martes, 13 de agosto de 2013

Lo que él vio de ella, lo que no vio y algunas cosas más ...




Lo que Miguel vio de ella, de Magdalena, la cabellera rizada, la pequeña boca de labios bien dibujados, de grosor justo, las cejas golondrinas, los enormes ojos aceitunados algo oblicuos, el largo y terso cuello - quiero mencionar todo lo que lo impresionó- la estatura, la rotundez de hombros, senos, la fina cintura, las caderas y glúteos torneados, las largas y excelsas piernas, le hizo imaginarse una gioconda actual, pasada quizás por los gimnasios, la natación, los pilates, buenos odontólogos para sus dientes tan cuidados, pero y sobre todo, a sus setenta años, lo mejor conservados que pudo, luego de los by pass, él,  ese envejecido hombre amigo de su padre,  se enamoró a primera vista y , por supuesto, descartó que ella pudiera darle siquiera la hora.
Lo que Miguel no vio de ella fue su sentimiento de derrota, frustración, su depresión. La bellísima Magdalena que aparentaba treinta pero tenía cuarenta y dos años se sentía además dolorida. Los novios que habían pasado por su vida, incluido el último, jamás la habían respetado. Todos terminaban persiguiéndola, disconformándose y abandonándola, cuando no era por miedo, cobardía ante su belleza, ocurría que la dejaban por inseguridad o desconfianza. El último había llegado a golpearla y se jactaba de que sólo así, dominándola en forma posesiva podría domarla.
Pero héte aquí, no obstante, una cena de los tres mediante, es decir , ella, su padre y Miguel, y enterada ella de la soledad de él, de la operación, de la viudez, de la nobleza de su desempeño como médico cirujano hasta que tuvo pulso y vista para intervenir gratuitamente a mucha gente a la que le salvó la vida, se conmovió y comenzó a verle las canas y las pocas arrugas con las bellezas, los esfuerzos para mostrarse elegante, ser y aparecer discreto, considerado, caballeroso, todo ello motivó que de su conmoción pasase a la curiosidad y el respeto y, de ahí, toda vez que su último festejante hacía gala de unos celos, una tozudez y unas faltas de respeto materializadas en golpes, sacudones, fuertes pellizcones que la dejaban con moretones y cardenales por toda su preciosísima anatomía y con su autoestima muy lastimada, como tuviera que refugiarse de esa sórdida persecución del desmañado otelo, una tarde de verano,  lo hizo en el departamento del amigo de su padre, y del respeto y la curiosidad pasó a experimentar la ternura y delicadeza con que él la acogió y le permitió pernoctar en su hábitat.
Esa noche jugaron pero ella fugó, se escabulló y evaporó de tanto maltrato. Frente a un enorme balcón abierto que mostraba la espaciosa y misteriosa Avenida Nueve de Julio de Buenos Aires, desde el piso quince del edificio en torre, después de beberse dos botellas de buen vino tinto, apartaron los sillones, corrieron la alfombra y bailaron los compases de la cumparsita oficiando él de profesor. En una sentadita en la que los labios de ella quedaron a merced de los labios de él y sus poderosas nalgas sobre sus muslos, mirándola en sus pupilas del color del jade, algo oscurecidas por el atardecer, Miguel le dijo:
- Me enamoré de vos.
Ella se sorprendió con su propia respuesta, evidentemente había volado con él, le contestó:
- Yo también te quiero, llegué a quererte, pero no sé, no creo estar enamorada... Ahora me siento culpable de no poder amarte y de que vos me ames.
Sus últimas palabras habían expresado sus oscuridades, sus dudas. Además él le dijo:
- Entonces. ¿Por qué no parás de seducirme?
Magdalena,  se puso muy seria, los músculos de su rostro se contrajeron en una amarga mueca. Se incorporó de la sexual posición un poco avergonzada, erguida ya se acomodó la falda, dio media vuelta y se dirigió a la puerta, la abrió y la cerró con fuerte estrépito detrás de ella.
Habían estado jugando. A la mañana regresó ante un Miguel que bostezó desaliñado y somnoliento frente a ella, pero sobre todo sorprendido, después de haber abierto la puerta y haberla visto en el palier con la misma ropa y el rimel corrido y la pintura de ojos ennegreciéndole los párpados de modo que sus pupilas brillaban salvajemente.
- Estuve en lo de papá, abajo, vine a decirte que únicamente pararé de seducirte cuando tengas un plan para siempre conmigo. No necesitás responderme ahora, tenés mi teléfono, llamáme - le dijo. Volvió a girar sobre sus talones y a marcharse tan súbitamente como había llegado.
¿Podía él, un oscuro médico jubilado de setenta años, ofrecerle algo a esta impetuosa joven que no pasaba los treinta? Él bajó entonces como estaba hasta la casa del padre de Magdalena y sin contestarse la pregunta que se había hecho tocó a la puerta, salió ella y él le dijo:
- Me dijiste que te sentís culpable de no amarme y reconociste que no parás de seducirme y que seguirás seduciéndome si no tengo un plan para los dos.
- Sí
- Pero entonces, si no me amás, ¿por qué no pararías de seducirme?
- ¿Tal vez para que vos no dejes de tratar de enamorarme?
- ¿Y con un plan para los dos te enamoraría?
- No se por qué pienso que sí, que esa determinación tuya me enamoraría.
- Te amo, te ofrezco entonces que nos casemos, que nos casemos ya, ese es mi plán. ¿Aceptás?
Los ojos de ella se iluminaron, sus mejillas se encendieron, su corazón se aceleró. Un milagro con semblante de hombre arrugado, canoso, osado y desafiándose a sí mismo, le mostró a ella que la vida se le abría nuevamente hacia un horizonte desconocido.

Amílcar Luis Blanco