domingo, 2 de noviembre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SÉPTIMO DE "LAS WALKYRIAS"


                                                             47
                                                 Edelmira volvió a La Paz reclamada por Malena. Aquella amante ocasional pero caudalosa, de un ocaso inolvidable junto al río, la había salvado de las garras del comercio sexual de mujeres blancas y le estaba agradecida. Cuando la vió nuevamente, parada frente a la puerta de la casa de sus padres, paladeó su pequeño porte de morocha voluptuosa que sólo el litoral produce y sintió la adrenalina de la aventura apurándole los latidos.
Su estadía en “Las Walkyrias” entre otros sentimientos le había infundido el de una suave hipnosis, un encantamiento casi mágico; como si estando en el fondo de un pozo o una cima oscura pudiera avistarse siempre un lejano horizonte de luz que diera paso al milagro o la maravilla que habría de quitarla o arrancarla de la desdicha y la desgracia. Así había vivido ella su primer encuentro con Edelmira, vigente todavía su tenso y neurótico matrimonio con don Anselmo López y, también, ese sentimiento de liberación y despegue absoluto la había visitado en la persona de Daniel Silverstone, cuando lo había visto por primera vez en la barra del burdel paraguayo.
Se adelantó entonces a recibir a su salvadora y lo hizo con un abrazo y un beso tierno de labios cerrados sobre la boca de Edelmira que lo aceptó a su vez excitada y confiada, segura de que esa noche, apenas comenzada, sería hasta su finalización únicamente para ellas. Más besos hubo entonces sobre las mejillas, más caricias, palmadas y nalgadas, mientras caminaban, suspiraban, se apuraban, hacia el interior de la casa de los Monsivais, tocándose, observándose, reconociéndose, verdaderamente emocionadas con el reencuentro.
- ¡Amor mío, como estás, cómo te extrañé, cómo te quiero, negrita querida! – no paraba de piropearla Malena, dándole estocadas de azul profundo con sus miradas a veces rápidas y otras lentas, enloquecedoras “¿Quién podría ser fiel?”- pensó Edelmira imaginándola a Elena y los reproches que le había hecho y los celos que había sentido por la relación que ella le reveló con Malva.
- ¡Linda, hermosa, preciosa! ¿Cómo estás mi querida? ¡Por fin de nuevo juntas! – devolvía a su turno Edelmira. Esto de las palabras alabanciosas es muy litoraleño y se estaba metiendo empalagosamente con su cálido temperamento en el también tibio humor de su amiga y le cosquilleaba en el cuerpo.
Los padres Monsivais no estaban en casa y todas las efusiones fueron posibles cuando traspusieron el umbral.
- ¿No estás más en lo de don Anselmo, che? Te quedaste viuda de ese viejo, en buena hora querida.
- ¿Viste, qué me decís? No estoy más pendiente de ese mierda.
- ¡Me alegro, me alegro tanto querida! – Los ojos de Edelmira brillaban sobre los aguamarina de su amiga y también las sonrisas se enfrentaban como en una sinfonía de blancura y claridad, como si entre las dos iluminaran el living de aquella casa.
- ¿Y qué hiciste con la casa del viejo?
- La vendí y le saqué buena plata.
- Hiciste bien querida ¿Y el restaurante?
- Lo tengo trabajando con personal y te diré que trabaja bastante bien.
-¿No digás, contame?
- Creer o reventar. Desde mi rescate de “Las Walkyrias” que salió por televisión y todo, aquí se llenó de gente de los medios. Y bueno, también de clientes y clientas, vienen de todos lados con tal de chusmear.
- Me imagino
- ¿Y vos, cómo anda tu marido, Alejandro?
- Siempre igual, ganándonos la vida y viviendo como podemos.
- Seguro que mal
- Y, la casa la tenemos en una villa.
- ¿Por qué no te venís, con él, digo? Aquí en el restaurante te puedo dar trabajo, y a él también.
- ¿De qué?
- De lo que quieras y sepas hacer…bueno, y de lo que quiera y sepa hacer él también
- Lo voy a pensar. Lo vamos a pensar.
- Pensalo, piénsenlo, y después me decís.
- ¿Y vos, como estás? Te resultó un flor de hijo de puta tu novio, no?
- ¿Qué te parece? Era un tratante de blancas el guacho. Claro que tuve mis compensaciones.
- ¿Contame?
- ¡Conocí a otro, che, un tipazo! Estanciero él, hasta ayudó a mi rescate.
- ¿Lo seguís viendo?
- Eso espero. El no es de por acá, es paraguayo, de Encarnación, amigo del Comisario Neptalí, el que me rescató. Pero todavía deben pasar algunos meses para que pueda verlo. El comisario dijo que no convenía que nos viéramos pronto, para que la mafia de los tratantes de blancas no se le eche encima, ¿entendés?
- Sí, sí, claro- La temperatura en la piel de Edelmira ya casi ardía, en la de ambas. Por eso fue que Malena la miró y se mordió el labio superior, enarcó una ceja y le guiñó el ojo del mismo lado.
- Mientras tanto podemos divertirnos, ¿qué te parece? – le propuso después tomándola de las manos, estirando y haciéndole estirar los brazos de modo que las puntas de sus pechos se tocaron y también sus labios; se perdieron enseguida en un beso bastante pastoso y con mucha succión, de apasionamiento contenido que comenzaba a soltarse en las dos. Ni qué decir que sus partes íntimas estaban ya húmedas. Por sus venas corrían las sangres encendidas de dos hembras ardientes que se habían elegido, y cada una había también probado el gusto de la otra y ya, ahora, les resultaba demasiado difícil contenerse, como si en aquella incipiente luna del río crepuscular se hubieran elegido para bailar siempre juntas, como una pareja de bailarines profesionales. Eso, del mismo modo que si fueran una simple pareja de baile y el hacerse el amor hasta la cópula misma, que para ellas se cumplió con el auxilio de un consolador que Malena se había apropiado en “Las Walkyrias”, fuera nada más que adentrarse en un chamamé, un tango o una milonga. 
Con tanta liviandad procedían, sin escrúpulos, prejuicios, ni miedos, con esa pureza e inocencia propia de dos adolescentes vírgenes que se asoman al sexo como a un misterio todavía desconocido. Es que para gozar hay que sentirse inocente, es preciso internarse en las sensaciones puras, como hacen los niños cuando juegan, quizá como hacían las walkyrias cuando se internaban en la guerra. El manejo mismo del adminículo erótico debía llegar a transparentarse entre ellas, evaporarse, convertirse en algo cotidiano, corriente, natural, sin darles vergüenza. Edelmira lo había aprendido con Elena que tenía y usaba más de uno y Malena lo había aprovechado junto a Sonia en el lupanar de las tierras guaraníes, en las madrugadas melancólicas y vacías de su suite, cuando hartas de whisky y desconsuelo comenzaban a besarse, acariciarse y reclamar para sus cuerpos un espacio de libertad y amor para no morirse.
Los Monsivais habían viajado a Paraná. Hilda Punjab no respiraba bien, sus pulmones parecían detenerse y darle aire sólo hasta la mitad de lo que ella se proponía cuando aspiraba y le extrañaba que no tuvieran la capacidad de siempre. Primero le pareció raro y después comenzó a sentirse alarmada y por último el espanto le ganó el ánimo y la tranquilidad; perdió su compostura y le pidió por favor a su marido que no la dejara y que la acompañara donde fuera para sanarse. Por momentos no podía dominar el terror de sentir que podía morirse de un momento a otro. Le habían hecho una prueba llamada espirometría en La Paz y habían aconsejado que fuera a Paraná. La santa señora que cuidara el kiosco desde la madrugada hasta casi la puesta del sol en aquélla ciudad durante infinidad de días en su vida, deslumbrando a Monsivais, jamás había fumado y se sentía injustamente atacada por una enfermedad que no se merecía. Le hubiera gustado volver para visitar amistades, despreocupada y feliz como la conocieran y como se había ido de la mano de quien después fue su pareja, pero quiso el terrible destino que no fuera así, que tuviera que regresar enferma y temiendo por su vida.

Amílcar Luis Blanco  (Fotografías y afiche de desmotivaciones.es)   




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