miércoles, 31 de julio de 2013

AVENTURA DE UNA NOCHE DE VERANO



Pensó que estaba solo y que Martha estaba sola y que la mayoría de los transeuntes, escasos a esa hora, que veía estaban también solos. Anduvo por la Avenida Libertad y venía de haber caminado por la Peralta Ramos. Mar del Plata de noche y con lluvia y en el mes de marzo y el regreso al departamentito y la especulación sempiterna sobre la vida de los marplatenses en el invierno. Luces de neón, Plaza España, su arboleda, los hoteles, los coches estacionados. La esquina de un bar suntuoso. Montecatini en Luro y cenar por pocos pesos.Pero no, a Martha no le gustaba cenar afuera, prefería preparar ella lo que llamaba minutas. La milanesa o el bife, el huevo y las papas fritos, la ensalada de lechuga y tomate. El haber aprovechado la mañana o la tarde o ambas el culo contra la arena, el viento proveniente del vasto océano de ráfagas frías pegándole en la cara, bien sureras las putas brisas pensaba él, un adjetivo de su gusto, aunque el astro rey, Febo, asomara más que en la marcha de San Lorenzo. Mar del Plata no era de ahora, era de siempre. Las minas que lo perturbaban con sus culos, sus torsos, sus muslos, sus espaldas bronceadas, tendidas sobre la arena o caminando por la rambla, despampanantes. No sabía qué lo cansaba más de los veraneos ¿Cuánto hacía que estaba con Martha? Nueve años, nueve, ¡la mierda, cómo pasan los años! Y ella empeñada con sus minutas, siempre sin ganas de cojer. Había bajado del departamento con el pretexto de comprar media docena de huevos para las minutas pero lo estaba aprovechando para deambular y fumar, mirar las minas que lo miraran. A lo mejor ligaba y se podía levantar alguna. Eso hubiera sido lo mejor, una aventura, algo para romper la monotonía. Esa monotonía del joging, el buzo, las zapatillas, el short, las ojotas. Transportar la carpa y las sillas plegables a la playa a la mañana desde el departamento. Oler los bronceadores y desear las pibas, mujeres de cuerpos de yeguas. En fin, poder hacer algo distinto...
- ¿Me das fuego, lindo?
Una mulata le había hecho el pedido, una parda infernal de ojos gatunos aparecida de pronto desde la sombra de las copas que el viento balanceaba, enfundada en una pollerita que apenas contenía unas ancas y una cola impresionantes, ajustada a una pequeña cintura. Senos que le desbordaban la blusa. Labios carnosos fucsias. Uñas postizas de igual color. Todo lo vio, todo lo relojeó Anibal.¿Sería un travesti o una mina de verdad? Se llevó la mano al jean, introdujo sus dedos en el apretado bolsillo y le costó extraer el encendedor. Lo accionó y acercó la llama
- ¿Te gusta la noche? - le dijo la mulata clavándole los ojos gatunos de brillo ámbar casi amarillento.
- A mi sí, ¿y a vos?
- También ¿Y la ciudad, te gusta?
- Vine muchas veces
- Entonces la conocés bien, pero ¿te gusta o no?
- Bueno, a veces me gusta, a veces me aburre ¿Qué importa éso? ¿Vos sos de acá?
- Hace dos meses estoy acá
- ¿Y antes dónde estabas?
- Bueno, soy de Buenos Aires, ¿y vos?
- También ¿De qué barrio?
- ¿Importa?
- No mucho, es un tema para conversar
- ¿Qué querrías hacer conmigo? Digo, en vez de conversar
- ¿La verdad?
- La verdad
- Cojerte
- ¡Jajaja! ¡Qué directo que sos!
- ¿Cuánto?
- ¿Cuánto qué?
- Dinero, guita, por cojerte.
- Bueno, depende ¿Cuánto me pagarías?
- No se, poné vos la cifra
- Ponela vos querido, al fin sos vos el que la vas a poner, o no? Jajaja
- No se, cincuenta
- ¿Te parece que valgo tan poco?
- No se, ¿qué sabés hacer?
Finalmente, después del parloteo previsible, insustancial, cerraron en cien pesos, ella lo invitó a un hotel a dos cuadras.  Lo llevó de la mano y Anibal se sintió como un chico. Mientras caminaban el viento se pronunció con fuerza desde el mar. La mulata se ajustó una campera color cobre de tela sintética patinada por la llovizna sobre su blusa y Anibal se fijó en la prenda que amarilleaba, amostazaba igual que su mirada. Comenzó a llover con fuerza. Martha se estaría preguntando por su tardanza. Pero valía la pena. Le diría cualquier cosa, lo que se le ocurriera, ya vería.
Entraron al vestíbulo del hotel con el aguacero ya en plena descarga. Ella le sonreía y lo besó con un poco de olor en su aliento a alcohol y cigarrillo. Anibal pensó que era el olor de la aventura. Lo excitaron sus pechos y el aroma un poco más tibio de la piel de la mulata, algo de su transpiración mezclada con un perfume barato y quizás también con alguna secreción femenina que él mismo podría haberle provocado y que provendría de su bajo vientre. La idea de que pudiera ser así hizo que ni mirara el ascensor y sólo viera el reflejo rojizo de un cartel luminoso tiñendo las sábanas de la cama que la mulata dejó al descubierto. Contribuyó también a una poderosa erección y a que la penetrara antes de ningún juego. Sintió la mojadura de su sexo y  le entró sin condón. Pensó que era una imprudencia. Bueno, pero si vamos a andar siempre con tantos remilgos ¿Hay algo más hermoso que una mujer excitada, verdaderamente excitada? Porque pese a ser una profesional a él no le cabía en el cuerpo el orgullo de haberla excitado ¿Qué importaba pagarle cien pesos? Le hubiera doblado la cantidad por la satisfacción que le estaba dando, por lo que estaba recibiendo de ella.
Era verdaderamente ardiente, ardiente y húmeda. Y fuerte, lo levantaba en sus muslos y era flexible. Se alzó de nalgas y llevó sus rodillas hacia atrás como si estuviera desarticulada, como si fuera una contorsionista. Además gemía y suspiraba. Olía a magnolias que estuvieran creciendo bajo la lluvia y a la lluvia misma. Y besaba, besaba como un cono de terciopelo aspirante, como una suave boa que se lo estuviese tragando, succionaba blanda y segura a la vez. No dudó en confiarle su tallo, su vástago, ponérselo dentro de la boca y permitir que lo succionara y rodeara con la lengua.
Cuando todo terminó Anibal se dio cuenta de lo bella que era esa mujer desnuda. Digna de una pintura, de una foto artística para colgar en una galería, en el Museo de Bellas Artes.
- ¿Qué vas a hacer ahora? - le preguntó ella desde el centro de toda su belleza
- ¿Vos?
- Pensé que podríamos pasar la noche aquí, juntos, disfrutar del aguacero.
Anibal se quedó en silencio mirando el letrero rojo que los  sangraba e iluminaba a los dos.
- ¿Sos casado? - volvió a preguntar
La ciudad seguía. La lluvia crepitaba, crujía, respiraba con la noche. Las gotas cayendo podían imaginarse y verse. Así como él y ella dentro de la pieza de hotel y Martha dentro del departamento esperándolo, mirando la lluvia a través de la ventana y fumando. Los edificios, las calles, el borde del océano y las olas yendo y viniendo. Pensó que estaba solo y que Martha estaba sola y que ahora eran  tres soledades, palpables, necesitadas,  indeterminadas, múltiples e invisibles soledades.

                                                                 II

                                                                   


- Mirá, soy casado, bajé a comprar huevos para que mi mujer los fría. Me está esperando en el departamento. Me encantaría pasar la noche con vos, aquí, ¿qué excusa se te ocurre para mi aburrida mujer?
- ¿Tenés tu celular con vos?
- No, lo dejé en el departamento.
- Entonces ya está. No la pudiste llamar para avisarle. Llegás a la madrugada, tipo nueve, le decís que una brigada policial te comprometió para que salieras de testigo de un allanamiento por drogas en un boliche de por aquí y listo.
- ¿Y tanto tarda un trámite de esos?
- ¿Qué te parece? Tuviste que ir después del allanamiento a la comisaría y esperar a que levantaran las actas. Le decís que encontraron merca, que hubo tres detenidos, etcétera, lo que se te ocurra campeón
Dijo "campeón" y enlazó a Anibal poniéndole los muslos sobre las caderas. El rojo del cartel resbaló sobre la oscuridad de su piel y él la vio satinada, satinada y oscura. Pensó en una mezcla de sombra y sangre y en Martha esperándolo en el departamento, cada vez más nerviosa, cada vez más confundida. Abriría sus ojos asombrados y enormes y también sus labios quedarían separados y en suspenso mientras Anibal le contara.
No importaba, el tiempo hervía afuera, la lluvia goteaba, tamborilleaba, parecía freir las porciones de oscuridad que se divisaban sobre los techos, contra los edificios, los asfaltos. De vez en vez un coche producía su chasquido de neumaticos sobre la calzada mojada en el alrededor invisible, pero audible. La soledad atravesaba, esa soledad de todos, el espíritu, el pulmón de la lluvia que se extendía. Los labios de la mulata estaban calientes, su sexo resbaloso, húmedo y tibio, como si resguardara la vida misma protegiéndola del frío exterior. Entró en la complacencia de los besos, de estrecharla y sentir sus senos abundantes, bajó su boca a un pezón y lo sorbió y aspiró rodeándolo con su lengua ¿No era acaso regresar al seno materno pero ya sin tabúes ni represiones, habilitado por ese cuerpo magnífico que contenía lo más íntimo del verano, la opulencia de la primavera y la leve memoria de lo urbano en el vago aroma del tabaco y el alcohol en el cuerpo de esa mulata joven? Tomó su nuca, su suave nuca, el leve peso de su pequeña cabeza, y pensó en África, en esa película con Meryl Streep en el que un rozagante alemán, el que hacía el papel de su esposo ¿Cómo se llamaba? No podía recordarlo, los besos de la mulata lo envolvían y también,a medida que su pene se contoneaba, entraba y salía, de su vagina mojada que lo ceñía, a medida que se dejaba arrastrar por el torbellino que su cuerpo y el de ella se proponían, olvidaba, olvidaba, no podía recordar a ese actor alemán, pero si recordaba en cambio que él se había amancebado con una mujer negra, una mujer negra que lo enfermó. Valía la pena, valía la pena enfermarse y todo si era el perfume de las magnolias, el salado olor de las secreciones de ambos lo que lo transportaba en ese momento al nirvana, al sitio sin nadie de las puras sensaciones, al lugar de las rosas y claveles, al campo extendido y extenuante y grandioso de los cuerpos transpirando, acariciándose, besándose, hundiéndose el uno en el otro, como la espléndida noche de lluvia sumiendo a la ciudad y sumiéndose en sí misma.

Amílcar Luis Blanco

viernes, 19 de julio de 2013

Intervista a Nino Manfredi

Eso fue todo



Ella entró confiada a buscar algo que había olvidado en el departamento de él la noche anterior y descubrió que él estaba con otra. Eso fue todo. La vio a la otra desnuda sobre la cama tapándose con una sábana con expresión de niña sorprendida en una travesura y a él con el pelo desordenado, la boca abierta y la bata puesta; la de seda con arabescos bordó y fondo rosa que ella le había regalado y que lo hacía parecer un demonio . Desde luego desde ahí se dedujo, derivó, procedió, emanó, salió, se desprendió todo lo demás.
Es decir, antes aclaremos que era inesperado para él que ella fuera a esa hora, que hubiera abandonado su departamento distante, en otro barrio, para buscar éso; pudo haberlo llamado. Aún cuando era inminente que se mudara con él, hubieran pasado ya varias noches juntos en ese departamento e incluso lo hubieran redecorado. Pero de haberlo visto justamente allí, con la otra, en esa circunstancia, se derivó, ocurrió, todo lo demás . Porque a partir de ahí ella salió corriendo o caminando, despacio o mas o menos rápido del departamento de él, pero aturdida, eso sí, muy aturdida. Vio las paredes del living con ese verde tenue tan buscado por los dos, las reproducciones de los cuadros de Egon Schiele, Gustave Klimt, de las épocas azul y rosa de Picasso, con sus payasos, ecuyeres, equilibristas, etcétera; todo lo que les había gustado tanto siempre. Vio o entrevió o apenas advirtió, en una luz nublada, siempre como en un estado de sopor, el palier. Ingresó en silencio al ascensor. Lo recuerda bien eso porque su silencio contrastaba con el silencio de los demás rostros y cuerpos trajeados y vestidos de calle, a esa hora de la mañana cuando la gente se dirige a trabajar. Incluso ella iba a retirar, a traerse con ella ese algo que había ido a buscar que era su bolsita con cosméticos; un sobrecito plástico en el que llevaba el rouge, el lápiz delineador, el colorete, todo eso, y con eso precisamente dentro de su cartera iba después, como todos los demás que iban con ella en ese elevador ,a bajar a la calle para ir a trabajar como todos los días lo hacía. Y pensó que tampoco debería o podría dejar de hacerlo ese día; ir a trabajar porque de lo que le pagaban por su trabajo vivía y se mantenía y podía sostener su relativa independencia, tan importante. Importante más que nada desde su divorcio de Rafael.
De modo que lo hizo, fue a trabajar como si nada le hubiese pasado. Se sentó en su escritorio frente a la computadora,el teléfono, la pila de carpetas, en cuyos papeles debía entrar en búsqueda incesante para después calificar, testeándolo en la computadora, el puntaje entre uno y cien que merecían las distintas empresas proveedoras que hacían sus ofertas para las diferentes autopartes que componían los automóviles que se fabricaban en los establecimientos de su empleadora.
Su gigantesca empleadora, además de propietaria de los establecimientos, incluido el edificio de veinte pisos, en cuyo séptimo, estaba su pequeña oficina, era también dueña de los aproximadamente tres mil seres humanos que trabajaban diariamente para que la producción de vehículos no decreciera. El metabolismo burocrático que precedía al trabajo mecanizado y computarizado y manual especializado que precedía a la salida por fin del automóvil al mercado era absorbente, aunque respondiera a parámetros,  códigos y protocolos siempre iguales, requería de toda su concentración, de una atención meticulosa ya que de esa escrupulosa ejecución,  que se concatenaba con todas las demás, dependía el éxito del producto final.
Si bien a Ella las exigencias de su labor la distrajeron durante las dos primeras horas del día, la intensidad y fuerza del cachetazo, del golpe anímico que había recibido por parte de él, vestido con su bata de arabescos bordó, y que emocionalmente debía apenarla, hacerla sufrir y producirle una catarata de llantos que contuvo, el recio y brutal golpe se trasladó a su cuerpo, particularmente a su cabeza en forma de espantoso dolor, de relámpago hiriente y sostenido. Así que se desvaneció y cuando volvió en sí y unos ojos celestes curiosos bajo cejas renegridas en el rostro de una compañera de trabajo que la apantallaba enfocaron los suyos, toda la escena del departamento regresó a su memoria como si siempre hubiera estado allí, como si fuera el único trasfondo, el único proscenio, la insuperable decoración, el alrededor último e infranqueable de toda su vida.
Entonces fue cuando sintió que debería atravesarlo, que, de alguna manera no sabía cual, debería franquearlo, transponerlo, superarlo, hacer que desapareciera, se esfumara, evaporara, para poder seguir ella con su vida adelante.
Por eso del trabajo no se dirigió a su departamentito de soltera como le habían pedido que hiciera sus compañeras de trabajo, el médico y la enfermera que la atendieron y también su jefe, pese a prometerles que lo haría, sino que volvió con paso rítmico y apurado al departamento de él. No sabía exactamente qué iba a hacer, cómo procedería, con qué se encontraría.
Él trató de alejarla de la puerta hacia el palier, de que no ingresara al departamento. Había abierto desprevenidamente la puerta pensando que, como había transcurrido un tiempo más que razonable, no sería ella la que regresaba. Pero era ella. Entonces la empujó de modo que ella cayó ridículamente sobre las cerámicas enceradas del palier, las piernas abiertas hacia arriba, la pollera se le rajó, se vio a si misma como una marioneta desarticulada y la otra salió en enagua con el mate en la mano justo para presenciar su traste en ángulo, sus piernas hacia arriba. La otra gritaba, prorrumpía en exclamaciones, como una gallina a la que hubieran corrido. Entonces ella simplemente se paró, se compuso, no atendió al ridículo reciente ni a las explicaciones que él le daba y supo que ya nada le importaría. Sintió que su silencio para siempre con él sería la mejor respuesta, se marchó y eso fue todo.