viernes, 15 de mayo de 2015

LA DAMA DEL SUEÑO



Pese a mis setenta años bien cumplidos en mis sueños soy siempre o casi siempre un hombre joven. Nunca paso, en mis interacciones oníricas, los cincuenta años y a veces me muevo en esos escenarios virtuales como un muchacho o un niño. Las mujeres se dirigen entonces  a mi considerada y respetuosamente y me tratan como si fuera un galán. En uno de mis últimos sueños, que me  produjo la necesidad de contarlo, una mujer mayor, pero de no más de cincuenta años, que bien podría haber sido mi madre joven, me hizo un regalo. Se trató de una billetera en cuero lustrado y rojizo que no llegué a abrir porque cuando me disponía a hacerlo me desperté. En lo reciente de mi vuelta a la vigilia pude recordar que, al parecer, vivía en la misma casa, con ella, y que éramos algo así como la dueña y el pensionista en esa propiedad bastante extensa y de muchas habitaciones. Recordé que la casa estaba en una ciudad de la provincia de Buenos Aires medianamente importante. Pudo ser Trenque Lauquen, Pehuajo, Bolivar, cualquiera de ellas, porque la sensación que me había dejado ese breve transcurso por los reinos de Morfeo era que estaba rodeada de campo, de una vasta llanura con montes y ganados bovinos y equinos.- En el transcurso onírico jugaba con una ramita con forma de horqueta que la dueña de casa había encontrado en mi habitación sobre mi cama y que me devolvió dentro de su regalo.- Era pequeña y roja con sus tres puntas, como arrancada de una adelfa cuyas flores, aún en su previo estado de pimpollos, son venenosas y echan un olor áspero.
Semejante sueño me llevó también a perderme en asociaciones y recuerdos de mi infancia en América. Esa ciudad emblemática para mí porque contuvo y contiene todavía en mi memoria a todas las otras ciudades que después conocí. A todas las comparé y las comparo constantemente con la América de mi niñez. Sus calles anchas, que primero fueron de tierra y se asfaltaron más tarde durante mi pubertad y en los meses inmediatamente anteriores a la mudanza que me llevó a vivir ya para siempre en el Gran Buenos Aires y en la ciudad Capital, alternativamente; sus veredas también dilatadas y bañadas por copiosas sombras de copiosas copas de añosos árboles; su plaza central, llamada Colón, de una arborescencia que subía profusa y abundante, como el agua de una fuente, en variadísimos verdes desde la tierra, cuando llegaba la primavera y mostraba amarillas flores de retamas y aromos y rojas de adelfas y ceibos y azules y lilas de los jacarandaes, sus palmeras como chorros de agua vegetal y blanda que se abrían en la altura, sus pinos y cipreses que daban la ilusión constante de navidades y nochebuenas aguardándonos.
Rodeando la plaza se podía admirar el edificio de la intendencia o municipalidad diseñado por el arquitecto Reyes Oribe, la parroquia dedicada a San Bernardo, la comisaría y los bancos de la Nación y de la Provincia, el Club Independiente, del que mi padre fue presidente y dio la oportunidad de que pudiese vestir siendo niño la roja camiseta de su equipo de fútbol cuando ingresé al campo de juego de la mano de un jugador a mis escasos seis años de vida, experiencia que me enorgulleció. La escuela primaria Bernardino Rivadavia, la número uno, en la misma manzana en la que estaban mi casa y la intendencia. En fin, el vivero municipal enorme con sus senderos y variedad de especies.-
Pero entonces estaba, en el sueño, en una ciudad como América, salvo que un poco más grande,equilibrando en mi trayectoria de hombre joven siderales distancias, como si convergieran en mí y aquélla mujer, consideradamente, me hacía un regalo por algún motivo que se me escapaba. Al parecer era yo su pensionista preferido por alguna razón que desconocía pero que me otorgaba el lujo de su atención preferente. Pude suponer que ambos vendríamos de una experiencia común y que la misma sería muy gratificante para los dos pero no acertaba a saber cuál había sido, en qué había consistido.
Después de mucho pensar me pareció acceder a una pista. Una pollera estrecha, tipo tubo, que le pertenecía descansaba prolijamente doblada sobre el respaldo de una silla en un comedor iluminada por un rayo de sol proveniente de una claraboya. Su vista me produjo una sensación placentera y la mantuve un tiempo en mi imaginación. Antes de que la visión de esa prenda femenina que pertenecía a la dueña de mis aposentos se apagara pude añadirle o sumarle el aroma de su perfume. Una exhalación que excitó mi olfato y se parecía a ella porque mezclaba el olor de los pinos en el viento con el de un cítrico limón al que se unía un leve toque, muy leve, de jamón crudo y era le mismo olor que ella desparramaba cuando pasaba de la cocina al comedor hiperactiva y complaciente para servir sobre la mesa los exquisitos platos que preparaba. Sin embargo este mínimo hedor a jamón, limón y pino, algo salvaje, trajo a mi memoria la contemplación a través de un espejo del cuerpo desnudo de mi dueña. En algún momento y lugar de la casa lo había tenido al alcance de mis ojos y también de mis manos y de mi deseo. Sin embargo entre nosotros, que nos tratábamos de usted, había campeado siempre un respeto tan grande que se hacía imposible seguir avanzando en una evocación que pudiese transportarme a la comprobación de que hubiese ocurrido  algún intercambio erótico entre ambos. No porque no me hubiese gustado que ocurriera. Dios sabe lo mucho que deseaba su cuerpo todavía joven, la soltura de sus maneras graciosas, activas y de una coquetería sutil.
Algunas veces me imaginaba deteniéndola de manos a manos, sonriéndonos los dos, porque siempre nos sonreíamos, y finalmente besándonos, primero levemente, rozándonos los labios, pero enseguida de un modo apasionado para culminar por último en el lecho, desnudos y enamorados, deslizándonos el uno contra el otro, el uno sobre el otro, acariciándonos, penetrándonos, absorbiéndonos ¡Ay, uyyyy!
Ella sabría como un azúcar cítrico, como ese perfume que emanaba de sus partes íntimas, esa fina capa de sudor que mezclaba en sus humores las emanaciones de su personalidad, tan seductora siempre para mí.
De pronto, en ese esfuerzo por recordar, por ahondar en el sueño, evoqué su pubis que seguramente había contemplado cuando la vi desnuda en el espejo. Un suave relieve, redondeado, mórbido y cubierto por el ralo vello negro bajo su vientre que le daba la apariencia de una flecha dirigida a su cálido interior. Una especie de cofre conteniendo un tesoro.
Entonces vi que ella se sentó en el extremo de la cama, observó su pelvis, algo la inflamaba por dentro porque posó la punta de sus dedos en ese también llamado monte de Venus y movió y removió sus carnes encendidas, movió y removió su pubis hasta que su vientre se contrajo y sus piernas temblaron. Había contemplado secretamente su desahogo de mujer solitaria.
Al evocar la escena supe que había llegado a descifrar el fondo de mi sueño y la razón de la billetera o estuche rojizo de cuero que ella me regaló. Seguramente, en el sueño, me había visto contemplarla y su regalo contenía el instrumento de su placer. Abrí la billetera y dentro de ella encontré un pequeño tallo rojo con dos raíces. La dama del sueño me lo regalaba como prenda de un placer compartido, momentáneo, fugaz, casi inexistente.

Amílcar Luis Blanco (Oleo sobre tela de Tamara de Lempicka)