viernes, 27 de diciembre de 2019

LA MUERTE LÚCIDA




                                Estar cómodamente sentado en la butaca de un cine o un teatro y contemplar el desarrollo de las acciones y escuchar los parlamentos y diálogos de los actores y actrices en la pantalla o en la escena hasta olvidarnos de nuestro propio cuerpo, ese objeto que, como un médium o un  modem nos está haciendo ingresar en una suerte de breve eternidad o de muerte lúcida, en todo caso en un más allá casi instantánemente accesible, confortable. Que nos permite ver la vida desde una muerte momentánea que dura lo que dura la obra o la película. Si el grado de identificación con los actores y las actrices que representan otras vidas, las de los personajes, es muy alto, podríamos decir que estamos utilizando nuestros ojos, nuestros oídos, nuestros cerebros, para multiplicar nuestra única vida convirtiéndola en otras vidas, como si nuestra única vida fuera el prisma que descompone la luz de lo existente en ese acto de percepción y expectativa y nos proyecta en posibilidades hasta esa experiencia imposibles de ser. Como si nos colocáramos fuera del tiempo e interrumpiéramos el devenir con esa pasividad, esa protesta contra una mutación constante y compulsiva que nos tiene presos en la corriente de un río torrentoso, el de nuestro yo, que nos lleva sin preguntarnos hacia un destino que no hemos elegido y hacia una muerte que jamás elegiríamos o que sólo elegiríamos por resultarnos insoportable ser arrastrados hacia la nada.
                           Jacobo iba mucho al cine y, cuando conseguía ahorrar sus propinas como botones del Hotel Transatlántico, también iba al teatro o a comer a la cantina que quedaba justo a la vuelta del hotel, sobre la calle San Martín. Se complacía en su vida solitaria de muchacho de tan sólo diecinueve años. El hotel estaba en Buenos Aires, sobre Lavalle nada menos, a metros de Florida. Allí la corriente de la vida era desbordante y lo sigue siendo aunque los colores, las luces y las sombras hayan cambiado y sus nitideces y contraluces se estén apagando porque Jacobo las recuerde como lejanas experiencias. No todavía por haber alcanzado la vejez en su vida propia sino porque hace la lenta digestión de la película que acaba de ver y que le sugiere este salto en el tiempo. Dejaré claro entonces que acababa de ver “Amarcord”, la obra maestra de Federico Fellini, que lo ha inducido a ésta y otras tantas reflexiones. En su vida real de botones han ocurrido muchas cosas ese día. La principal, una atractiva viuda, diez años mayor que él, a la que le ha llevado el equipaje hasta la habitación, lo ha mirado intensamente y ha suspirado mientras lo miraba. Signo inequívoco de su interés por él que Jacobo no ha alcanzado a descifrar.
                          El mayor placer de Jacobo en esa su primera juventud consistía en desdoblarse, en imaginarse otro y desde ese alter ego contemplar su vida. Cuando proyectaba esa característica suya hacia el futuro no podía dejar de darse cuenta que, en algún momento de su vida, cuando alcanzara su vejez, que fatalmente llegaría, debería contemplarse desde el más allá de su muerte.
                               Pero para entonces tendría la anécdota de aquélla noche con la viuda joven que fue también la de su debut sexual. La de la primera vez que entró en el cuerpo de una bella mujer deseada y sintió sobre su pelvis y la portentosa erección de su pene una vagina aterciopelada que se estrechaba como un anillo vivo en su alrededor y reclamaba de él lo que había aprendido, mantenerse erecto, contenerse, no dejarse llevar rápidamente a la eyaculación, al orgasmo que podía terminar con ese milagro, por fin ocurriéndole, derramándose y exigiéndole, con frecuencia de gemidos entrecortados, una satisfacción final desde ese cuerpo femenino de deliciosas turgencias apoyando la levedad de su peso sobre sus caderas, abriéndose sobre ella en muslos desnudos y tensos sobre la musculatura de los suyos. Sintió que se elevaba. Por fin aquélla primera mujer en su vida terminó con un gemido largo e involuntarias convulsiones la descarga de su libido. Se había excitado hasta el paroxismo con el muchacho distraído e introvertido que Jacobo era por aquel entonces. Lo había visto en el ascensor el primer día de su arribo al hotel. Los labios de un cierto grosor pero de una simetría agradable, la recta nariz, la frente despejada, el pelo ensortijado. Se había enamorado. Lo había deseado súbitamente, con intensidad y le costó bastante que él, desde la nube de ensoñaciones en la que vivía, se diese cuenta, advirtiese que ella, por lo menos, lo deseaba como a un efebo.
                                 Tuvo que quitarle el anillo de novio de plata que él ostentaba en su anular y que, después se enteró, había sellado el compromiso de Jacobo con una novia con la que no había todavía consumado la unión sexual. Él no le había contado su inexperiencia, sólo su noviazgo y el compromiso, ingenuamente aterrorizado porque, en oportunidad de haberle pedido por medio del conserje que en su función de botones le acercara una gaseosa hasta su habitación, se lo había quitado y, estando en su cama, apenas cubierta por una salida transparente, sin corpiño que le tapase los senos, le había sonreído y guiñado el ojo. Le había dicho además que fuese a reclamárselo cuando finalizase su turno de trabajo. "No. Está prohibido"- había dicho Jacobo estúpidamente, pero también comenzando a darse cuenta que el interés de la viuda por él iba en serio. "Como quieras, pero si querés recuperar el anillo, ya sabés"- le había contestado ella.
                                 Así que habló con el conserje, con Pedrito. Pedrito le dijo: "Qué suerte tenés pibe". Lo había mirado con envidia. "Andá nene, no te la pierdas".
                                 Así que fue. Y mientras subía en el ascensor y llamaba a su puerta, pensó si ella, viuda y todo, no tendría una pareja, porque la había visto el día anterior con un tipo mayor, muy bien vestido, perfumado, que fumaba un Chesterfield, sentados los dos a una mesa íntima, en el restaurante del hotel. Ella había bebido champagne y el tipo un whisky. Pensó y se dijo para sí los versos de Lorca, los del romance de la casada infiel, porque aunque ella fuera viuda estaría traicionándolo a ese hombre mayor. Pensó que cuando él fuera viejo jamás tendría una mujer mucho menor que él porque seguro lo traicionaría. Sintió que ya se estaba excitando, el entumecimiento y el agrandamiento involuntario de su pene, porque la vio casi desnuda antes de verla, cuando ella le abrió la puerta de su habitación y se acercó a su cuerpo y le posó la palma en el cuello y lo besó. "Su piel está muy tibia, como afiebrada" - pensó. Se fueron acercando a la cama. Ella le desabrochó el cinturón y los pantalones cayeron, se enredaron en sus tobillos.
                              Los muslos de la viuda, no se escaparon “como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío”, como en el poema de Federico. Por el contrario, permanecieron tersos y relajados mientras Jacobo se los acariciaba y las rodillas de ella le apretaban las caderas y  toda ella cabalgó enseguida sobre su pelvis hundiéndose el miembro de la masculinidad de Jacobo en la untuosa cavidad de su vulva. Ella iba hacia su segundo estallido y él, maravillado, la contemplaba y le presionaba suavemente y porque ella lo pedía,  los pequeños pezones.
                                “Aquélla noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nacar sin bridas y sin estribos”, se decía Jacobo mientras aguantaba los golpes, pelvis contra pelvis, y esperaba el nuevo estremecimiento de las convulsiones de su excitada compañera.
                         "Mientras  cogíamos, copulábamos, garchábamos o fifábamos" -, se decía,- "debo aguantar y sentir, sólo sentir, sólo entregarme y aguantar y fifar, fifar" - Jacobo había escuchado por primera vez el verbo fifar de labios de ella y eso lo había excitado particularmente, - había evaporado su timidez y sus inhibiciones. Le había parecido particularmente decadente y lascivo ese término. Ella tenía un rostro algo aniñado, pero de mirada y labios perversos, que destellaban un atrevimiento, una osadía de prostituta, según le pareció mientras la miraba cabalgar y la oía gemir. En realidad esa osadía, ese desparpajo que advirtió en ella lo seguiría inspirando para encarar sus aventuras eróticas posteriores. Fue su puerta de entrada a los deliciosos infiernos de la carne. "Liberadores"-, sintió. Nada que ver con la muerte que, en sus adelantos imaginarios a ese debut tantas veces soñado y tan fervorosamente deseado, se le presentó aquélla noche como contemplativa e inefable.  Había sido el “leit motiv” para explicar el éxtasis y la caída después del orgasmo, "en todo caso una muerte lúcida" - pensó-, "sin luto, ni miedo, sin angustias". “Sus muslos se le escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío”, porque ahora Jacobo se había incorporado, la había quitado de su encabalgamiento y la tomaba desde las rodillas y empinaba sus muslos y la ponía de costado para seguir penetrándola, ahora jugaba con su cuerpo. Se sentía su dueño, su poseedor tiránico y a la vez misericordioso, como si la tuviera a su merced, esclava de la debilidad de su deseo, en el que estaba inmersa buscando como una náufraga la satisfacción, el orgasmo que por fin la convulsionó una vez más y al que él también accedió desde sí mismo, acabando con ella.
Entonces sobrevino la primera muerte lúcida de su vida, el relax que siguió, el cigarrillo que ella le convidó y la llama que le acercó desde el encendedor, desde el brillo de su mirada y desde sus labios abiertos a la sonrisa.

Amílcar Luis Blanco (Pintura de Egon Schiele)

viernes, 13 de diciembre de 2019

El amor, ese tirano (Carta a la mujer amada, fragmento)





Botticelli culturainquieta


Hay días en los que mi soledad esta llena de mi presencia y la disfruto. Hoy por ejemplo. Espero que estés igual, que te ocurra lo mismo. aunque sea una experiencia muy narcisista, porque no siempre pasan días en los que la sensación o el sentimiento de amor por uno mismo suele cruzarse con la sensación (¿Sentimiento?) del absurdo. Uno sabe o intuye que  está al borde, caminando por la cornisa de alguna altísima montaña interior hecha de tiempos propios y entre otras montañas de tiempos de otros, tan mortales como nosotros, y que también está evitando los abismos de la depresión, la tristeza ilevantable, la angustia, el desasosiego, el miedo de los períodos de sombra y oscuridad absoluta. Una franja de sol, una tajada de brisa adentro de un paréntesis de luz que no deslumbra ni quema, no encandila ni fastidia y en todo caso permite ver, contemplar, asistir a todo como mudo testigo.
Viene a la memoria la letra de un carnavalito: "Hoy estoy aquí, mañana me voy, pasado mañana, dónde me encontraré..."
Así  es, querida amiga, te escribo desde el tiempo y desde este viaje en el que nos estamos yendo juntos y agitando las campanitas en nuestras memorias. Vos, aparentemente detenida en la escuelita de Tilcara, y yo aparentemente cumpliendo ahora mi labor de corresponsal periodístico en Ushuaia.
Ya a esta edad, al cabo de tanto tiempo, tengo la certeza de haberme enamorado una vez más. Y, aunque hoy, extrañamente, me baste a mí mismo y el extrañarte, el echarte de menos, no se me haga intolerable, estás en mí, te atravieso, me muevo imbuido de tu imagen, la visión de tu rostro abierto y claro, de tu sonrisa iluminadora, tus arrugas, tus hoyuelos, me acompaña y no me deja. "Estás clavada en mí, te siento en el latir abrasador de mi sueño y ardiente y pasional te quiero mucho más cuando estás lejos de mí..." Y el tango Pasional sigue cantando dentro de mí y vos sos ese tango.
Y mucho más está tu cuerpo, tus piernas, tus muslos y nuestros besos repartiéndose entre los dos por nuestros cuerpos, ese nuevo territorio compartido en el que nos hemos convertido, transubstanciado, como si nuestra común materialidad se hubiese transformado en una sola substancia de espíritu, como en el milagro eucarístico de la religión cristiana.
Pero ¿Qué podemos hacer con este amor tan necesitado de nosotros y del que ahora nos ausentamos? El amor, ese tirano, del que han surgido tantas novelas y telenovelas. El amor romántico de siempre, nuevo y viejo, inspirador de tanta y tanta poesía, de canciones, películas, que ha modificado, moldeado, creado, el total de la vida de nuestra especie en el planeta. Entre hombres y mujeres, entre hombres entre sí y mujeres entre sí. El de Romeo y Julieta, Tristán e Isolda y etcétera, etcétera.
No puedo dejar de pensar en "El libro de los amores ridículos" del gran Milan Kundera o en "Cumbres borrascosas" de Emily Bronte o en "El amor en los tiempos del cólera" de Gabriel García Márquez. Esas y otras muchas lecturas han signado mi vida, mi sentimiento de amor sobre todo.
Acaso el amor romántico sea una colección de lugares comunes y ridículos. Encerronas de la naturaleza en las que nos vemos y sentimos envueltos y de las que no podemos salir aunque querramos.
Acaso entre nosotros, querida, el amor haya sido ese sólo episodio de sexo que nos tomó en la pieza del hotel e hizo que nos arrebatáramos la ropa para sumirnos en la desnudez activa del deseo, un deseo envolvente y abrasador. Acaso la pasión se haya ahora transformado en amor apasionado y el deseo del uno por el otro nos despierte una y otra vez por las noches. Seremos las llamas, las brasas y a la vez el combustible del fuego que creamos. Y entre nosotros el fuego y entre nosotros el agua, el aire y la tierra. Y entre nosotros la pena de separarnos y la alegría de reencontrarnos, los extremos del alma y del cuerpo, de las almas y los cuerpos. El sentirnos universales, históricos, eternos, atravesados por el cosmos mismo en constante expansión.

Amílcar Luis Blanco (Pintura, fragmento de "El nacimiento de Venus", oleo sobre tela de Sandro Boticelli, en el que retrató a Simonetta, su amada)