miércoles, 18 de abril de 2012

EL TEMPORAL



El primer golpe de viento volcó los vasos y la botella y el vino se desparramó sobre el hule blanco sin que Gervasio ni Otranto alcanzasen a agarrarlos. El segundo golpe de viento fue feroz. Ocurrió dos segundos después de que se apagaran todas las luces. Alzó la mesa desde abajo y también a ellos y los estrelló contra el frente de entrada del obrador. Nos habrá sacudido hasta los pensamientos, pensó Otranto.-  Pero además los ensordeció; como si de pronto hubiesen despertado bajo el súbito encenderse de las turbinas de un avión jet. El pánico los inundó y ahí fue que Otranto tuvo su primera noción acerca de qué era la adrenalina. Como pudieron, arrastrándose, látigos de agua helada les castigaban las piernas y lo lomos, abrieron la puerta de chapa del obrador, se metieron adentro, bajo su techo, la loza del primer piso y, entre los dos, cerraron y trabaron la puerta que, como se abría hacia afuera, parecía querer fugárseles de las cuatro manos e irse a la estratósfera. Jadeaban y gemían sin decirse nada, apenas podían respirar.-
Casi un segundo después la tonelada del tronco del álamo los ayudó a reforzar la posición de la puerta porque cayó, haciendo temblar el suelo, sobre su chapa exterior con sus ramas, apretándola,  y la selló en su marco de hierro. Había una luminosidad gris, de plomo, y giraba en el alrededor de los ojos de ambos.-
Estaban en el patio del primer piso del edificio y habían ido a terminar el revoque fino. Habían finalizado la tarea y se habían sentado a fumar y beber unos vasos de vino. Era la noche del miercoles, víspera de semana santa. Mudos, transpirados y fríos, los estómagos anudados, se miraban espantados. Otranto fue el primero que habló y en un grito porque el zumbido y los estampidos de las descargas eléctricas eran ensordecedores:
- ¿Tenés tu celular, Gervasio, lo tenés?
- No tiene carga,  señor Otranto
- Usá el crédito para emergencias
- Tenés razón, tenés razón, che, señor.
Mientras Gervasio marcaba las ráfagas mordían, raspaban el cemento y estremecían las ramas del álamo derrumbado; el enorme cadáver de un gigante vegetal. Rugían además, rugían y Otranto pensó que era como si estuviesen al borde del hocico de un animal monstruoso que fuera a devorarlos.
- No puedo Otranto, no puedo comunicarme. Da pulsos de ocupado y mire, che señor,  apareció éste cartelito - Gervasio acercó el celular a los ojos de Otranto. No obstante que los ojos le ardían y cada vez veía menos, tendría que ir al oculista, esforzándose, sentía el leve dolor que acompañaba al esfuerzo por enfocar la pantallita, alcanzó a leerla: "Solo llamadas de emergencia" ¿Cuáles serían las de emergencia - se preguntó - si no era la que acababa de intentar su medio oficial albañil?
- Deje, deje Gervasio, no se preocupe - Hizo un ademán para remarcar lo que le decía. Después quedaron los dos sentados sobre el duro piso de cemento alisado.
- ¡Qué lo parió, qué tormentita! - dijo Gervasio mientras guardaba el aparatito en el bolsillo de su chaqueta.
Por toda respuesta el capataz elevó sus ojos hacia el rectángulito de la ventana del obrador.- Más allá del marco de fierro pintado con antioxidante, que sostenía el vidrio roto, vió el acelerado desplazamiento de nubes relampagueantes, más veloces en sus flashes continuos que su propio parpadear. Pensó en su casa precaria y en Mariana, su joven compañera y en el pequeño hijo de ambos, de sólo tres añitos, Josecito. Dios quiera que no hubiese andado a la intemperie, que haya estado con su madre, que hayan alcanzado a guarecerse. Miró a Gervasio. Era paraguayo y vivía solo. Paraba en una pensión cercana a la estación del ferrocarril, en Temperley. Menos mal que no tenía a nadie, pensó.
Estuvieron un largo rato sentados atisbando los disparos de luz, oyendo el estruendo, en silencio, mirándose espantados.- Al cabo de un denso cuarto de hora la tormenta pareció ceder. Las ráfagas de viento siguieron siendo torrentosas, siguieron ululando y gimiendo, pero el rugido premioso que le hizo pensar a Otranto en una bestia salvaje ya no se oía. Otranto había dejado de fumar hacía años pero aceptó ahora el cigarrillo a medio sacar del paquete que le ofreció su medio oficial albañil. Se asombró de que la primera honda bocanada que aspiró ingresase a su tracto respiratorio y llegase al interior de sus pulmones como un alivio. Por un momento pensó que lo haría toser pero no fue así.
- Y usted, che patrón, tiene a la señora y al niño allá en las casas, no?
- Sí, sí, ahí estarán y espero que se hayan puesto a cubierto
- Seguro que sí, señor...
Otranto no estaba tan seguro. Tampoco imaginaba cómo mierda harían para zafar, para salir de esa trampa en la que el destino los había encerrado. El jueves que sucedería al de hoy sería el primer día del feriado de semana santa, estaban sin teléfono, su joven esposa aunque vivía en Morón y sabía que Otranto estaba trabajando en Temperley, no conocía la dirección o el domicilio exactos de la obra. Aunque hubiese podido ponerse a salvo después se preguntaría por qué razón el no había regresado, se preocuparía mucho, imaginaría que algo le habría pasado. Tenían por lo menos hasta el lunes, cuando regresaran a la obra los compañeros de la construcción, menos mal que dentro del obrador había una canilla y agua en el tanque y el edificio no había sido inaugurado. Pero lo que es comer, ahí sí que estarían jodidos. Ni un bocado.
- Usted sabe, che patrón, a mí no me espera nadie- Gervasio dijo eso como si pensara en voz alta y sopló una columna blanca y sólida después de haber aspirado del largo y delgado cilindro que sostenía entre el pulgar y el índice, con extremo cuidado, como si sostuviera una mariposa por sus alas. La viga de humo avanzó en la oscuridad oblicua y firme, ajena por completo a la agitación de la tormenta que se debatía fuera del pequeño recinto. Otranto le miró la sonrisa amplia y complacida que mostraba la dentadura incompleta y manchada. Humedades de vinos y de cañas, residuos de las nicotinas de infinidad de cigarrillos; aspiraciones y beberajes de alcoholes baratos, castigados por las faltas de trabajo y el empleo esporádico y los bajos jornales.En el alrededor de los ojos y de las comisuras, la piel curtida, ajada, no obstante sonriente, Gervasio desplegaba sus gruesos labios de indio, como si nada ocurriese
- ¿Qué raro no te casaste vos?
- Anduve juntado, che patrón, pero la guaina no dio para más ... se la llevó el catarro, digo yo, mucho lavar y tender y andar al aire desde temprano y más que nada para su patrona. Jejeje
Gervasió abría su boca grande y se reía aspirando el aire, hacia dentro, como si le avergonzase que su risa pudiese ser escuchada por Otranto o, incluso, por cualquiera que pudiera haber estado con ellos


(Pintura: "Borrasca en azul" por Guayasamin)


La borrasca los confundía por igual a los dos en ese agitado y desgraciado momento aunque sus realidades de vida fuesen diferentes. Ya se escuchaba únicamente el sonido de la lluvia cayendo y se quedaron un largo momento fumando y sin hablarse. El frenético meteoro había virado a una tormenta normal. Otranto, lejano descendiente de franceses llegados a la Argentina en el siglo XIX, era capataz en la obra porque pese a haber terminado el industrial y haberse recibido de Maestro Mayor de Obras lo que, en principio, lo capacitaba para confeccionar planos y firmarlos y dirigir una obra, había quedado sin empleo y todo lo que había conseguido era ese puesto desde el que hacía una suerte de dirección de obra en acto, sujeta a la posterior aprobación del arquitecto. Había además quedado viudo de una mujer a la que respetó hasta que conoció a Mariana, muchos años menor que él, y se enamoró y la embarazó y acompañó con el hijo de los dos. Cuando comenzó su relación con Mariana su anterior esposa había comenzado a sufrir los síntomas del cáncer que se la llevó de este mundo así que no supo o pudo revelarle su infidelidad y hasta que ella cerró sus párpados definitivamente, su dulce sonrisa, eclipsada por la sorpresa del último aliento, lo seguía acompañando todavía.-
- Estoy acostumbrado a no comer, che patrón...
- Agua no nos va a faltar
- Nada más, hay que aguantar, che patrón
- Sí, sí, tiene razón Gervasio...
- Mirá nomás, che patrón, antes de ser yo albañil había sido cosechero allá en el Paraguay, mi tierra. Bueno, había sido cosechero y había estado levantando la yerba mate, que hacemos atados enormes y los cargamos en los carros, che patrón, y a veces ni para comer teníamos, nada más para prepararnos el mate cocido, hasta que nos traían algún novillito y nos autorizaban y había que hacerlo durar...
- ¿Y cómo era eso?
Gervasio se animó y extrajo su paquete de cigarrillos y convidó de nuevo...
- No, no, está bien. A mí no de nuevo...
- No diga
- Es que yo dejé de fumar Gervasio, pero cuente, cuente nomás...
- Y bueno, le digo, ya era entonces mas una carnicería que un yerbatal, empezábamos a despiezar el novillo. Primero lo cuereábamos, después lo empezábamos a despiezar, a cortarle y separarle las partes...
- ¿Y con qué se hacían el primer asado?
- ¡Ah bueno! Poníamos el costillar un poco inclinado sobre las brasas de quebracho. Éramos más o menos veinte con el capataz y todo. Y le puedo garantir que comíamos, eh, comíamos como guachos...
- ¿Y qué tomaban?
- Bueno, mire, o caña, o agua, o vino. El vino, che patrón, era bastante malo. Tenía ese olor como a alcohol de quemar, vió?


                                                                     II


Siguieron conversando hasta que la voz de Gervasio y su propia atención, la de Otranto, a lo que le decía, e incluso sus propios comentarios, se fueron apagando en esa especie de hipnosis producida por el deseo de mantenerse despierto y la insistencia del sueño, el poder del sopor y la somnolencia gravitando sobre ellos. También la tormenta se había apagado afuera y, sorprendentemente, no se oían grillos o pájaros. El estrago habrá sido grande - pensó Otranto. Después apareció el rostro de Mariana, moreno y lavado, con ese cutis tan terso que ella tiene y las yemas de los dedos de Otranto fueron hacia sus mejillas y las rozaron apenas y atrajeron hacia su boca la suya y se centraron en el beso como en un cono de tibieza y dulzura y Otranto besó la sombra abierta dentro del pequeño recinto en el que se hallaban y el cabezazo súbito lo despertó. Había soñado, una breve alucinación, con Mariana. Había visto cómo los párpados pestañudos y con forma de alas de golondrina de ella se plegaban sobre las enormes lagunas de sus ojos pardos, ojos con luna que le sabían sonreír sólo a él. También su boca se abría y le mostraba el arco blanco y franco y la punta rosasea de su lengua al sonreirle y más abajo el cuerpo ligero y delgado, flexible pero de buena planta, tobillos finos y gruesas pantorrillas. "Sos una guerrera" - alcanzó a decirle y de nuevo cabeceó y despertó en el aire ahora teñido levemente de gris y contaminado de un silencio frío.
Otranto se incorporó y sintió un dolor que le bajaba del cuello a la cintura, la dureza del alisado de cemento, el haber tenido la espalda apoyada en la pared, se sentían. Gervasio dormía roncando levemente. Su cuerpo se había tumbado de costado, vencido por el cansancio y la tensión.
Desde el exterior, lejanamente, un sonido insistente de sirenas se propagaba y algunos ladridos y aullidos le respondían. Bomberos, policías, auto-bombas, ambulancias. La catástrofe natural era también humana, sobre todo humana y también se diseminaba y extendía, como el pálido gris de la noche cuyo silencio parecía meterse en todos los rincones, en los cuatro escasos del ámbito reducido del obrador y en todo el horizonte de la ciudad. Ese horizonte que como todo horizonte comunicaba con el infinito.
Otranto había esperado muchas veces y aprendido a no desesperar. Sobre todo porque era inútil. Había tanto para pensar. La vida nos toma todos los días desde muy temprano, desde que despertamos y salimos de la cama y hay que lavarse la cara y vestirse e ir a trabajar, y no nos permite ni deja espacio para pensar. El pensamiento que se lleva dentro durante el camino, en el entretanto, en el espacio que queda entre los quehaceres, está siempre sacudido, interrumpido, de modo que viene a ser como un hilo que se corta constantemente y no puede sostenerse. En realidad los pensamientos vienen a ser como esos cables que se enchufan y desenchufan, o el cambiar de canales con el control remoto, el famoso zaping. Se pasa velozmente de una estación a otra, de una imagen a otra, de un tema a otro tema, y se hace un picadillo. En nada nos detenemos suficientemente. Otranto sentía que el vendaval había impuesto una pausa. No era ya tanto el miedo, era el valor o la paciencia o la entereza de esperar.