jueves, 9 de octubre de 2014

CAPÍTULO TRIGÉSIMO CUARTO


                                                                   34
                                                               La frialdad está sostenida y alimentada por la tensión. Hasta que comenzaban a llegar los primeros clientes a partir de las veinte, más o menos, Malena paseaba por su habitación o bajaba al parque o al salón y sólo lo nervioso de su taconeo podía indicar que la aparente serenidad que exhibía en su rostro le demandaba un esfuerzo constante de dominio físico a su cerebro. A partir de las dieciocho horas las pupilas tenían permiso para pasear y reunirse. El burdel toleraba clientes hasta las diez de la mañana del día siguiente en los casos muy bien remunerados. En general cerraba a las cuatro de la madrugada y entonces despedían a todos, aún a los que se habían pasado en la bebida a los que los guardias solían poner afuera de los portones y transportarlos hasta sus automóviles en el estacionamiento aledaño. Por supuesto, nadie podía emigrar del lugar llevándose una pupila. Aún cuando las clientas fueran mujeres, el registro y conteo de las internas era minucioso y, en una oportunidad, en la que intentaron una confusión de identidades, la clienta terminó muerta por una sobredosis y a la interna nadie la vio más. Se comentó que la habrían trasladado pero nadie en “Las Walkyrias” supo en realidad qué pasó.
Se podía bajar al salón a partir de las doce del mediodía. La cocina estaba en funcionamiento hasta las dos de la tarde y quien de las trabajadoras quisiera almorzar debía hacerlo dentro de ese horario. Todas tenían alimentación y vestido, como se vió con Malena, pero ninguna recibía estipendio alguno de la administración, sólo conservaban el derecho a sus propinas con las que debían sufragar sus deseos y vicios: bebidas, cigarrillos, drogas, golosinas, etcétera. Si se enfermaban o padecían un accidente la administración se hacía cargo. En el predio funcionaba una sala de primeros auxilios que contaba con diez camas para internación. Las atendían un clínico y tres enfermeras contratadas y una mediana infraestructura hospitalaria, al grado de disponer de hasta un quirófano en el que se practicaban intervenciones de cierta complejidad con equipos de cirujano, anestesista, instrumentadora, a los que solían pagarle generosamente y sin chistar cuando alguna de las pupilas quedaba embarazada por accidente o era afectada por cuadros agudos que requerían una solución quirúrgica. Se sabía que si los bebes nacidos de esos embarazos vivían eran vendidos por buena plata. Incluyéndola a Malena había en la casa treinta pupilas. No todas tenían ánimo para pasear en el enorme parque bajo los árboles o en el verano para disfrutar de la piscina. En sus aguas azules e iluminadas con focos laterales debían sumergirse obligatoriamente las noches de verano, cuando los clientes imaginativos y caprichosos, ricos y veleidosos, lo exigían, pagando con generosidad y ánimo relajado los sobreprecios que la casa imponía por tales servicios. Hombres que soñaban con hadas y ninfas, nereidas y sirenas, o que solían correr descalzos a potras y yeguas humanas desnudas, proyectando sus fantasías mitológicas de infantes en un paraíso fabricado y sostenido por las pilas de billetes que les reventaban los bolsillos, les corrompían el alma, y los ponían a cubierto de toda vergüenza ante sus complacientes servidores, beneficiarios inescrupulosos de esta anacrónica explotación de seres humanos, oscura rémora viviente, en el siglo de Internet y los viajes espaciales y a más de doscientos años de la revolución francesa, de las épocas más retrógradas y sombrías de la historia.
Pero todo esto se cumplía dentro de “Las Walkyrias” como un feliz propósito, como si el destino más deseable, el único posible, fuera lograr y concretar los designios más retorcidos del deseo de los poderosos, dejándose cautivar y someter por sus caprichos. La prisionera del sexo que mostrara descontento, la que se permitiera desistir y protestar o simplemente poner mala cara era maltratada, golpeada, torturada y vejada hasta entrar en razones. Los guardias podían hacer lo que se les antojara con las rebeldes, violarlas, sodomizarlas, pegarles.
No había día, desde que estuvo allí, que pudiera olvidarse de sus padres, sus amigos y amigas de La Paz con los que se criara desde chica. No había hora que su obsesión de escapar la dejara tranquila y no le hiciera concebir los planes mas retorcidos, las ideas más sutiles, las formas mas sofisticadas del engaño para poder burlar el cerco perimetral, los vigiladores y los controles. El teléfono que le regaló Daniel constituía su tesoro más preciado y lo había escondido en su suite en un rincón inaccesible a salvo de las cámaras que pululaban por todos los rincones de la enorme mansión. Cuando las pupilas tenían sus intimidades con los clientes se les permitía cerrar las cámaras, las otras pupilas que sólo miraban. Malena además de operar la tecla que apagaba el horticón, colocaba una toalla sobre cada lente. Cuando Daniel la visitó lo hizo, como vimos, de modo que pudo esconder su teléfono en una de las gradas retirando una cerámica que había visto floja y que cubría un espacio hueco en un zócalo. Allí dejó su aparato a salvo de cualquier requisa. Supo al poco tiempo de estar allí que los guardias cumplían estas diligencias efectivizando sobre los escasos bienes de las cautivas un minucioso registro.
Malena vivía en una especie de mini estado totalitario, en una cárcel, en la que, como en la novela de Orwell, el “gran hermano” la vigilaba constantemente. Si bien sentía que era ominoso, opresivo, vivir así, nunca había experimentado, y esto parecía contradictorio, paradójico, una certeza tan clara acerca de lo que quería. Deseaba y necesitaba recuperar su libertad. Salía a caminar bajo la arboleda del parque que rodeaba el edificio y hasta se había imaginado trepar, lo más alto que pudiera, sobre las ramas de una añeja acacia para otear hacia los cuatro horizontes.
Una vez, el fuerte zumbido de los motores de un helicóptero que se acercaba la dejó boquiabierta mirando el cielo. Entonces, venciendo su repugnancia, se ocultó en una especie de cavidad pegajosa abierta en el enorme tronco al pie de un eucalipto, tal vez el más antiguo, y pudo comprobar que la máquina voladora descendía en un claro del monte al fondo más remoto del parque, en el cual, antecediendo al muro perimetral, había una alambrada que a las internas no se les permitía franquear. No se le escapó que muchas de las vituallas y víveres más peligrosos, los que estaban prohibidos, la marihuana, la cocaína, ingresarían al predio de ese modo, pero, también tuvo claro que no se podía descartar el lugar como vía de escape. Elucubró en ese momento la idea de que un aparato similar bajase en el lugar y partiese enseguida llevándosela, sacándola de ese mundo tenebroso al que había accedido en forma casi inconsciente ¿Tal vez si le hiciera saber a su contacto esa posibilidad, utilizando el celular que le regalara Daniel, algún plan se les podría ocurrir?
Otra vía de posible escape había consistido en transformarse en amante ocasional de don Arquímedes Portobello para que el anciano confiara en ella. Había cedido a la seducción del dueño de Las Walkyrias. Era un amante bastante considerado, delicado y atento, un proxeneta que conocía su oficio como pocos y que tenía la debilidad de filosofar y creer en la eternidad del alma.
Una de las noches que llegó a su estudio para intimidades secretas entre ambos – Madama Walkyria creía que conversaban solamente – lo encontró trabajando en un extraño aparato. Parecía una antena parabólica.
- Sí, sí, tal cual, es una antena parabólica – le había confirmado él después del comentario que Malena le hiciera.
- ¿Y, para qué sirve? – se había intrigado ella
- Tengo la esperanza de que capte las cifras electromagnéticas de los muertos convertidas en ondas o, también, los sueños, sólo me falta descubrir la frecuencia.
- ¿Y después qué?
- Después las transformaré en imagen y sonido
- ¿Usted?
- Bueno, yo o cualquier otro. Yo estoy viejo pero el que siga mis investigaciones. Lo tengo todo anotado, aquí, voy tomando nota de mis experimentaciones.
Arquímedes alzó en una de sus manos triunfalmente, mostrándoselo a Malena, un cuadernito de tapas azules. El viejo era un chiflado bastante pintoresco, un chiflado con variaciones, y, aunque su chifladura fuera más interesante que la de Mitotán, sin embargo jamás alcanzaba a distraerlo de su profesión principal. Antes de que Malena se fuera le dijo:
- Le voy a dar otro dato a usted como aficionada a la mitología. Sabe cuál es el nombre de pila de mi mujer a la que ustedes denominan “La Walkyria?
- ¿Cuál?
- Brunilda ¿Qué tal?- Se miraron significativamente y Malena dijo:
- Hasta luego, Odín.
Le había prestado a Malena un libro sobre el mito de las walkyrias. Decía textualmente:


                                                  “ En la mitología germánica las Walkirias, Walkyrias o Valquirias son doce divinidades femeninas semejantes a las amazonas griegas, hermosas y guerreras.
Como diosas de la guerra escogían a los combatientes que morirían en las batallas y que morarían el Walhalla (Paraíso de los guerreros), decidiendo además la suerte de las batallas. Se las representaba como vírgenes audaces que cabalgaban por el aire, presenciando los combates que ellas arbitrarían. Conviene aclarar que estaban subordinadas al dios supremo Odín o Wotan. Por ende, sus decisiones en última instancia correspondían a la voluntad de la divinidad máxima del panteón germánico.
Las Walkyrias eran presentadas generalmente como hijas de Odín, habitaban el Walhalla y escanciaban el hidromiel y la cerveza entre los héroes recompensados por su hazañas terrenas La voz Walkyria proviene del germánico walkyrien, que significa literalmente "elegir entre la matanza" y traduce de manera precisa la función selectiva de estas deidades. Se trata de un compuesto formado por el sustantivo wal (matanza) y el verbo küren (elegir). Los nombres de las Walkyrias se relacionan con la actividad bélica. Por ejemplo, Brunilda, una de las más famosas, significa "armadura" y "combate". Mayoritariamente tenían origen celeste pero a veces muchachas de estirpe noble eran acogidas en vida como Walkyrias (como Brunilda en la leyenda de los Nibelungos) y otorgaban en ocasiones su amor a héroes famosos.
Por su influencia en la suerte de los combates, fueron a veces confundidas con las Nornas de la mitología nórdica. Estas eran tres deidades que regaban las raíces del árbol cósmico Iggdrasil -el eje del mundo- y determinaban el destino de hombres y dioses. Las Nornas eran deidades principales y las Walkyrias, secundarias.
El célebre compositor Richard Wagner compuso un drama musical en tres actos (1870) que lleva el nombre de estas divinidades. El drama de las Walkyrias constituye la primera parte de la tetralogía "El anillo de los Nibelungos".
El Walhalla germánico recuerda a los Campos Eliseos de la mitología griega, una de las partes en que estaba dividido el mundo subterráneo o Hades (Infernus en latín, significando inicialmente "propio de las regiones inferiores/ de abajo/ inferior").
Walhalla, Valhalla, Walholl o Valholl se traduce como "pórtico o palacio de los guerreros". Aparece situado en el Gladsheimour o Gladheim ("hogar o mundo de la alegría"), el sitio donde recalaban los héroes muertos en combate. Las palabras inglesas glad (feliz, alegre, contento) y home (hogar) derivan de esos dos términos germánicos que aparecen en Gladheim.

Este palacio tenía 540 puertas (cifra múltiplo de 12) y estaba repleto de aparejos bélicos. Las paredes y el suelo estaban cubiertos de escudos, espadas y corazas, y los huéspedes hacían continuo uso de ellos, ansiosos de que llegara el momento de luchar contra el lobo Fenris. Las heridas provocadas por los combates curaban allí milagrosamente.
Tras las luchas venían los festines presididos por Odín y servidos por las bellas walkyrias. Allí se bebía el líquido que manaba de la ubre de la cabra Heidrun y se comía la carne del jabalí Sherimonir, que se renovaba todos los días”
Malena lo leía y pensaba que ese antro denominado “Las Walkyrias” debería denominarse “Walhalla” porque era exactamente un “infierno” pero, también, el revés del mito. La trata de blancas o el comercio sexual de mujeres tiene demonios que lo regentean, que como el “Odín” mitológico explotan doncellas; los que las pagan no son héroes, distan mucho de serlo, son, por lo general, una caterva de individuos sin moral y con plata que pagan para cumplir sus caprichos. Las verdaderas víctimas son las “doncellas” pasando por alto la circunstancia más o menos azarosa de la “virginidad” anatómica. Las que en el lenguaje argentino y porteño se denominan “guerreras”, “minas que van al frente”, “yiros”, “trolas”, etcétera, son las que mueren en el combate de una sociedad que margina sin piedad a los que soportan y aguantan las hipocresías y contradicciones de quienes cotidianamente huyen, escapan, de una rutina funcional en la que se autodestruyen unos a otros, entre sí, en el combate por la obtención del poder y el dinero; una contienda en la que sólo los idealistas, los ingenuos y los ilusos persiguen metas de mejoramiento moral. Así las bellas heroínas concedidas por los dioses a los valientes morales como premios por la defensa de virtudes privadas y públicas constituyen episodios o fenómenos aislados. Enamorarse, más allá todavía de la observancia de una falsa moral, tanto para la víctima como para el antihéroe, puede convertirse en el mayor galardón de categoría divina que ambos pueden encontrar como compensación para una lucha en la que los dos términos de la pareja humana están en desventaja. El azar teñido de promiscuidad, concupiscencia, astucia, cinismo, hipocresía, de la convivencia urbana entre seres adocenados, tiende a ganar todas las batallas.

Amilcar Luis Blanco  (‘L’Apollonide’, de Bertrand Bonello (2011).)


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