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La frialdad está sostenida y alimentada por la
tensión. Hasta que comenzaban a llegar los primeros clientes a partir de las
veinte, más o menos, Malena paseaba por su habitación o bajaba al parque o al
salón y sólo lo nervioso de su taconeo podía indicar que la aparente serenidad
que exhibía en su rostro le demandaba un esfuerzo constante de dominio físico a
su cerebro. A partir de las dieciocho horas las pupilas tenían permiso para
pasear y reunirse. El burdel toleraba clientes hasta las diez de la mañana del
día siguiente en los casos muy bien remunerados. En general cerraba a las
cuatro de la madrugada y entonces despedían a todos, aún a los que se habían
pasado en la bebida a los que los guardias solían poner afuera de los portones
y transportarlos hasta sus automóviles en el estacionamiento aledaño. Por
supuesto, nadie podía emigrar del lugar llevándose una pupila. Aún cuando las
clientas fueran mujeres, el registro y conteo de las internas era minucioso y,
en una oportunidad, en la que intentaron una confusión de identidades, la
clienta terminó muerta por una sobredosis y a la interna nadie la vio más. Se
comentó que la habrían trasladado pero nadie en “Las Walkyrias” supo en
realidad qué pasó.
Se
podía bajar al salón a partir de las doce del mediodía. La cocina estaba en
funcionamiento hasta las dos de la tarde y quien de las trabajadoras quisiera
almorzar debía hacerlo dentro de ese horario. Todas tenían alimentación y
vestido, como se vió con Malena, pero ninguna recibía estipendio alguno de la
administración, sólo conservaban el derecho a sus propinas con las que debían
sufragar sus deseos y vicios: bebidas, cigarrillos, drogas, golosinas, etcétera.
Si se enfermaban o padecían un accidente la administración se hacía cargo. En
el predio funcionaba una sala de primeros auxilios que contaba con diez camas
para internación. Las atendían un clínico y tres enfermeras contratadas y una
mediana infraestructura hospitalaria, al grado de disponer de hasta un
quirófano en el que se practicaban intervenciones de cierta complejidad con
equipos de cirujano, anestesista, instrumentadora, a los que solían pagarle
generosamente y sin chistar cuando alguna de las pupilas quedaba embarazada por
accidente o era afectada por cuadros agudos que requerían una solución
quirúrgica. Se sabía que si los bebes nacidos de esos embarazos vivían eran
vendidos por buena plata. Incluyéndola a Malena había en la casa treinta
pupilas. No todas tenían ánimo para pasear en el enorme parque bajo los árboles
o en el verano para disfrutar de la piscina. En sus aguas azules e iluminadas
con focos laterales debían sumergirse obligatoriamente las noches de verano,
cuando los clientes imaginativos y caprichosos, ricos y veleidosos, lo exigían,
pagando con generosidad y ánimo relajado los sobreprecios que la casa imponía
por tales servicios. Hombres que soñaban con hadas y ninfas, nereidas y sirenas,
o que solían correr descalzos a potras y yeguas humanas desnudas, proyectando
sus fantasías mitológicas de infantes en un paraíso fabricado y sostenido por
las pilas de billetes que les reventaban los bolsillos, les corrompían el alma,
y los ponían a cubierto de toda vergüenza ante sus complacientes servidores,
beneficiarios inescrupulosos de esta anacrónica explotación de seres humanos,
oscura rémora viviente, en el siglo de Internet y los viajes espaciales y a más
de doscientos años de la revolución francesa, de las épocas más retrógradas y
sombrías de la historia.
Pero
todo esto se cumplía dentro de “Las Walkyrias” como un feliz propósito, como si
el destino más deseable, el único posible, fuera lograr y concretar los
designios más retorcidos del deseo de los poderosos, dejándose cautivar y
someter por sus caprichos. La prisionera del sexo que mostrara descontento, la
que se permitiera desistir y protestar o simplemente poner mala cara era
maltratada, golpeada, torturada y vejada hasta entrar en razones. Los guardias
podían hacer lo que se les antojara con las rebeldes, violarlas, sodomizarlas,
pegarles.
No
había día, desde que estuvo allí, que pudiera olvidarse de sus padres, sus
amigos y amigas de La Paz
con los que se criara desde chica. No había hora que su obsesión de escapar la
dejara tranquila y no le hiciera concebir los planes mas retorcidos, las ideas
más sutiles, las formas mas sofisticadas del engaño para poder burlar el cerco
perimetral, los vigiladores y los controles. El teléfono que le regaló Daniel
constituía su tesoro más preciado y lo había escondido en su suite en un rincón
inaccesible a salvo de las cámaras que pululaban por todos los rincones de la
enorme mansión. Cuando las pupilas tenían sus intimidades con los clientes se
les permitía cerrar las cámaras, las otras pupilas que sólo miraban. Malena
además de operar la tecla que apagaba el horticón, colocaba una toalla sobre
cada lente. Cuando Daniel la visitó lo hizo, como vimos, de modo que pudo
esconder su teléfono en una de las gradas retirando una cerámica que había
visto floja y que cubría un espacio hueco en un zócalo. Allí dejó su aparato a
salvo de cualquier requisa. Supo al poco tiempo de estar allí que los guardias
cumplían estas diligencias efectivizando sobre los escasos bienes de las
cautivas un minucioso registro.
Malena
vivía en una especie de mini estado totalitario, en una cárcel, en la que, como
en la novela de Orwell, el “gran hermano” la vigilaba constantemente. Si bien
sentía que era ominoso, opresivo, vivir así, nunca había experimentado, y esto
parecía contradictorio, paradójico, una certeza tan clara acerca de lo que
quería. Deseaba y necesitaba recuperar su libertad. Salía a caminar bajo la
arboleda del parque que rodeaba el edificio y hasta se había imaginado trepar,
lo más alto que pudiera, sobre las ramas de una añeja acacia para otear hacia
los cuatro horizontes.
Una
vez, el fuerte zumbido de los motores de un helicóptero que se acercaba la dejó
boquiabierta mirando el cielo. Entonces, venciendo su repugnancia, se ocultó en
una especie de cavidad pegajosa abierta en el enorme tronco al pie de un eucalipto,
tal vez el más antiguo, y pudo comprobar que la máquina voladora descendía en
un claro del monte al fondo más remoto del parque, en el cual, antecediendo al
muro perimetral, había una alambrada que a las internas no se les permitía
franquear. No se le escapó que muchas de las vituallas y víveres más
peligrosos, los que estaban prohibidos, la marihuana, la cocaína, ingresarían
al predio de ese modo, pero, también tuvo claro que no se podía descartar el
lugar como vía de escape. Elucubró en ese momento la idea de que un aparato
similar bajase en el lugar y partiese enseguida llevándosela, sacándola de ese
mundo tenebroso al que había accedido en forma casi inconsciente ¿Tal vez si le
hiciera saber a su contacto esa posibilidad, utilizando el celular que le
regalara Daniel, algún plan se les podría ocurrir?
Otra
vía de posible escape había consistido en transformarse en amante ocasional de
don Arquímedes Portobello para que el anciano confiara en ella. Había cedido a
la seducción del dueño de Las Walkyrias. Era un amante bastante considerado,
delicado y atento, un proxeneta que conocía su oficio como pocos y que tenía la
debilidad de filosofar y creer en la eternidad del alma.
Una
de las noches que llegó a su estudio para intimidades secretas entre ambos –
Madama Walkyria creía que conversaban solamente – lo encontró trabajando en un
extraño aparato. Parecía una antena parabólica.
-
Sí, sí, tal cual, es una antena parabólica – le había confirmado él después del
comentario que Malena le hiciera.
-
¿Y, para qué sirve? – se había intrigado ella
-
Tengo la esperanza de que capte las cifras electromagnéticas de los muertos
convertidas en ondas o, también, los sueños, sólo me falta descubrir la
frecuencia.
-
¿Y después qué?
-
Después las transformaré en imagen y sonido
-
¿Usted?
-
Bueno, yo o cualquier otro. Yo estoy viejo pero el que siga mis
investigaciones. Lo tengo todo anotado, aquí, voy tomando nota de mis
experimentaciones.
Arquímedes
alzó en una de sus manos triunfalmente, mostrándoselo a Malena, un cuadernito
de tapas azules. El viejo era un chiflado bastante pintoresco, un chiflado con
variaciones, y, aunque su chifladura fuera más interesante que la de Mitotán,
sin embargo jamás alcanzaba a distraerlo de su profesión principal. Antes de
que Malena se fuera le dijo:
-
Le voy a dar otro dato a usted como aficionada a la mitología. Sabe cuál es el
nombre de pila de mi mujer a la que ustedes denominan “La Walkyria ?
-
¿Cuál?
-
Brunilda ¿Qué tal?- Se miraron significativamente y Malena dijo:
-
Hasta luego, Odín.
Le había prestado
a Malena un libro sobre el mito de las walkyrias. Decía textualmente:
“ En la mitología germánica las Walkirias, Walkyrias o Valquirias son doce divinidades femeninas semejantes a las amazonas griegas, hermosas y guerreras.
“ En la mitología germánica las Walkirias, Walkyrias o Valquirias son doce divinidades femeninas semejantes a las amazonas griegas, hermosas y guerreras.
Como diosas de la guerra escogían a los combatientes que morirían en las
batallas y que morarían el Walhalla (Paraíso de los guerreros), decidiendo
además la suerte de las batallas. Se las representaba como vírgenes audaces que
cabalgaban por el aire, presenciando los combates que ellas arbitrarían.
Conviene aclarar que estaban subordinadas al dios supremo Odín o Wotan. Por
ende, sus decisiones en última instancia correspondían a la voluntad de la
divinidad máxima del panteón germánico.
Las Walkyrias eran presentadas generalmente como hijas de Odín, habitaban el Walhalla y escanciaban el hidromiel y la cerveza entre los héroes recompensados por su hazañas terrenas La voz Walkyria proviene del germánico walkyrien, que significa literalmente "elegir entre la matanza" y traduce de manera precisa la función selectiva de estas deidades. Se trata de un compuesto formado por el sustantivo wal (matanza) y el verbo küren (elegir). Los nombres de las Walkyrias se relacionan con la actividad bélica. Por ejemplo, Brunilda, una de las más famosas, significa "armadura" y "combate". Mayoritariamente tenían origen celeste pero a veces muchachas de estirpe noble eran acogidas en vida como Walkyrias (como Brunilda en la leyenda de los Nibelungos) y otorgaban en ocasiones su amor a héroes famosos.
Por su influencia en la suerte de los combates, fueron a veces confundidas con las Nornas de la mitología nórdica. Estas eran tres deidades que regaban las raíces del árbol cósmico Iggdrasil -el eje del mundo- y determinaban el destino de hombres y dioses. Las Nornas eran deidades principales y las Walkyrias, secundarias.
El célebre compositor Richard Wagner compuso un drama musical en tres actos (1870) que lleva el nombre de estas divinidades. El drama de las Walkyrias constituye la primera parte de la tetralogía "El anillo de los Nibelungos".
El Walhalla germánico recuerda a los Campos Eliseos de la mitología griega, una de las partes en que estaba dividido el mundo subterráneo o Hades (Infernus en latín, significando inicialmente "propio de las regiones inferiores/ de abajo/ inferior").
Walhalla, Valhalla, Walholl o Valholl se traduce como "pórtico o palacio de los guerreros". Aparece situado en el Gladsheimour o Gladheim ("hogar o mundo de la alegría"), el sitio donde recalaban los héroes muertos en combate. Las palabras inglesas glad (feliz, alegre, contento) y home (hogar) derivan de esos dos términos germánicos que aparecen en Gladheim.
Las Walkyrias eran presentadas generalmente como hijas de Odín, habitaban el Walhalla y escanciaban el hidromiel y la cerveza entre los héroes recompensados por su hazañas terrenas La voz Walkyria proviene del germánico walkyrien, que significa literalmente "elegir entre la matanza" y traduce de manera precisa la función selectiva de estas deidades. Se trata de un compuesto formado por el sustantivo wal (matanza) y el verbo küren (elegir). Los nombres de las Walkyrias se relacionan con la actividad bélica. Por ejemplo, Brunilda, una de las más famosas, significa "armadura" y "combate". Mayoritariamente tenían origen celeste pero a veces muchachas de estirpe noble eran acogidas en vida como Walkyrias (como Brunilda en la leyenda de los Nibelungos) y otorgaban en ocasiones su amor a héroes famosos.
Por su influencia en la suerte de los combates, fueron a veces confundidas con las Nornas de la mitología nórdica. Estas eran tres deidades que regaban las raíces del árbol cósmico Iggdrasil -el eje del mundo- y determinaban el destino de hombres y dioses. Las Nornas eran deidades principales y las Walkyrias, secundarias.
El célebre compositor Richard Wagner compuso un drama musical en tres actos (1870) que lleva el nombre de estas divinidades. El drama de las Walkyrias constituye la primera parte de la tetralogía "El anillo de los Nibelungos".
El Walhalla germánico recuerda a los Campos Eliseos de la mitología griega, una de las partes en que estaba dividido el mundo subterráneo o Hades (Infernus en latín, significando inicialmente "propio de las regiones inferiores/ de abajo/ inferior").
Walhalla, Valhalla, Walholl o Valholl se traduce como "pórtico o palacio de los guerreros". Aparece situado en el Gladsheimour o Gladheim ("hogar o mundo de la alegría"), el sitio donde recalaban los héroes muertos en combate. Las palabras inglesas glad (feliz, alegre, contento) y home (hogar) derivan de esos dos términos germánicos que aparecen en Gladheim.
Este palacio tenía 540 puertas (cifra múltiplo de 12) y estaba repleto de aparejos bélicos. Las paredes y el suelo estaban cubiertos de escudos, espadas y corazas, y los huéspedes hacían continuo uso de ellos, ansiosos de que llegara el momento de luchar contra el lobo Fenris. Las heridas provocadas por los combates curaban allí milagrosamente.
Tras las luchas venían los festines presididos por Odín y servidos por las bellas walkyrias. Allí se bebía el líquido que manaba de la ubre de la cabra Heidrun y se comía la carne del jabalí Sherimonir, que se renovaba todos los días”
Malena lo leía y pensaba que ese antro denominado “Las Walkyrias” debería
denominarse “Walhalla” porque era exactamente un “infierno” pero, también, el
revés del mito. La trata de blancas o el comercio sexual de mujeres tiene
demonios que lo regentean, que como el “Odín” mitológico explotan doncellas;
los que las pagan no son héroes, distan mucho de serlo, son, por lo general,
una caterva de individuos sin moral y con plata que pagan para cumplir sus
caprichos. Las verdaderas víctimas son las “doncellas” pasando por alto la
circunstancia más o menos azarosa de la “virginidad” anatómica. Las que en el
lenguaje argentino y porteño se denominan “guerreras”, “minas que van al
frente”, “yiros”, “trolas”, etcétera, son las que mueren en el combate de una
sociedad que margina sin piedad a los que soportan y aguantan las hipocresías y
contradicciones de quienes cotidianamente huyen, escapan, de una rutina
funcional en la que se autodestruyen unos a otros, entre sí, en el combate por
la obtención del poder y el dinero; una contienda en la que sólo los idealistas,
los ingenuos y los ilusos persiguen metas de mejoramiento moral. Así las bellas
heroínas concedidas por los dioses a los valientes morales como premios por la
defensa de virtudes privadas y públicas constituyen episodios o fenómenos
aislados. Enamorarse, más allá todavía de la observancia de una falsa moral,
tanto para la víctima como para el antihéroe, puede convertirse en el mayor
galardón de categoría divina que ambos pueden encontrar como compensación para
una lucha en la que los dos términos de la pareja humana están en desventaja.
El azar teñido de promiscuidad, concupiscencia, astucia, cinismo, hipocresía,
de la convivencia urbana entre seres adocenados, tiende a ganar todas las
batallas.
Amilcar Luis Blanco (‘L’Apollonide’, de Bertrand Bonello (2011).)
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