apasionada.
Así era, los labios de la chica eran aros de fuego que se plegaban a los suyos como corolas aterciopeladas y lo sorbían con deleite. Clara no lo besaba en la boca ni se dejaba besar. La boca de Lorenzo estuvo por años deseando ser besada, absorbida, chupada por la boca de una mujer. Tampoco, por supuesto, Clara era su primer desliz. A lo largo de su matrimonio habían sido incontables las mujeres ocasionales con quienes se había relacionado buscando esa satisfacción sensual, lúbrica, concerniente exclusivamente a su libido; que lo besaran en la boca, que le practicasen sexo oral. Gloria no había sido la primera pero sí la más joven. Era menor todavía que su hija ya de 38 años, habría podido tratarse de su nieta, pero era activa y experimentada, no sólo lo besaba largamente sino que era también una experta feladora.
Lorenzo se sentía en estado de alarma. Había acudido al analista por consejo de su socio y amigo, Gerardo Cabrales. Cabrales era viudo, ligeramente mayor que Lorenzo, y mantenía una relación más o menos regular con una mujer de la edad de él.
- Usted – preguntó de pronto el analista - ¿intentó alguna vez inducir a su mujer a que lo acaricie, lo bese?
- ¿Cómo?
- Bueno, pidiéndoselo, hablándole.
- Mire, me resulta, como decir, bastante humillante pedírselo. Muchas veces, cuando me le acercaba y la tocaba, ahora casi no lo hago, ella me rechazaba, se apartaba, me quitaba la mano. Me decía que yo, cada vez que la tocaba, lo hacía para tener sexo con ella
- ¿Y, era así?
- Bueno, ya ni se …
- ¿Cómo?
- Quiero decir que casi no puedo recordarlo …
- ¿Por qué, por qué no puede recordarlo?
- Será porque las pocas veces que he podido progresar en tocarla, acariciarla, he llegado al coito y las veces que no, me he retirado frustrado, ofendido …
- O sea, debo entender que sus caricias no han sido nunca desinteresadas …, quiero decir, siempre han tenido como finalidad llegar al acto sexual.
- Pero, Licenciado, a usted le parece, el drama, la tragedia que yo vivía con esta mujer. Si no hubiera tenido amantes me hubiera convertido en un abstemio sexual, una especie de castrado …
- Insisto. Usted nunca pensó en acariciar a su mujer, abrazarla, contenerla, sin necesidad de que las caricias, el abrazo, desembocaran necesariamente en tener una relación sexual con ella.- Mire, Lorenzo, quiero que lo piense y, por hoy, dejamos acá.-

domingo, 1 de julio de 2012

ROJO DE MILONGA


No siempre el rojo es una deuda o el color político de una parte de la población mundial. Suele ser una parte importante de la estética y por supuesto la rojedad mas que una propiedad de los objetos es algo en sí mismo. Dentro de su pulsación de estrella potente late la maravilla. Así sucedió la vez que me le declaré a Alcira. Entonces el rojo no era parte del salón, pero estaba en todo, en el carmín de sus mejillas, en el rouge de sus labios y también en el fuego de sus ojos. Y esa noche, que pudo haber sido la de la vergüenza, la del pudor desquiciado, prevaleció una casi fogarata de la alegría, parecida a las de San Pedro y San Pablo de la esquina de casa, la del barrio, la que todavía acelera mi corazón cada vez que mi memoria la toca. El amor por Alcira se abrió como un chisporroteo de fuegos artificiales, como una herida súbita que se resuelve fulmínea en comezón,  fue casi eclesial, monástico, de bienaventuranza, desquició las espuertas, que son los contenedores que soportan la presión del agua en las represas, cuando la vi en su vestido negro, la espalda desnuda, la falda sobre las rodillas y las notas del piano tañeron su líquida campana por los rincones del inmenso salón, en esa acústica de platillos, de escobillas sobre metales que aumentaban sus decibeles desde los altoparlantes. Cuando la saqué a bailar y se acomodó para seguirme en la milonga supe que debía confesarle mi amor, que no podía callarlo ya por más tiempo, pero, inmerso en la melodía, la síncopa, el delirio lírico y campanilleante de las notas agudas, parece que la idea, el impulso, se me trasmitió como una energía hacia las piernas y comencé a llevarla, a marcarle los pasos, de tal modo que no sólo yo con mis detenciones y mis contrapasos y mis giros sino también ella se lucía como si una eximia danzarina  le hubiese sido extraída del cuerpo. Y nos dimos cuenta cuando la pista se abrió, o mejor dicho, las parejas que giraban sobre el mármol o las cerámicas coloradas, se apartaron y nos hicieron un espacio. Un halo de luz bermellón nos envolvió, la estreché contra mi cuerpo y el ritmo de la milonga se plegó, que digo, se introdujo y repartió en nuestros cuerpos y danzamos pegados, adheridos el uno al otro. Me sentí como una marioneta consciente porque a la vez que parecía dirigido desde arriba, allende el cielorraso y la oscuridad de lo alto por un ser superior que moviera los hilos,  experimentaba mi ego de un modo acusado y narcisista. Era como si bailara y a la vez me contemplara y admirara. El colmo del egocentrismo y la vanidad. Por un momento nuestros ojos se centraron como si de nuestras cuatro pupilas emanara una luz interior. Vi que la sonrisa de Alcira, horizontal en su pequeño rostro, en la semitiniebla de la pista solo interrumpida por el haz de luz vertical blanquísimo, de flash detenido y absorto, se extendía y encharcaba. Parecía sumergirme en su materia de estrella ¡Qué sensación! En ese rojo de milonga, vivido a puro corazón, he envuelto mi evocación de Alcira. Ella se fue hace ya mucho tiempo de mi vida pero ha quedado en el rojo de mi memoria y en mi corazón para siempre.

Amílcar Luis Blanco