domingo, 7 de enero de 2018

La bomba de silencio








- Hola vecino. Hoy le tocó.
Braulio se seca la transpiración, deja la cortadora de césped y se sienta sobre el pilar que separa el jardín de los canteros municipales del frente de su casa, un chalet de dos plantas.
- Sí, hoy me tocó y cada diez o quince días me toca.
- Usted vive solo, no?
- Sí, desde que nos separamos con mi mujer, hace ya tres años. Fue la última despedida. A ella, a la vejez viruela, después de treinta años de matrimonio, le agarró la pendejada de vivir sola. Antes se me fueron también los dos hijos, cada uno a su departamento y quedé yo aquí.
- Pero se vé con ellos.
- Sí, sí, cada tanto nos visitamos. Ellos vienen o voy yo.
- También con su ex.
- También.
- Y, seré curioso ¿Se siente muy solo?
- Mire, por momentos, no sé. Estamos desperdigados,  cada uno por su lado. Es como si sobre la familia que fuimos, que éramos, se hubiera detonado una bomba de silencio.
- ¿No se comunican?
- Sí, pero muy superficialmente. Tengo sueños que se repiten en los que volvemos a estar todos juntos y en el sueño aparecen otras personas, algunas conocidas y ya fallecidas y se plantean problemas de convivencia difíciles de resolver y, al final, despertarme es un alivio.
- ¿Por ejemplo?
-Mire, por ejemplo, soñé que recibí en la casa a un amigo que hace añares no veo y su familia que por alguna razón escapaban y debían esconderse y habían venido a la casa, y también había venido mi madre, una mujer muy anciana y con achaques que vive con una hermana mía. En el sueño estaba joven y flexible. Se había encaramado sobre una mesa atestada de objetos de todo tipo y buscaba un tocadiscos antiguo. A la casa vendría también mi padre, muy anciano y que vive en Uruguay, calcúle! Los dos son divorciados hace mucho y la segunda esposa de mi padre ya había llegado también a la casa. Pero ya mi casa, en la que estaba también yo con mi mujer y mis hijos no era ésta que usted vé ahora, no, era un departamentito de sólo tres ambientes y yo tenía que explicarles a todos que mi amigo y su familia deberían convivir con nosotros. Mi amigo, a esta altura del sueño, era un famoso y cínico gangster, un despiadado asesino además, al que debía preguntarle por cuánto tiempo más se quedaría en mi casa para poder darle una explicación a mi madre...
- ¿Y?
- Y bueno. Desperté transpirado y agradecido de que sólo fuera un sueño. Pero casi enseguida, mientras me preparaba el mate pensé qué solos estábamos todos y también pensé que no estábamos separados porque estuviésemos en guerra o porque hubiésemos enfrentado las consecuencias de un cataclismo de la naturaleza sino por nuestras propias voluntades. Cada uno de nosotros aislado, diseminado, entre la muchedumbre anónima de personas que vivimos solos. Diga que después me organicé y me puse a cortar el pasto.
- ¿Y después?
- Y después hay tanto que hacer en esta casa que no tendré mucho tiempo como para andar pensando macanas.

Amílcar Luis Blanco

sábado, 6 de enero de 2018

EL CIELO INTRATABLE



                                   Hoy nadie lee. Muy pocos lo hacemos y cuando nos sucede, cuando nos sentimos inmersos en el inmenso piélago de blancas páginas y negras letras, flotando sobre ellas, solemos distraernos de nuestras navegaciones con cualquier pretexto. Contar las carillas que nos faltan hasta el capítulo o relato siguiente, si hace calor acomodar el ventilador o el aire acondicionado, si la radio o la televisión quedaron encendidas apagarlas, sentir un súbito estertor intestinal que nos obligará a abandonar el libro colocándolo abierto con las páginas hacia abajo dejándolo como un objeto abandonado, etcétera, etcétera. Pero de todas las coartadas para no seguir leyendo la preferida es acudir a la computadora, abrirla, encender su pantalla y conectarnos con facebook o instagran o lo que fuere. Es como si nos costase demasiado mantener el vigilante piloto de nuestra atención sobre el universo que la escritura nos propone y que debemos abordar y mantener con nuestra imaginación encendida. Es más cómodo ver una película. Imágenes, sonidos, colores, diálogos con los que casi siempre nos identificamos y que fueron pensados y realizados por otros. Un pequeño ejército de hombres y mujeres puestos en movimiento por el guión, plan o proyecto o diseño que un  director guía con mano más o menos experta. Recostados comodamente en un sillón, la cabeza vacía, los ojos absortos y un apetito de vida dispuesto a consumir otras vidas, otras historias, desde la pasividad nos hacen  abordar un viaje, una navegación en la que no necesitamos participar siquiera como grumetes. A lo sumo inmiscuirnos como pasajeros de lujo, como dioses privados de poder que pueden observarlo todo. Y verdaderamente así nos sentimos, poderosos y prescindentes, potentes para ver, oír y sentir, pero absolutamente impotentes para intervenir. O sea imposibilitados y frustrados en cuanto a nuestros deseos. Los personajes sufren, disfrutan, mienten, se arriesgan, corren, vuelan, caminan, buscan, huyen, regresan, se enamoran, aman, odian, matan y mueren en un universo que a pesar de entretenernos nos deja radicalmente al margen de su desarrollo.

                                 Todo esto es pensado y sentido por Juan cuando está con Blanca mirando una película de Netflix en la pantalla del Led de muchas pulgadas que tienen en su living desde hace ya más de un año. Hace treinta y cinco que están casados y dos que están jubilados. Suelen leer sentados a la mesa del jardín a la tarde cuando toman mate pero esas lecturas son lentas e interrumpidas. Por lo general suenan los celulares o el teléfono de línea con llamadas, mensajes escritos o de voz y fotos o videos que les envían hijos, en número de cuatro, dos mujeres, dos varones y parientes o amigos, en número incontable.
No sucedían así las cosas cuando se conocieron. Juan corría y se agitaba para llegar a los asegurados y a los posibles clientes y Blanca mantenía con escrupulosa atención la agenda de su jefe. Por supuesto, ambos fingían. Y cuando ella le aceptó un café y se  encontraron, excitados y ansiosos porque se gustaban y estaban muy pendientes de lo que fuera a suceder, ni bien se sentaron, enfrentados y sonrientes junto al amplio ventanal del bar a Blanca se le escapó el "¡Ufa!", interjección de fastidio que dio el pie para la primera conversación confesional entre ellos. Había comenzado a llover y Juan dijo:
- Sí, sí, ¡Ufa! con este cielo intratable.
Blanca mostró su primera risa frente a Juan que se quedó mirándola y admirándola.
- No, no, si no lo dije por la lluvia.
- ¡Ah, ah, perdón!
- No, lo dije porque por fin me veo libre de la oficina y de mi jefe y de seguir mostrándome simpática.
- Dejar de fingir, no? - dijo Juan.
- Exactamente.
Blanca acentuó la sonrisa y apoyó su mirada en la de Juan y desde ese momento se abrieron mutua y recíprocamente la catarata de confesiones que habría de llevarlos al cabo de los cinco meses siguientes al altar.
Y no hubo fingimientos entre ellos en lo sucesivo pese a que la realidad se les ocultara varias veces bajo cielos intratables, la fortuna  los olvidara durante largos períodos, los embarazos, los dos primeros, fueran difíciles y los chicos se pelearan hasta la desesperación, etcétera, etcétera.
Sin embargo, al cabo de diez años y con los cuatro hijos todavía pequeños, Juan consiguió tener su propia cartera de asegurados, comprar una enorme casa, llegar al último modelo de automóvil y poder contratar dos muchachas para asistir a los chicos y la casa.
En ese punto de sus vidas, Blanca, con sólo treinta y cinco años, comenzó a sentirse sola y abandonada. Conoció a un muchacho de veintiocho años, alto, atlético, de enormes ojos negros y pestañas largas y sedosas que con sólo mirarla le produjo el efecto de excitarla y hacer incluso, en una charla de oficina que mantuvieron desde un escritorio a otro, que su clítoris se erizara y comenzara a latir con una súbita y acelerada pulsación que le produjo un orgasmo que ella disimuló como descompostura y la hizo huír, floja y desconcertada, como si fuera a desmayarse, al baño unisex, el único del piso. Él la siguió y la recogió temblorosa en sus brazos. Pero al estrecharla, no pudo dejar de advertir o sospechar la causa de su excitación y la besó en la boca. Blanca entonces lo aferró de la nuca, del cuello, ambos se arrancaron la ropa y parados, como estaban, se cogieron freneticamente. Se habían quedado a hacer horas extras. En el edificio no había nadie, sólo la gente de vigilancia y de limpieza, así que volvieron al despacho del jefe y se acostaron en el amplio sillón que allí había y copularon durante casi dos horas hasta quedar extenuados. Se despidieron al salir del edificio, cada uno abordó su taxi. Él ni se ofreció para acompañarla y Blanca, avergonzada, horrorizada por su deschave erótico, completamente desproporcionado y sorprendente para su pudor recuperado luego de su exaltación venérea, no se atrevía ni a mirarse en  el efecto espejo de la ventanilla. La culpa la atrapó y atravesó su cuerpo con sus garras, sobre todo las sentía en la cabeza y entre su pecho y espalda, agobiados, como las de un ave de presa que la llevara veloz y voladora hacia el nido de la desgracia, según sentía ahora a su hogar, a su casa. Volvió entonces a su memoria aquélla tímida frase introductoria de Juan cuando comenzó su relación con ella. La del cielo intratable. En aquella ocasión ella había contemplado el rostro y los ademanes de Juan con esperanza y amor y lo del cielo tratable, sin el prefijo, por contraposición conjetural, le había prefigurado un posible paraíso a su lado. Además se habían reído de la mentira, del tener que fingir, se habían sentido como seres que superaban la hipocresía, los disimulos, las imposturas y que las superarían siempre. Habían sentido la soberbia y el coraje de dos seres que inauguran una nueva vida.
Durante los días que siguieron a su aventura Blanca no pudo quitarse de encima la sensación de agobio. Mientras cocinaba, cuando miraban películas o series, Juan se le acercaba, la besaba en el cuello como solía, le acariciaba suavemente los senos, los brazos. Ella se le entregaba de a poco, como siempre lo había hecho, devolviéndole, tierna y solícita, caricias y besos, pero, interiormente, se retraía. No podía evitarlo y, aunque espaciaba los suspiros, gemía y fingía los orgasmos para que él no advirtiera su insensibilidad, su desinterés, no podía lograr que ésas no fueran sus sensaciones. Lo eran. Un espacio sin nada ni nadie, un vacío sin meta, había comenzado a crecer entre los dos y aunque ella no había vuelto a tener relaciones con el joven y tan seductor compañero de trabajo no podía dejar de mirarlo furtivamente y contener las palpitaciones de su cuerpo. Él la trataba con cortesía y distancia y no dejaba de coquetear con las jovencitas, también compañeras de trabajo, que se le acercaban. Blanca apenas podía dominar sus celos.
Una tarde estalló en llanto con rabia incontenible cuando la compañera jovencita puso sus manos sobre el cuello del joven y le acercó los labios a los suyos y lo besó suavemente. Blanca disimuló la causa de su congoja como cuando le sobrevino el orgasmo refugiándose en el baño, pero esta vez sola y rodeada de la gente de la oficina lo que le provocó una muda desesperación y ahogo respiratorio de modo que terminaron llevándola al hospital más cercano adonde Juan y sus hijos acudieron alarmados y asustados.
Fue mientras esperaba en el ancho pasillo del hospital, cuando los ojos enormes y asustados de sus cuatro hijos lo observaban cuando Juan sintió que estaba dentro de una película en la que él no era un mero observador. Fue como si despertara de un sueño, de un sopor que lo hubiera tenido obnubilado. Viviendo pero, a la vez, contemplando pasivamente a Blanca, a sus hijos, a sus clientes, a los ambientes dentro de los cuales se movía ¿Por qué? Acaso porque con Blanca habían contraído esa peligrosa costumbre de sentarse a ver en una pantalla inaccesible, tan distante como ese cielo, tan intratable como él,  otras vidas. A identificarse tanto con ellas, sus argumentos y guiones, como para sentir que ellos eran más los espectadores que los actores¿Qué sabía él de Blanca, su mujer, la madre de sus cuatro hijos? ¿Sólo que era una secretaria con antigüedad,  y bien pagada? Le había regalado flores trás los partos, la había llevado de vacaciones a Río, a Europa, solían ir a cenar a restaurantes caros, etcétera, pero, realmente, ¿ qué sabía de ella?
Las preguntas lo apremiaban. Se incorporó, dejó la compañía de sus hijos que lo siguieron como bandada por el pasillo y cumplió la necesidad de ir a sentarse junto al cuerpo de Blanca yaciente. Ella dormía, sedada, y él se sintió a su vera, amargamente, de nuevo y como antes, un simple espectador.

Amílcar Luis Blanco