viernes, 30 de marzo de 2012

LA CONFESIÓN (Cuento)


                                                            



                                                  Obra: "Pintor y su modelo" por Julio Ibarra

El sol pegaba como un caleidoscopio astillado en ese crepúsculo de otoño. Era una policromía, un estallido de colores brillantes. Y en su fulgor el azul, el bermellón, el rojo, el escarlata, el verde, el anaranjado naturalmente, estallaban en rayos finísimos sobre el espejo que servía de fondo, los vasos, las botellas, en fin todo lo que había sobre los anaqueles de vidrio del bar trás el mostrador. Camila se movía sobre el butacón, incómoda. Sus glúteos y muslos, sus caderas, su cintura, su espalda, sus pequeños senos ¿le habrían resultado tan atractivos a ese hombre, qué habría visto en ellos? Había pedido la cerveza que solía beber a esa hora con el cacharrito de whisky que le agregaba. Era todo el alcohol que se permitía durante la semana, el de los viernes por la tarde. El de hoy especial y de mucho nervio porque Luciano regresaba de Rosario luego de quince días y ella había estado con el hombre de cuarenta que era artista plástico y le había pagado quinientos pesos para que modelara desnuda. Había ido a su taller o atelier. Él la había atendido con mucha amabilidad. Le había dado su nombre, Antonio Cejas, y se había sentado en el diván frente a ella que había ido con las botas, las calzas y un pullover sobre la remera. Antonio Cejas tenía las pobladas cejas y la mirada renegridas y la boca un poco desdeñosa y burlona pero la trató con respeto.
- Así está bien. Quedate parada ahí, donde estás - le había dicho y había tomado un block de hojas canson y una carbonilla de sobre su mesa de trabajo plagada de infinidad de objetos que hubieran excitado la curiosidad de todos los pibes, como sus sobrinos por ejemplo. Quinientos pesos no se podían despreciar y si el hombre era un artista, bueno, era un profesional.
Comenzó a quitarse la ropa por el jersey bajo la mirada de Antonio que todavía, en ese momento, no movió la carbonilla que sostenía entre sus dedos, sólo la observaba. Siguió con las calzas y los ojos de él parecieron destellar de pronto o a Camila le pareció. Le pareció también más sensual continuar quitándose el corpiño, seguir  con las botas y terminar con la tanga. El la devoraba con la mirada; la  hacia circular de abajo arriba, de arriba abajo, a los costados, pero ahora ella se la devolvía y de vez en cuando los cuatro ojos se cruzaban, eran algunos momentos en que los  de él iban sobre su rostro y entonces sentía como  si dos corrientes de aguas profundas se entremezclaran. Ahora sí ya la carbonilla se movía velozmente sobre el block y describía trazos y sombras y sus pulgares lo ayudaban y borronearían y ensuciarían rincones del boceto de su cuerpo mientras su desnudez en blanco y negro iba apareciendo lentamente, se revelaba sobre el papel.
Camila sintió que la obra del señor Cejas estaría por concluír cuando los ojos de él comenzaron a detenerse un poco más de tiempo sobre los suyos y la frecuencia de los trazos, toques y retoques de la carbonilla sobre el papel se fue haciendo menos rápida. La fiebre del trabajo se atemperó en él pero su reflujo se concentró sobre los ojos de ella y las visteadas que le siguió dando a su cuerpo fueron más espaciadas e intensas, como si en cada una le rebanara un trozo de magnetismo, así como cuando alguien corta trozos de budín o de pastel para comérselo. Ella volvió a vestirse pero se siguieron escudriñando con cierta avidez o debería decirse voracidad. Camila se dijo que ella no tenía por qué no mirar o mirar menos. Si él continuaba mirándola así ella lo miraría también igualmente, qué joder. Cuando ya iba a salir y estaban enfrentados delante de la puerta él se animó y sin dejar de ojearla acercó su boca a la de ella y la besó. Fue un beso en principio húmedo y dulce, le pareció que iba a quedar en eso, en una suavidad púdica de ambos, pero después se impuso, los absorbió a los dos y ya dejaron de resistirse y se entregaron con mutua complacencia. Enseguida de eso la cama. Ella veintiseis, él cuarenta. Fue agitado por no decir un poco bestial.
Ahora no sabía dónde esconderse. Luciano, su misma edad, la miraría con esos ojos celestes inquisidores que parecían estar interrogándola siempre y que ella  había sentido tiernos y confiados, casi infantiles, desde que lo conociera. Y Luciano entró al bar en medio de este pensamiento de ella sobre él,  trayendo el olor acre de la calle en la chomba, en el jean, en el pelo abundante y mechoso y tal cual como lo había imaginado, a pesar de sonreírle, de adelantarle un ramo de rosas blancas, de besarla en la boca, también los ojos celestes inquisidores que casi la apuñalaron mas inquisidores qué nunca.
-¿ Me extrañaste o te enamoraste de otro en estos quince días?
- ¿Por qué me decís eso?
- ¿Por qué contestás mi pregunta con otra pregunta en vez de contestar mi pregunta?
- Qué pesado sos, por Dios.
- Ah, ahora soy pesado. Recién llegué y soy pesado ¿Te acostaste con otro o no?
- Podés dejarme de embromar ¿Dónde paraste?
- En lo de mi prima Rita, la tetona, jajaja
- No me hace gracia
- Bueno, lola...
- ¿Lola?
- Lo -  la - men - to. Jajaja
- ¡Qué gracioso!
Luciano pidió también una cerveza con whisky. La terminaron y salieron. Atravesaron la plaza en diagonal. Se habían comprometido para cenar juntos cuando Luciano regresara de Rosario así que fueron al restaurante que estaba en una esquina frente a la plaza, eligieron la misma mesa junto al ventanal y se sentaron enfrentados.


                                                                     




II

Ella apartaba hacia el borde del plato cada pedacito minúsculo de ají rojo, cada corpúsculo de zanahoria. Trataba de separarlos de los granos de arroz amarillentos.- Intentaba desgarrar y separar con la punta del cuchillo la blanca carne del pollo del flexible y delgado hueso y pincharla con la horquilla del tenedor. En realidad eran excusas, melindres como diría su abuela. No hubiera tragado bocado. Sólo sorbió pequeñas porciones del agua mineral gasificada. Frente a ella Luciano masticaba, se servía de un pingüino oscuro y bebía el vino tinto rubí de la casa y no le despegaba los ojos celestes y preguntones. Camila no sabía cuál era la expresión de su cara y sentía las oleadas de sangre que le subían a la piel desde el estómago, completamente agarrotado, como un puño cerrado. No hubo casi palabras entre ellos hasta que Luciano terminó el arroz con pollo y ella dejó que el mozo retirara su plato cuyo contenido habia desparramado sobre la loza mate color hueso, bastante engrasada luego de sus maniobras. Luciano le tomó las manos y las celestes y recelosas pupilas se encencieron sobre la parálisis de los párpados de ella.
- ¿Y ahora, me vas a decir?
- ¿Qué cosa?
- La verdad, si conociste o no a otro. De verdad, Camila, no me voy a enojar.
De pronto Camila pensó, un poco absurdamente, que Luciano tenía derecho a su madurez, a ejercerla, que no debía seguir considerándolo y considerándose  ella misma como afectados por una eterna bobería insanable de novios castos e incorruptos. Al fin y al cabo ella había hecho el amor con el señor Cejas y lo había disfrutado y era una mujer libre y también Luciano era un hombre libre y se merecía respeto. Así que sin pensarlo mas dijo:
- Sí, sí, conocí a otro.
- ¿Y quién es, si se puede saber?
- Vos no lo conocés
- Ah, bien ¿Te acostaste con él?
- Sí.
Luciano se quedó pensativo, contemplándola, retiró sus manos de las de ella. Sin variar su tono de voz, ni el volumen, bajo, calmado, volvió a preguntar:
- ¿Te gustó, acabaste?
- ¿No te enojás?
- Ya ves que no ¿Acabaste?
-¿ Es necesario que te conteste eso también?
- Quiero saberlo ¿Acabaste?
- Sí
- ¿Cuántas veces?
- Bueno, no sé ...
- Pero cómo no vas a saber cuántas veces ...
- Bueno, dos.
Luciano pareció calmarse. Como si su curiosidad, su apetencia - bastante dolorosa le resultaría - de querer saber más, de hundirse el filo de ese cuchillo en la confianza hacia ella, en esa inocencia pueril, en esa pureza boba y juguetona que ella le adjudicaba, se hubiese apagado, detenido, y lo hubiese vaciado y dejado exhausto. Estuvo un largo rato en silencio con la cabeza gacha. Ahora era ella la que lo miraba a él, la que contemplaba con ojos ávidos, anhelantes, las abundantes mechas de su pelambre. No sabía qué decirle o qué hacer. Dudaba tocarlo. Si lo hubiera hecho quizás él le habría apartado la mano bruscamente como si quisiera arrojar el cuerpo de ella muy lejos de su presencia. Así que no hizo nada. Siguió mirando el color castaño y opaco de sus mechas mientras afuera había anochecido casi del todo.



III

Luciano volvió de su letargo. Alzó la cabeza, sus ojos inquisidores se habían vuelto diáfanos y ahora daban un vistazo general que no se centraba en Camila. Desplegó una amplia sonrisa y volvió a tomar las manos de Camila un poco ceremoniosamente.
- Volvimos a encontrarnos - declaró - No sabés el peso que me quitás de encima
- ¿Por qué?
- Debo confesarte que tuve y quizás tengo un romance con mi prima
- ¿Con Rita?
- Sí, sí, con ella...
- ¿Qué pasó, tuvieron sexo?
- Así es
- ¿Cuántas veces?
- Bueno, desde que llegué a Rosario, desde la primera noche y después todas las noches que siguieron.
Camila pensó que ellos se sumaban al ejército de imbéciles que salían de la adolescencia y se recibían de adultos, como si sumergieran sus cabezas y hasta sus cuerpos en un agua bautismal, la de la traición y el adulterio. Luciano había insistido con sonsacarle la confesión de su aventura con el artista plástico solamente para lavar su propia culpa. Pero a la traición le sumaba el incesto. No es que ella fuera de darle bola a todos los tabúes que andan por ahí, pero, Luciano, con su inocencia de nene despertaba a la adultez, se avivaba, así, de ese modo.
- Mirá vos - dejó escapar casi continuando su pensamiento en voz alta - así que entraste en la adultez y encima no sabés si tuviste o todavía tenés un romance...y con tu prima...
- ¿Cómo?
- Son tus propias palabras ¿Tuviste o tenés el romance con Rita, con tu prima?
- Bueno, no se
- ¿Te gustó siempre la tetona, no? Claro, yo tengo estos ridículos limones que casi no se me ven...
Camila dijo esto y sintió que el calor le subía a la cara y los ojos se le llenaban de lágrimas. Sentía rabia. Luciano le tomó la mejilla y la acarició con suavidad.
- Mi amor. Es ridículo que te enojes ¿Me creerías si te dijera que no sabía cómo decírtelo, que sentía y todavía siento una verguenza enorme, que hice la broma de lo tetona que es Rita sólo porque trataba de quitarle importancia a todo lo que me había pasado con ella?
Camila levantó sus pupilas llorosas y veladas hacia los ojos ahora también un poco empañados y brillosos de Luciano. La noche se había apoderado de la calle y la plaza y las luces a través de la ventana, en las que trató de perder la mirada para concentrarse en lo exterior e irse de su congoja, le produjeron una picazón que la obligó a cerrar los párpados. Luciano le acercó un pañuelo perfumado con la lavanda que ella le había regalado antes de que partiera a Rosario. Habían ido juntos a la terminal de micros y hasta último momento se habían abrazado y besado y jurado amor y fidelidad y ahora estaban ahí, a merced de la noche vacía, que los esperaría cuando salieran del restaurante como un espacio neutro y desapegado. Una fuerte tristeza se apoderó en forma de languidez dolorosa de su estómago y su garganta, como si el vacío hubiese sido ingerido y no cupiera ya en su interior. Experimentó una invencible arcada, como un espasmo, y tapándose la boca con el pañuelo que Luciano había puesto en su mano se incorporó y corrió hacia el baño del establecimiento.




("Venus frente al espejo" por Diego Velázquez)

IV
Cruzaron la calle hacia la plaza que a esa hora de la ciudad y el otoño sólo estaba poblada por una pareja abrazada, hecha una sombra de dos cabezas en uno de los bancos centrales. Camila recordó que en ese mismo banco ella entre las rodillas abiertas de Luciano se había sentado apoyándole las nalgas sobre los muslos. Había dado un pequeño salto hasta quedar encaballada sobre él de modo que las puntas de sus senos quedaron a merced de su barbilla y su boca, que se abrió sobre uno de ellos a traves de la tela, y él la sorbió y le insufló su aliento en la tarde invernal,  le rodeó el torso con sus brazos y ascendió su boca y ella descendió la suya y se besaron por primera vez  y  Luciano se atragantó y tosió y se rieron un rato. Las sensaciones siguientes fueron sublimes, repartidas en los cuerpos, disolviéndoles los escrúpulos, haciéndolos ingresar en sensaciones flamantes. Las húmedas lenguas, las mandíbulas abiertas y también los párpados ocupándoles los ojos, unos para cada uno, como de cíclopes. El sexo de Luciano duro y enorme según ella lo sentía en la tensión de su vulva apretada por el jean, las puntas de sus pezones erectas. Ansiosa, algo sofocada y transpirada, sintiendo una comezón en su clítoris, en los labios de sus genitales, solo aliviada por la humedad de sus secreciones y la palma y las yemas de los dedos de la mano de Luciano que se había introducido entre su bombacha y la dureza osea de su pubis y su propia mano libre que había corrido el cierre relámpago del jean de él para poder aferrarle el pene. Y los besos, los besos pastosos, interminables y después el aroma de su sexo en los dedos; una extraña mezcla de ananá y magnolia, untuoso, provocador, excitante.-
Se había despegado de Luciano. Al pisar la plaza le había dicho que quería seguir sola, que necesitaba pensar. Después de haber vomitado en el baño del restaurante sintió también que el llanto provocado por la súbita rabieta se había agotado como una tormenta de verano. A su evocación de aquél primer beso con Luciano se le iba agregando ahora hasta eclipsarla, la tarde y la noche contra el caballete y su lienzo que habían derribado con Antonio Cejas cuando los cuerpos de los dos, ya expertos, interprovocados, deseosos, anhelantes, imbuidos de una voluntad casi avariciosa, se habían precipitado sobre el desarreglado lecho del pintor en cuyas también desarregladas sábanas habrían también caido  otras mujeres, otras modelos, como ella, y  habrían gozado de esa pulsión libidinosa, lujuriosa, tan sensible y maleable y frecuentada como las densas pastas al oleo en las que los colores guardaban sus potencias para ser abiertos por el pincel y transportados a los lienzos y a las telas tensas sobre los bastidores. Las anilinas despedían esos olores espesos a materia blanda y removible e inundaban su olfato y se confundían con los aromas a oliva, lino, aguarrás, trementina, que flotaban en la atmósfera recogida e íntima del atelier. Él le había prometido terminar de delinear el boceto de su cuerpo desnudo sobre la tela, le había hablado de colores. Camila sentía las promesas del amarillo, el azul, el fucsia, el celeste y que las esmeraldas,  que Antonio le había jurado conseguir para revivir sus ojos sobre la tela, la esperarían como dos estrellas volcadas por la noche en aquél rincón de la ciudad.  Quería verlas y que sus manos y su cuerpo se lo agradecieran así que comenzó, sin dudarlo, a caminar hacia el atelier.-

                                                               Fin

Amílcar Luis Blanco