domingo, 17 de abril de 2022

CASI PARA SIEMPRE

 




Yo sabía que el mar estaba ahí

pero no quería irme

porque esperaba verte.

Esperaba ver tu traje de agua

y tu sonrisa de centella

y tus ojos golpeando la luz

como dos zafiros acurrucados en la niebla.

Esperaba ver el edificio

de tu cuerpo sobre la arena,

pisándola,

fabricando la sombra del triunfo,

con el arco de tus piernas.

Unas leves tinieblas

extendidas sobre la sabana de arena.

PERO A LA VEZ SOÑABA

que estábamos en PARIS,

junto a la torre Eiffel

y respirábamos el glamour

y la irreprimible nostalgia

de su cielo

que después extrañaríamos

casi para siempre.


Amílcar Luis Blanco (Pintura de Marc Parmentier)

sábado, 3 de octubre de 2020

La visita de Nicole






Me había levantado y estaba levantando la casa. Domingo de invierno. El frío calaba el patio y el jardín, se lo podía ver. El timbre sonó corto y débil, como si  tiritara su electricidad en el recorrido del cable. Encendía la estufa del living y grité un "ya voy" porque a esa hora, diez de la mañana, lógico hubiera sido que se tratara de algún vendedor. Me asomé por la ventana del living. Una mujer rubia, muy blanca, bastante alta, vestida con jean y zapatillas deportivas, con gafas oscuras, esperaba tras la reja, sonreía. Un hombre alto, bien vestido, traje, camisa, corbata, anteojos negros, la acompañaba. Son los del culto, los evangelistas, vienen a vender su versión de Cristo-pensé. Abrí la puerta, caminé hasta la reja y los enfrenté. La mujer se quitó los anteojos y amplió su sonrisa. Sus ojos azul-celestes me abarcaron. Era igualita a Nicole Kidway, la famosa actriz de Hollywood. Me alargó la mano blanca- Se la tomé sin querer apretársela demasiado. Usted - dije. Me interrumpió. Nicole Kidway-dijo. Quedé estupefacto, como suele decirse, inmovilizado. Alcancé a responderle, Juan, mucho gusto. Corrí hacia dentro, maquinalmente, la puerta de reja. Adelante, pasen - dije. Nicole Kidway y su hombre me siguieron. Ingresaron al living. Ella sonrió. Nacho,  me dijo, mirándolo al hombre  que me sonreía cortesmente y me alargaba su mano. La estreché, esta vez con más fuerza. Hice un esfuerzo, balbucee, creo. You speak spanich? - pregunté. You speak english?, retrucó. Pura simpatía. Litle, nothing, dije estúpidamente. Los dos nos reímos. Siéntense - les dije. Se sentaron. La observé; piernas muy largas, caderas y muslos redondeados, no demasiado. Pero el cuello, interminable. Un cisne. Se escucharon ruidos que provenían de los dormitorios, de arriba. Mi mujer, mi hija, sus voces preguntándome. La de Sandra, mi mujer, "quién era". Disculpen, pedí. I be rigth back, excuse me. Ella balanceó una mano dándome todo el excuse me que quisiera. Subí la escalera a zancadas y expliqué entrecortadamente a Sandra y a Jorgelina, mi hija, quién había entrado. Estaba agitado y ellas me miraban absortas. Pero, estás seguro? No puede ser. Es, dije, es, es! Bueno, bueno, bajá, atendelos, nosotras ya bajamos
Bajé, me senté cerca de las rodillas de Nicole que me apuntaban como dos cañones. Hablo algo español - dijo Nicole. Muy bien - dije y sonreí con toda mi estupidez desbordándome. Ella siguió. Vine a Argentina convocatoriada porque hacer vida de Eva Perón. La miraba y la miraba con expresión fija. Se acomodó la garganta. Quiero en conocimiento mis facebook seguidores en Argentina y usted es seguidor. Asentí. Vengo que hacer Eva Perón vida- insistió acentuando cada palabra y enseguida dejó caer un silencio sonriente clavándome los aguzados cielos de su mirada como pequeños puñales. Era evidente que esperaba una respuesta. Eva murió a sus treinta y tres años, me animé a decirle. Las vibrantes puntas de sus ojos ennegrecieron súbitamente. Oh no! - exclamó. Vida de Eva Perón dopo su muerte-dijo. De pronto comprendí su mezcla del italiano con nuestra lengua vernácula. ¡Genial, genial! Guionista irreverente supone ella supera enfermedad. Cáncer, dije. Sí, cáncer, contestó. Movió su mano como un hongo de cortos tentáculos, como una flor en el extremo de un tallo, explicaba. Años que siguieron con your husband, Perón, años de política. Autor, guionista supone una vida para ella. Interesante, interesante,,,, acoté. La idea era difícil pensé-¿ Está el guion, usted ya lo leyó?, pregunté. Está, leí, dijo la australiana. Recordé que era australiana. Pensé en alguna película suya. "La reina del desierto". Café, te, ofrecí. Mate, dijo-¿ Mate? - me extrañé. Okey Nicole, okey! En ese momento se derrumbaron por la escalera a pasos algo tumultuosos Sandra y Jorgelina. La miraron , adelantaron los brazos, articularon quejidos y menearon las muñecas como diminutas caderas, cacarearon quizás. Se habían maquillado las dos, un poco exageradamente para la hora. Ella se irguió expandiéndose. Su sonrisa y su mirada hicieron el efecto de un faro y multiplicaron la luz sobre Sandra y Jorgelina o a mí me pareció, no sé. Todo estaba alterado, como las percepciones después de haberme fumado un porro, con ganas, como la única vez que lo hice siendo adolescente y todo se me dio vuelta y me pareció que la realidad era ridícula e hilarante, incluso me reí un poco estupidamente sin saber por qué.
En ese momento, extrañamente, evoqué a Jorge Luis Borges. Me vino a la mente una linea, un verso del poeta inglés Eliot "sólo mediante el tiempo el tiempo es conquistado", otra, del poeta alemán Rilke, "toda en sus ojos vive la criatura". Sólo los seres humanos tenemos el transcurso en la conciencia, la secuencia presente, pasado, futuro, es decir, el tiempo. Suponer o proyectar dos vidas más allá de la muerte es una insolencia moral, una irreverencia inhumana. Es, incluso, convocar un universo paralelo y alterar la historia en sus dos formas, la del recuerdo y la del olvido.

Nicole, seguramente advertida de mi estupor, de un silencio que luego de mi risa de tonto abarcó la totalidad de un instante desusadamente largo para la visita de una bella y famosa actriz a un seguidor y admirador casi anónimo, borroso por la distancia y el tiempo, quebró el mutismo. Preguntó, "que piensa acerca de materia". Su inglés instintivo transferido al español resultaba cómico pero se hacía entender. Pensé si mi español podría encaramarse en la borda de su inglés instintivo para salvarse de un naufragio inminente e inevitable en nuestro intento de comunicarnos, pero igual largué la frase: "interesante, muy interesante,- repetí, porque no quería desanimarla y hasta ahí comprendí que su mirar azul, como el de la rubia de New York de Gardel, asintió y entendió, pero enseguida continué," mire - dije -" el futuro es una suposición, una conjetura, una aventura de la imaginación". Sus ojos se encendían como brasas azules y sus pómulos se coloreaban cuando Nicole afirmaba con el movimiento descendente de todo su rostro que no dejaba de sonreír. Hasta aquí entendió - pensé. Entonces completé la idea: "pero en Argentina esa aventura de la imaginación tiene sus riesgos". Me interrumpió "riesgos", dijo. Sus labios indicaban que debía explicarle el vocablo. Pensé. Mi búsqueda de la palabra inglesa que lo significara rebotó contra todos los ángulos y rincones de mi paupérrima memoria shakesperiana o del antiguo "toil and chat". Por fin la encontré y triunfalmente se la arrojé a la expresión alarmada de Nicole. "Riesk"-dije. Riesk, repitió ella. Ensayé: "In Argentina, in that or this country, if you make a life of Eva Perón after her dead is a riesk". Oh!, Oh! Entendiendo. And why, por qué? 

Era difícil explicarle el porque. Ni yo mismo lo sabía, sólo lo intuía. No obstante, apurado por su pregunta, volví a largar lo primero que me vino a la cabeza. "La Argentina seguramente sería otra. Entre los que amaron y aman a Evita y los que la odiaron y la  odian, si ella hubiera sobrevivido a su enfermedad, se hubiese armado una guerra civil, no lo se, pero si se que había en ese momento una relación tirante entre ella y los militares y que ella quiso armar a los trabajadores" Nicole me miraba y sus ojos, detenidos en mi rostro, eran cristales transparentes y en sus oídos atentos mis palabras y ademanes parecían traspasarla y fruncía el ceño y el entrecejo de su pequeña y abombada frente. "Para, favor - me dijo alzando su alargada mano. "Es historia de amor, a love story". "Juan y Eva renuncian al poder y emigran a una isla paradiso" . - Ah, entiendo, is a happy end. "Yes, algo como eso". Le sonreí todo lo que pude. Y se me ocurrió preguntar: ¿Y de qué vivirán los tórtolos? Esta vez arrugó todo su rostro. Tuve que recurrir otra vez a mi precario inglés. "¿How they would have money for there lifes? Nicole se iluminó, el cielo volvió a su rostro. - "Ah, she was an actrice like me, and he was Perón, él será de nuevo presidente en esa isla y la convertira in Paradiso" Ah, Si es así será un éxito.

Amílcar Luis Blanco

viernes, 27 de diciembre de 2019

LA MUERTE LÚCIDA




                                Estar cómodamente sentado en la butaca de un cine o un teatro y contemplar el desarrollo de las acciones y escuchar los parlamentos y diálogos de los actores y actrices en la pantalla o en la escena hasta olvidarnos de nuestro propio cuerpo, ese objeto que, como un médium o un  modem nos está haciendo ingresar en una suerte de breve eternidad o de muerte lúcida, en todo caso en un más allá casi instantánemente accesible, confortable. Que nos permite ver la vida desde una muerte momentánea que dura lo que dura la obra o la película. Si el grado de identificación con los actores y las actrices que representan otras vidas, las de los personajes, es muy alto, podríamos decir que estamos utilizando nuestros ojos, nuestros oídos, nuestros cerebros, para multiplicar nuestra única vida convirtiéndola en otras vidas, como si nuestra única vida fuera el prisma que descompone la luz de lo existente en ese acto de percepción y expectativa y nos proyecta en posibilidades hasta esa experiencia imposibles de ser. Como si nos colocáramos fuera del tiempo e interrumpiéramos el devenir con esa pasividad, esa protesta contra una mutación constante y compulsiva que nos tiene presos en la corriente de un río torrentoso, el de nuestro yo, que nos lleva sin preguntarnos hacia un destino que no hemos elegido y hacia una muerte que jamás elegiríamos o que sólo elegiríamos por resultarnos insoportable ser arrastrados hacia la nada.
                           Jacobo iba mucho al cine y, cuando conseguía ahorrar sus propinas como botones del Hotel Transatlántico, también iba al teatro o a comer a la cantina que quedaba justo a la vuelta del hotel, sobre la calle San Martín. Se complacía en su vida solitaria de muchacho de tan sólo diecinueve años. El hotel estaba en Buenos Aires, sobre Lavalle nada menos, a metros de Florida. Allí la corriente de la vida era desbordante y lo sigue siendo aunque los colores, las luces y las sombras hayan cambiado y sus nitideces y contraluces se estén apagando porque Jacobo las recuerde como lejanas experiencias. No todavía por haber alcanzado la vejez en su vida propia sino porque hace la lenta digestión de la película que acaba de ver y que le sugiere este salto en el tiempo. Dejaré claro entonces que acababa de ver “Amarcord”, la obra maestra de Federico Fellini, que lo ha inducido a ésta y otras tantas reflexiones. En su vida real de botones han ocurrido muchas cosas ese día. La principal, una atractiva viuda, diez años mayor que él, a la que le ha llevado el equipaje hasta la habitación, lo ha mirado intensamente y ha suspirado mientras lo miraba. Signo inequívoco de su interés por él que Jacobo no ha alcanzado a descifrar.
                          El mayor placer de Jacobo en esa su primera juventud consistía en desdoblarse, en imaginarse otro y desde ese alter ego contemplar su vida. Cuando proyectaba esa característica suya hacia el futuro no podía dejar de darse cuenta que, en algún momento de su vida, cuando alcanzara su vejez, que fatalmente llegaría, debería contemplarse desde el más allá de su muerte.
                               Pero para entonces tendría la anécdota de aquélla noche con la viuda joven que fue también la de su debut sexual. La de la primera vez que entró en el cuerpo de una bella mujer deseada y sintió sobre su pelvis y la portentosa erección de su pene una vagina aterciopelada que se estrechaba como un anillo vivo en su alrededor y reclamaba de él lo que había aprendido, mantenerse erecto, contenerse, no dejarse llevar rápidamente a la eyaculación, al orgasmo que podía terminar con ese milagro, por fin ocurriéndole, derramándose y exigiéndole, con frecuencia de gemidos entrecortados, una satisfacción final desde ese cuerpo femenino de deliciosas turgencias apoyando la levedad de su peso sobre sus caderas, abriéndose sobre ella en muslos desnudos y tensos sobre la musculatura de los suyos. Sintió que se elevaba. Por fin aquélla primera mujer en su vida terminó con un gemido largo e involuntarias convulsiones la descarga de su libido. Se había excitado hasta el paroxismo con el muchacho distraído e introvertido que Jacobo era por aquel entonces. Lo había visto en el ascensor el primer día de su arribo al hotel. Los labios de un cierto grosor pero de una simetría agradable, la recta nariz, la frente despejada, el pelo ensortijado. Se había enamorado. Lo había deseado súbitamente, con intensidad y le costó bastante que él, desde la nube de ensoñaciones en la que vivía, se diese cuenta, advirtiese que ella, por lo menos, lo deseaba como a un efebo.
                                 Tuvo que quitarle el anillo de novio de plata que él ostentaba en su anular y que, después se enteró, había sellado el compromiso de Jacobo con una novia con la que no había todavía consumado la unión sexual. Él no le había contado su inexperiencia, sólo su noviazgo y el compromiso, ingenuamente aterrorizado porque, en oportunidad de haberle pedido por medio del conserje que en su función de botones le acercara una gaseosa hasta su habitación, se lo había quitado y, estando en su cama, apenas cubierta por una salida transparente, sin corpiño que le tapase los senos, le había sonreído y guiñado el ojo. Le había dicho además que fuese a reclamárselo cuando finalizase su turno de trabajo. "No. Está prohibido"- había dicho Jacobo estúpidamente, pero también comenzando a darse cuenta que el interés de la viuda por él iba en serio. "Como quieras, pero si querés recuperar el anillo, ya sabés"- le había contestado ella.
                                 Así que habló con el conserje, con Pedrito. Pedrito le dijo: "Qué suerte tenés pibe". Lo había mirado con envidia. "Andá nene, no te la pierdas".
                                 Así que fue. Y mientras subía en el ascensor y llamaba a su puerta, pensó si ella, viuda y todo, no tendría una pareja, porque la había visto el día anterior con un tipo mayor, muy bien vestido, perfumado, que fumaba un Chesterfield, sentados los dos a una mesa íntima, en el restaurante del hotel. Ella había bebido champagne y el tipo un whisky. Pensó y se dijo para sí los versos de Lorca, los del romance de la casada infiel, porque aunque ella fuera viuda estaría traicionándolo a ese hombre mayor. Pensó que cuando él fuera viejo jamás tendría una mujer mucho menor que él porque seguro lo traicionaría. Sintió que ya se estaba excitando, el entumecimiento y el agrandamiento involuntario de su pene, porque la vio casi desnuda antes de verla, cuando ella le abrió la puerta de su habitación y se acercó a su cuerpo y le posó la palma en el cuello y lo besó. "Su piel está muy tibia, como afiebrada" - pensó. Se fueron acercando a la cama. Ella le desabrochó el cinturón y los pantalones cayeron, se enredaron en sus tobillos.
                              Los muslos de la viuda, no se escaparon “como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío”, como en el poema de Federico. Por el contrario, permanecieron tersos y relajados mientras Jacobo se los acariciaba y las rodillas de ella le apretaban las caderas y  toda ella cabalgó enseguida sobre su pelvis hundiéndose el miembro de la masculinidad de Jacobo en la untuosa cavidad de su vulva. Ella iba hacia su segundo estallido y él, maravillado, la contemplaba y le presionaba suavemente y porque ella lo pedía,  los pequeños pezones.
                                “Aquélla noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nacar sin bridas y sin estribos”, se decía Jacobo mientras aguantaba los golpes, pelvis contra pelvis, y esperaba el nuevo estremecimiento de las convulsiones de su excitada compañera.
                         "Mientras  cogíamos, copulábamos, garchábamos o fifábamos" -, se decía,- "debo aguantar y sentir, sólo sentir, sólo entregarme y aguantar y fifar, fifar" - Jacobo había escuchado por primera vez el verbo fifar de labios de ella y eso lo había excitado particularmente, - había evaporado su timidez y sus inhibiciones. Le había parecido particularmente decadente y lascivo ese término. Ella tenía un rostro algo aniñado, pero de mirada y labios perversos, que destellaban un atrevimiento, una osadía de prostituta, según le pareció mientras la miraba cabalgar y la oía gemir. En realidad esa osadía, ese desparpajo que advirtió en ella lo seguiría inspirando para encarar sus aventuras eróticas posteriores. Fue su puerta de entrada a los deliciosos infiernos de la carne. "Liberadores"-, sintió. Nada que ver con la muerte que, en sus adelantos imaginarios a ese debut tantas veces soñado y tan fervorosamente deseado, se le presentó aquélla noche como contemplativa e inefable.  Había sido el “leit motiv” para explicar el éxtasis y la caída después del orgasmo, "en todo caso una muerte lúcida" - pensó-, "sin luto, ni miedo, sin angustias". “Sus muslos se le escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío”, porque ahora Jacobo se había incorporado, la había quitado de su encabalgamiento y la tomaba desde las rodillas y empinaba sus muslos y la ponía de costado para seguir penetrándola, ahora jugaba con su cuerpo. Se sentía su dueño, su poseedor tiránico y a la vez misericordioso, como si la tuviera a su merced, esclava de la debilidad de su deseo, en el que estaba inmersa buscando como una náufraga la satisfacción, el orgasmo que por fin la convulsionó una vez más y al que él también accedió desde sí mismo, acabando con ella.
Entonces sobrevino la primera muerte lúcida de su vida, el relax que siguió, el cigarrillo que ella le convidó y la llama que le acercó desde el encendedor, desde el brillo de su mirada y desde sus labios abiertos a la sonrisa.

Amílcar Luis Blanco (Pintura de Egon Schiele)

viernes, 13 de diciembre de 2019

El amor, ese tirano (Carta a la mujer amada, fragmento)





Botticelli culturainquieta


Hay días en los que mi soledad esta llena de mi presencia y la disfruto. Hoy por ejemplo. Espero que estés igual, que te ocurra lo mismo. aunque sea una experiencia muy narcisista, porque no siempre pasan días en los que la sensación o el sentimiento de amor por uno mismo suele cruzarse con la sensación (¿Sentimiento?) del absurdo. Uno sabe o intuye que  está al borde, caminando por la cornisa de alguna altísima montaña interior hecha de tiempos propios y entre otras montañas de tiempos de otros, tan mortales como nosotros, y que también está evitando los abismos de la depresión, la tristeza ilevantable, la angustia, el desasosiego, el miedo de los períodos de sombra y oscuridad absoluta. Una franja de sol, una tajada de brisa adentro de un paréntesis de luz que no deslumbra ni quema, no encandila ni fastidia y en todo caso permite ver, contemplar, asistir a todo como mudo testigo.
Viene a la memoria la letra de un carnavalito: "Hoy estoy aquí, mañana me voy, pasado mañana, dónde me encontraré..."
Así  es, querida amiga, te escribo desde el tiempo y desde este viaje en el que nos estamos yendo juntos y agitando las campanitas en nuestras memorias. Vos, aparentemente detenida en la escuelita de Tilcara, y yo aparentemente cumpliendo ahora mi labor de corresponsal periodístico en Ushuaia.
Ya a esta edad, al cabo de tanto tiempo, tengo la certeza de haberme enamorado una vez más. Y, aunque hoy, extrañamente, me baste a mí mismo y el extrañarte, el echarte de menos, no se me haga intolerable, estás en mí, te atravieso, me muevo imbuido de tu imagen, la visión de tu rostro abierto y claro, de tu sonrisa iluminadora, tus arrugas, tus hoyuelos, me acompaña y no me deja. "Estás clavada en mí, te siento en el latir abrasador de mi sueño y ardiente y pasional te quiero mucho más cuando estás lejos de mí..." Y el tango Pasional sigue cantando dentro de mí y vos sos ese tango.
Y mucho más está tu cuerpo, tus piernas, tus muslos y nuestros besos repartiéndose entre los dos por nuestros cuerpos, ese nuevo territorio compartido en el que nos hemos convertido, transubstanciado, como si nuestra común materialidad se hubiese transformado en una sola substancia de espíritu, como en el milagro eucarístico de la religión cristiana.
Pero ¿Qué podemos hacer con este amor tan necesitado de nosotros y del que ahora nos ausentamos? El amor, ese tirano, del que han surgido tantas novelas y telenovelas. El amor romántico de siempre, nuevo y viejo, inspirador de tanta y tanta poesía, de canciones, películas, que ha modificado, moldeado, creado, el total de la vida de nuestra especie en el planeta. Entre hombres y mujeres, entre hombres entre sí y mujeres entre sí. El de Romeo y Julieta, Tristán e Isolda y etcétera, etcétera.
No puedo dejar de pensar en "El libro de los amores ridículos" del gran Milan Kundera o en "Cumbres borrascosas" de Emily Bronte o en "El amor en los tiempos del cólera" de Gabriel García Márquez. Esas y otras muchas lecturas han signado mi vida, mi sentimiento de amor sobre todo.
Acaso el amor romántico sea una colección de lugares comunes y ridículos. Encerronas de la naturaleza en las que nos vemos y sentimos envueltos y de las que no podemos salir aunque querramos.
Acaso entre nosotros, querida, el amor haya sido ese sólo episodio de sexo que nos tomó en la pieza del hotel e hizo que nos arrebatáramos la ropa para sumirnos en la desnudez activa del deseo, un deseo envolvente y abrasador. Acaso la pasión se haya ahora transformado en amor apasionado y el deseo del uno por el otro nos despierte una y otra vez por las noches. Seremos las llamas, las brasas y a la vez el combustible del fuego que creamos. Y entre nosotros el fuego y entre nosotros el agua, el aire y la tierra. Y entre nosotros la pena de separarnos y la alegría de reencontrarnos, los extremos del alma y del cuerpo, de las almas y los cuerpos. El sentirnos universales, históricos, eternos, atravesados por el cosmos mismo en constante expansión.

Amílcar Luis Blanco (Pintura, fragmento de "El nacimiento de Venus", oleo sobre tela de Sandro Boticelli, en el que retrató a Simonetta, su amada)

viernes, 7 de diciembre de 2018

CLUB DEL PROGRESO







Resultado de imagen para PINTURAS O FOTOS DEL CLUB EL PROGRESO DE BUENOS AIRES



Como tantas otras veces mi socio me había invitado a tomar café y también antes, como no solíamos hacerlo siempre, habíamos caminado por la calle Sarmiento y entrado, seducidos por su frente antiguo de estilo francés, al enorme espacio del restaurante, un poco antiguo, del Club Del Progreso, al que durante el siglo XIX concurrieran las personalidades políticas descollantes, algunas de las cuales, como la de Leandro N. Alem  se exhiben hoy en daguerrotipos de tamaño  natural.
Nos sentamos a una mesa rinconera del inmenso salón inundado por la luz  y estuvimos allí charlando de bueyes perdidos y tomándonos el café. Sintiendo, creo que al unísono, el placer de compartir esos instantes de pura contemplación, de intensa divagación, en la que me parecía sentir el aroma y las expectativas de aquellos personajes lejanos en el tiempo, como si yo mismo y mi amigo fuéramos dos de ellos. Incluso en la conversación arriesgué la idea de que fuéramos efectívamente esos otros.
- En realidad el tiempo o las características de una época están en nuestra subjetividad - dije.
- ¿Cómo es eso? - preguntó mi socio con una sonrisa que desnudaba su interés por el tema.
- Claro, hace poco me enteré de la muerte de un amigo al que hacía veinte años que no veía.Había fallecido poco después de nuestro último encuentro de un infarto fulminante. Sentí pena, pero también, consideré que durante esos veinte años mi amigo había estado vivo para mí. Quiere decir que el tiempo depende de nuestra subjetividad, de que consideremos su paso, de que consideremos las transformaciones que produce. Si nos distrajéramos  de él, si comenzáramos a imaginar cómo sería este salón a mediados o fines del siglo XIX, si nos concentráramos en esa idea, como en un trance hipnótico, podríamos inclusive llegar a hacer desaparecer el presente.
Mi socio se quedó mirándome y finalmente asintió con su cabeza. Llamó al mozo, pagó y me dijo que iba al baño. Pensé que había olvidado la propina, algo raro en él. Me incliné y dí vuelta para buscar en mi saco que había colgado en el respaldo de la silla algún billete para ponerlo sobre la mesa y, al mirar el piso, descubrí dos billetes de quinientos pesos cada uno. Pensé que mi socio, al pararse para ir al baño, descuidadamente, los habría dejado caer así que me agaché y los agarré con la idea de devolvérselos, pero entonces otra mano tomó la mía y una boca, seguramente la que correspondía a esa mano mientras me mantenía con fuerza en esa posición circunstancial, se acercó a mi oído y me dijo, "los dejó para usted el señor Alem que está fumando en el cielo". Después la presión desapareció y me incorporé como un resorte pero no había nadie a mi lado. Pensé que estaba loco. Miré hacia todos lados pero no me pareció que alguien hubiese advertido nada. Un poco nervioso e impaciente seguí esperando por un largo rato que mi socio regresara del baño. Pero no ocurrió. Él no venía. Me incorporé entonces y caminé hacia el fondo del salón buscando el baño. Lo encontré y una vez dentro escudriñé cada rincón pero en el baño no había nadie. Salí y me acerqué a una mujer que estaba detrás de un mostrador y pregunté si no había otro baño en el salón. Me contestó que sí y me sentí aliviado. Me explicó que hacia el medio del salón, donde había colgadas dos pantallas de video, hacia la derecha había otros baños. Fui entonces animado esperando encontrarlo en el correspondiente a "caballeros" a mi socio, pero no, tampoco estaba en ese baño ¿Dónde estaba entonces? ¿Se habría ido?
Resultaba muy extraño que se hubiese ido sin decírmelo. Me dirigí a la salida fastidiado. Una mujer viejísima, con un cutis arrugado y apergaminado me detuvo en el vestíbulo con el daguerrotipo de Alem y comenzó a dispararme preguntas acerca del lugar, si había quedado satisfecho, qué había consumido, etcétera. La mujer tenía sus labios pintados de un rojo púrpura, un tanto cardenalicio pensé, sonreía exhibiendo su dentadura postiza y coqueteándome absurdamente. Se me ocurrió elogiar la arquitectura, decoración y tradición del salón y puse voluntad en sostenerle la conversación que ella se complacía en mantener. Por último, como para cortar tanta verborragia, le dije:
- Y qué me dice del señor Alem? - señalándole el daguerrotipo.
- Ah!-suspiró- debe estar fumando en el cielo.
Y cuando hizo este comentario, a mi espalda escucho la voz de mi socio venida desde el zaguán de la entrada al club.
- Yo sí que he estado fumando ¿Dónde te habías metido? Te esperé más de una hora.

Amílcar Luis Blanco

martes, 4 de septiembre de 2018

GRISEL





El día en que mi madre intentó suicidarse yo tenía ocho años. Vivíamos en un pueblo de provincia en el que cualquier acontecimiento inusual corría como un reguero de pólvora por las lenguas del chismorreo vecinal. Recuerdo que mientras mi padre y el médico amigo llamado por él intentaban limpiar el estómago de mi madre tratando de hacerle vomitar las pastillas que había ingerido yo pinchaba un tomate redondo, rojo y maduro, con un alfiler tratando, con esos pinchazos obsesivos, de conjurar el momento, de exorcizar las malas ondas, que, incluso, parecían provenir de ese mediodía gris, de cielo nublado,que se cernía sobre el pueblo, en el exterior de la casa de ladrillos desnudos en la que vivíamos. Mi madre tenía en ese entonces, año 1955, veintiséis años, padecía de asma crónico y de una angustia, también crónica, producida por tener que sobrellevar la tempestuosa relación con mi padre, de treinta y un años; un hombre que la había convertido en víctima de sus celos enfermizos hasta agobiarla y haberla llevado a esa desesperada determinación. Aunque él dijera, después de que se hubo superado el trance, esos feroces instantes en que, como hijo mayor y más consciente, emprendí mi agresión hacia el tomate, que en realidad mi madre no había querido acabar con su vida sino tan sólo llamar la atención, lo cierto fue que, desde entonces, sus pareceres y opiniones dejaron de parecerme convincentes. Intuitivamente sentí que, quien se arriesga a perder su vida, aunque procure llamar la  atención, protagoniza una acción temeraria que puede llevarla mucho más allá de ese propósito, es decir, a la muerte y que la acepta como un resultado posible.
Aún ignoro en el momento en que lo hago por qué razón escribo todo esto y vuelvo a rememorar aquel oscuro día de mi infancia. Tal vez lo haga para iniciar una catarsis que pueda limpiarme a mí de ese veneno psíquico que la experiencia de suicidio vivida por mi madre con un tóxico químico me dejó. O quizá lo haga por mi deseo de entender, de volver a aquélla circunstancia para conseguir situarme y situarla en mi historia de vida, en su contexto, en un ensayo de autoanálisis, para comprender mis miedos y vacilaciones, mis inseguridades, poniendo fuera de mi mente, exhibiéndolos, contenidos que están en mis recuerdos, para no olvidarlos o para olvidarlos definitivamente colocándolos en las memorias de quienes me lean.

A medida que pasan los años los días se suman unos a otros hasta parecer un día único. La amalgama de los recuerdos, en un instante, puede traerme imágenes, escenas, de mi infancia, adolescencia, primera y segunda juventud, madurez y comienzos de vejez. Esta última, antesala de la desaparición física final, en la que ya sabemos que lo mejor de las etapas pasadas no se repetirá porque nuestro pasaje por la vida está atado a la naturaleza y no a nuestros deseos, es la más filosófica y, a la vez, la más instintiva. Las experiencias se fusionan unas con otras y también se separan en una suerte de prisma que las descompone en vertientes de diferentes texturas y colores. Un color, un olor, una suavidad o aspereza, las músicas, los ruidos, en suma el mundo llegando a nuestros sentidos y a nuestra conciencia se desgrana en mil pensamientos, sentimientos y sensaciones y hay como un retorno a esa primera infancia, anterior todavía a la posesión de un lenguaje, en la que somos sólo sentidos y sensaciones con escasísimos atisbos de razón. Somos instintos sumergidos en instantes que se suceden unos a otros como si entre ellos el hilo de continuidad que es el tiempo no existiera. Como en ese verso de Rainer María Rilke que dice "Toda en sus ojos vive la criatura". Es decir, estamos en la eternidad.

Y esa eternidad puede ser la de un tomate pinchado que regresa a nuestra memoria en la que nos vemos pinchándolo y algo, muy importante y significativo, del alrededor se ilumina. La luz cae sobre el tomate, sobre la cocina de mi casa de infancia, sobre el aparador y el recipiente de loza que contenía el fruto rojo. La tarde gris, el color pálido de la piel del cuerpo de mi madre, transportado por mi padre y por el médico y el rostro casi exánime de mi madre y el terror y la desesperación que me invadían. Todo vuelve, regresa, se presenta nuevamente en mi memoria como si en esa fruta roja que con un alfiler traspasaba repetidamente se cifrara y estuviera grabada la densidad anímica de ese momento y su contexto.
- Vos misma sos un símbolo - le digo
- Símbolo de qué - me dice - ¿De qué estamos hablando?
- De lo que estoy pensando o mejor dicho recordando.
- ¡Ah! ¿ Y qué estás pensando o recordando?
- Una tentativa de suicidio.
Debo decir que yo me había puesto a recordarla en la mesa de un café y que frente a mí estaba Gricel, a quien le habían puesto ese nombre de heroína de tango porque su padre y su madre vivieron más o menos la historia que se cuenta en la letra de ese engendro lacrimoso y cursi de Mores y Contursi.
- Todo viene de épocas y sentimientos y desgracias vividas en el pasado por nuestros abuelos o nuestros padres o nosotros mismos cuando éramos pendejos, no te parece?
- No sé bien de qué me estás hablando...
- Tu viejo, tu vieja - la interrumpo - Acordate. Vos me contaste por qué te llamaron Gricel.
Gricel se queda en suspenso, mirándome. Sus ojos negros enormes se iluminan. Esa sonrisa pícara que tiene, una tajada de sandía blanca como el arroz con leche bordeada por la pulpa roja de sus encías, se abre como un acordeón que se estira. Gricel tiene el pelo renegrido. Lo tiene atado y trenzado y lo enrolla sobre la cima de su nuca sosteniéndolo con una peineta color celeste que es lo primero que le quito para que el largo de su pelo, que le voy destrenzando, se le desparrame sobre la espalda desnuda cuando nos disponemos a ganar la cama en el departamento de la Avenida Belgrano que ella cuida. Después de hacernos el amor venimos a este bar a tomarnos algo.
- Y, qué tiene que ver? - me pregunta.
- Todo tiene que ver, todo es pasado. Este mismo presente, vos y yo tomándonos un café después del amor, estamos dentro de la película del tiempo.
- Estoy segura que lo de hoy lo voy a recordar - me dice
- Sí, seguro, ya somos recuerdo.
Le digo eso pero ya estoy pensándolo de nuevo como lo pensé en ese momento con ella y como lo pienso ahora que lo estoy escribiendo sin saber bien por qué y para qué lo escribo. Para que forme parte de la novela o quede como cuento porque quiero convertirme en escritor. No sé pero pienso en el tiempo y en cómo, atrapados en su corriente, repetimos una y otra vez, como autómatas, gestos, actitudes, acciones, comportamientos, aunque los llenemos con nuestras diferencias. Gricel es única para mí. No sé por cuánto tiempo. Seguramente soy único para ella, pero siempre por un tiempo, porque ya estuve con otras mujeres que me parecieron únicas y a la postre no lo fueron. Y ella estuvo con otros que también le parecieron únicos y no lo fueron.
Miro a través de la ventana del bar, absorto. Este último pensamiento mío es deprimente y no me siento capaz de comunicárselo para no amargarla. Gricel ríe y me toma la mano y me alegra la vida. Le devuelvo la sonrisa y aprieto sus dedos entre los míos. La quiero muchísimo en ese momento y creo que la voy a amar toda la vida. No podemos, los dos, dejar de correspondernos, con nuestras miradas, nuestras sonrisas, nuestras manos. La tentativa de suicidio de mi madre vuelve a mí memoria como el trasfondo de una vieja película y hay una música machacona en el bar que golpea y sacude nuestros oídos y a partir de ellos nuestros cuerpos se sumergen en esa onda vibratoria. Siento como si la atmósfera dentro del bar se descompusiese. Hay una sensación densa de temblor y vacilación.
- Es el río que pasa - le digo.
Gricel me mira y sus ojos azabache brillan como si toda la ciudad, todas las ciudades y los días, una eternidad asentada sobre el infinito se posara  en la luz que sostienen, para mí, sólo para mí.

Amílcar Luis Blanco (Pintura de Edward Hooper)

martes, 17 de julio de 2018

COMPLEJO DE DIOS





                                               Anoche soñé que estaba en una fiesta con amigos y conocidos y había vuelto a fumar. En el sueño además sabía que hacía varios días, semanas o quizás meses, que  había regresado al vicio de aspirar y  expirar esa vigas blancas de dudoso atractivo, de humo alimentado tristemente por mi aliento, para darme una fútil importancia. Sentía todo eso y desprecio por mi mismo. Pensé que me repetía y volvía a uno de los ritos del aburrimiento, a una adicción para tontos. Siempre en el interior de ese mundo onírico, mientras sonreía y hablaba despreocupadamente a otra gente que sonreía y hablaba despreocupadamente y también fumaba, sentía que ya no tendría remedio; era la hoja arrastrada en la tormenta, el integrante de una muchedumbre de virtuales muertos antes de yacer en sus sepulcros que vagaba por calles, casas, reuniones, ágapes, festejos, oficinas, a diferentes horas en ciudades pobladas por zombis, por autómatas cuyas existencias eran regaladas a esas costumbres repetitivas.
                                             No recordé mi sueño (¿Pesadilla?) inmediatamente después de despertar, no. Me vino a la memoria cuando estaba lavándome las manos en el baño de mi departamento. Entonces, por decir así, una parte importante de mi alma me volvió al cuerpo. Me inundó una sensación de bonanza, de gratitud por saber que mis deseos de volver a fumar, por lo menos en la vigilia, estaban completamente dominados.
                                             Salí a caminar la misma tarde de ese día. Había dejado de llover y garuar, y, en el cielo, la cubierta gris de nubes había desaparecido dando paso a una atmósfera celeste que hacía parecer verdes flamantes las copas de los árboles y los céspedes en las veredas, aunque perduraran las manchas de humedad en paredes, frentes y mamposterías desnudas. Anduve  distrayéndome, mirando vidrieras de ropas, por la calle principal. Quería elegir un jean y un suéter azules porque me imaginaba vistiéndolos cuando fuera al teatro con la mujer de la que me había enamorado. Ese mismo día que siguió al sueño, para ir por la noche, una pareja de amigos nos había invitado  al teatro a ver una obra, "Dios mío", protagonizada por un actor, Juan Leyrado y una actriz, Thelma Biral, famosos y cuyo tema me interesaba. Así que me sentía estimulado por la perspectiva. Pero de pronto me perturbó la idea de que siempre elegía la misma calle para llegar al centro comercial, veía los mismos frentes, las mismas casas y comercios, los mismos cuerpos y caras de las mismas gentes y cuando me interrumpió el maullido agudo, casi el grito, de un gato que se trepó con la velocidad de un rayo a un árbol para escaparle a un diminuto perro que lo perseguía con un ladrido chillón y fastidioso pensé que la irrupción de lo azaroso cuando no nos llenaba de terror, escasas veces de alegría, contribuía a que la existencia no nos aburriese.
                                             Yo ya estaba muy enamorado de esa mujer amiga de la pareja que nos había invitado. Ella había comenzado a ser para mí un universo misterioso y desconcertante. Me enamoró casi a primera vista. Y digo casi porque cuando la ví por primera vez sus ojos, su pelo rubio, su frente amplia, me dieron la imagen de una intelectual y las intelectuales hasta entonces nunca habían sido mi tipo. Sin embargo "Ella", era su nombre de pila, me pudo. El brillo de la mirada de sus ojos castaños permaneció en mi mente después de haberme alejado de la presentación de un libro en el local en el que un amigo me la presentó. Ella era periodista. Escribía una columna de crítica literaria en una revista de variedades y, pese a ser una intelectual en toda la línea, más tarde pude averiguar que en la intimidad era tímida y necesitada de ternura como una niña pequeña y, aunque no era caprichosa, era dueña de una sensibilidad a flor de piel que la exponía a ser lastimada por infinidad de circunstancias. El amor se cayó de mí, se hizo visible como para que otros lo advirtieran, cuando la vi por segunda vez. Ella me llamó por mi nombre de pila y al darme vuelta y verla sonriéndome no pude contenerme, dije, "qué alegría verte de nuevo" y tomé su cara entre mis manos como si fuera el de una niña pequeña y la besé impulsivamente en la boca. Por supuesto, fueron mis labios cerrados sobre sus labios cerrados, pero la había tomado de ambas manos y Ella me sonrió mirándome a los ojos y las retuvo y, si las solté yo o ella no lo sé todavía, sólo se que volví en mí cuando escuché la voz del amigo con quien estaba en ese momento y cada uno de los dos seguimos nuestro camino ese día. Pero al llegar a mi departamento llamé a mi amigo para pedirle su teléfono y ese mismo día la llamé.
                                             Hasta esa llamada que le hice a Ella había sido bastante mujeriego, bastante promiscuo. Tenía un amplísimo registro o espectro de estilos de bellezas de mujeres para elegirlas. No me cansaba de admirarlas y desearlas, de sentirme seducido y cautivado por las perfecciones fisonómicas y físicas de sus rostros y sus cuerpos. Mi atención ponía demasiado énfasis en verlas como objetos eróticos y estéticos a la vez, con predominio de uno u otro aspecto y no me preocupaban las franjas etarias. De veinte a setenta años les encontraba siempre algún atractivo y era capaz de incurrir en las más rocambolescas acciones y comportamientos para conquistarlas y poseerlas. Se hubiera podido decir de mí hasta el encuentro con Ella que el único paraíso de eternidad que hubiera aceptado sin hesitar habría sido el de las mujeres. Me preocupaba además ser un buen amante, el mejor que pudiese. Atendía los detalles y exigencias de las mujeres que trataba y extraía de esas relaciones y compañías todo el placer que podía. Cuando conocí a Ella recién había cumplido cincuenta años y mi personalidad libidinolujuriosa no había mermado sino que, al contrario, estaba en su máximo esplendor.
                                            Algo giró en mí hacia dentro y hacia fuera y lo sentí como la vista de un trompo en atorbellinada aceleración y desplazándose despacio por un piso de parquet pulido y brillante cuando la ví a Ella sonreír y aplaudir el ingreso de Leyrado a la escena personificando a Dios. Además Dios llegaba como el gran padre de repuesto que toda mujer sumida en la desesperación necesita. En ardorosa soledad el personaje de la Biral se debatía en el revés de una existencia que la tenía atónita y desconcertada. Cuando salimos del teatro, bajo la fría intemperie de una noche de junio en Buenos Aires, la tomé de la mano y la atraje contra mi cuerpo y Ella levantó su rostro hacia el mío y unimos nuestros labios, nuestras bocas, en un beso dulce y suave. Sentí el impulso de protegerla y abrigarla y atemperar la impresión que la obra le había causado.
                                        Pese a todo, en las siguientes dos semanas de la función teatral, tuve una recaída en mi amor a la soledad y soltería, a la libertad casi empalagosa con la que disfrutaba mis ritos. Leer, escribir, mirar películas y series en Netflix, levantarme tarde y andar en mi departamento en calzoncillos, sentirme cómodo hasta hartarme y cuando me aburría salir a deambular, meterme en un café o en un teatro. Era Dios, el Dios de mí mismo, hundido en una mismidad que lejos de producirme la necesidad de consultar a una terapeuta con un hijo autista como el personaje de Leyrado en la obra me solazaba en mis vicios e imperfecciones anodinas e inofensivas. Era seguro que carecía de profundidad, tal vez de empatía, o madurez o de qué sé yo.
                               Por eso la irrupción de Ella en mi vida significaba una revolución interior, una experiencia inesperada. Debía compartir. Esa actitud por la que debemos penetrar a lo gregario cuando somos pequeños. Como si perforáramos el cascarón de soledad en el que estuvimos en el seno materno, asistidos por la presencia invisible del ser que nos alimentaba y garantizaba nuestras futuras posibilidades de avanzar hacia un destino desconocido. Compartir, interactuar, hasta llegar a sentir no sólo la presencia sino las necesidades, los padecimientos del otro. Sensibilizarnos admitiendo al otro como a nosotros mismos y descubrir a una cierta altura de la vida que nosotros somos el otro al que hay sobre todo que darle amor.
Pero salir del amor a uno mismo es como convertirse en el tercer hombre que no se ha sido. Enamorarse es enajenarse, irse de ese alambicado sitio frente a un espejo en el que, como Narciso inclinado sobre el agua contemplándose, me hallaba atrapado. Así fue para mí y después de haber conseguido un habitat neutral para los dos, para Ella y para mí, de haber abandonado nuestras solterías ambos, de haber quedado los dos solos frente a frente, Dios se debió esconder para nosotros.Como en el tango, en alguna noche perdida, "salí a la calle desesperado", angustiado por tanta sana compañía, por tanto mundo compartido. con el que no sabía qué hacer ¿ Cómo empujar ese nuevo destino hacia delante? ¿Yendo hacia los shopings a ver vidrieras antes de ingresar en exposiciones y salas de espectáculos, viendo películas y series en Netfllix los dos juntos, leyéndole, leyéndome? ¿Cómo dar un nuevo sentido a nuestras vidas, seríamos en adelante los huéspedes de una soledad compartida?
Nos miramos. En el fondo del comedor blanco latía el reloj. Lo sentí como un corazón desencajado.
- ¿Te aburrís? - le pregunté. De pronto. Ni yo mismo esperaba mi pregunta. La solté sin pensar.
- Sí - dijo Ella
Aunque sobrevinieron otras palabras. Para explicarnos, para excusarnos, para no herirnos, el día que siguió a esa noche nos separamos.

Amílcar Luis Blanco