domingo, 30 de junio de 2013

UNA EXTRAÑA EN LA CASA



- Buen día, primor, Anabel, querida ¿Cómo te sentís, cómo amaneciste hoy?
Digo lo que dije dirigiendo mi boca, mi voz, a la cama en la que el bulto, que es el cuerpo de Anabel, permanece todavía arrebujado entre sábanas y frazadas. Estoy ya completamente vestido cuando digo ésto, dirigiéndome a la ventana y procedo primero a levantar la cortina de madera y después a correr la de tela. Una catarata brusca de claridad inunda la habitación y la cama. Anabel se sienta sobre el colchón y protesta, gruñe, grita:
- ¡Loco, loco, me querés matar!
- Perdón, sólo quiero que te levantes para recibir a Nélida.
- ¿A Nélida?
- Sí, Nélida, la señora que hará la limpieza, el aseo de esta habitación y las habitaciones concomitantes, aledañas, aquí arriba y allá abajo, en ambas plantas ¿No te acordás que la contratamos la semana pasada, que hoy es jueves, y que hoy, a las nueve, es el día y la hora en que comenzará sus tareas?
- ¡Ay! Es cierto, es cierto, ¿qué hora es?
- Ocho y cuarenta y cinco. Ya preparé un te con leche, tostadas, la mesa está servida abajo.
- Alcanzáme la calza y la remera, ésas que están sobre la silla.
Le alcanzo la calza gris, la remera verde. Anabel se viste siempre de modo excitante, para mí por lo menos. Es delgada y bella, piernas largas, muy bien torneadas, glúteos duros y erectos, senos pequeños pero bien sostenidos. El pelo lacio y pesado, color miel, y los ojos celestes vivos y una expresión entre lánguida, pícara y tierna, indefinible, asentada principalmente en su boca, la linea de sus labios. Cada gesto suyo me enamora de nuevo, como si recién empezáramos.
No pienso más en ella mientras bajo las escaleras. En la cocina comedor dejé las tazas de te con el saquito dentro y después de verterles el agua caliente las tapé con los platitos para que el calor no escape. Las tostadas, tres para cada uno, aunque Anabel come sólo una y yo, que estoy algo panzón, con mucho remordimiento, dos, están esperándonos también sobre el platón color hueso. Las otras dos sobrarán  como cada día,excepto hoy, y endurecerán abandonadas en el plato hasta que las comamos ya de noche, antes de la cena, cuando yo regreso del hospital y Anabel de la boutique.
Hemos coincidido en tomarnos franco los días jueves. Yo no concurro al hospital, salvo urgencias y ella deja que su amiga y socia Stella atienda la boutique. Los demás días, incluidos sábados y domingos, debemos levantarnos a la siete y todo se hace más rápido.
La señora que contratamos,  ocupará un cuartito dotado de un baño tamaño cubículo y vivirá con nosotros. Tiene sesenta y cinco años y dos hijos que trabajan y viven muy distantes de este Gran Buenos Aires, de esta Ciudad de La Lucila donde vivimos con Anabel, casados desde hace dos años y sin hijos.
- Estoy muy agradecida y contenta a la vez - nos dijo la semana pasada cuando por fin llegamos a un acuerdo. Parece que ella prefirió alquilar el departamento en el que vivía con sus hijos y conseguir el empleo que ofrecíamos para no sentirse tan sola.
Por fin Nélida entra en escena. Es silenciosa y después de haberse dirigido a su cuartito, sale vestida con un delantalito verde agua y cuello redondo blanco, hacia fuera. Es alta, quizás un poco huesuda, de una corpulencia, debo decirlo, bien repartida. Su pelo, evidentemente teñido, es enrulado, desordenado, copioso, castaño opaco con reflejos rojizos. Me mira y me sonríe. Su mirada de ojos negros, redondos, enormes, bajo cejas renegridas y bien marcadas es expresiva, su boca es grande y sus dientes son parejos y perfectos. Anabel se ha ido a la boutique finalmente, me ha dicho: ¿Tenés miedo de quedarte solo con una extraña?, la he mirado, me he encogido de hombros, así que cuando Nélida pasa a mi lado siento deseos de conversar con ella y, debo confesarlo, aunque me provoca algo de escozor, de tocarla.
- ¿Usted es viuda, no?
- Si señor - me mira y me sonríe
- ¿Hace cuánto?
- Va para cinco años - se sienta frente a mi, se cruza de piernas. Sus piernas son muy atractivas.
- ¿Extraña a sus hijos?
- Trato de no pensar en ellos todo el tiempo.
- Una actitud sabia. Su vida sigue.
- Seguro, mi vida sigue - al decir ésto me clava los ojos negros y me sostiene la mirada. Mis deseos de meterle mano se intensifican. Mi corazón late apresuradamente. Hago silencio mientras Nélida continúa mirándome. De pronto cierra los ojos y se echa levemente hacia atrás en la silla, como si estirara un poco su cuello para relajarse. Observo su cuello, tiene leves arrugas horizontales pero se mantiene joven. Ella vuelve a mirarme.
- ¿Necesita algo? - le pregunto un poco estúpidamente. Ella vuelve a sonreírse sin dejar de mirarme pero su sonrisa no parece dirigirse a mí sino a un público invisible. De pronto se me acerca todavía más, me toma de la nuca y me besa en la boca. Me obliga a abrir los labios y mantener la boca entreabierta y empuja su lengua contra la mía. Reacciono y la beso yo también, abro más mi boca, impulso más mi lengua contra la suya. Nos besamos apasionadamente y comenzamos a quitarnos la ropa el uno al otro. Yo le desabrocho el delantalito verde y compruebo que no lleva corpiño. Sus pezones están erectos. Por fin consigo quitarle el delantal corriéndolo por sus brazos, desprendiéndolo completamente del cuerpo por las mangas. Comienzo a recorrerla con mi boca, el cuello, el pecho, los pezones, su ombligo, su vientre. Tomo el elástico de su bombacha, lo bajo, hago descender la prenda por sus piernas, finalmente ella misma ayuda con una de sus manos y se la quita de un pie primero y luego del otro. Llego a su pubis algo jadeante y pongo mi boca y mi lengua sobre la vellosidad de su monte de venus. Entro entre sus labios vulvares como loco, la chupo, jugueteo con mi lengua sobre su clítoris, siento un sabor alcalino, buena salud me digo. Al rato estoy penetrándola con furia, la pongo sobre la mesa de modo que su espalda y sus brazos quedan extendidos, le entro con fuerza, las caras anteriores de mis muslos golpean sus glúteos y siento que los laterales de su vagina se aprietan contra mi pene pese a la abundante lubricación de nuestros genitales. Ella gime, la tengo tomada de los mechones castaños y me siento como si montara una potra. Pienso mientras la estoy penetrando que tengo treinta y cinco y ella sesenta y cinco. Hay treinta años de diferencia entre nosotros pero no se notan siquiera. Estoy gozando a pleno. Anabel tiene treinta años y está confiada en la boutique. Seguramente piensa que soy incapaz de tirarme a una mujer que podría ser mi madre. Pero no lo es, no lo es, pienso mientras sigo penetrándola, entrando y saliendo con mi pene de su vagina pero ahora más lentamente.- Ella grita tiene una soberbia convulsión. La siento, no puedo contenerme y acabo. Nuestros orgasmos, milagrosamente, han coincidido.
Los dos nos sentamos, cada uno en nuestra silla. Nos miramos, nos sonreímos. Hay una extraña en la casa. No debo ir hoy al hospital.-

Amílcar Luis Blanco  ("La locura y la razón"  por Mauricio Barraco)

lunes, 24 de junio de 2013

SALIRSE DEL TIEMPO







                                                         Invierno y, no obstante, como el día anterior había estado corriendo, manejando, caminando, escalando, en compañía de Mónica con la que habían ido directamente a la cama sin detenerse, sus zapatillas olían a queso parmesano y sus pies también. Había, además, en el departamento, ese aroma a césped recién cortado, o sea, a semen. Longilinea, majestuosa, Mónica había arrastrado, sosteniéndola en su puño, su brazo en ángulo contra la elordosis de su cintura, después de la tempestuosa tenida, como un pareo de larga cola, la sábana color lila suave hasta la ducha detrás de sus  poderosas ancas,  glúteos y muslos o nalgas que le hacían pensar en el garbo de las yeguas. Así la miraba él desde hacía un mes cuando se habían conocido en un bar en Buenos Aires y habían disfrutado el uno del otro, jurando que jamás se comprometerían y que no hablarían de amor. Pero él lo sentía y desde entonces su observación de ella  comenzaba por su largo cabello rubio y su espalda o por sus aladas y poderosas cejas y esa mirada esmeralda impresionante y descendía por sus amplios senos anforados, esas dunas mostaza sobre cuyos declives adoraba deslizar los labios entreabiertos para besarla,  lamerla y hacer que se estremeciera. Podía verla desnuda; era un volumen exquisitamente azafranado y voluptuoso su cuerpo; sol en su piel, inteligencia tras su frente amplia, luz de relámpago atrapado, pero además la revista, sus artículos, su doctorado en filosofía, su conversación. La admiraba, la había mostrado por eso, un par de veces, ante sus amistades y les había dado la ocasión de que la escucharan y, entonces, el orgullo por tenerla casi no lo dejaba respirar. Habían hecho el amor a lo largo de casi  toda la noche y únicamente a la mañana,  extenuados, habían pensado en bañarse y desayunar. San Carlos de Bariloche había dejado de ser la de sus recuerdos de infancia, cuando con su tío Bartolomé,  su tía Lelia y su prima María Luisa, a sus nueve asombrados años, habían ingresado a un paisaje de postal; chalets de piedras grises o amarillentas y maderas rojizas de pino ciprés junto al lago Nahuel Huapi. El bosque como una tupida barba verde entre los basaltos verticales y las faldas escarpadas de la montaña, extensiones de césped, canteros de flores rojas, amarillas, verdes, celestes,   macizos de rocas nevadas,  el azul intenso del cielo y el helado viento que cortaba lo que quedara expuesto, el cuello, las mejillas, la nariz, las orejas.
Ahora la ciudad estaba repleta de comercios, edificios altísimos como los de Buenos Aires, Mar del Plata o Rosario, poco bosque, escasos céspedes, mezquindad de canteros y suciedades a granel, botellas de plástico aplastadas, bolsas de polietileno llevadas por el viento, trozos de géneros, sogas, latas de cerveza, colillas de cigarrillos y paquetes retorcidos, boletos, papeles, cartones, frascos, folletos, impresos, tachos y contenedores con basuras desbordantes, abundancia de micros, gentío, pisadas, vocinglerías derramándose, bocinas, motores, automóviles estacionados en doble fila. En las afueras había galpones y tinglados, camiones y remolques, que se divisaban desde las ventanillas del avión y materiales y productos alineados que revelaban la presencia de pequeñas y medianas industrias. Pero lo que no había cambiado, y le confería al conglomerado urbano alguna particularidad de lánguida belleza todavía, era la suave caída de las calles hacia el lago y esa extensión y vista de mar entre montañas y aguas profundas cuyo colores oscilaban yendo  del esmeralda al azul tilcara y cuando se nublaba al gris azulado, que el viento permanentemente, con distintas intensidades, peinaba, levantaba, encrespaba o alisaba.
De todas maneras el frío era la presencia común. No dentro del departamento en el que Mónica había arrastrado la sábana lila tenue para llegar al baño porque desde las cerámicas del piso ascendía el calor de la loza radiante. Patricio ahora esperaba, aguardaba pacientemente oliéndose y oliendo esa acogedora tibieza, mirando a través del amplio ventanal el panorama del lago y las montañas, pensando en esas precisas mutaciones del tiempo, que Mónica terminara su baño y acicalamiento para ingresar él bajo la ducha. No quería entrar con ella bajo el chorro porque se sentía con ganas de tomarse una pausa, disfrutar el espeso tazón de chocolate y el brownie en el abrigado bar en la misma esquina del edificio en el que vacacionaban, cuando por fin bajaran a desayunar y disfrutar ese rincón de ilusión que la ciudad todavía podía ofrecerles.-
Una vez dentro del bar, puestos ambos abrigos de gamuza y lana sobre los respaldos de las sillas, envueltos en la delicada fragancia a lavandas del perfume que él le había regalado, el humo desde los chocolates que les había traído el mozo se levantó lentamente desde las tazas y sus volutas blancas acariciaron las maderas acarameladas, con artesonados, cuadros, botellas de distintos vinos como si estuvieran dedicadas a mantener el encantamiento. El ámbito que respiraban hizo que  se sintiera y la sintiera a ella confortada y a gusto. Además su amante, que increíblemente había conquistado y estaba con él por gracia divina, le sonrió abriendo de tal modo las comisuras de su boca y mostrándole su dentadura pareja,  acariciándolo tanto con la luz de sus ojos verdes, que no pudo evitar la declaración:
- Mónica, quiero que nos casemos.
La preciosidad rubia saltó.
- Te estás olvidando de todo lo que hablamos. Yo no creo en el amor, menos todavía en el matrimonio ...
- ¿Lo nuestro es pasajero?
- Lo nuestro es pasajero, disfrutémoslo, aquí, ahora.
- ¿No lo estamos haciendo?
- Sí, sí, el chocolate está riquisimo, anoche, toda la noche, estuvo riquísimo, deleite, puro deleite.
Mónica se inclinó hacia el rostro de  Patricio y apoyó suavemente sus labios sobre los de él. No fue un beso en toda la regla sino el roce, el asomo, lo preliminar del beso y le apoyó los antebrazos sobre los hombros. Él se separó con cierta brusquedad.
- Querés conservar tu libertad. Volver a Buenos Aires sin compromisos, hablar con tus padres, tus amigas, tu hermano. Regresar a los días agitados de la revista ...
- Exactamente, eso quiero ¿Podés entenderlo? Bien, seguimos tan amigos, tan amantes, tan felices, como hasta ahora ¿No podés? Y bueno, nos damos el beso de despedida y cada uno por su lado.
- ¿Por qué?
- Vos lo sabés Patricio. Odio la esclavitud, la que ha vivido mi madre junto a mi padre hasta que mi padre murió. Ella quiso siempre ser periodista y no lo logró por atarse a la familia. No quiero atarme al matrimonio ni a la familia, no lo necesito. Soy feliz así.
- Pero eso no puede ser para siempre, qué harás cuando pasen los años. Ahora tenés treinta, pensá en tus cuarenta, tus cincuenta, tus sesenta años.
- Pensar tanto en el tiempo es salirse del tiempo.
- ¿Cómo?
- Somos tiempo, instante, instante tras instante. No destruyamos la magia del instante, de los instantes, o sea del presente, infectándolo de futuro. El futuro no existe. No ha existido nunca. Es una suposición, un ejercicio de la imaginación.
- ¡Ah, claro! Ya salió la señora literata. La que llena las páginas de la revista "Ahora" ...
- Justo, justo, ahora, vos lo estás diciendo.
Se quedaron en silencio. Las volutas blancas de las tazas humeantes perdieron su magia. El caramelo de maderas y artesonados se transformó en grueso barniz. La helada mañana ingresó al ámbito caldeado al abrirse fugazmente la puerta que comunicaba al bar con la calle. Patricio olió el frío y, quizás sólo una nube  afilada, un fragmento de aire nauseabundo, de basura,  y el nuevo instante interrumpió la dulce cadencia y encadenamiento de los instantes anteriores, la atmósfera a lavandas, en suma la frágil soberanía de esa sucesión de encantamiento comenzada el día anterior cuando entre ellos todavía reinaba la armonía. Hubo un corte, agresivo, generador de vacío. Se habían salido del tiempo.


Amílcar Luis Blanco ("Ionlonthe", trabajo basado en la obra de Egon Schiele por Patricia Muñoz)

domingo, 9 de junio de 2013

DESENMASCARAMIENTO





















- Si fuéramos verdaderamente amantes de nuestras libertades deberíamos copular en el primer encuentro y hacerlo, además, con toda la dedicación de que seamos capaces, para que nos saliese lo mejor posible ...
- Y, sí, comparto - dijo el checo, que había estado chupando el mate y haciéndolo sonar más de una vez.-
- ¡Eh, ché! ¿Cuánto más jugo le querés sacar? No tiene más hermano, no tiene más.
El que hablaba era Jacinto y estaban los dos solos. Al checo le decíamos el checo porque había venido de muy chiquito, meses, con sus padres desde Checoslovaquia. Eso fue después de la guerra, en el primer gobierno de Perón, cuando en el barrio no todos tenían radio y mi viejo recibía a los vecinos en el almacén, donde había puesto tres mesitas con sillas para que jugaran a las cartas, tomaran un vino o un café y, entre otras distracciones, especialmente los domingos cuando trasmitían los partidos de fútbol, época de Fioravanti y Aróstegui, pudieran escuchar la radio.- Mi viejo era peronista por aquel entonces y únicamente los peronchos eran bien recibidos en esas tertulias.
Ahora estaban ellos dos solos después de cincuenta años y yo los miraba, ya viejos, alardear y conversar como cuando teníamos doce, desde atrás del mostrador. Había también hasta una pantalla como la que tenía en mi departamento para que pudiesen mirar los partidos. Ahora también, mis padres muertos, mi hermana Laura deambulando por ahí con sus tangos y siempre liada con algún chupasangre y yo solo, en el departamento del centro cuando dejaba el bar, como el fulano de viejo smoking en cuanto a la tristeza que atacaba de vez en cuando, pero como el elegante para mí mismo ¿ Por qué ? Y bueno, hagan la cuenta, minas, las pagaba y las tenía, televisor de cuarenta y dos pulgadas para ver las películas que quería, incluidas las porno, bebidas, un minibar en el que incluía cognac, whisky, cubanas sello verde y sello rojo todavía, caña, ginebra y gin, vodka, tequila, oporto, vermouths de todas las marcas,  champan de las mejores, anís de los hermanos y hasta licores de huevo, chocolate, dulce de leche, en fin, lo que quisiera.-
Así que de vez en cuando los invitaba y nos mandábamos esas fiestas populacheras, pedíamos el asado a la parrilla de la esquina, el helado a la heladería de la otra esquina y siempre tenía en el freezer en el lavadero dos cajones de cerveza rubia y uno de la negra.
Jacinto decía lo que había dicho pero la verdad era que en esas reuniones nadie dejaba de hacer lo que le venía en gana. Invitaban a sus amigas y andaban con ellas por los rincones y tirados sobre los sofás o las alfombras. Se fumaban porros y hasta se daban narigetazos y si no llegaban a la cópula no andaban lejos y no era porque yo, el dueño de casa, se los prohibiera. Sería que les faltaban fuerzas. Yo no le daba bolilla al narigetazo aunque de cuando en cuando me fumaba algún porrito y me encerraba en mi dormitorio con Susy.
Susy era casi una devota. Se deslizaba callada y - en lenguaje futbolero- me ganaba los laterales. Cuando quería acordar la tenía al lado como una gatita y empezábamos a mimarnos y besuquearnos. De a poco, paso a paso, beso a beso, entrábamos como en un vendaval y antes le ponía llave a la puerta del dormitorio. No nos fueran a encontrar en nuestra íntima desnudez.
Pero lo que más me obligaba a ella, por decir así, era el desenmascaramiento constante que hacía de mi persona. Sí, porque antes de Susy estuvo Milly, antes de Milly, Elena, antes Rosaura, y antes todavía, Ámbar, todas importantes, todas me enamoraron, cada una con sus cosas, pero Susy, Susy me desenmascaró y además me hacía reír. Un día me dice:
- Mirate los pantalones, la camisa, la gomina en el pelo, por Dios. Sos tu viejo, en paz descanse, che, sos tu viejo.
- ¿Por qué me decis eso, Susy?
- Pero, por Dios, Luigi, llevás el almacén pegado
- El bar querrás decir, en todo caso - me ofendí. Con justa causa, ¡eh!, porque el almacén se había transformado en bar. Fui vendiendo todo, reponiendo sólo bebidas, lo modernicé. En fin, hasta una mesa de pool y de billar le puse.
- Vos sos el bar, tu padre era el almacén - dijo entonces Susy, después agregó:
- Mirá, tu gran valor para mí es que sos un tipo libre. Antes que  vos un tipo casado con el que nos gustábamos me tiró los galgos. Me dijo: - ¿Puedo ir a tu departamento?-. Le dije: - ¡Eh, viejo! pero ¿qué pasa? -¿Se terminaron los paseos a la luz de la luna, las idas a la milonga, al cine, a cenar, al teatro, a caminar por la costanera ...?- ¿Sabés lo que pasa? - me interrumpió - Soy un hombre casado.- ¡Ah, sí! ¿Y a mí, qué carajo me importa? - le dije.
Susy se me quedó mirando entonces. Esperaba mi respuesta.
- Pero lógico lo que le contestaste, estuviste muy bien. Pero, no entiendo, ¿qué tendría eso que ver?
- ¿Qué cosa? - preguntó Susy como si volviera de aquélla conversación
- Eso, que yo sea el bar, que sea libre, con lo que me acabás de contar.
- Eso, precisamente eso tiene que ver. Vos sos el bar, sos libre, no sos casado y te puedo elegir cada vez. Tu viejo estaba casado con el almacén ...
- Sí, además de con mi vieja, en paz descansen los dos, viejitos queridos.
- Lo que te quiero decir es que vos, en cierto modo, con tu gomina, tus camisas, esos pantalones de obrero, seguís casado con tu pasado de almacén ¿Entendés?
- No
- Más claro. Cuando nos acostamos y la pasamos tan bien en la cama es porque te deseo, es un impulso, si te veo demasiado metido en tu pasado es como que me producís cansancio, aburrimiento, ganas de no estar con vos, ¿entendés? Menos de acostarme ¿Entendés por fín?
No supe qué contestarle y, desde esa vez, estoy con ella y ya no uso gomina, me pongo remeras de manga larga, buzos, a lo sumo vaqueros. En fin, me desenmascaró, cambié, para mejor creo.

Amílcar Luis Blanco  ("Desnudo" por Egon Schiele)