miércoles, 9 de enero de 2013

Capítulo II de mi novela "Las Walkyrias"



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- Ya te lo dije – concluyó la pequeña de pelo del color de la noche, según la veía el chico a su lado.
- Contámelo de nuevo – insistió el chico que se llamaba Tomás y era su hermano. Estaban sentados sobre el piso de mosaicos rosas y verde agua del patio de invierno de su casa en Trenque Lauquen, Provincia de Buenos Aires.
-  Bueno – accedió Malva y alzó las pequeñas manos regordetas. Tenía siete años y a su lado descansaba la muñeca de tela rellena de estopa que ella llamaba Petrona.
- Hicieron así – dijo. Puso a Petrona de espaldas contra un mosaico rosa, le alzó las patitas y apoyó la curvatura de la muñeca de su brazo sobre el mosaico, y la palma y los dedos, como escalándola, sobre la entrepierna y el torso de Petrona.
- Petrona es mamá y Gustavo es mi mano…
- ¿Y de verdad estaban desnudos? – preguntó Tomás.
- Sí.
Los dos se quedaron callados. Tomás se paró y corrió adentro. Malva encontró raro que lo hiciera y se sintió después muy triste a partir, - esto no lo recordaba muy bien-, o de la partida de Tomás hacia el interior de la casa o de haberla visto a su mamá en la cama con el antipático y asqueroso Gustavo. Por supuesto que no se animó a denunciar su silenciosa permanencia en el dormitorio en el momento en que presenció lo que le había contado a Tomás. No alcanzaba a precisar ahora lo que había sentido entonces, pero, había sido algo así como cuando se paró en un arroyo en las sierras de Córdoba, en las vacaciones anteriores, debajo de una cascada. El frío y la fuerza del agua, que se deslizaba veloz entre sus piernas, la lisa dureza de las piedras que se superponían y ocultaban, chatas, sobre y bajo la corriente transparente y mansa, la hicieron recelar y sentir miedo y escapó, no obstante cautelosa, eligiendo cada piedra que pisaba para no resbalar. Así lo hizo, porque sintió algo parecido aquélla mañana, desde el dormitorio hasta el patio. Se fue pisando despacito en la semipenumbra para no provocar ningún ruido que pudiera delatarla. Después le sobrevino un desconsolado llanto y se escondió en los fondos de su casa, entre el ligustro y la higuera, donde sabía que no podrían encontrarla. Confió a la tarde sólo en Tomás. Ella sabía que nunca contaba nada.
Y aunque Tomás no contó nada, a partir de aquélla tarde, la vida cambió para ambos. Sobre todo en el trato con su madre que se volvió menos confiado y cordial. Pero entre Tomás y Malva ahondaron en una intimidad más cómplice. Se alternaron para compartir sus camas, donde no paraban de conversar bajo las sábanas hasta que el sueño los vencía. Tomás se hizo huraño y cauteloso, Malva observadora e impulsiva, a veces irritable y desobediente. Coincidieron sin embargo en demostraciones de cariño, en ocasiones desmesuradas, hacia su padre, don José Gervasio Chávez, el infatigable don Pepe, como lo apodaron siempre, que pasaba la casi integridad de sus días en el taller mecánico y comenzaron a acompañarlo. Querían estar con él y trataban de ayudarlo en lo que podían.
Malva creció aprendiendo de todo. Desde desenroscar tuercas para cambiar neumáticos, colocar con la herramienta especial las bujías, manipular diferentes tipos de crickets, espiar los secretos de cilindros y pistones antes de la rectificación de un motor, manejar el soplete para soldar, etcétera, etcétera, hasta participar, junto con su hermano, en todos los asados organizados por los mecánicos. Con Lucas, el hijo de uno de ellos, amigo también de Tomás, cuando tuvo once años y su primer período menstrual, accedió a quitarse la bombacha para demostrárselo. El muchacho, de la misma edad, tuvo después que cumplir su parte en el trato. Masturbarse delante de ella hasta que le saltase el semen. Un día, Malva, le pidió que la dejara hacérselo y Lucas le puso como condición que lo dejara a él también meterle el dedo índice, la punta, en la entrada de su vulva. Le aclaró que tenía las uñas bien cortadas y las manos bien lavadas y que lo haría despacito, sin que a ella le doliera. Que al contrario, que le iba a gustar.
El taller mecánico estaba en las afueras y ellos se alejaron todavía más, a un lugar escondido. Malva sentía la yema del índice de Lucas rozándola con suavidad. Le pidió que la presionara apenas sobre el rojizo botón del clítoris, inmediatamente atrás, en la cima de la comisura vertical de la que partían los labios vulvares. Los había observado largamente, así como la totalidad de sus genitales externos, valiéndose de un espejo, comparándolos con los de una lámina en colores de un grueso tomo robado de la rala biblioteca de don Pepe. Mientras aferraba la muñeca de Lucas para que no apretara más de lo debido, y sin poder evitar abandonarse a la sensación de placer y cosquilleo que la manipulación despertaba en todo su cuerpo, no dejaba de observar también cómo se nublaban los ojos de su compañero y cómo se desplegaban flojos sus labios, mientras ella, al mismo tiempo, apretaba, subía y bajaba su mano sobre el pene endurecido de Lucas, elástico y suave al tacto como una seda. Estuvieron así hasta que las gotas tibias despedidas por el asediado órgano fueron atrapadas por las dos manos juntas de Malva, que ascendieron a su cima anticipándose, cuando ella pudo presentir la eyaculación en el estertor que la precedió. En ese momento también ella buscó con su hendidura genital que el dedo la penetrase, pero él se aflojó y se retrajo, abandonándose, y empujó las dos manos de ella alejándolas de su sensibilizado miembro. Ella lo soltó pero se recostó contra su pecho y le pidió que la besara. El aceptó después de un rato, al principio desganado pero enseguida entusiasmado con el entusiasmo de ella, repetir lo que habían hecho.
Una siesta de verano de un día feriado en la que pudieron escaparse temprano llegaron a hacerlo hasta cuatro veces. Terminaron entrada la noche y diciéndose que se amaban. Entonces, en el tercer encuentro, y según Malva lo había premeditado, como el heráldico estertor se demoraba, ella quitó la mano de Lucas de su clítoris y se hincó, acaballándose, sobre el pene, metiéndoselo hasta el fondo en la vagina. Sintió un tirón, un pinchazo y un aumento de líquido en el interior de su conducto. Supo que había sido desvirgada pero al mismo tiempo el cosquilleo se le transformó en estertor como el de su amigo y el amargor de su garganta en contracción placentera, y, al acabar éste, casi enseguida, el estertor se hizo convulsión que la arqueó y la sacudió como si el cuerpo se le partiera y una descarga de electricidad sagrada la pateara para dejarla caer de nuevo, blandamente, sobre sus genitales empapados y calientes como sobre una laguna. Un placer sin límites la recibía. Un destino de gozo infinito se abría para ella. Siguió besando a Lucas y retuvo el pene quieto en el interior de su vagina mientras besaba a su dueño en la boca suavemente, lentamente, esperando que despertara y creciera de nuevo en la empapada cavidad de su bajo vientre, hasta que consiguió por fin llevarlo después de regodearse ella misma en voluptuosidad y placer, a la última y cuarta explosión, la segunda para ella.

Amílcar Luis Blanco  (Pintura de Oswaldo Guayasamín)

lunes, 7 de enero de 2013

El hombre que se transformaba en lluvia.-






















Pisadas de agua, ojos lacustres, transpiración o llanto como cascada permanente desde todos los poros. Agua con dureza y materia y, de pronto, licuefacción, un calor que lo transformaba en vapor, en nube y, por último, en precipitación intensa, parecida al diluvio. Y, mientras tanto, nos preguntábamos sin comentárnoslo, estupefactos frente al fenómeno, si en esa instancia el hombre – porque de un semejante se trataba – conservaría su lucidez. No podíamos preguntárselo a nadie, menos a él que andaba entre nosotros a veces sólido y concreto y otras, como un vaho, una sombra viajera por las noches y, por supuesto, un diluvio cuando se abstraía de su ser concreto y se iba o se fugaba por una puerta, una ventana o un tragaluz. Era un misterio.-
Las pocas veces que habíamos intentado abordarlo, sentado al extremo de la misma mesa en la que solíamos pasar el tiempo y entretenernos entregados a inocentes pasatiempos, él se limitaba a mirarnos con sus ojos de tiempo y nos quedábamos ya hipnotizados frente a esa contemplación que parecía envolvernos y colocarnos como elementos de un paisaje, inmovilizados, mudos e inauditos. A veces parecía nevar y se desataban borrascas dentro del azulado celeste de sus pupilas que crecía y se propagaba en el alrededor, copaba todos los horizontes, y entonces ni siquiera escuchábamos el sonido a caracol de mar, aullido lento o crepitar de nuestras respiraciones. Nos mojábamos y hasta empapábamos dentro de ese paisaje inescapable que él nos proponía y en el que nos convertíamos en meros objetos.
Cuando salíamos o regresábamos de ese estado él ya no estaba, se había marchado convertido en lluvia o en viento, en las dos cosas juntas o en vaya a saber qué. Tampoco nos atrevíamos a comentar entre nosotros lo que nos había pasado, temerosos de que el otro o los otros pudieran considerarnos locos. Menos todavía hacíamos explícito nuestro resquemor o rechazo, el que legitimamente podíamos sentir, cuando se sentaba, silencioso y ensimismado, hacia el extremo de la mesa. Nos hubiera incluso parecido indecente y hasta cobarde demostrarle o demostrarnos temor. El miedo es el cuchillo salvaje y rastrero, el puñal que se nos clava en el costado y no le íbamos a aflojar, no señor. Y no porque nos consideráramos guapos sino porque uno no puede arrugar frente a lo que no conoce siempre, porque si así fuera viviríamos arrugados.
Pero admitámoslo aunque no lo digamos: el hombre se transformaba en lluvia. Tenía esa cualidad o defecto ¿Quién podría calificarla? Era callado, jamás nos dirigía la palabra ni para decir esta boca es mía. Respetuosos de su mutismo nosotros no le preguntábamos nunca nada y cuando desaparecía, a veces incluso sin desplegar su numerito, tampoco hablábamos de él. Es decir, lo respetábamos.
El único que no lo respetó, primero trató de conquistarlo, invitándolo a numerosos asados en su estancia y hasta intentando liarlo con la hija fue Ecuménico Polo. Lo que el terrateniente quería era que no le faltase la lluvia en sus campos y ese hombre llegó a ser para él una obsesión. Pero se dice también que él jamás le respondió y rehusó una por una todas sus invitaciones. Siguió transformándose en lluvia cuándo y dónde le vino en gana y hasta llegó a rodear los campos de don Polo sin dejarle caer una gota. Se había incomodado con él, le había tomado idea y le duró hasta que por la gran sequía don Ecuménico le fue a pedir perdón y le rogó que, por favor, lloviese.
¿Cómo puede un hombre transformarse en lluvia y después volver, como si nada, convertido en hombre? No teníamos la respuesta pero el interrogante, la pregunta, pendía, circulaba sobre nosotros, como una especie de atmósfera. Y por lo menos para mí se intensificaba, convertida en curiosidad casi obsesiva, cuando el hombre se instalaba entre nosotros e interrumpía la paz de nuestros trucos, tutes o chinchones y hacía que dejáramos las barajas del naipe sobre la mesa, perdido ya todo interés en el juego.
Se contaba o se había dicho, pero no podíamos confirmarlo porque, como dije, no tocábamos el tema entre nosotros, que había habido una mujer y que la mujer lo había abandonado y que de resultas de ese abandono el hombre había llorado una noche entera sin parar y que no sólo las lágrimas le habían salido de los lagrimales como es lógico y normal que suceda, también se le habían desprendido de su alma. Pero claro, como el alma no es algo que esté así, expuesto, como lo está el cuerpo de cada uno, para bien o para mal, sino que, según opinan los que saben, es algo así como una cualidad, una especie de don, algo que no se toca ni se ve, en principio, pero que se hace sentir, el hombre al llorar con su alma lloraba más allá de sí mismo. Es decir que se extendía, se propagaba como una tormenta y que eso le sucedía cuando entristecía, entonces se nublaba, se ensombrecía y se transformaba en ese llanto indeterminado que era la lluvia.
Bueno, qué se yo. Ni hay qué decir que esta explicación no nos satisfacía. Nos mirábamos, a veces, dispuestos a creerla – con mirarnos nos bastaba para entendernos- pero en el fondo de nuestros entendimientos juzgábamos increible semejante interpretación. Porque, efectivamente, cuántos de nosotros, portadores de alguna pena o desengaño, sabíamos también sentirnos tristes, melancólicos, apagados, deprimidos hasta la nausea, sin ganas de ir al bar siquiera a jugarnos un truco y a veces andábamos deambulando como fantasmas sin tierra, parecíamos sombras, porque creanmé, el campo aburre, y, sin embargo, como digo, siempre estábamos dentro de nuestro cuerpo, no podíamos ir más allá de nosotros mismos y transformarnos en lluvia o tormenta o viento fuerte. Bueno, lo mismo cuando andábamos contentos, ocurrentes, con ganas de gastar bromas, en las vísperas de un festejo y el alma se nos salía del cuerpo casi, como se dice, o digamos alguna moza del lugar nos daba tiento para que nos entusiasmáramos, bueno, tampoco por eso nos convertíamos en un día de sol y nos volábamos por el aire para observar todo desde arriba. Y eso que todos, algunos en más oportunidades que otros, habíamos subido a la carlinga del avión fumigador y habíamos mirado hacia abajo para ver el pueblo y los cuadros alambrados y la hacienda, casi convertidos en los ojos del día. Pero aún en esos casos nunca nos habíamos ido por decir así de nuestros cuerpos.
La explicación vino después, mucho después, y no tuvimos entonces la más mínima duda del porqué el hombre iba y volvía de hombre a lluvia, de lluvia a hombre, pero, como comprenderán es un secreto y no puedo revelarlo. Lo único que puedo decirles es que nos bastó con darle crédito. Se las voy a decir de todos modos. El hombre se transformaba en lluvia porque su proyecto era, es y seguirá siendo, convertirse en agua y porque no había o no hubo para él mejor creencia – a lo mejor cuando se vio envuelto en su drama sentimental, en la tragedia que significó que una mujer que él amaba lo abandonara – que la de ser lluvia. Pasaron muchos días, después de un diluvio y terrible inundación, sin que regresara y entonces nos dimos cuenta que se había ido para siempre, por lo menos de su condición de hombre.

Amílcar Luis Blanco.  (Pintura "Hombre-Lluvia" por Diego Latorre)