viernes, 7 de diciembre de 2018

CLUB DEL PROGRESO







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Como tantas otras veces mi socio me había invitado a tomar café y también antes, como no solíamos hacerlo siempre, habíamos caminado por la calle Sarmiento y entrado, seducidos por su frente antiguo de estilo francés, al enorme espacio del restaurante, un poco antiguo, del Club Del Progreso, al que durante el siglo XIX concurrieran las personalidades políticas descollantes, algunas de las cuales, como la de Leandro N. Alem  se exhiben hoy en daguerrotipos de tamaño  natural.
Nos sentamos a una mesa rinconera del inmenso salón inundado por la luz  y estuvimos allí charlando de bueyes perdidos y tomándonos el café. Sintiendo, creo que al unísono, el placer de compartir esos instantes de pura contemplación, de intensa divagación, en la que me parecía sentir el aroma y las expectativas de aquellos personajes lejanos en el tiempo, como si yo mismo y mi amigo fuéramos dos de ellos. Incluso en la conversación arriesgué la idea de que fuéramos efectívamente esos otros.
- En realidad el tiempo o las características de una época están en nuestra subjetividad - dije.
- ¿Cómo es eso? - preguntó mi socio con una sonrisa que desnudaba su interés por el tema.
- Claro, hace poco me enteré de la muerte de un amigo al que hacía veinte años que no veía.Había fallecido poco después de nuestro último encuentro de un infarto fulminante. Sentí pena, pero también, consideré que durante esos veinte años mi amigo había estado vivo para mí. Quiere decir que el tiempo depende de nuestra subjetividad, de que consideremos su paso, de que consideremos las transformaciones que produce. Si nos distrajéramos  de él, si comenzáramos a imaginar cómo sería este salón a mediados o fines del siglo XIX, si nos concentráramos en esa idea, como en un trance hipnótico, podríamos inclusive llegar a hacer desaparecer el presente.
Mi socio se quedó mirándome y finalmente asintió con su cabeza. Llamó al mozo, pagó y me dijo que iba al baño. Pensé que había olvidado la propina, algo raro en él. Me incliné y dí vuelta para buscar en mi saco que había colgado en el respaldo de la silla algún billete para ponerlo sobre la mesa y, al mirar el piso, descubrí dos billetes de quinientos pesos cada uno. Pensé que mi socio, al pararse para ir al baño, descuidadamente, los habría dejado caer así que me agaché y los agarré con la idea de devolvérselos, pero entonces otra mano tomó la mía y una boca, seguramente la que correspondía a esa mano mientras me mantenía con fuerza en esa posición circunstancial, se acercó a mi oído y me dijo, "los dejó para usted el señor Alem que está fumando en el cielo". Después la presión desapareció y me incorporé como un resorte pero no había nadie a mi lado. Pensé que estaba loco. Miré hacia todos lados pero no me pareció que alguien hubiese advertido nada. Un poco nervioso e impaciente seguí esperando por un largo rato que mi socio regresara del baño. Pero no ocurrió. Él no venía. Me incorporé entonces y caminé hacia el fondo del salón buscando el baño. Lo encontré y una vez dentro escudriñé cada rincón pero en el baño no había nadie. Salí y me acerqué a una mujer que estaba detrás de un mostrador y pregunté si no había otro baño en el salón. Me contestó que sí y me sentí aliviado. Me explicó que hacia el medio del salón, donde había colgadas dos pantallas de video, hacia la derecha había otros baños. Fui entonces animado esperando encontrarlo en el correspondiente a "caballeros" a mi socio, pero no, tampoco estaba en ese baño ¿Dónde estaba entonces? ¿Se habría ido?
Resultaba muy extraño que se hubiese ido sin decírmelo. Me dirigí a la salida fastidiado. Una mujer viejísima, con un cutis arrugado y apergaminado me detuvo en el vestíbulo con el daguerrotipo de Alem y comenzó a dispararme preguntas acerca del lugar, si había quedado satisfecho, qué había consumido, etcétera. La mujer tenía sus labios pintados de un rojo púrpura, un tanto cardenalicio pensé, sonreía exhibiendo su dentadura postiza y coqueteándome absurdamente. Se me ocurrió elogiar la arquitectura, decoración y tradición del salón y puse voluntad en sostenerle la conversación que ella se complacía en mantener. Por último, como para cortar tanta verborragia, le dije:
- Y qué me dice del señor Alem? - señalándole el daguerrotipo.
- Ah!-suspiró- debe estar fumando en el cielo.
Y cuando hizo este comentario, a mi espalda escucho la voz de mi socio venida desde el zaguán de la entrada al club.
- Yo sí que he estado fumando ¿Dónde te habías metido? Te esperé más de una hora.

Amílcar Luis Blanco

martes, 4 de septiembre de 2018

GRISEL





El día en que mi madre intentó suicidarse yo tenía ocho años. Vivíamos en un pueblo de provincia en el que cualquier acontecimiento inusual corría como un reguero de pólvora por las lenguas del chismorreo vecinal. Recuerdo que mientras mi padre y el médico amigo llamado por él intentaban limpiar el estómago de mi madre tratando de hacerle vomitar las pastillas que había ingerido yo pinchaba un tomate redondo, rojo y maduro, con un alfiler tratando, con esos pinchazos obsesivos, de conjurar el momento, de exorcizar las malas ondas, que, incluso, parecían provenir de ese mediodía gris, de cielo nublado,que se cernía sobre el pueblo, en el exterior de la casa de ladrillos desnudos en la que vivíamos. Mi madre tenía en ese entonces, año 1955, veintiséis años, padecía de asma crónico y de una angustia, también crónica, producida por tener que sobrellevar la tempestuosa relación con mi padre, de treinta y un años; un hombre que la había convertido en víctima de sus celos enfermizos hasta agobiarla y haberla llevado a esa desesperada determinación. Aunque él dijera, después de que se hubo superado el trance, esos feroces instantes en que, como hijo mayor y más consciente, emprendí mi agresión hacia el tomate, que en realidad mi madre no había querido acabar con su vida sino tan sólo llamar la atención, lo cierto fue que, desde entonces, sus pareceres y opiniones dejaron de parecerme convincentes. Intuitivamente sentí que, quien se arriesga a perder su vida, aunque procure llamar la  atención, protagoniza una acción temeraria que puede llevarla mucho más allá de ese propósito, es decir, a la muerte y que la acepta como un resultado posible.
Aún ignoro en el momento en que lo hago por qué razón escribo todo esto y vuelvo a rememorar aquel oscuro día de mi infancia. Tal vez lo haga para iniciar una catarsis que pueda limpiarme a mí de ese veneno psíquico que la experiencia de suicidio vivida por mi madre con un tóxico químico me dejó. O quizá lo haga por mi deseo de entender, de volver a aquélla circunstancia para conseguir situarme y situarla en mi historia de vida, en su contexto, en un ensayo de autoanálisis, para comprender mis miedos y vacilaciones, mis inseguridades, poniendo fuera de mi mente, exhibiéndolos, contenidos que están en mis recuerdos, para no olvidarlos o para olvidarlos definitivamente colocándolos en las memorias de quienes me lean.

A medida que pasan los años los días se suman unos a otros hasta parecer un día único. La amalgama de los recuerdos, en un instante, puede traerme imágenes, escenas, de mi infancia, adolescencia, primera y segunda juventud, madurez y comienzos de vejez. Esta última, antesala de la desaparición física final, en la que ya sabemos que lo mejor de las etapas pasadas no se repetirá porque nuestro pasaje por la vida está atado a la naturaleza y no a nuestros deseos, es la más filosófica y, a la vez, la más instintiva. Las experiencias se fusionan unas con otras y también se separan en una suerte de prisma que las descompone en vertientes de diferentes texturas y colores. Un color, un olor, una suavidad o aspereza, las músicas, los ruidos, en suma el mundo llegando a nuestros sentidos y a nuestra conciencia se desgrana en mil pensamientos, sentimientos y sensaciones y hay como un retorno a esa primera infancia, anterior todavía a la posesión de un lenguaje, en la que somos sólo sentidos y sensaciones con escasísimos atisbos de razón. Somos instintos sumergidos en instantes que se suceden unos a otros como si entre ellos el hilo de continuidad que es el tiempo no existiera. Como en ese verso de Rainer María Rilke que dice "Toda en sus ojos vive la criatura". Es decir, estamos en la eternidad.

Y esa eternidad puede ser la de un tomate pinchado que regresa a nuestra memoria en la que nos vemos pinchándolo y algo, muy importante y significativo, del alrededor se ilumina. La luz cae sobre el tomate, sobre la cocina de mi casa de infancia, sobre el aparador y el recipiente de loza que contenía el fruto rojo. La tarde gris, el color pálido de la piel del cuerpo de mi madre, transportado por mi padre y por el médico y el rostro casi exánime de mi madre y el terror y la desesperación que me invadían. Todo vuelve, regresa, se presenta nuevamente en mi memoria como si en esa fruta roja que con un alfiler traspasaba repetidamente se cifrara y estuviera grabada la densidad anímica de ese momento y su contexto.
- Vos misma sos un símbolo - le digo
- Símbolo de qué - me dice - ¿De qué estamos hablando?
- De lo que estoy pensando o mejor dicho recordando.
- ¡Ah! ¿ Y qué estás pensando o recordando?
- Una tentativa de suicidio.
Debo decir que yo me había puesto a recordarla en la mesa de un café y que frente a mí estaba Gricel, a quien le habían puesto ese nombre de heroína de tango porque su padre y su madre vivieron más o menos la historia que se cuenta en la letra de ese engendro lacrimoso y cursi de Mores y Contursi.
- Todo viene de épocas y sentimientos y desgracias vividas en el pasado por nuestros abuelos o nuestros padres o nosotros mismos cuando éramos pendejos, no te parece?
- No sé bien de qué me estás hablando...
- Tu viejo, tu vieja - la interrumpo - Acordate. Vos me contaste por qué te llamaron Gricel.
Gricel se queda en suspenso, mirándome. Sus ojos negros enormes se iluminan. Esa sonrisa pícara que tiene, una tajada de sandía blanca como el arroz con leche bordeada por la pulpa roja de sus encías, se abre como un acordeón que se estira. Gricel tiene el pelo renegrido. Lo tiene atado y trenzado y lo enrolla sobre la cima de su nuca sosteniéndolo con una peineta color celeste que es lo primero que le quito para que el largo de su pelo, que le voy destrenzando, se le desparrame sobre la espalda desnuda cuando nos disponemos a ganar la cama en el departamento de la Avenida Belgrano que ella cuida. Después de hacernos el amor venimos a este bar a tomarnos algo.
- Y, qué tiene que ver? - me pregunta.
- Todo tiene que ver, todo es pasado. Este mismo presente, vos y yo tomándonos un café después del amor, estamos dentro de la película del tiempo.
- Estoy segura que lo de hoy lo voy a recordar - me dice
- Sí, seguro, ya somos recuerdo.
Le digo eso pero ya estoy pensándolo de nuevo como lo pensé en ese momento con ella y como lo pienso ahora que lo estoy escribiendo sin saber bien por qué y para qué lo escribo. Para que forme parte de la novela o quede como cuento porque quiero convertirme en escritor. No sé pero pienso en el tiempo y en cómo, atrapados en su corriente, repetimos una y otra vez, como autómatas, gestos, actitudes, acciones, comportamientos, aunque los llenemos con nuestras diferencias. Gricel es única para mí. No sé por cuánto tiempo. Seguramente soy único para ella, pero siempre por un tiempo, porque ya estuve con otras mujeres que me parecieron únicas y a la postre no lo fueron. Y ella estuvo con otros que también le parecieron únicos y no lo fueron.
Miro a través de la ventana del bar, absorto. Este último pensamiento mío es deprimente y no me siento capaz de comunicárselo para no amargarla. Gricel ríe y me toma la mano y me alegra la vida. Le devuelvo la sonrisa y aprieto sus dedos entre los míos. La quiero muchísimo en ese momento y creo que la voy a amar toda la vida. No podemos, los dos, dejar de correspondernos, con nuestras miradas, nuestras sonrisas, nuestras manos. La tentativa de suicidio de mi madre vuelve a mí memoria como el trasfondo de una vieja película y hay una música machacona en el bar que golpea y sacude nuestros oídos y a partir de ellos nuestros cuerpos se sumergen en esa onda vibratoria. Siento como si la atmósfera dentro del bar se descompusiese. Hay una sensación densa de temblor y vacilación.
- Es el río que pasa - le digo.
Gricel me mira y sus ojos azabache brillan como si toda la ciudad, todas las ciudades y los días, una eternidad asentada sobre el infinito se posara  en la luz que sostienen, para mí, sólo para mí.

Amílcar Luis Blanco (Pintura de Edward Hooper)

martes, 17 de julio de 2018

COMPLEJO DE DIOS





                                               Anoche soñé que estaba en una fiesta con amigos y conocidos y había vuelto a fumar. En el sueño además sabía que hacía varios días, semanas o quizás meses, que  había regresado al vicio de aspirar y  expirar esa vigas blancas de dudoso atractivo, de humo alimentado tristemente por mi aliento, para darme una fútil importancia. Sentía todo eso y desprecio por mi mismo. Pensé que me repetía y volvía a uno de los ritos del aburrimiento, a una adicción para tontos. Siempre en el interior de ese mundo onírico, mientras sonreía y hablaba despreocupadamente a otra gente que sonreía y hablaba despreocupadamente y también fumaba, sentía que ya no tendría remedio; era la hoja arrastrada en la tormenta, el integrante de una muchedumbre de virtuales muertos antes de yacer en sus sepulcros que vagaba por calles, casas, reuniones, ágapes, festejos, oficinas, a diferentes horas en ciudades pobladas por zombis, por autómatas cuyas existencias eran regaladas a esas costumbres repetitivas.
                                             No recordé mi sueño (¿Pesadilla?) inmediatamente después de despertar, no. Me vino a la memoria cuando estaba lavándome las manos en el baño de mi departamento. Entonces, por decir así, una parte importante de mi alma me volvió al cuerpo. Me inundó una sensación de bonanza, de gratitud por saber que mis deseos de volver a fumar, por lo menos en la vigilia, estaban completamente dominados.
                                             Salí a caminar la misma tarde de ese día. Había dejado de llover y garuar, y, en el cielo, la cubierta gris de nubes había desaparecido dando paso a una atmósfera celeste que hacía parecer verdes flamantes las copas de los árboles y los céspedes en las veredas, aunque perduraran las manchas de humedad en paredes, frentes y mamposterías desnudas. Anduve  distrayéndome, mirando vidrieras de ropas, por la calle principal. Quería elegir un jean y un suéter azules porque me imaginaba vistiéndolos cuando fuera al teatro con la mujer de la que me había enamorado. Ese mismo día que siguió al sueño, para ir por la noche, una pareja de amigos nos había invitado  al teatro a ver una obra, "Dios mío", protagonizada por un actor, Juan Leyrado y una actriz, Thelma Biral, famosos y cuyo tema me interesaba. Así que me sentía estimulado por la perspectiva. Pero de pronto me perturbó la idea de que siempre elegía la misma calle para llegar al centro comercial, veía los mismos frentes, las mismas casas y comercios, los mismos cuerpos y caras de las mismas gentes y cuando me interrumpió el maullido agudo, casi el grito, de un gato que se trepó con la velocidad de un rayo a un árbol para escaparle a un diminuto perro que lo perseguía con un ladrido chillón y fastidioso pensé que la irrupción de lo azaroso cuando no nos llenaba de terror, escasas veces de alegría, contribuía a que la existencia no nos aburriese.
                                             Yo ya estaba muy enamorado de esa mujer amiga de la pareja que nos había invitado. Ella había comenzado a ser para mí un universo misterioso y desconcertante. Me enamoró casi a primera vista. Y digo casi porque cuando la ví por primera vez sus ojos, su pelo rubio, su frente amplia, me dieron la imagen de una intelectual y las intelectuales hasta entonces nunca habían sido mi tipo. Sin embargo "Ella", era su nombre de pila, me pudo. El brillo de la mirada de sus ojos castaños permaneció en mi mente después de haberme alejado de la presentación de un libro en el local en el que un amigo me la presentó. Ella era periodista. Escribía una columna de crítica literaria en una revista de variedades y, pese a ser una intelectual en toda la línea, más tarde pude averiguar que en la intimidad era tímida y necesitada de ternura como una niña pequeña y, aunque no era caprichosa, era dueña de una sensibilidad a flor de piel que la exponía a ser lastimada por infinidad de circunstancias. El amor se cayó de mí, se hizo visible como para que otros lo advirtieran, cuando la vi por segunda vez. Ella me llamó por mi nombre de pila y al darme vuelta y verla sonriéndome no pude contenerme, dije, "qué alegría verte de nuevo" y tomé su cara entre mis manos como si fuera el de una niña pequeña y la besé impulsivamente en la boca. Por supuesto, fueron mis labios cerrados sobre sus labios cerrados, pero la había tomado de ambas manos y Ella me sonrió mirándome a los ojos y las retuvo y, si las solté yo o ella no lo sé todavía, sólo se que volví en mí cuando escuché la voz del amigo con quien estaba en ese momento y cada uno de los dos seguimos nuestro camino ese día. Pero al llegar a mi departamento llamé a mi amigo para pedirle su teléfono y ese mismo día la llamé.
                                             Hasta esa llamada que le hice a Ella había sido bastante mujeriego, bastante promiscuo. Tenía un amplísimo registro o espectro de estilos de bellezas de mujeres para elegirlas. No me cansaba de admirarlas y desearlas, de sentirme seducido y cautivado por las perfecciones fisonómicas y físicas de sus rostros y sus cuerpos. Mi atención ponía demasiado énfasis en verlas como objetos eróticos y estéticos a la vez, con predominio de uno u otro aspecto y no me preocupaban las franjas etarias. De veinte a setenta años les encontraba siempre algún atractivo y era capaz de incurrir en las más rocambolescas acciones y comportamientos para conquistarlas y poseerlas. Se hubiera podido decir de mí hasta el encuentro con Ella que el único paraíso de eternidad que hubiera aceptado sin hesitar habría sido el de las mujeres. Me preocupaba además ser un buen amante, el mejor que pudiese. Atendía los detalles y exigencias de las mujeres que trataba y extraía de esas relaciones y compañías todo el placer que podía. Cuando conocí a Ella recién había cumplido cincuenta años y mi personalidad libidinolujuriosa no había mermado sino que, al contrario, estaba en su máximo esplendor.
                                            Algo giró en mí hacia dentro y hacia fuera y lo sentí como la vista de un trompo en atorbellinada aceleración y desplazándose despacio por un piso de parquet pulido y brillante cuando la ví a Ella sonreír y aplaudir el ingreso de Leyrado a la escena personificando a Dios. Además Dios llegaba como el gran padre de repuesto que toda mujer sumida en la desesperación necesita. En ardorosa soledad el personaje de la Biral se debatía en el revés de una existencia que la tenía atónita y desconcertada. Cuando salimos del teatro, bajo la fría intemperie de una noche de junio en Buenos Aires, la tomé de la mano y la atraje contra mi cuerpo y Ella levantó su rostro hacia el mío y unimos nuestros labios, nuestras bocas, en un beso dulce y suave. Sentí el impulso de protegerla y abrigarla y atemperar la impresión que la obra le había causado.
                                        Pese a todo, en las siguientes dos semanas de la función teatral, tuve una recaída en mi amor a la soledad y soltería, a la libertad casi empalagosa con la que disfrutaba mis ritos. Leer, escribir, mirar películas y series en Netflix, levantarme tarde y andar en mi departamento en calzoncillos, sentirme cómodo hasta hartarme y cuando me aburría salir a deambular, meterme en un café o en un teatro. Era Dios, el Dios de mí mismo, hundido en una mismidad que lejos de producirme la necesidad de consultar a una terapeuta con un hijo autista como el personaje de Leyrado en la obra me solazaba en mis vicios e imperfecciones anodinas e inofensivas. Era seguro que carecía de profundidad, tal vez de empatía, o madurez o de qué sé yo.
                               Por eso la irrupción de Ella en mi vida significaba una revolución interior, una experiencia inesperada. Debía compartir. Esa actitud por la que debemos penetrar a lo gregario cuando somos pequeños. Como si perforáramos el cascarón de soledad en el que estuvimos en el seno materno, asistidos por la presencia invisible del ser que nos alimentaba y garantizaba nuestras futuras posibilidades de avanzar hacia un destino desconocido. Compartir, interactuar, hasta llegar a sentir no sólo la presencia sino las necesidades, los padecimientos del otro. Sensibilizarnos admitiendo al otro como a nosotros mismos y descubrir a una cierta altura de la vida que nosotros somos el otro al que hay sobre todo que darle amor.
Pero salir del amor a uno mismo es como convertirse en el tercer hombre que no se ha sido. Enamorarse es enajenarse, irse de ese alambicado sitio frente a un espejo en el que, como Narciso inclinado sobre el agua contemplándose, me hallaba atrapado. Así fue para mí y después de haber conseguido un habitat neutral para los dos, para Ella y para mí, de haber abandonado nuestras solterías ambos, de haber quedado los dos solos frente a frente, Dios se debió esconder para nosotros.Como en el tango, en alguna noche perdida, "salí a la calle desesperado", angustiado por tanta sana compañía, por tanto mundo compartido. con el que no sabía qué hacer ¿ Cómo empujar ese nuevo destino hacia delante? ¿Yendo hacia los shopings a ver vidrieras antes de ingresar en exposiciones y salas de espectáculos, viendo películas y series en Netfllix los dos juntos, leyéndole, leyéndome? ¿Cómo dar un nuevo sentido a nuestras vidas, seríamos en adelante los huéspedes de una soledad compartida?
Nos miramos. En el fondo del comedor blanco latía el reloj. Lo sentí como un corazón desencajado.
- ¿Te aburrís? - le pregunté. De pronto. Ni yo mismo esperaba mi pregunta. La solté sin pensar.
- Sí - dijo Ella
Aunque sobrevinieron otras palabras. Para explicarnos, para excusarnos, para no herirnos, el día que siguió a esa noche nos separamos.

Amílcar Luis Blanco

lunes, 30 de abril de 2018

LO QUE UNO ESCRIBE



                                                                         Lo que uno escribe, lo que yo escribo, lo más probable es que no tenga ningún valor o, en todo caso,  un valor muy relativo. Acotado a mis circunstancias y deseos, ceñido a mis memorias y a mis imposiciones que siempre parecen demasiado pesadas para levantar. Que me hacen sentir postrado en un bosque o una ciudad donde todo se me viene encima aunque soy consciente de que este sentimiento es una metáfora, una composición del lenguaje, de una estructura heredada a partir de la cual nací y sigo constituyéndome, sigo siendo a partir de este lenguaje conquistado día a día, noche a noche, palabra a palabra y no sólo en mis momentos de reflexión, que los tengo y muchos, sino también en mis contemplaciones, en mis idas en blanco de la realidad por caminos que no son los que veo, oigo, palpo, huelo y saboreo, también son los de mi imaginación, los de mi construir castillos en el aire.
                                                                          Después de haber leído a Jacques Lacan concluyo que caigo (o me levanto, camino, corro, vuelo, nado o lo que sea) por el peso (o liviandad) de las metáforas que imagino. Claro, las que puedo imaginar. Los deseos que puedo escenificar. Me reduzco o agrando a partir de mi capacidad para combinar palabras más o menos poéticas. Encuentro mis caminos o los pierdo a partir y en el curso de esa inventiva. Puedo renovarme, repetirme o fenecer si mis obsesiones o mis olvidos interrumpen o discontinúan esa potestad de imaginar, única en la que puedo considerarme completamente libre. Es la energía de mi deseo la que alimenta esa capacidad que linda siempre con lo fantástico, con lo fantasmático inconsciente cuando viajo hacia dentro de mí mismo y procuro descifrar con el auxilio de los significantes de las palabras en el lenguaje las significaciones profundas que me constituyen o van constituyendo en continuidad de infinito.
Bien mirados, es decir tratando de observarnos en lo que hacemos y decimos, guardamos una necesidad o pretensión de infinito, de escapar a lo que intenta esclerosarnos, detenernos, relegarnos a estereotipo; o sea, degradarnos. Y lo hacemos por medio, con y a través del lenguaje, buscando las palabras que nos llevarán hasta el portal de un infinito incesante. Somos ese "rayo que no cesa" en el decir del gran poeta de Orihuela, Miguel Hernández, quien "para la libertad" dio su cuerpo "como un árbol cautivo". Su cuerpo quedó atrás, como quedó y quedará el de todos nosotros, pero su poesía vive. Está viva en todos los que lo hemos leído, sentido y entendido. Como la poesía de todos los poetas que han logrado trascender hacia quienes nos deleitamos leyéndolos.
                                                                    Y este es el lenguaje, el lacaniano de nuestra estructura inconsciente, a partir del cual hablamos, pensamos, escribimos. Así lo que uno escribe es lo que uno es o va siendo mientras vive y lo que seguiremos siendo después de que nuestro cuerpo se haya transformado en polvo. Es el "polvo enamorado" de Quevedo que quedó en el lenguaje..
Hablar, pensar, sentir a partir de lo imaginado y, por último, escribir aunque lo hagamos en el agua. Somos aquéllos cuyos nombres están escritos en el agua como afirmó Lord Byron. Pero los significantes que hemos buscado para significarnos seguirán en esta misteriosa creación, la del lenguaje mientras dure, nuestro único Dios en todos los idiomas.

Amílcar Luis Blanco

jueves, 26 de abril de 2018

CONIL DE LA FRONTERA y VEJER DE LA FRONTERA (IMPRESIONES)






                                                                Hace muchísimo calor, un calor de Sahara, africano. Anónimos paseamos, mi hijo Guillermo y yo, por callejuelas de piedra entre paredes anchas y encaladas levantadas hace mucho tiempo para proteger a los pobladores del levante; un viento que llega del norte de África cargado de sequedad y arena instalando una atmósfera insoportable para los ojos y las narices. Esto último me lo contaron, pero aunque no lo haya padecido puedo imaginarlo. Mientras camino, casi siempre en ascenso, a veces, las menos, en bajada, pienso, pienso tratando de evocar a los lejanos musulmanes que durante siete siglos fueron dueños de la cuenca del mediterráneo. En Vejer de la frontera, una población cercana cuyas calles y edificios se implantaron, también hace siglos, en las alturas de la sierra, he visto mujeres celosamente cubiertas por túnicas y hasta con burkas. He visto y veo, también aquí en Conil, fuentes enmarcadas por coloridas mayólicas,  una, ya en Vejer, la más lucida, en el centro de una plazoleta, alrededor macizos con flores rojas, azules, amarillas, turquesas. El mar asoma por las esquinas y los rincones y el cielo, puro y azul, cae sin piedad recortando sombras para que en esas porciones de fresca oscuridad podamos sentarnos en algunos bancos o detenernos. Me siento, algo agitado, junto a mi hijo, nada agitado, sobre un banco de la plazoleta que da a la fuente y comienzo a disfrutar de lentas observaciones. La gente de diferentes edades y tamaños disfruta, animada, de pie, sentada, tomando fotos, mirando como yo, del panorama y de las alternativas que el espacio ofrece. Estamos en Vejer y Guillermo me explica que las brumas que se ven en el confín del horizonte, en la línea imprecisa que el mar dibuja con el cielo, se esconde la orilla norte de África. Me impresiona, como lejano habitante de una ciudad cercana a Buenos Aires que sólo ha visto en los mapas esas geografías, estar en la realidad contante y sonante de ese lugar. En un pequeño punto del sur de España frente a África. Casi no puedo creerlo. Todo me mantiene excitado y atento. Todo me gusta y me complace. El pasado y el futuro se funden, en mi percepción y en mi memoria, en ese instante que parece de sueño. Un momento onírico y de vigilia a la vez. Un sentirme vivo en experiencias que me atraviesan. Como si mi yo se disolviese o dilatase adquiriendo infinitud; la del paisaje que me rodea y la de una extensión inagotable. La vista, el oído, la conciencia, moviéndose con ligereza e informalidad, adhiriéndose a lo que me rodea y, a la vez, me penetra.
                                        Y el suelo que pisé, calles onduladas, en ascenso, en bajada, en Conil es más suave, llano junto a la costa de arena, al lado del mar. Por la noche recorro solo una callejuela poblada de comercios, restoranes que ofrecen atunes en todas sus formas, langostinos, camarones, mariscos, aceitunas verdes, cervezas, tiendas de prendas femeninas, collares, pendientes, anillos. Desfilan turistas de todas las nacionalidades yendo y viniendo. Los contemplo después de haberme sentado a una mesita para saborear un plato de excelente jamón proveniente de cerdos alimentados con bellotas y un queso montañés de cabra y un vino blanco ajerezado, helado. Vuelvo a pensar en los musulmanes, persas, comerciantes, mercaderes, fenicios, cartagineses, distribuyendo desde milenios exóticos artículos de consumo, excitando la atención y el interés de campesinos o montañeses que llegaban a la costa del mar desde un interior continental hirsuto.
                                            Pienso que esta "modernidad líquida", que tan pormenorizadamente ha descrito Bauman en su libro que lleva ese título y que caracteriza nuestra actualidad occidental judeo cristiana, comenzó a nutrirse en estas prácticas de atracción, seducción y diversidad de una humanidad heterogénea y multiforme porque despertó los pecaminosos deseos y avivó el costado promiscuo que a todos concierne. Y, de paso, evoco esa divergente y asimétrica relación entre los sexos que mantuvo sojuzgado al femenino y al homosexual frente a una masculinidad dominante, paternalista y machista.
                                                 Todo y mucho más desde este punto del planeta, el sur de España, lugar de encuentro de las historias y las orografías e hidrografías imaginadas y reales, dibujadas y vividas; parte de un texto escrito por infinidad de seres humanos, famosos y anónimos, rutinarios y deslumbrados.

Amílcar Luis Blanco

domingo, 11 de febrero de 2018

BELLA, SOLA Y DESTERRADA.





                                 Estaban la mañana, el mate y él. La mañana o claridad de cielo despejado o nublado entraba por la estrecha ventana horizontal a la estrecha cocina y se reflejaba sobre la fórmica estrecha de la estrecha mesa. El mate, ventrudo y abombado, revestido exteriormente de cuero colorado, se bruñía, barnizado por esa luz y él, despeinado pero despejado después de haberse lavado la cara, pensaba en cebárselo y en la húngara, su mujer, que seguiría durmiendo despatarrada y maternal en el otro ambiente hasta las diez. Ernesto había escrito el artículo y había recibido elogios, lo había titulado: "Bella, sola y desterrada" y lo había encabezado con la fotografía de ella, la que ella traía para trabajar de lo que fuese, y hasta de modelo si no había otro remedio, porque no le gustaba. "Hago modelo", había dicho, "pero no quiero acostar con nadie", había agregado enseguida, enrojeciendo, cuando él creyó que iba a decir "Hago puta". Eran las siete y él no la molestaría pidiéndole sexo a su desnudez irresistible como otras veces para que ella le respondiera con un acendrado fastidio, de modo cortante y seco: "Ahora madre yo, ahora madre". Entonces él aprovecharía para leer los diarios y tenían que ser todos. El pequeño departamento de dos ambientes en el que vivían desde que estaban juntos, atestado de los libros de él, dejaba poco espacio y, a esa hora, las diez, el bebé despertaría pidiendo teta.
                                Era demasiado pero era lo que había a esa altura de su vida. Lo que había conseguido después de su tormentosa separación, a sus cuarenta años, y después de haber sido sorprendido con la húngara por su anterior pareja en una escena de cama. Había embarazado a la húngara y había tenido que separarse de su anterior compañera con dos hijos. No sólo ahora debía mantener a la húngara y al crio de ambos sino que también debía pasar alimentos a sus dos hijos anteriores.
                                  Se cebó por fin su mate. Vertió el agua humosa sobre el verde tranquilo de la yerba y comenzó a chupar el sabor a polvorosa calma que le evocaba el silencioso sentarse a contemplar las melenas de los álamos y eucaliptos, el camino que se proyectaba desde la tranquera hasta el monte arbolado y después hasta la ruta. Ernesto había disfrutado muchos mates contemplativos y sabrosos en compañía de sus abuelos y hasta que ellos vivieron no tuvo contacto con el pueblo cercano a la chacra, con Villaflor. No tuvo contacto asiduo. Había ido sí algunas veces, montado en la caja de la camioneta, a llevar zanahorias, plantas de lechuga, tomates, limones y calabazas al mercado, junto a Darío que era el encargado de transportar los productos  y cobrar y pagar el dinero de vuelta a sus abuelos, porque de esos viajes, de ese dinero escaso que volvía, sus abuelos y Ernesto sustentaban sus vidas, pero nada más. Nunca había ido al cine y teatro "Grand Splendid" de Villaflor o a alguna de sus dos confiterías. Tampoco a caminar por la plaza o la calle principal a levantar mujeres. Toño, su vecino de la granja, de su edad, lo había invitado, le había ofrecido llevarlo en el auto de su padre, pero Ernesto no tenía qué ponerse. "Qué voy a levantar mujeres yo", decía, riéndose un poco de sí mismo. "Pero hermano, qué te pasa - decía Toño - o  vas a andar haciéndote la paja toda tu vida". 
                            Junto a la laguna, él y Toño, cuando regresaban una tarde de la escuelita rural, se habían tirado a la cabra del Toño. Lo habían hecho a sus once años después de algunas clases explicativas y muy didacticas que la maestra, con gráficos y luego de muchos cabildeos con su directora en Villaflor y la inspectora que venía de La Plata, habían decidido impartirles a los niños y niñas de la escuelita rural Manuel Belgrano.También habían menudeado las miradas entre los compañeritos y las compañeritas y Ernesto espiaba a Marta Oyaharbide cuando acomodaba su pollera debajo del guardapolvo y sus pechos bien parados y, ahora, mientras chupaba el mate y miraba sin leerlos los titulares del diario "La Nación", pensaba en lo buena que estaba ese comienzo de mujer de sus doce años de entonces.
                               Luchaba contra la nube en la estrecha cocina ¿Su vida, dudaba, se habría estrechado también? Desde Villaflor hasta Buenos Aires le habían pasado, había vivido, infinidad de experiencias. Su matrimonio a los veinte con Selena Gómez, la hija del dueño del cine y teatro "Grand Splendid" había sido la principal. La había conocido en el primer baile al que asistió en Villaflor en la pista del "Unione e Benevolenza". Habían bailado un rock furioso, sensual y seductor. Ernesto se había soltado, estrenaba unos pantalones apretaditos, una camisa suelta blanca con florones alveolados sobre el pecho, a lo Sandro, y su pelo renegrido y lacio, también a lo Sandro, y los labios gruesos de su boca y sus enormes ojos negros, terminaron por rendir, a lo fan del gitano también, a Selena, la hija de don Cacho Gómez, poseedora de unas piernas torneadas que remataban y todavía rematan, pero él no ve ni toca, en poderosos y parados gluteos y una cintura pequeña y unos senos de maravilla. Se casaron, se embarazaron y se recibieron de padres de uno y dos varoncitos a los uno y dos años de matrimonio respectívamente. Selena quiso y también él que hiciera la carrera de periodismo para emplearse en el periodico local y Ernesto la hizo y leyó infinidad de libros y terminó aficionado al periodismo y a la literatura y se empleó. Pero el apasionamiento, alveolado de rosas rojas a lo Sandro, se fue apagando poco a poco en los atareados quehaceres de madre de Selena que paulatinamente de fan del rock y desmelenada y atractiva adolescente, madre a los diecinueve, se fue convirtiendo en mujer responsable, seria y de deseos genitales morigerados, a los veintiseis y ya a sus cuarenta en indiferente matrona.
                           Y entonces llegó la húngara, Morgana. El nombre se anticipó, inquietándolo, a su cuerpo, a su rostro, a su piel cetrina, a sus ojos sorprendente y seductóramente tan azules como el mar cuando atardece. Ernesto la conoció cuando viajó a Buenos Aires para explorar la posibilidad de entrar a trabajar como redactor de notas del interior del país en el diario "El país". Después de aceptarlo, como debut, le encargaron una nota a alguno de los emigrantes de la Europa central que se sabía llegaban a Ezeiza para radicarse en Argentina ese día. Era sábado sin gloria y con mucha ansiedad. Ernesto esperó en el aeropuerto y después de dos cafés se ubicó junto a la puerta de arribos y Morgana apareció vistiendo una desusada túnica entre acelestada y violeta que acompañaba el color y la luz de su mirada, portando su enorme valija con rueditas. Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa con un sesgo que le pareció implorante. Ella no sabía qué iba a hacer una vez que se agotaran los euros que traía, pero hablaba un español cuadrado que le permitiría desenvolverse creía, dijo. Él le preguntó qué sabía hacer. Ella, sin saber que él la reporteaba, le dijo: "Lo que tu mandes, estoy dispuesta. Hago cocina. Hago camarera. Hago para niños". Si no la paro - pensó él - va a decir "Hago puta". No lo dijo, pero Ernesto, malicioso y arrepentido, sintiéndose a la vez culpable y compasivo, lo estaba pensando.
                      Por éso, por ese mal pensamiento, por ese perverso deseo, dándole una nueva chupada al mate, seguía recordándoselo, por eso habrá sido que la invité a que trabajara de empleada doméstica en nuestra casa en Villaflor ayudándola a Selena. Habrá sido por eso, la puta madre. Por esa mezcla de deseo y compasión. Desde que la ví me la quise cojer, seamos honestos. Pero también me dió lástima. Sentí pena por esa mujer bella, sola y desterrada que me inspiró el título del artículo. Mi primer beso, largo, cosquilleante, hondo, húmedo, se perdió en ese relato que Morgana me hizo de su vida en Hungría. Una vida vigilada que mató a sus padres, que alejó a su hermano trás las rejas de una prisión injusta nada menos que hasta las tundras de Rusia y que me trajo hasta aquí, donde estoy ahora. Y después una vida asediada por la belleza de Morgana desde que hiciera esa fotografía, asediada por los deseos de los jerarcas del régimen para rematar en su arribo a Ezeiza. Por lo menos mi deseo no es ni ha sido como el de ellos, se dijo.
                              Y al llegar a esta conclusión Ernesto se incorporó. Fue hasta la otra habitación. Ella dormía con el bebé a su lado, risueño y satisfecho después de su tetada. Los besó a los dos y sintió que el sol de la mañana era de una amplitud dilatada y que él y ella y el bebé y la habitación se ensanchaban y abrían al ritmo de sus respiraciones. Y que eran ellos, ellos contra el mundo, ellos contra el destino.

Amílcar Luis Blanco (Fotografía de Tara Lynn)

domingo, 7 de enero de 2018

La bomba de silencio








- Hola vecino. Hoy le tocó.
Braulio se seca la transpiración, deja la cortadora de césped y se sienta sobre el pilar que separa el jardín de los canteros municipales del frente de su casa, un chalet de dos plantas.
- Sí, hoy me tocó y cada diez o quince días me toca.
- Usted vive solo, no?
- Sí, desde que nos separamos con mi mujer, hace ya tres años. Fue la última despedida. A ella, a la vejez viruela, después de treinta años de matrimonio, le agarró la pendejada de vivir sola. Antes se me fueron también los dos hijos, cada uno a su departamento y quedé yo aquí.
- Pero se vé con ellos.
- Sí, sí, cada tanto nos visitamos. Ellos vienen o voy yo.
- También con su ex.
- También.
- Y, seré curioso ¿Se siente muy solo?
- Mire, por momentos, no sé. Estamos desperdigados,  cada uno por su lado. Es como si sobre la familia que fuimos, que éramos, se hubiera detonado una bomba de silencio.
- ¿No se comunican?
- Sí, pero muy superficialmente. Tengo sueños que se repiten en los que volvemos a estar todos juntos y en el sueño aparecen otras personas, algunas conocidas y ya fallecidas y se plantean problemas de convivencia difíciles de resolver y, al final, despertarme es un alivio.
- ¿Por ejemplo?
-Mire, por ejemplo, soñé que recibí en la casa a un amigo que hace añares no veo y su familia que por alguna razón escapaban y debían esconderse y habían venido a la casa, y también había venido mi madre, una mujer muy anciana y con achaques que vive con una hermana mía. En el sueño estaba joven y flexible. Se había encaramado sobre una mesa atestada de objetos de todo tipo y buscaba un tocadiscos antiguo. A la casa vendría también mi padre, muy anciano y que vive en Uruguay, calcúle! Los dos son divorciados hace mucho y la segunda esposa de mi padre ya había llegado también a la casa. Pero ya mi casa, en la que estaba también yo con mi mujer y mis hijos no era ésta que usted vé ahora, no, era un departamentito de sólo tres ambientes y yo tenía que explicarles a todos que mi amigo y su familia deberían convivir con nosotros. Mi amigo, a esta altura del sueño, era un famoso y cínico gangster, un despiadado asesino además, al que debía preguntarle por cuánto tiempo más se quedaría en mi casa para poder darle una explicación a mi madre...
- ¿Y?
- Y bueno. Desperté transpirado y agradecido de que sólo fuera un sueño. Pero casi enseguida, mientras me preparaba el mate pensé qué solos estábamos todos y también pensé que no estábamos separados porque estuviésemos en guerra o porque hubiésemos enfrentado las consecuencias de un cataclismo de la naturaleza sino por nuestras propias voluntades. Cada uno de nosotros aislado, diseminado, entre la muchedumbre anónima de personas que vivimos solos. Diga que después me organicé y me puse a cortar el pasto.
- ¿Y después?
- Y después hay tanto que hacer en esta casa que no tendré mucho tiempo como para andar pensando macanas.

Amílcar Luis Blanco

sábado, 6 de enero de 2018

EL CIELO INTRATABLE



                                   Hoy nadie lee. Muy pocos lo hacemos y cuando nos sucede, cuando nos sentimos inmersos en el inmenso piélago de blancas páginas y negras letras, flotando sobre ellas, solemos distraernos de nuestras navegaciones con cualquier pretexto. Contar las carillas que nos faltan hasta el capítulo o relato siguiente, si hace calor acomodar el ventilador o el aire acondicionado, si la radio o la televisión quedaron encendidas apagarlas, sentir un súbito estertor intestinal que nos obligará a abandonar el libro colocándolo abierto con las páginas hacia abajo dejándolo como un objeto abandonado, etcétera, etcétera. Pero de todas las coartadas para no seguir leyendo la preferida es acudir a la computadora, abrirla, encender su pantalla y conectarnos con facebook o instagran o lo que fuere. Es como si nos costase demasiado mantener el vigilante piloto de nuestra atención sobre el universo que la escritura nos propone y que debemos abordar y mantener con nuestra imaginación encendida. Es más cómodo ver una película. Imágenes, sonidos, colores, diálogos con los que casi siempre nos identificamos y que fueron pensados y realizados por otros. Un pequeño ejército de hombres y mujeres puestos en movimiento por el guión, plan o proyecto o diseño que un  director guía con mano más o menos experta. Recostados comodamente en un sillón, la cabeza vacía, los ojos absortos y un apetito de vida dispuesto a consumir otras vidas, otras historias, desde la pasividad nos hacen  abordar un viaje, una navegación en la que no necesitamos participar siquiera como grumetes. A lo sumo inmiscuirnos como pasajeros de lujo, como dioses privados de poder que pueden observarlo todo. Y verdaderamente así nos sentimos, poderosos y prescindentes, potentes para ver, oír y sentir, pero absolutamente impotentes para intervenir. O sea imposibilitados y frustrados en cuanto a nuestros deseos. Los personajes sufren, disfrutan, mienten, se arriesgan, corren, vuelan, caminan, buscan, huyen, regresan, se enamoran, aman, odian, matan y mueren en un universo que a pesar de entretenernos nos deja radicalmente al margen de su desarrollo.

                                 Todo esto es pensado y sentido por Juan cuando está con Blanca mirando una película de Netflix en la pantalla del Led de muchas pulgadas que tienen en su living desde hace ya más de un año. Hace treinta y cinco que están casados y dos que están jubilados. Suelen leer sentados a la mesa del jardín a la tarde cuando toman mate pero esas lecturas son lentas e interrumpidas. Por lo general suenan los celulares o el teléfono de línea con llamadas, mensajes escritos o de voz y fotos o videos que les envían hijos, en número de cuatro, dos mujeres, dos varones y parientes o amigos, en número incontable.
No sucedían así las cosas cuando se conocieron. Juan corría y se agitaba para llegar a los asegurados y a los posibles clientes y Blanca mantenía con escrupulosa atención la agenda de su jefe. Por supuesto, ambos fingían. Y cuando ella le aceptó un café y se  encontraron, excitados y ansiosos porque se gustaban y estaban muy pendientes de lo que fuera a suceder, ni bien se sentaron, enfrentados y sonrientes junto al amplio ventanal del bar a Blanca se le escapó el "¡Ufa!", interjección de fastidio que dio el pie para la primera conversación confesional entre ellos. Había comenzado a llover y Juan dijo:
- Sí, sí, ¡Ufa! con este cielo intratable.
Blanca mostró su primera risa frente a Juan que se quedó mirándola y admirándola.
- No, no, si no lo dije por la lluvia.
- ¡Ah, ah, perdón!
- No, lo dije porque por fin me veo libre de la oficina y de mi jefe y de seguir mostrándome simpática.
- Dejar de fingir, no? - dijo Juan.
- Exactamente.
Blanca acentuó la sonrisa y apoyó su mirada en la de Juan y desde ese momento se abrieron mutua y recíprocamente la catarata de confesiones que habría de llevarlos al cabo de los cinco meses siguientes al altar.
Y no hubo fingimientos entre ellos en lo sucesivo pese a que la realidad se les ocultara varias veces bajo cielos intratables, la fortuna  los olvidara durante largos períodos, los embarazos, los dos primeros, fueran difíciles y los chicos se pelearan hasta la desesperación, etcétera, etcétera.
Sin embargo, al cabo de diez años y con los cuatro hijos todavía pequeños, Juan consiguió tener su propia cartera de asegurados, comprar una enorme casa, llegar al último modelo de automóvil y poder contratar dos muchachas para asistir a los chicos y la casa.
En ese punto de sus vidas, Blanca, con sólo treinta y cinco años, comenzó a sentirse sola y abandonada. Conoció a un muchacho de veintiocho años, alto, atlético, de enormes ojos negros y pestañas largas y sedosas que con sólo mirarla le produjo el efecto de excitarla y hacer incluso, en una charla de oficina que mantuvieron desde un escritorio a otro, que su clítoris se erizara y comenzara a latir con una súbita y acelerada pulsación que le produjo un orgasmo que ella disimuló como descompostura y la hizo huír, floja y desconcertada, como si fuera a desmayarse, al baño unisex, el único del piso. Él la siguió y la recogió temblorosa en sus brazos. Pero al estrecharla, no pudo dejar de advertir o sospechar la causa de su excitación y la besó en la boca. Blanca entonces lo aferró de la nuca, del cuello, ambos se arrancaron la ropa y parados, como estaban, se cogieron freneticamente. Se habían quedado a hacer horas extras. En el edificio no había nadie, sólo la gente de vigilancia y de limpieza, así que volvieron al despacho del jefe y se acostaron en el amplio sillón que allí había y copularon durante casi dos horas hasta quedar extenuados. Se despidieron al salir del edificio, cada uno abordó su taxi. Él ni se ofreció para acompañarla y Blanca, avergonzada, horrorizada por su deschave erótico, completamente desproporcionado y sorprendente para su pudor recuperado luego de su exaltación venérea, no se atrevía ni a mirarse en  el efecto espejo de la ventanilla. La culpa la atrapó y atravesó su cuerpo con sus garras, sobre todo las sentía en la cabeza y entre su pecho y espalda, agobiados, como las de un ave de presa que la llevara veloz y voladora hacia el nido de la desgracia, según sentía ahora a su hogar, a su casa. Volvió entonces a su memoria aquélla tímida frase introductoria de Juan cuando comenzó su relación con ella. La del cielo intratable. En aquella ocasión ella había contemplado el rostro y los ademanes de Juan con esperanza y amor y lo del cielo tratable, sin el prefijo, por contraposición conjetural, le había prefigurado un posible paraíso a su lado. Además se habían reído de la mentira, del tener que fingir, se habían sentido como seres que superaban la hipocresía, los disimulos, las imposturas y que las superarían siempre. Habían sentido la soberbia y el coraje de dos seres que inauguran una nueva vida.
Durante los días que siguieron a su aventura Blanca no pudo quitarse de encima la sensación de agobio. Mientras cocinaba, cuando miraban películas o series, Juan se le acercaba, la besaba en el cuello como solía, le acariciaba suavemente los senos, los brazos. Ella se le entregaba de a poco, como siempre lo había hecho, devolviéndole, tierna y solícita, caricias y besos, pero, interiormente, se retraía. No podía evitarlo y, aunque espaciaba los suspiros, gemía y fingía los orgasmos para que él no advirtiera su insensibilidad, su desinterés, no podía lograr que ésas no fueran sus sensaciones. Lo eran. Un espacio sin nada ni nadie, un vacío sin meta, había comenzado a crecer entre los dos y aunque ella no había vuelto a tener relaciones con el joven y tan seductor compañero de trabajo no podía dejar de mirarlo furtivamente y contener las palpitaciones de su cuerpo. Él la trataba con cortesía y distancia y no dejaba de coquetear con las jovencitas, también compañeras de trabajo, que se le acercaban. Blanca apenas podía dominar sus celos.
Una tarde estalló en llanto con rabia incontenible cuando la compañera jovencita puso sus manos sobre el cuello del joven y le acercó los labios a los suyos y lo besó suavemente. Blanca disimuló la causa de su congoja como cuando le sobrevino el orgasmo refugiándose en el baño, pero esta vez sola y rodeada de la gente de la oficina lo que le provocó una muda desesperación y ahogo respiratorio de modo que terminaron llevándola al hospital más cercano adonde Juan y sus hijos acudieron alarmados y asustados.
Fue mientras esperaba en el ancho pasillo del hospital, cuando los ojos enormes y asustados de sus cuatro hijos lo observaban cuando Juan sintió que estaba dentro de una película en la que él no era un mero observador. Fue como si despertara de un sueño, de un sopor que lo hubiera tenido obnubilado. Viviendo pero, a la vez, contemplando pasivamente a Blanca, a sus hijos, a sus clientes, a los ambientes dentro de los cuales se movía ¿Por qué? Acaso porque con Blanca habían contraído esa peligrosa costumbre de sentarse a ver en una pantalla inaccesible, tan distante como ese cielo, tan intratable como él,  otras vidas. A identificarse tanto con ellas, sus argumentos y guiones, como para sentir que ellos eran más los espectadores que los actores¿Qué sabía él de Blanca, su mujer, la madre de sus cuatro hijos? ¿Sólo que era una secretaria con antigüedad,  y bien pagada? Le había regalado flores trás los partos, la había llevado de vacaciones a Río, a Europa, solían ir a cenar a restaurantes caros, etcétera, pero, realmente, ¿ qué sabía de ella?
Las preguntas lo apremiaban. Se incorporó, dejó la compañía de sus hijos que lo siguieron como bandada por el pasillo y cumplió la necesidad de ir a sentarse junto al cuerpo de Blanca yaciente. Ella dormía, sedada, y él se sintió a su vera, amargamente, de nuevo y como antes, un simple espectador.

Amílcar Luis Blanco