domingo, 29 de septiembre de 2013

¿CASUALIDAD, MILAGRO?






Pisábamos el andén en la estación Once. No sólo pisábamos, caminábamos, crecíamos a partir de la pisada, nos erigíamos sobre nuestras piernas enfundadas en calzas, pantalones, medias de abrigo, en algunos casos transparentes, levemente amoratadas, amarronadas o negras; el caso de algunas mujeres que cubrían sus caudalosas o escasas formas con polleras. Las bocas en etapa oral a esa hora del mediodía; chupando gaseosas, masticando sandwiches o pebetes con salchichas o papas fritas. Hambre, ansiedad, paciencia, descontento, desazón, miedos, desesperaciones, arrobamientos enamorados ¿Cómo describir los estados de ánimo del gentío humano apostado, repartido, creciente, oliente, sudoroso o perfumado, sobre el largo andén, esperando al convoy, a la formación de vagones que habría de llevarnos a nuestros destinos al Oeste del Gran Buenos Aires?
Porque allí se produjo el encuentro, la primigenia interacción entre nosotros, dos seres mezclados, confundidos, en la muchedumbre urbana. Vernos, volver a mirarnos, detenernos en una ojeada compartida. Después, partiendo del habernos gustado, hablarnos. Mirándote te dije mientras sacudía el gesto de obviedad indignada:
- ¡No viene nunca!
Tu primera respuesta fue un bufido, algo como:
- ¡Ah!
- Vio, vio, después se quejan - insistí como para animarte. No fueras a ser alguna de esas tímidas patológicas y me dejaras con las ganas por lo menos, siquiera, de conocerte. Porque hay que decirlo, cuando llegara a casa y estuviera sentado a la mesa con mi madre septuagenaria, los dos comiendo solos, y pensara en vos, te evocara, regresarías convertida en los retazos de conversación que mantuvimos en el andén primero y luego dentro del tren donde nos sentamos uno al lado del otro ya no por casualidad sino porque nos habíamos aceptado, asumido, cada uno en la parte que habíamos alcanzado a conocer del otro. No era mucho pero las caras, los cuerpos, las manos, los ojos habían sido muy observados y aceptados, también los olores; curiosamente olías a lluvia y llevabas un piloto negro.-
- En realidad, hoy, van a caer piedras de agua - me dijiste.
- ¿Cómo?
- Granizo quiero decir
- ¡Ah!, bueno, sí, entiendo.-
En ese primer intercambio de palabras me di cuenta de que eras una mujer que volaba, vagaba, trascendía. Iba a necesitar mucha paciencia para traerte a la realidad. La realidad para vos era distinta o era más que nada lo que imaginabas. Lo que no imaginaras no estaba en el mundo. Lo más curioso fue que ni bien el tren anduvo unos pocos kilómetros, creo que fue en Flores, comenzó a diluviar. El cielo ya venía oscuro pero de pronto se puso negro y detrás del agua siguió el granizo. Hielos, trozos de escarcha blancos, del tamaño de huevos de paloma, comenzaron a golpear las chapas y los vidrios plastificados de las ventanillas. Tus ojos destellaron sobre los míos y sonreíste.
- ¿Vio?
Asentí y te sonreí también mientras los pedazos de la blanca materia helada caían y caían sobre las anfractuosidades, los grises, chapas, tejas, azoteas, ropas tendidas, céspedes hirsutos, botellitas de plásticos, envases de yogures, marquillas de paquetes de cigarrillos, puchos, piedrecillas pequeñas del balasto entre los durmientes de añoso quebracho y el tren avanzaba y avanzaba, indiferente al desplomarse del cielo.
"Restaba entre nosotros sólo aquéllo que el otoño deshace ..." pensé o recité en silencio evocando los versos de un poeta de mi preferencia mientras te miraba. Quizás ya, en ese momento tan fugaz y mágico, me había enamorado de tu ser creyente y afectuoso, dotado de una fe esplendorosa y tranquila, que fluía de la expresión de tu rostro, de la gestualidad de tu cuerpo, como una irradiación natural.
-¿ Creé en los milagros ?- me preguntaste acto seguido, aún sin tutearme.
- Más bien creo en lo que veo... pero, por favor, tutéame
- Está bien, ahora lo tuteo, me va a costar un poco, sabe, bueno, sabés
- Ahora está mejor
Una intimidad de sonrisa anclada, como si fuera la configuración muscularmente constante de tu rostro, emanaba de las comisuras de tu boca y tus ojos; algo así como el nido de una complacencia anímica en la que sentí que podría descansar, casi hasta desperezarme ¡¿De qué?! De la contractura que producen la ciudad, el trabajo, la competitividad, la responsabilidad de llevar el pan a casa todos los días, para mi madre viuda y anciana y todavía no jubilada y para mí mismo; postergado también en mis posibilidades de conocer una buena mujer para casarme, designio con el que mi vieja renegaba cotidianamente contra mi indiferencia de costumbres, mañas y manías a mis treinta y ocho años de soltería bien consolidados.
- Yo creo en los milagros - afirmaste, rotunda.
- Sos una mujer, además de bella y joven, un poco crédula, muy confiada, ¿o me equivoco?
- Gracias por lo de bella. La juventud la tenemos los dos en este momento, no dura para siempre, es una circunstancia. En cuanto a la confianza, únicamente se la doy a las personas que me demuestran lo mismo.
Me sentí por las nubes, más arriba que ese cielo oscuro y aguado que se derramaba sobre el tren que nos abrigaba y su carrera y traqueteo de fierros, chapones y contoneos. Me sentí corrido de mí mismo. Sin embargo, tal vez para probarte, te dije:
- La realidad da sorpresas.
- Son los milagros.
De ahí, de esa casualidad, de ese encuentro bautizado por vos como milagro nació mi nueva y última vida hasta aquí. No se si vivo en una realidad imaginaria, pensada por vos, ahora que hace ya diez años que nos casamos y tenemos tres hijos y mi madre es por fin abuela y jubilada.-

Amílcar Luis Blanco

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Las valvas abiertas




Los recuerdos estaban en el viento, en su movilidad, en el ágil manoseo transparente de las hojas incipientes de las copas de las acacias que comenzaban a poblarse de ese reverdecer y que decoraban la vereda y los frentes iluminados de los comercios en cuyas entradas y vidrieras pululaba el gentío como un enjambre. Le producía un ligero escozor ver cómo las mujeres subían las solapas de sus tapados de paño, pero ya dejaban ver lo ebúrneo y apetitoso de sus pantorrillas a través de las medibachas porque abandonaban las calzas y los pantalones. Acaso Guadalupe no había sido esa mujer misteriosa y apetecible, esa sirena que él había pescado; una Afrodita recién salida de las valvas de las olas. Ramón la había conocido en Villa Gessell hacia más de treinta años, se la había arrebatado al mar nadando vigorosamente y sacándola de una situación de ahogo. Entonces había sido un joven membrudo y orgulloso. Hoy ya no lo era, peinaba canas. Justamente como las que veía detrás del parabrisas de su automóvil. Esas ráfagas frías que agredían los pelos blancos de los ancianos que se atrevían a no llevar gorras y que, deshilachados, flameaban como débiles telarañas. El viento se propagaba más allá de él mismo, sentado en el interior tibio de su automóvil, y lo llevaba a una retahíla o caravana de imágenes conforme a las que iba componiendo acciones posibles para sus seres queridos en ese momento. Para su padre, nonagenario y enérgico, que no estaría a la intemperie y repasaría sus colecciones de grabaciones de tangos, tomaría mates amargos y andaría, aunque en pantuflas y piyama por su departamento, seguramente por las galerías de sus propios recuerdos, todavía más lejanos que los suyos, para espantar a la dichosa muerte rondándonos a todos desde siempre. Su madre, octogenaria, también a cubierto en sus quehaceres domésticos, tratando de escalar la mañana y de domar la reticencia de su árbol respiratorio, asediado a lo largo de su vida por el asma y, en los inviernos, además, por las patologías que afectaban los bronquios y que, según el pneumonólogo, se debían al EPOC, siglas que cifraban la enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Después estaban los hijos o antes en el orden de sus afectos, repartidos por el mundo y las circunstancias, activos, veloces, desangelados por sus urgencias;consecuencias humanas de su mujer y de sí mismo. También los nietos.
Ellos sin duda, a su turno, enarbolarían en un futuro desconocido, detrás de sus trayectorias temporales indetenibles, recuerdos, remembranzas, informándoles y formateándoles los sentimientos, pero ya cercados o connotados por otros elementos ¿Cuáles? Era obvio: videos, blogs, escritos, fotografías. Sus tataranietos podrían reconstruír su vida actual y la de sus antepasados. Estarían, ya como estaba él ahora pero en mucha mayor proporción, rodeados de testimonios, vestigios, huellas elocuentes acerca de modos, maneras, detalles de  sus vidas presentes que para ellos serían pasado. 
La luz de la mañana se echaba sobre él a través del parabrisas y las ventanillas del automóvil. Su mujer, aquélla apetecible sirena, hoy una dama de pelo recogido y maneras recatadas, había entrado en la farmacia y él esperaba que saliera cuando de pronto se desencadenaron los hechos, como en una película. Un muchacho, no tendría treinta años, salió agitado, corriendo, de un edificio con enormes vidrieras que ocupaba la esquina y mas o menos veinte metros de la acera junto a la cual estaba Ramón dentro de su automóvil. Tenía la cabeza cubierta con un gorro de lana negra con aberturas en los ojos . Vestía vaqueros celestes y una campera roja y blanca de lona y en la mano blandía una pistola. Otro salió detrás de él. Sostenía una bolsa en una mano, como en una rama quieta desprendida de su fijeza desesperada, seguramente conteniendo el dinero que habrían sacado de la caja. Habían intrusado un comercio de ropa femenina de bastante renombre y que ocupaba toda la esquina. La gente se quedaba detenida,  como paralizada, al verlos, todos como árboles, como las mismas acacias de la vereda. Una mujer se tapó la boca, un hombre se quitó los anteojos, otro cayó sentado sobre la vereda como si lo hubieran empujado. Dos chicas gritaron histéricas. El destino quiso que quedaran frente a frente con los asaltantes. Estos vacilaban, parecían no saber hacia dónde dirigirse. De pronto, el que llevaba la pistola pareció señalarle un rumbo al otro y apuntó con el arma hacia el coche en el que Ramón estaba estacionado.
Ramón tragó saliva, sus evocaciones se borraron y quedó anhelante, aterrado, convertido en puro presente dentro de su cubículo tibio, sintiéndose como en una caracola, aguardando el golpe que rompería su momentáneo aislamiento, su carcaza. Los asaltantes abrieron la portezuela y le ordenaron que descendiera inmediatamente. El que llevaba la pistola le apoyó la punta en la sien. Ramón bajó, casi cayéndose¿Se derramaba, acaso? Trastabilló y no atinó a decir nada. La llave estaba puesta en el arranque así que los maleantes arrancaron y en un instante doblaban y desparecían por la misma esquina de la tienda que habían asaltado. Pero un instante antes él había mirado las dos puertas abiertas de su pequeño automóvil y había sentido que eran las valvas abiertas y vacías por las que se filtraba el infinito. Varias personas que habían sido testigos de lo ocurrido se le acercaron y Ramón, que había quedado sentado sobre el cordón, no intentó todavía siquiera moverse; era él mismo el cuerpo de un molusco desnudo. Era un hombre de sesenta años y sintió en ese momento el peso de sus años, toda su vulnerabilidad, la viscosa masa expuesta de su miedo. Su mente había permanecido en blanco y regresaba, lentamente, a la circunstancia. Podría haber muerto en ese segundo fatal. Al rato vio venir hacia él a Guadalupe.  Había salido de la farmacia un poco atribulada por las exclamaciones y el agolpamiento de la gente hacia donde ella sabía que Ramón la aguardaba. El galope de su corazón se le aceleraba en el pecho pero cuando lo vio sentado, vivo, aparentemente tranquilo, la calma comenzó a espaciar sus latidos.
- Ramón, amor, ¿qué pasó, estás bien?
- Sí, estoy bien, tranquila ¿Sabés que se llevaron el coche?
- Sí, bueno, lo principal es que no te hayan golpeado o disparado.
El taxi los llevó al edificio de departamentos en el que vivían desde que vendieran la casa en El Palomar, la que los había albergado por años, en la que habían vivido los hijos desde que nacieron. Ahora, entraban tomados del brazo, aferrándose, en ese casi mediodía del todavía invierno y Ramón sentía que eran dos náufragos, dos criaturas vulnerables y expuestas, dos miedos tratando de fortalecerse, sumados, apoyándose. El viento seguía aumentando su inquietud y se hacía oír en las hojas de las copas de los paraísos que acusaban sus manejos. El cielo se había cubierto y un trueno prorrumpía en la distancia. El automóvil se recuperara o no, el seguro lo pagaría, tendría ese sentido de caracola vacía, de valvas abiertas sin nadie y él lo vería siempre como una parte de esa mañana por la que se filtraba el infinito, una más en su vida.

Amílcar Luis Blanco ("El pescador y la sirena" por Frederick Leighton)

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Filosofía del alcohol




"Creer es entregarte, no le creas nada a nadie" - me decía la abuela cuando ya estaba pasada. Al rato decía lo contrario: "Nena, no podés vivir sin creer en alguien o en algo". Enseguida ponía la botella, ya sin ginebra, sobre la mesada de loza carcomida color cáscara de naranja y el Toby, el perro que teníamos, le olfateaba la mano que ella dejaba colgando y después se la lamía para que se despertara un poco y lo viera y nos viera. Éramos muy pendejos y estábamos todos desparramados por la cocina. Mi hermana con la sartén cocinaba, nos freía huevos batidos con un pedazo de queso en el medio, omelettes. Mi hermano Juan ponía la mesa, desparramaba los cubiertos y los platos sobre el hule verde, iluminado por la bombita opaca y sucia que daba una luz amarillenta. Federico, mi hermano más grande, sentado en la cabecera, se rompía los ojos tratando de leer el diario antes de irse a trabajar de sereno. Comíamos pan que me regalaban en la panadería de lo que sobraba. Todos nos quedábamos con hambre pero mi hermano Federico más. La abuela estaba siempre muy borracha y no comía casi nada. Cuando nos quejábamos de la poca comida, a veces no había huevos ni queso y hervíamos fideos que pedíamos por la vecindad y lo sazonábamos con un poco de aceite, mi abuela nos decía que tener hambre era sano y que la gente que comía mucho se moría joven.
La noche que salí con Bruno, un amigo de Federico que siempre me elogiaba las piernas y me preguntaba si las podía tocar, la noche que salí con él con la idea de dejárselas tocar porque al fin me había enamorado de sus ojos verdes y me hice la ilusión de que nos casáramos y nos fuéramos a vivir juntos, me llevó a un albergue transitorio y lo hice al amor por primera vez. Si dijera que no sentí nada mentiría. Bruno se portó tierno y considerado conmigo. Me besó con suavidad y después que terminamos de hacerlo, al amor, me recosté en su pecho y él me acarició el pelo y estuvimos así bastante tiempo. Sentí felicidad, sentí que le importaba, que querría verlo de nuevo al día siguiente y al otro y al otro y al otro.
La verdad, terminamos viviendo juntos en una casilla que era de un tío de él que estaba preso. Él trabajaba con Federico de sereno en el supermercado. Eran ellos dos solos. Quedé embarazada al poco tiempo de estar con Bruno. Me di cuenta porque empecé a sentir mareos y a vomitar todo lo que comía, nada me quedaba en el estómago. La que me dijo que eso era un síntoma fue mi abuela. Iba recién por su primer trago. Me dijo:
- Nena, querida, ¿no te das cuenta?
- De qué abuela
- De que estás embarazada
El mundo se me ennegreció un poco. De nuevo un vahído, un vacío, se me acomodó en la panza, adentro la cabeza se me puso en blanco y me desmayé. Mi abuela, que todavía no estaba borracha, me ayudó a sentarme. No me había golpeado porque había caído en su falda.
Cuando se lo conté a Bruno me miró fijamente, como atontado.
- ¿En serio? - me preguntó
No le contesté, lo miré a los ojos, le sonreí y él salió de su expresión de tonto y me sonrió también. Entonces supe que él se había alegrado con la noticia y me tranquilicé. Sí, porque desde el desmayo y la conversación con la abuela hasta ese momento  había sentido mucho miedo.
Mi hermana Mariana, la mayor, la que nos freía los huevos con el queso, me enseñó a cocinar algunas comidas y me trajo una revista con un artículo con fotografías titulado "Todo sobre el bebé". Cuando quedé embarazada tenía catorce y el año anterior había terminado el séptimo grado y Mariana me había ayudado mucho. Nosotros la teníamos a ella y a Federico y después a la abuela, pero la abuela era como una pendeja más que había que cuidar.
A la clínica fui con ella porque Bruno dormía durante el día. Nos atendió una enfermera gorda y una doctora flaca y nariguda. Era la ginecóloga de la salita. Me quité la bombacha y me hizo sentar en una camilla con las piernas muy abiertas, las rodillas bien separadas, me dijo, le obedecí y vi que se ponía unos guantes. Muy suavemente metió dos dedos dentro de mi vagina:
- ¿Cuánto hace que no te viene el período, querida?
- Tres meses
- Bueno, tenés un embarazo de dos semanas, ¿tus padres?
- Son fallecidos
- ¿Tu novio?
- Sí, vivo con él, en pareja vio?
- Sí, sí, vi y toqué. Bueno, nena, ya está, parate y vestite.
Eso fue todo o casi todo. La doctora estuvo después dándonos recomendaciones a mi hermana Mariana y a mí.
Regresamos a la casilla. Sobre la mesa había una botella de ginebra que Federico había comprado para la abuela.
- Vas a ser mamá, festejemos- dijo de pronto Mariana. Me sonreía y los ojos le brillaban
- Bueno, claro que sí - dije. Me sentía muy animada.-
Total que empezamos a tomar. A la madrugada cuando Bruno llegó nos encontró desnudas y borrachas, revolcándonos. Estuvo serio durante muchos días y aunque le expliqué y le repetí lo que había pasado y le pedí que me perdonara no se volvió atrás. Finalmente me pelié del todo con él y estoy de vuelta con la abuela, Mariana,  Federico, mis demás hermanos y el Toby, pero con la panza. Estoy muy triste y lo único que he podido hacer por ahora es escribirlo para empezar a curarme esta tristeza. Me lo pidió usted, la psicoterapeuta de la salita, y me recomendó que pusiera todo. Bueno, aquí está y se lo voy a llevar hoy mismo que me toca, que ahora que empecé a cocinar para afuera con Mariana puedo pagar el bono y la voy a ver una vez a la semana. Espero que esté bien así, doctora, o licenciada, no se bien cómo llamarla, disculpe.

Amílcar Luis Blanco (Obra plástica de Egon Schielle) 

domingo, 1 de septiembre de 2013

EL CORAZÓN DE LA VIGILIA




                               Estaban en una Corte de Justicia, la Corte Suprema de los Estados Unidos de América. Todos tenían puestas sus togas negras. Se habían parado detrás de sus asientos de respaldos altos en la alta sala y un ujier o secretario había proclamado con voz solemne que la corte entraba en sesión y que quienes tuvieran reclamos para hacer los hicieran, o algo así. Estaban frente a la pantalla del televisor de cincuenta y dos pulgadas que era como un cine. Estaban sentados, Mara y él. Él había dejado su whisky sobre la mesa transparente. Se había acomodado para contemplar más cómodamente, la redundancia valía, la película. Un abogado joven personificado por Andy García había ingresado como nuevo juez al  supremo tribunal federal para reemplazar a otro y decidir el veredicto final sobre un caso de aborto en el que el Estado de Alabama había condenado a la mujer que abortó por homicidio premeditado. Los abogados de la mujer habían demandado al Estado de Alabama. El pronunciamiento abarcaría y decidiría varias cuestiones. Ernesto trataba de concentrarse cada vez más en los diálogos pero el alcohol y el trasiego del día, lo que había cenado, todo, se precipitaba sobre sus párpados, los ojos se le cerraban y aunque Mara a su lado no pudiera verlo, detrás de sus anteojos, él caía y caía en el sopor. Se desconectaba, caminaba sobre una playa de canto rodado manchada por la sombra y una luz ferruginosa. Sus pies se hundían en los pulidos cantos produciéndole una sensación de suave masajeo que lo metía aún más en lo placentero de su ensoñación.
                             A ratos conseguía abrir brevemente los ojos y contemplar a los togados que conversaban entre ellos pero enseguida, nuevamente, caía en el invencible sopor. Su cuerpo vagaba por esa playa de sombras y era el de un pescador ebrio, muy pobremente cubierto con ropas gastadas y la conciencia de tener que llegar a una mísera casucha, tras los médanos, seguramente su hogar. Cuando iba a trasponer la última colina de arena sintió que su cuerpo se elevaba y también que las notas de una campana sostenían su vuelo. Pero un martilleo que comenzó a sonar cada vez con más intensidad y provenía, en la película, del viejo que presidía el tribunal volvió a despertarlo y ponerlo en la contemplación absorta de los togados. El más joven de ellos detrás del púlpito comenzaba a hablar acerca de la vida. Era el personaje interpretado por Andy García, de grave voz y concentrada fisonomía. Trató de entender las palabras y las frases pero sintió que se extraviaba e internaba en los significados sin poder relacionarlos. En realidad no importaba, cada palabra tenía su propio ámbito, su valor y la potencia evocadora suficiente como para volverlo a ese suelo sobre el que había volado y ahora descendía. Ingresaba ya en la cabaña, mucho más allá de los médanos, en el centro de un bosque y su hijo lo esperaba. Era Andy García y lo esperaba  cómodamente sentado en un espacioso living, le decía:
- ¿Estas listo?
- Sí, sí, lo estoy.- De pronto se sentía fuerte, sólido, bien plantado y hasta aguerrido.
- He sabido, vos no lo ignorás, que de la primera aventura erótica de mamá con vos, un hermano o hermana mía quedó en proyecto, o sea que permitiste que abortara.
Él sentía que una espada lo había tocado y la estocada había sido fuerte. La frase de su hijo había llegado a su costado como una punta y filo de acero cortante, así que cayó herido. Varias voces a su alrededor, muchas caras, muchas manos, se le plantaron sobre el cuerpo y entre todos lo llevaron en andas. Escuchó a su hijo diciendo: "Llévenlo al hospital, esto es sólo un juicio ..." Las voces, las manos, se perdieron y él se despertó y sus ojos volvieron a la pantalla y sus oídos al audio pero ya sin entender lo que veía y escuchaba porque los sollozos lo sacudían y una montaña de pena transparente e intensa caía sobre el corazón de su vigilia.

Amilcar Luis Blanco  ("La familia" por Egon Schielle)