domingo, 11 de febrero de 2018

BELLA, SOLA Y DESTERRADA.





                                 Estaban la mañana, el mate y él. La mañana o claridad de cielo despejado o nublado entraba por la estrecha ventana horizontal a la estrecha cocina y se reflejaba sobre la fórmica estrecha de la estrecha mesa. El mate, ventrudo y abombado, revestido exteriormente de cuero colorado, se bruñía, barnizado por esa luz y él, despeinado pero despejado después de haberse lavado la cara, pensaba en cebárselo y en la húngara, su mujer, que seguiría durmiendo despatarrada y maternal en el otro ambiente hasta las diez. Ernesto había escrito el artículo y había recibido elogios, lo había titulado: "Bella, sola y desterrada" y lo había encabezado con la fotografía de ella, la que ella traía para trabajar de lo que fuese, y hasta de modelo si no había otro remedio, porque no le gustaba. "Hago modelo", había dicho, "pero no quiero acostar con nadie", había agregado enseguida, enrojeciendo, cuando él creyó que iba a decir "Hago puta". Eran las siete y él no la molestaría pidiéndole sexo a su desnudez irresistible como otras veces para que ella le respondiera con un acendrado fastidio, de modo cortante y seco: "Ahora madre yo, ahora madre". Entonces él aprovecharía para leer los diarios y tenían que ser todos. El pequeño departamento de dos ambientes en el que vivían desde que estaban juntos, atestado de los libros de él, dejaba poco espacio y, a esa hora, las diez, el bebé despertaría pidiendo teta.
                                Era demasiado pero era lo que había a esa altura de su vida. Lo que había conseguido después de su tormentosa separación, a sus cuarenta años, y después de haber sido sorprendido con la húngara por su anterior pareja en una escena de cama. Había embarazado a la húngara y había tenido que separarse de su anterior compañera con dos hijos. No sólo ahora debía mantener a la húngara y al crio de ambos sino que también debía pasar alimentos a sus dos hijos anteriores.
                                  Se cebó por fin su mate. Vertió el agua humosa sobre el verde tranquilo de la yerba y comenzó a chupar el sabor a polvorosa calma que le evocaba el silencioso sentarse a contemplar las melenas de los álamos y eucaliptos, el camino que se proyectaba desde la tranquera hasta el monte arbolado y después hasta la ruta. Ernesto había disfrutado muchos mates contemplativos y sabrosos en compañía de sus abuelos y hasta que ellos vivieron no tuvo contacto con el pueblo cercano a la chacra, con Villaflor. No tuvo contacto asiduo. Había ido sí algunas veces, montado en la caja de la camioneta, a llevar zanahorias, plantas de lechuga, tomates, limones y calabazas al mercado, junto a Darío que era el encargado de transportar los productos  y cobrar y pagar el dinero de vuelta a sus abuelos, porque de esos viajes, de ese dinero escaso que volvía, sus abuelos y Ernesto sustentaban sus vidas, pero nada más. Nunca había ido al cine y teatro "Grand Splendid" de Villaflor o a alguna de sus dos confiterías. Tampoco a caminar por la plaza o la calle principal a levantar mujeres. Toño, su vecino de la granja, de su edad, lo había invitado, le había ofrecido llevarlo en el auto de su padre, pero Ernesto no tenía qué ponerse. "Qué voy a levantar mujeres yo", decía, riéndose un poco de sí mismo. "Pero hermano, qué te pasa - decía Toño - o  vas a andar haciéndote la paja toda tu vida". 
                            Junto a la laguna, él y Toño, cuando regresaban una tarde de la escuelita rural, se habían tirado a la cabra del Toño. Lo habían hecho a sus once años después de algunas clases explicativas y muy didacticas que la maestra, con gráficos y luego de muchos cabildeos con su directora en Villaflor y la inspectora que venía de La Plata, habían decidido impartirles a los niños y niñas de la escuelita rural Manuel Belgrano.También habían menudeado las miradas entre los compañeritos y las compañeritas y Ernesto espiaba a Marta Oyaharbide cuando acomodaba su pollera debajo del guardapolvo y sus pechos bien parados y, ahora, mientras chupaba el mate y miraba sin leerlos los titulares del diario "La Nación", pensaba en lo buena que estaba ese comienzo de mujer de sus doce años de entonces.
                               Luchaba contra la nube en la estrecha cocina ¿Su vida, dudaba, se habría estrechado también? Desde Villaflor hasta Buenos Aires le habían pasado, había vivido, infinidad de experiencias. Su matrimonio a los veinte con Selena Gómez, la hija del dueño del cine y teatro "Grand Splendid" había sido la principal. La había conocido en el primer baile al que asistió en Villaflor en la pista del "Unione e Benevolenza". Habían bailado un rock furioso, sensual y seductor. Ernesto se había soltado, estrenaba unos pantalones apretaditos, una camisa suelta blanca con florones alveolados sobre el pecho, a lo Sandro, y su pelo renegrido y lacio, también a lo Sandro, y los labios gruesos de su boca y sus enormes ojos negros, terminaron por rendir, a lo fan del gitano también, a Selena, la hija de don Cacho Gómez, poseedora de unas piernas torneadas que remataban y todavía rematan, pero él no ve ni toca, en poderosos y parados gluteos y una cintura pequeña y unos senos de maravilla. Se casaron, se embarazaron y se recibieron de padres de uno y dos varoncitos a los uno y dos años de matrimonio respectívamente. Selena quiso y también él que hiciera la carrera de periodismo para emplearse en el periodico local y Ernesto la hizo y leyó infinidad de libros y terminó aficionado al periodismo y a la literatura y se empleó. Pero el apasionamiento, alveolado de rosas rojas a lo Sandro, se fue apagando poco a poco en los atareados quehaceres de madre de Selena que paulatinamente de fan del rock y desmelenada y atractiva adolescente, madre a los diecinueve, se fue convirtiendo en mujer responsable, seria y de deseos genitales morigerados, a los veintiseis y ya a sus cuarenta en indiferente matrona.
                           Y entonces llegó la húngara, Morgana. El nombre se anticipó, inquietándolo, a su cuerpo, a su rostro, a su piel cetrina, a sus ojos sorprendente y seductóramente tan azules como el mar cuando atardece. Ernesto la conoció cuando viajó a Buenos Aires para explorar la posibilidad de entrar a trabajar como redactor de notas del interior del país en el diario "El país". Después de aceptarlo, como debut, le encargaron una nota a alguno de los emigrantes de la Europa central que se sabía llegaban a Ezeiza para radicarse en Argentina ese día. Era sábado sin gloria y con mucha ansiedad. Ernesto esperó en el aeropuerto y después de dos cafés se ubicó junto a la puerta de arribos y Morgana apareció vistiendo una desusada túnica entre acelestada y violeta que acompañaba el color y la luz de su mirada, portando su enorme valija con rueditas. Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa con un sesgo que le pareció implorante. Ella no sabía qué iba a hacer una vez que se agotaran los euros que traía, pero hablaba un español cuadrado que le permitiría desenvolverse creía, dijo. Él le preguntó qué sabía hacer. Ella, sin saber que él la reporteaba, le dijo: "Lo que tu mandes, estoy dispuesta. Hago cocina. Hago camarera. Hago para niños". Si no la paro - pensó él - va a decir "Hago puta". No lo dijo, pero Ernesto, malicioso y arrepentido, sintiéndose a la vez culpable y compasivo, lo estaba pensando.
                      Por éso, por ese mal pensamiento, por ese perverso deseo, dándole una nueva chupada al mate, seguía recordándoselo, por eso habrá sido que la invité a que trabajara de empleada doméstica en nuestra casa en Villaflor ayudándola a Selena. Habrá sido por eso, la puta madre. Por esa mezcla de deseo y compasión. Desde que la ví me la quise cojer, seamos honestos. Pero también me dió lástima. Sentí pena por esa mujer bella, sola y desterrada que me inspiró el título del artículo. Mi primer beso, largo, cosquilleante, hondo, húmedo, se perdió en ese relato que Morgana me hizo de su vida en Hungría. Una vida vigilada que mató a sus padres, que alejó a su hermano trás las rejas de una prisión injusta nada menos que hasta las tundras de Rusia y que me trajo hasta aquí, donde estoy ahora. Y después una vida asediada por la belleza de Morgana desde que hiciera esa fotografía, asediada por los deseos de los jerarcas del régimen para rematar en su arribo a Ezeiza. Por lo menos mi deseo no es ni ha sido como el de ellos, se dijo.
                              Y al llegar a esta conclusión Ernesto se incorporó. Fue hasta la otra habitación. Ella dormía con el bebé a su lado, risueño y satisfecho después de su tetada. Los besó a los dos y sintió que el sol de la mañana era de una amplitud dilatada y que él y ella y el bebé y la habitación se ensanchaban y abrían al ritmo de sus respiraciones. Y que eran ellos, ellos contra el mundo, ellos contra el destino.

Amílcar Luis Blanco (Fotografía de Tara Lynn)