martes, 31 de diciembre de 2013

Cuerpos y reflexiones.


Hoy estuve contemplando cuerpos que iban y venían. Llevé a mi hija, de muy buen ver a sus treinta, al centro de la ciudad a hacer una diligencia y la esperé en una esquina dentro de mi automóvil. Hacía todavía calor después de catorce días de temperaturas agobiantes que rozaron y sobrepasaron los cuarenta grados. Todos los cuerpos llevaban ropas ligeras y dejaban ver porciones desnudas de sus anatomías. Lo que más se notaba en ellos eran las historias personales, los cansancios, las ansiedades, las angustias, las pequeñas felicidades encarnadas en piernas flacas o robustas, con y sin várices, en cuellos tersos o arrugados, gibas o jorobas lumbares o cervicales, panzas más o menos cadentes o caídas y sobre todo los rostros contraídos y relajados. Increíble ver cómo lo que nos ha pasado en nuestras vidas queda en nuestros cuerpos.Que ellos sean, por decir así, los depósitos o receptáculos de las vivencias, incluso a partir de las cuales se pueden suponer o desarrollar historias más o menos verosímiles asomándonos al mundo de los otros, de lo ajeno, de lo que late a corta distancia de nuestro propio corazón.
En realidad los cuerpos nos desnudan, amalgama de cuerpos y de rostros. Caminamos, nos detenemos, esperamos, expectantes, distraídos, confundidos, aturdidos, difusos. El cielo, algo plomizo, presagia tormenta y comienzo a impacientarme. Me digo que puede granizar y la carrocería de mi coche quedar abollada y eso me costará mis buenos pesos. Ruego para que mi hija se apure y vuelva pronto. Pero también me digo que esperar y contemplar es agradable. Así que sigo mirando sin detenerme a mis congéneres como cuerpos. Trato de no ligar deseos sexuales a la contemplación de las mujeres de todas las edades. Los deseos suelen distorsionar las visiones y sobre todo la vertiente puramente estética de los objetos observados de la que parten todas las demás. Como meras hipótesis es cierto, pero como tales abiertas a la imaginación y los juegos de la fantasía.
Sigo pensando en las uniones azarosas de los cuerpos que dan vida a otros cuerpos y recuerdo el enorme poema de Miguel Hernández "Sino sangriento" que me trae las angustiantes experiencias en algunos de sus versos: " . . . y cada cuerpo que tropiezo y trato es otro borbotón de sangre, otra cadena . . . " o " . . . y nado contra todas (corrientes de las sangres), desesperadamente, como contra un fatal torrente de puñales . . . ". Cuerpos que se unen para dar vida a otros cuerpos. Hombres membrudos, fornidos, altos que se encaman con hembras algo rechonchas pero ilusionadas y después satisfechas que dan paso a hijos e hijas que salen a él o a ella o que consiguen una feliz o no amalgama de ambos progenitores. Azares de la genética, de la inmensa e inacabable arborosidad de la especie propagándose vegetativa y ciega en el tiempo, atravesándolo, haciéndome regresar de nuevo a la poética de Hernández: " . . . Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos, se besan los primeros pobladores del mundo . . . "
Las agujas de mi reloj pulsera marcan las once y mi hija aparece, jovial, suelta de cuerpo, de muy buen ver, como dije y se sube al auto y doy arranque y pongo primera y regresamos a casa.

Amílcar Luis Blanco

sábado, 23 de noviembre de 2013

PROSAS SALVAJES























Algunas parecían caballos y jinetes, otras estaban tiradas y semejaban glifos, jeroglíficos, componían un suelo de trabajosos insectos desmontados que iban del negro al azulado, el marrón y el verde translúcido como las alas de las moscas; eran palabras estilizadas y proponían juegos. Entretenimientos de llanura pensábamos porque conmigo había otros recién llegados absortos que seguramente venían como yo de planicies blancas, limpias. Habíamos atravesado las montañas y sus estribaciones. En algún momento de nuestro recorrido los infinitos matices del verde, el verdinegro, los ocres, marrones y pardos que lucían en la vegetación que movía el viento en las faldas de la inacabable cordillera se habían extraviado y las nubes blancas que viajaban por el azul intenso y profundo habían descendido con todo su peso y dimensión a aquella plana superficie de letras caídas. Muchos contaban haberse precipitado desde enormes ventanales o haber entrado caminando a través de ellos; aberturas que, según dijeron, correspondían a una vasta biblioteca interminable, cuyos anaqueles, contenedores de filas de libros dejaban caer de sus páginas a borbotones letras, palabras, párrafos enteros que desbordaban y se derramaban y parecían desplazarse iguales a mareas de lavas incandescentes o a líquidos oleosos y lentos.
De pronto un sonido de tropel, estrepitoso, que hizo temblar el suelo  que pisábamos, compuesto como dije de grafías más o menos sólidas,  turgentes o esponjosas, que producían en las plantas de nuestros pies sensaciones de estar pisando raíces sueltas, lianas, cuerdas de diferentes grosores, nos sacudió y comenzó a abrirse a grandes tajadas profundas, mostrándonos que  ese vasto terreno podía sumergirse como la masa inerte de un flan. Algunos cayeron en las hondas cimas y otros nos tomamos de las manos y nos abrazamos para resistir la voracidad telúrica y blanda que parecía querer tragarnos.
Monté sobre letras que componían una palabra y trazaban la silueta de un caballo. Me senté encima de una línea recta, un segmento, seguramente correspondiente a una letra "d" invertida, porque me pareció que el símil equino tenía una panza redonda. No me lastimó como supuse porque  yo mismo conformaba con mis piernas hacia abajo una "V" corta invertida, mayúscula.
Escapé a todo galope. Al principio sin mirar atrás. Cuando estuve seguro de haberme alejado de aquél tembladeral me volví y pude advertir que, a escasa distancia, otros jinetes me seguían. Todos igual que yo se habían convertido en un conglomerado literal, por decir así. Podíamos encontrar Helvética, Georgia, Arial, Mensajero,Trebuchet, Verdana, etcétera. Es decir, todos los estilos estaban representados en aquéllos dibujos que antes habíamos sido cuerpos. Yo mismo era Algerian, es decir como si me hubieran crecido pelos y barbas.
Lo peor fue que el caballo que había montado no respondió en ningún momento a mis indicaciones cuando quise volver la cabalgadura hacia las estribaciones montañosas pensando que recuperaría mi identidad física, que aquéllo sería una suerte de fenómeno onírico provocado por mis ansiedades diurnas, el nutrido estrés de la vigilia pensé. El cuadrúpedo se dirigía a todo galope hacia un destino desconocido. A poco correr estuvimos sobre las dunas arenosas de un desierto que parecía interminable y me hallé entre dos jorobas inmensas. Ahora mi montura se había transformado en un inmenso camello, en un camello de verdad y yo mismo había recuperado mi cuerpo y además estaba vestido con una  chilaba, es decir una capucha con túnica que me cubría hasta los pies  y a éstos los sentía calzados en sandalias.
El camello se desplazaba lentamente, a paso de camello como correspondía a su especie. Al cabo de mucho andar ingresamos a una fortaleza alzada en medio del desierto con sus torres almenadas por la abertura de un arco de piedra. Una muchedumbre ruidosa y vocinglera se agitaba en torno al paso garboso y ahora mucho más lento de mi cabalgadura. Por fin el animal se detuvo, su cuello y su cabeza rumiante y sus enormes ojos y las montañas peludas sobre su lomo bajaron porque se había echado. Comprendí que debía desmontar y mezclarme entre ese gentío completamente desconocido que parloteaba en una lengua que no entendía. Lo hice sobre un suelo de arena ya no floja sino endurecida por las pisadas de tanta gente. Me encontré en medio de una feria plagada de tiendas, algunas de mejor aspecto que otras, en las que se vendían todo tipo de artículos, desde tapices y mantas, jarrones, ánforas, pebeteros, cortinas de mimbre, tules, baúles, cajas, y mobiliario de todo tipo, hasta harinas, granos de cereales, legumbres, especias, golosinas, recortes de carnes, embutidos, etcétera. Aquéllo era sin duda una feria persa, me dije.
Estaba absorto contemplando ese nuevo mundo sin preguntarme todavía por mi libertad o creyendo que esta era azarosa y me tomaba en medio de un sueño para no devolverme jamás a la realidad cuando una mano de piel de seda, extremadamente suave, se deslizó sobre la epidermis vellosa de mi antebrazo casi desnudo en la holgada manga de la chilaba. Me volví y descubrí los ojos dulces y negros como una noche estrellada de una muchacha espigada y completamente cubierta desde el nacimiento de su nariz hasta los pies. Vestía el consabido hábito de la mujer musulmana que no mostraba mas que sus ojos pero el desliz de su mano que no había soltado mi muñeca, el leve estrabismo y la fijeza de su mirada, me hicieron sentir que tanto recato, por lo menos en el caso de la creyente de Alá que me había tocado en cuerpo y suerte, era sólo una apariencia. La misteriosa aparición femenina tironeó de mi y la seguí serpenteando en medio de la muchedumbre huidiza e indiferente en la que sin embargo no confiaba porque varios ojos, desde distintos puntos, me dio la impresión de que nos observaban.
La mujer me llevó a una sala abovedada cuyo suelo y paredes era de mayólicas que componían rombos y rectángulos con incrustaciones en sus centros circulares de lapislázuli, ágata, ámbarzafiro y rubíes que destellaban. Semejaban pupilas latientes y escudriñadoras y provocaban inquietud, escozor y hasta escalofríos. Alineadas, en los laterales de aquélla espaciosa estancia, se veían ánforas con formas de botellas de largos y anchos cuellos. De algunas de ellas emergían algo así como cuerdas tensadas por una musculatura propia. El espanto se apoderó de mi ánimo cuando descubrí que en realidad eran serpientes y desde sus pequeñas y angulares cabezas con forma de flechas, a cada costado, como faros de un ser de las tinieblas, los ojos de los reptiles despedían una luz verdosa azulada y parecían mirarnos fijamente.
La mujer soltó por fin mi muñeca y con la misma mano que la había sostenido alzó por la capucha la chilaba que la cubría y la dejó caer en torno de ella para descubrirme su magnifico cuerpo desnudo que, no obstante la semipenumbra que reinaba en el lugar, pareció iluminarse como si una claridad cenital cayera sobre sus bien proporcionados volúmenes. Se había transformado en una desenfadada hurí dispuesta a entregarse a su sultán, así que avanzó hacia mí y pude ver sus párpados cerrándose sobre el encuentro de nuestras cuatro labios, dentaduras, lenguas, cabezas. Hubo algo así, a partir de ese beso atribulado y acuoso, como un amalgamiento mutuo de nuestros cuerpos sobre las mayólicas primero y luego corrimos hacia una recámara en la que había un lecho guarnecido por almohadones para zambullirnos y revolcarnos a gusto.
Ella parecía gotear y asperjar , llover sobre mí como un agua que refrescara toda la sequedad que traía por el itinerario cumplido sobre el desierto a lomos del camello. Era un oasis emergiendo desde la arena y alguien que parecía fluir desde fuera hacia dentro de mi, como si me estuviera hidratando, como si yo fuera un vegetal seco que apenas conservaba la savia de la existencia y ella viniera a vivificarla con el rocío mismo de todo su ser. Ella se derramaba sobre mí regándome casi con un abundante sudor que caía de su frente, de sus senos, de sus axilas, sus brazos y sus manos y que me empapaba con una mojadura tibia y aromatizada que se mezclaba con mi propio sudor y que la brisa que soplaba desde algún rincón o ventana abierta de aquélla estancia refrescaba.
No lo podía entender pese a estar sintiendo en mi sexo la jugosidad y aspersión de su deliciosa vulva que encabalgada sobre mi pubis no cesaba de copular, subir,  caer y contonearse, engulléndose la dureza enhiesta de mi vástago venéreo y disfrutrándolo hasta el delirio porque mientras tanto sus ojos giraban, alzaban sus pupilas y se ponían en blanco denotando, también por sus leves gemidos, que gozaba intensamente del ejercicio. Pero ella sostenía la tensión y se esforzaba y su propósito de gozar se manifestaba en ese exudado. Las sábanas que cubrían el lecho bajo mi cuerpo estaban empapadas y entonces noté que el colchón o lo que fuere que estuviese debajo, la elástica y turgente materia que soportaba nuestro peso, absorbía el agua y la drenaba.
Lo cierto fue que comenzamos literalmente a derretirnos hasta quedar convertidos en trazos, en lineas, en dibujos y garabatos, para finalmente llegar a ser letras y palabras y frases, oraciones, párrafos, capítulos, prosas salvajes.




Amilcar Luis Blanco (Rob Gonzalvez "Arte y Pintura 1) ("Mujer árabe"Pintor: Rudolf Lehnert)

viernes, 1 de noviembre de 2013

CALEIDOSCOPIOS.




- Si se trata de que nos acostemos juntos nada más y yo te pago es una cosa. Ahora si tengo que decirte que te amo es otra, totalmente diferente.
Gisella mantenía los ojos sobre sus zapatillas, no lo miraba. Tampoco Adolfo pretendía que lo hiciera. Se conformaba con verla de perfil masticando su chicle. La noche anterior habían compartido la cama de Adolfo en su departamento ubicado en el décimo piso de un edificio de la Avenida Cramer en Villa Crespo. La ciudad de Buenos Aires tenía ojos negro azulados como los insectos. Letreros de neón, luces, bocinas, ruido de motores y de gente hasta las primeras horas de la madrugada y Gisella que había vivido hasta sus veinte años en Generál Pico, Provincia de La Pampa, no se acostumbraba o se acostumbraba mal, con lagunas, distracciones, torpezas, a su nueva vida en la gran capital desde hacía nueve meses.-
- Okey, okey - dijo y se incorporó.
- ¿Okey qué?
- Que está bien lo que decís, lo acepto, no soy ninguna histérica.
Adolfo, que no dejaba de mirarla, se llevó la punta de un cigarrillo a los labios, lo encendió y se lo pasó a Gisella. Ella lo tomó entre el índice y el mayor de su mano derecha maquinalmente, escupió el chicle y también  puso el cigarrillo entre sus labios y aspiró. El sabor a frutilla se le mezcló con el gusto acre y áspero del humo del tabaco y le provocó una leve arcada, una sensación de asco que contuvo y se le transformó en tos. El perfume de las lavandas del jardín de su casa en Generál Pico, cuyas flores y hojarascas secas se acumulaban bajo la frondosa melena rastrera del arbusto y producían un fermento viejo, fuerte y dulzón, ocupó por un instante su memoria olfativa. Era un hedor a cansancio y podredumbre ¡Qué mal, qué mal!
Algo la impulsó a querer irse del departamento y de la  compañía de Adolfo. Pensó en una excusa porque él era orgulloso y desconfiado y ni debía intuir el fuerte sentimiento de rechazo que comenzaba a inspirarle.-
- Sabés que me vino
- ¿Qué cosa?
- La menstruación, estoy toda enchastrada ¿Te muestro?
Gisella amagó con bajarse la calza. La mano de Adolfo la detuvo. Le había pedido que se bañara antes de tener relaciones y se había bañado él. Era extremadamente pulcro y ella supo que su excusa funcionaría. Aplastó el cigarrillo casi entero contra el cenicero. La ciudad comenzaba a encenderse como las cigarras y las luciérnagas en los patios y jardines de su pueblo de infancia al comienzo de las noches en los veranos. Iría al teatro, si señor, al teatro. Adolfo no sólo la había aburrido con su pulcritud y su mezquindad tan evidentes, le había también producido un deseo súbito de marcharse, viajar en un colectivo y abordar finalmente la calle Corrientes y sus inmediaciones. El deseo de andar sola, de caminar a la deriva entre el gentío ahora se le estaba cumpliendo. Era cuestión de ver caras y cuerpos, hombros y miradas. Ella también era mirada por el gentío. Ataviada con sus calzas negras y su camisola larga de colores vivos y carnavalescos en los que predominaban los rojos, verdes esmeralda, turquesas, fucsias, amarillos y ocres. Era un andar con un poco de contoneo que le había visto a Brigitte Bardot en una vieja película y que ahora imitaba, era también una garganta y unas mejillas bruñidas y cobres, unos labios gruesos pintados en lacre y unos ojos verdes enormes destacados por el delineador y el rimmel, enmarcados en pelo lacio renegrido, corto, pegado al cráneo. Se enfocaba como la milonguita del tango, la francesita. A ella también la miraban, la veían, la consideraban y necesitaba ser vista, mirada, considerada, aunque quisiese que la dejaran sola. Necesitaba sentirse un poco la estercita, la mezcla rara de museta y de mimí. La fantasía de la gran capital se desplegaba ante ella y dentro de ella. Pero, sí, iría al teatro. Ella, mientras deambulaba, necesitaba sentirse un no ser, un no lugar, la figura inidentificable, anónima. Entró en una librería. En la mesa delantera desbordaban los best seller. Compró "La pasión desnuda", una novela erótica y cursi, después de leerla un poco de ojito e interesarse en un relato de seducción pensó que ella se autoseducía, se conquistaba a sí misma en muchos momentos. Cuando elegía estar sola y perderse y volver a su propio departamento. Un grupo de tres muchachos se había desprendido de la muchedumbre y había ingresado al salón siguiéndola. Sus integrantes, alternativa y estúpidamente, habían dejado caer sobre los oídos de Gisella exclamaciones y piropos y propuestas. La última había sido la más atrevida.
- Los tres, juntos o por separado, como lo prefieras, nos ofrecemos para hacerte feliz.
Gisella ni siquiera los miró. La impertinencia de esos chicos la empujó a pensar en ese momento que las soledades no eran todas iguales, incluso las suyas. La soledad en Generál Pico cuando llovía o los domingos por la tarde, aún la promiscua en compañía de compañeras y compañeros previsibles de su primaria y secundaria, la soledad con sus padres y hermanos y tíos y tías y primos y primas, la soledad con Adolfo que lo único que quería era acostarse con ella como esos tres fantoches que ahora la perseguían. La estupidez de suponer que con sólo el sexo bastaba y que el sexo podía separarse de todo lo demás. Si ella quería masturbarse a solas tampoco los necesitaba ¿Acaso no se daban cuenta? Ahora contaba esta nueva soledad poblada, saturada por ella misma, por sus deseos y preferencias, intenciones y elecciones, compuesta por libros, películas, vídeos, permanentemente en tensión, vibrante. Horas de ensimismamiento mirando películas de temáticas profundas, intimistas, leyendo a los filósofos, a los grandes y pequeños y a todos los escritores que la conmovían y acompañaban y, como lo había decidido recién, yendo al teatro. A ese ámbito mucho más sagrado todavía que el de las iglesias, al que se ingresaba en cuerpo y alma, en la oscuridad y el silencio, a ocupar una butaca y esperar que las luces de escena se encendieran. Mientras tanto poner los ojos sobre la escenografía y dejar que los oídos se sumergieran en el murmullo y siseo de las voces y conversaciones en la sala. En esta obra, dos paneles que simulaban paredes pintadas en color lila, con haces de luz que los resaltaban, en su mayor extensión ocupadas por largos ventanales que daban a un jardín muy iluminado, frondoso y florecido, conformaban un living con cómodos sillones de un tenue amarillo limón. Era un confort inducido, tranquilizador, calmo, invitaba a observar y escuchar y sedarse y concentrarse en los parlamentos, cuerpos, rostros, que ingresarían al ámbito de atención de los espectadores.
Y así fue y la luz explotó y se irradió de pronto a giorno y en toda su potencia en la escena cuando los últimos párpados luminiscentes de la platea y los palcos se apagaron por completo y también los murmullos y las voces se sumieron en el silencio. Entonces entró la primera actriz y todos aplaudieron. Sobre las tablas, a la vista de todos, un foco de luz cenital iluminó a un muchacho sobre una alfombra que movía lentamente un muñeco y que dejaba en claro su desvalimiento físico y mental.-
- Hijo, por Dios, qué haces, cuánto tiempo has estado aquí - dijo la primera actriz
El muchacho se encogió de hombros.
- No importa má, no importa, estoy bien.
- Pero tenés que levantarte y quedarte en tu habitación. Hoy espero la visita de alguien muy especial
- ¿De quién?
- ¡Ah! (suspiros, manos al pecho en un vestido plisado y liviano, color hueso, que deja ver las formas turgentes de la primera actriz), es un hombre providencial, alguien que el destino me envía, mejor dicho nos envía.-
- ¿Nos? - dice el actor que hace de hijo que seguirá hablando con interrupciones, con cierta dificultad.- Este será un nuevo novio. Má, por qué, ma, tuviste otros ya y dejaron de venir, te abandonaron (parece sollozar y habla lamentándose) Si yo no fuera así ...
- ( La madre lo interrumpe se abalanza sobre el torso y la cabeza del hijo, visibles para todo el público, lo abraza) No, no digas éso, no digas nada.
La madre y el hijo están solos en la obra y en la vida que propone la obra, en el drama que comienza a desatarse. El primer actor que personifica al hombre novio entrará a la escena y demostrará lo enamorado que está de la madre. Ella le hablará del hijo desvalido y él lo aceptará como una parte de ella. Poco a poco en los dos actos siguientes el hijo se resentirá de tanta compasión y se irá una mañana tras una noche de apasionado encuentro erótico que su madre pasa con su flamante novio. Las tres vidas quedarán cambiadas para siempre, cada una habrá pasado por la otra como una luz y el último acto, en tres escenas, mostrará tres monólogos, cada uno de los cuales reflejará a los otros dos pasando por el del que lo diga; ellos se convertirán en los caleidoscopios vivientes que dan título a la obra llamada precisamente "Caleidoscopios".
Las transformaciones en los parlamentos y gestualidades de los protagonistas se irán insinuando con la predominancia de un color para cada uno de ellos. La madre será el verde, el hijo el azul celeste y el novio de la madre el rojo. Todos los colores se van intercambiando y el trabajo del iluminador es descollante.
Cuando Gisella regresa a la calle Corrientes, a la brisa que le cruza el rostro y le seca los ojos que se le humedecieron comprende que ha sido traspasada por la obra y los personajes y que los rostros que la observan desde el gentío nuevamente creciente no son indiferentes, en realidad aunque de modo tímido y solapado, siente que la interrogan.

Amílcar Luis Blanco (Pintura: "Amor infinito" por Alfred Gocker)

jueves, 17 de octubre de 2013

EN EL PARQUE




Nada le gustaba más, por aquéllos días, que internarse en el parque. No le importaba que estuviese soleado y diáfano y sentir que caminaba dentro de una gema transparente y etérea o nublado y gris o incluso lluvioso y sentir todo lo contrario, que el frío y la humedad le roían las mejillas y ponían sus sienes y su frente expuestas de tal modo a las temperaturas que parecía que se les fuesen a derretir o a insensibilizar para siempre,  hiciera frío o calor. Su contemplación se solazaba en los verdes cambiantes, salvias, turquesas, esmeraldas, de las hojas de las diferentes especies de árboles y arbustos, muchas desconocidas aunque tuviesen prendidas a sus troncos o en cartelitos al pie las denominaciones científicas, explicaciones y descripciones de sus procedencias. Había magnolias, eucaliptos, abetos, araucarias, álamos, encinas, robles, nogales, pinos, aromos, limoneros, naranjeros, manzanos, acacias, jacarandaes, ceibos, higueras y muchas más provenientes de las selvas y bosques más remotos de la tierra. A cada tramo podían verse gatos de pelajes y colores diferentes y ojos como girasoles vivos desplazándose elásticamente por entre los troncos y las hojas de los arbustos. Una hojarasca permanente, a manera de alfombra, amortiguaba el peso de su cuerpo sobre sus pasos y le comunicaba a su andar la ilusión de ser él también un félido feliz, sólo conectado al instante y a los momentos cuya sucesión o hilo conductor pasaba por el centro de sí mismo. Hay por supuesto estatuas, conjuntos escultóricos, edificaciones, trazados geométricos y canteras que encierran macizos de flores en espacios abiertos entre los follajes. De vez en cuando él o yo abandonábamos el cuerpo sobre alguno de los bancos que hay a la vera de los senderos, los que también eran y son aprovechados por mujeres y hombres que salen de sus departamentos u oficinas a tomar, sobre todo los mediodías, el oxígeno del jardín botánico. Los más fastidiosos desenvuelven paquetes para extraer sandwiches o frutas que contienen sus almuerzos y tiran los papeles fuera de los cestos destinados a recogerlos y hacen lo mismo con las botellas plásticas de gaseosas. Pero suele haber un ejército de uniformados que van recogiendo lo que tantos desaprensivos visitantes desechan de modo que el parque se mantiene más o menos aseado. Está prohibido el ingreso de perros al parque. Habiendo tantos gatos se armarían persecusiones y batallas muy difíciles de dominar.
Nada mejor entonces, siempre por aquéllos días, sentía él, siento yo, que sentarse a contemplar, a suspirar, a pensar e imaginar, cuando la fatiga lo vence a uno. Hay un sendero cubierto por polvo de ladrillo, rojo, sobre el que trotan o caminan quienes van allí a practicar sus ejercicios aeróbicos. Calzados en zapatillas de colores vivos y diseños sofisticados de gruesas suelas plásticas o de goma, enfundados los cuerpos en joggins, corren o caminan raudos y presurosos, concentrados, abstraídos de todo lo que no sea sus cuerpos y el movimiento de sus músculos.
Pero él o yo pensábamos o sentíamos el afuera, es decir, el rumoroso clamoreo de la ciudad de Buenos Aires; una abeja o moscardón incesante que, lejos de interesarse en los diferentes  tipos  de polen de las innumerables flores que hay en el jardín, teniendo sus apogeos en diferentes estaciones bajo la regencia de climas correspondientes a sus linajes más o menos exóticos, se encendía e intensificaba, pugnaba por ingresar al ámbito casi de invernadero protegido por la irradiación de su valencia salvaje, selvática y boscosa. Era como si la reserva, el ecosistema del lugar, se defendiese del pulular de lo urbano. Nunca había estado en Nueva York, por ejemplo, pero consideraba que el Central Park de aquella urbe debería sostener un contencioso más o menos parecido con la poderosa ciudad.
Mientras veía cómo una señora setentona progresaba en el tejido de una colorida pieza de lana, sentada en el banco que tenía frente a él o a mí, estimaba que esa pequeña bola de materia suspendida en el espacio interestelar y galáctico de color celeste intenso que es la tierra, el planeta en el que se hallaban él, yo, el jardín y la ciudad, fabricaba aguijones que eran o son como esas agujas en manos de la abuela que tejía y que esos aguijones picaban sobre la vida verde no para extraerle el polen y transportarlo a sitios en los que pudiera gestarse y renovarse una fértil fecundidad, sino para inocular el veneno negro de la polución y la destrucción, para paralizar y secar la vida.-
Había y hay, en efecto, sentidos divergentes, contrarios.- Los aerobistas, amantes del atletismo, que recorren kilómetros sobre el sendero rojo que como un cinturón rodea el parque, circunscriptos al itinerario fijo y a las cantidades o cualidades que sus deseos se proponen, están tan sumidos en sí mismos y sus programas solipsistas como los gatos. La diferencia sería que los gatos, como él mismo, o yo mismo disfrutan su alrededor, gozan lo extraordinario de la vida y el paisaje y lo sienten como un milagro del que forman parte. Se mantienen en contacto asiduo e ininterrumpido con las sensaciones y sentimientos que van de los vivos a lo vivo, de los árboles y arbustos a los gatos y a él y a mí y de él y los felinos y de mí a la vegetación. Pero ¿quién podría saber o asegurar que los deportistas de lo pedestre no gocen igualmente, como él o yo mismo y los gatos, del milagro de esa naturaleza? ¿Qué podíamos saber él o yo, lo qué esa gente verdaderamente sentía? Incluso la anciana que tejía, perdidos sus pensamientos, tal vez, no en las plantas y las flores que la circundaban sino en algún hombre que en su mocedad la enamoró, en algún nieto radicado en una ciudad lejana, pero pendientes sus evocaciones de ese paisaje inmediato al que volvería cada vez que, en el ejercicio mecánico que cumplían sus manos afanosas sobre el hilo de lana, regresara de su ensimismamiento y ajustara la montura de sus anteojos sobre la nariz. Cosa que ahora hizo y él y yo vimos.
¡Ay, ay! ¡Cuánta soberbia hay en nosotros! ¡Cómo nos desconocemos y vivimos en ese estado de incomunicación permanente, qué difícil nos resulta preguntarnos unos a otros por nosotros, intercambiar impresiones, experiencias, salir de los lugares comunes, intentar esa apertura primigenia, descontracturar nuestros intelectos para vernos y oírnos por fin!
Vivimos suponiendo, conjeturando acerca de los otros, desconociéndonos de modo sublime mientras el horizonte de la ciudad o la naturaleza en estado salvaje crece a nuestro alrededor y los gatos merodean, observan y se abstienen, cautos, de entregarnos toda su confianza. Aunque algunos se acercan y lo rozan y me rozan y maúllan y  buscan comida.-
Aquéllos días en el parque vuelven y él se entrega y yo me entrego a ellos, ingresa e ingreso en su calma y en el sigilo de los gatos. Nadie ni nada lo espera o me espera fuera del parque.

Amílcar Luis Blanco

domingo, 29 de septiembre de 2013

¿CASUALIDAD, MILAGRO?






Pisábamos el andén en la estación Once. No sólo pisábamos, caminábamos, crecíamos a partir de la pisada, nos erigíamos sobre nuestras piernas enfundadas en calzas, pantalones, medias de abrigo, en algunos casos transparentes, levemente amoratadas, amarronadas o negras; el caso de algunas mujeres que cubrían sus caudalosas o escasas formas con polleras. Las bocas en etapa oral a esa hora del mediodía; chupando gaseosas, masticando sandwiches o pebetes con salchichas o papas fritas. Hambre, ansiedad, paciencia, descontento, desazón, miedos, desesperaciones, arrobamientos enamorados ¿Cómo describir los estados de ánimo del gentío humano apostado, repartido, creciente, oliente, sudoroso o perfumado, sobre el largo andén, esperando al convoy, a la formación de vagones que habría de llevarnos a nuestros destinos al Oeste del Gran Buenos Aires?
Porque allí se produjo el encuentro, la primigenia interacción entre nosotros, dos seres mezclados, confundidos, en la muchedumbre urbana. Vernos, volver a mirarnos, detenernos en una ojeada compartida. Después, partiendo del habernos gustado, hablarnos. Mirándote te dije mientras sacudía el gesto de obviedad indignada:
- ¡No viene nunca!
Tu primera respuesta fue un bufido, algo como:
- ¡Ah!
- Vio, vio, después se quejan - insistí como para animarte. No fueras a ser alguna de esas tímidas patológicas y me dejaras con las ganas por lo menos, siquiera, de conocerte. Porque hay que decirlo, cuando llegara a casa y estuviera sentado a la mesa con mi madre septuagenaria, los dos comiendo solos, y pensara en vos, te evocara, regresarías convertida en los retazos de conversación que mantuvimos en el andén primero y luego dentro del tren donde nos sentamos uno al lado del otro ya no por casualidad sino porque nos habíamos aceptado, asumido, cada uno en la parte que habíamos alcanzado a conocer del otro. No era mucho pero las caras, los cuerpos, las manos, los ojos habían sido muy observados y aceptados, también los olores; curiosamente olías a lluvia y llevabas un piloto negro.-
- En realidad, hoy, van a caer piedras de agua - me dijiste.
- ¿Cómo?
- Granizo quiero decir
- ¡Ah!, bueno, sí, entiendo.-
En ese primer intercambio de palabras me di cuenta de que eras una mujer que volaba, vagaba, trascendía. Iba a necesitar mucha paciencia para traerte a la realidad. La realidad para vos era distinta o era más que nada lo que imaginabas. Lo que no imaginaras no estaba en el mundo. Lo más curioso fue que ni bien el tren anduvo unos pocos kilómetros, creo que fue en Flores, comenzó a diluviar. El cielo ya venía oscuro pero de pronto se puso negro y detrás del agua siguió el granizo. Hielos, trozos de escarcha blancos, del tamaño de huevos de paloma, comenzaron a golpear las chapas y los vidrios plastificados de las ventanillas. Tus ojos destellaron sobre los míos y sonreíste.
- ¿Vio?
Asentí y te sonreí también mientras los pedazos de la blanca materia helada caían y caían sobre las anfractuosidades, los grises, chapas, tejas, azoteas, ropas tendidas, céspedes hirsutos, botellitas de plásticos, envases de yogures, marquillas de paquetes de cigarrillos, puchos, piedrecillas pequeñas del balasto entre los durmientes de añoso quebracho y el tren avanzaba y avanzaba, indiferente al desplomarse del cielo.
"Restaba entre nosotros sólo aquéllo que el otoño deshace ..." pensé o recité en silencio evocando los versos de un poeta de mi preferencia mientras te miraba. Quizás ya, en ese momento tan fugaz y mágico, me había enamorado de tu ser creyente y afectuoso, dotado de una fe esplendorosa y tranquila, que fluía de la expresión de tu rostro, de la gestualidad de tu cuerpo, como una irradiación natural.
-¿ Creé en los milagros ?- me preguntaste acto seguido, aún sin tutearme.
- Más bien creo en lo que veo... pero, por favor, tutéame
- Está bien, ahora lo tuteo, me va a costar un poco, sabe, bueno, sabés
- Ahora está mejor
Una intimidad de sonrisa anclada, como si fuera la configuración muscularmente constante de tu rostro, emanaba de las comisuras de tu boca y tus ojos; algo así como el nido de una complacencia anímica en la que sentí que podría descansar, casi hasta desperezarme ¡¿De qué?! De la contractura que producen la ciudad, el trabajo, la competitividad, la responsabilidad de llevar el pan a casa todos los días, para mi madre viuda y anciana y todavía no jubilada y para mí mismo; postergado también en mis posibilidades de conocer una buena mujer para casarme, designio con el que mi vieja renegaba cotidianamente contra mi indiferencia de costumbres, mañas y manías a mis treinta y ocho años de soltería bien consolidados.
- Yo creo en los milagros - afirmaste, rotunda.
- Sos una mujer, además de bella y joven, un poco crédula, muy confiada, ¿o me equivoco?
- Gracias por lo de bella. La juventud la tenemos los dos en este momento, no dura para siempre, es una circunstancia. En cuanto a la confianza, únicamente se la doy a las personas que me demuestran lo mismo.
Me sentí por las nubes, más arriba que ese cielo oscuro y aguado que se derramaba sobre el tren que nos abrigaba y su carrera y traqueteo de fierros, chapones y contoneos. Me sentí corrido de mí mismo. Sin embargo, tal vez para probarte, te dije:
- La realidad da sorpresas.
- Son los milagros.
De ahí, de esa casualidad, de ese encuentro bautizado por vos como milagro nació mi nueva y última vida hasta aquí. No se si vivo en una realidad imaginaria, pensada por vos, ahora que hace ya diez años que nos casamos y tenemos tres hijos y mi madre es por fin abuela y jubilada.-

Amílcar Luis Blanco

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Las valvas abiertas




Los recuerdos estaban en el viento, en su movilidad, en el ágil manoseo transparente de las hojas incipientes de las copas de las acacias que comenzaban a poblarse de ese reverdecer y que decoraban la vereda y los frentes iluminados de los comercios en cuyas entradas y vidrieras pululaba el gentío como un enjambre. Le producía un ligero escozor ver cómo las mujeres subían las solapas de sus tapados de paño, pero ya dejaban ver lo ebúrneo y apetitoso de sus pantorrillas a través de las medibachas porque abandonaban las calzas y los pantalones. Acaso Guadalupe no había sido esa mujer misteriosa y apetecible, esa sirena que él había pescado; una Afrodita recién salida de las valvas de las olas. Ramón la había conocido en Villa Gessell hacia más de treinta años, se la había arrebatado al mar nadando vigorosamente y sacándola de una situación de ahogo. Entonces había sido un joven membrudo y orgulloso. Hoy ya no lo era, peinaba canas. Justamente como las que veía detrás del parabrisas de su automóvil. Esas ráfagas frías que agredían los pelos blancos de los ancianos que se atrevían a no llevar gorras y que, deshilachados, flameaban como débiles telarañas. El viento se propagaba más allá de él mismo, sentado en el interior tibio de su automóvil, y lo llevaba a una retahíla o caravana de imágenes conforme a las que iba componiendo acciones posibles para sus seres queridos en ese momento. Para su padre, nonagenario y enérgico, que no estaría a la intemperie y repasaría sus colecciones de grabaciones de tangos, tomaría mates amargos y andaría, aunque en pantuflas y piyama por su departamento, seguramente por las galerías de sus propios recuerdos, todavía más lejanos que los suyos, para espantar a la dichosa muerte rondándonos a todos desde siempre. Su madre, octogenaria, también a cubierto en sus quehaceres domésticos, tratando de escalar la mañana y de domar la reticencia de su árbol respiratorio, asediado a lo largo de su vida por el asma y, en los inviernos, además, por las patologías que afectaban los bronquios y que, según el pneumonólogo, se debían al EPOC, siglas que cifraban la enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Después estaban los hijos o antes en el orden de sus afectos, repartidos por el mundo y las circunstancias, activos, veloces, desangelados por sus urgencias;consecuencias humanas de su mujer y de sí mismo. También los nietos.
Ellos sin duda, a su turno, enarbolarían en un futuro desconocido, detrás de sus trayectorias temporales indetenibles, recuerdos, remembranzas, informándoles y formateándoles los sentimientos, pero ya cercados o connotados por otros elementos ¿Cuáles? Era obvio: videos, blogs, escritos, fotografías. Sus tataranietos podrían reconstruír su vida actual y la de sus antepasados. Estarían, ya como estaba él ahora pero en mucha mayor proporción, rodeados de testimonios, vestigios, huellas elocuentes acerca de modos, maneras, detalles de  sus vidas presentes que para ellos serían pasado. 
La luz de la mañana se echaba sobre él a través del parabrisas y las ventanillas del automóvil. Su mujer, aquélla apetecible sirena, hoy una dama de pelo recogido y maneras recatadas, había entrado en la farmacia y él esperaba que saliera cuando de pronto se desencadenaron los hechos, como en una película. Un muchacho, no tendría treinta años, salió agitado, corriendo, de un edificio con enormes vidrieras que ocupaba la esquina y mas o menos veinte metros de la acera junto a la cual estaba Ramón dentro de su automóvil. Tenía la cabeza cubierta con un gorro de lana negra con aberturas en los ojos . Vestía vaqueros celestes y una campera roja y blanca de lona y en la mano blandía una pistola. Otro salió detrás de él. Sostenía una bolsa en una mano, como en una rama quieta desprendida de su fijeza desesperada, seguramente conteniendo el dinero que habrían sacado de la caja. Habían intrusado un comercio de ropa femenina de bastante renombre y que ocupaba toda la esquina. La gente se quedaba detenida,  como paralizada, al verlos, todos como árboles, como las mismas acacias de la vereda. Una mujer se tapó la boca, un hombre se quitó los anteojos, otro cayó sentado sobre la vereda como si lo hubieran empujado. Dos chicas gritaron histéricas. El destino quiso que quedaran frente a frente con los asaltantes. Estos vacilaban, parecían no saber hacia dónde dirigirse. De pronto, el que llevaba la pistola pareció señalarle un rumbo al otro y apuntó con el arma hacia el coche en el que Ramón estaba estacionado.
Ramón tragó saliva, sus evocaciones se borraron y quedó anhelante, aterrado, convertido en puro presente dentro de su cubículo tibio, sintiéndose como en una caracola, aguardando el golpe que rompería su momentáneo aislamiento, su carcaza. Los asaltantes abrieron la portezuela y le ordenaron que descendiera inmediatamente. El que llevaba la pistola le apoyó la punta en la sien. Ramón bajó, casi cayéndose¿Se derramaba, acaso? Trastabilló y no atinó a decir nada. La llave estaba puesta en el arranque así que los maleantes arrancaron y en un instante doblaban y desparecían por la misma esquina de la tienda que habían asaltado. Pero un instante antes él había mirado las dos puertas abiertas de su pequeño automóvil y había sentido que eran las valvas abiertas y vacías por las que se filtraba el infinito. Varias personas que habían sido testigos de lo ocurrido se le acercaron y Ramón, que había quedado sentado sobre el cordón, no intentó todavía siquiera moverse; era él mismo el cuerpo de un molusco desnudo. Era un hombre de sesenta años y sintió en ese momento el peso de sus años, toda su vulnerabilidad, la viscosa masa expuesta de su miedo. Su mente había permanecido en blanco y regresaba, lentamente, a la circunstancia. Podría haber muerto en ese segundo fatal. Al rato vio venir hacia él a Guadalupe.  Había salido de la farmacia un poco atribulada por las exclamaciones y el agolpamiento de la gente hacia donde ella sabía que Ramón la aguardaba. El galope de su corazón se le aceleraba en el pecho pero cuando lo vio sentado, vivo, aparentemente tranquilo, la calma comenzó a espaciar sus latidos.
- Ramón, amor, ¿qué pasó, estás bien?
- Sí, estoy bien, tranquila ¿Sabés que se llevaron el coche?
- Sí, bueno, lo principal es que no te hayan golpeado o disparado.
El taxi los llevó al edificio de departamentos en el que vivían desde que vendieran la casa en El Palomar, la que los había albergado por años, en la que habían vivido los hijos desde que nacieron. Ahora, entraban tomados del brazo, aferrándose, en ese casi mediodía del todavía invierno y Ramón sentía que eran dos náufragos, dos criaturas vulnerables y expuestas, dos miedos tratando de fortalecerse, sumados, apoyándose. El viento seguía aumentando su inquietud y se hacía oír en las hojas de las copas de los paraísos que acusaban sus manejos. El cielo se había cubierto y un trueno prorrumpía en la distancia. El automóvil se recuperara o no, el seguro lo pagaría, tendría ese sentido de caracola vacía, de valvas abiertas sin nadie y él lo vería siempre como una parte de esa mañana por la que se filtraba el infinito, una más en su vida.

Amílcar Luis Blanco ("El pescador y la sirena" por Frederick Leighton)

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Filosofía del alcohol




"Creer es entregarte, no le creas nada a nadie" - me decía la abuela cuando ya estaba pasada. Al rato decía lo contrario: "Nena, no podés vivir sin creer en alguien o en algo". Enseguida ponía la botella, ya sin ginebra, sobre la mesada de loza carcomida color cáscara de naranja y el Toby, el perro que teníamos, le olfateaba la mano que ella dejaba colgando y después se la lamía para que se despertara un poco y lo viera y nos viera. Éramos muy pendejos y estábamos todos desparramados por la cocina. Mi hermana con la sartén cocinaba, nos freía huevos batidos con un pedazo de queso en el medio, omelettes. Mi hermano Juan ponía la mesa, desparramaba los cubiertos y los platos sobre el hule verde, iluminado por la bombita opaca y sucia que daba una luz amarillenta. Federico, mi hermano más grande, sentado en la cabecera, se rompía los ojos tratando de leer el diario antes de irse a trabajar de sereno. Comíamos pan que me regalaban en la panadería de lo que sobraba. Todos nos quedábamos con hambre pero mi hermano Federico más. La abuela estaba siempre muy borracha y no comía casi nada. Cuando nos quejábamos de la poca comida, a veces no había huevos ni queso y hervíamos fideos que pedíamos por la vecindad y lo sazonábamos con un poco de aceite, mi abuela nos decía que tener hambre era sano y que la gente que comía mucho se moría joven.
La noche que salí con Bruno, un amigo de Federico que siempre me elogiaba las piernas y me preguntaba si las podía tocar, la noche que salí con él con la idea de dejárselas tocar porque al fin me había enamorado de sus ojos verdes y me hice la ilusión de que nos casáramos y nos fuéramos a vivir juntos, me llevó a un albergue transitorio y lo hice al amor por primera vez. Si dijera que no sentí nada mentiría. Bruno se portó tierno y considerado conmigo. Me besó con suavidad y después que terminamos de hacerlo, al amor, me recosté en su pecho y él me acarició el pelo y estuvimos así bastante tiempo. Sentí felicidad, sentí que le importaba, que querría verlo de nuevo al día siguiente y al otro y al otro y al otro.
La verdad, terminamos viviendo juntos en una casilla que era de un tío de él que estaba preso. Él trabajaba con Federico de sereno en el supermercado. Eran ellos dos solos. Quedé embarazada al poco tiempo de estar con Bruno. Me di cuenta porque empecé a sentir mareos y a vomitar todo lo que comía, nada me quedaba en el estómago. La que me dijo que eso era un síntoma fue mi abuela. Iba recién por su primer trago. Me dijo:
- Nena, querida, ¿no te das cuenta?
- De qué abuela
- De que estás embarazada
El mundo se me ennegreció un poco. De nuevo un vahído, un vacío, se me acomodó en la panza, adentro la cabeza se me puso en blanco y me desmayé. Mi abuela, que todavía no estaba borracha, me ayudó a sentarme. No me había golpeado porque había caído en su falda.
Cuando se lo conté a Bruno me miró fijamente, como atontado.
- ¿En serio? - me preguntó
No le contesté, lo miré a los ojos, le sonreí y él salió de su expresión de tonto y me sonrió también. Entonces supe que él se había alegrado con la noticia y me tranquilicé. Sí, porque desde el desmayo y la conversación con la abuela hasta ese momento  había sentido mucho miedo.
Mi hermana Mariana, la mayor, la que nos freía los huevos con el queso, me enseñó a cocinar algunas comidas y me trajo una revista con un artículo con fotografías titulado "Todo sobre el bebé". Cuando quedé embarazada tenía catorce y el año anterior había terminado el séptimo grado y Mariana me había ayudado mucho. Nosotros la teníamos a ella y a Federico y después a la abuela, pero la abuela era como una pendeja más que había que cuidar.
A la clínica fui con ella porque Bruno dormía durante el día. Nos atendió una enfermera gorda y una doctora flaca y nariguda. Era la ginecóloga de la salita. Me quité la bombacha y me hizo sentar en una camilla con las piernas muy abiertas, las rodillas bien separadas, me dijo, le obedecí y vi que se ponía unos guantes. Muy suavemente metió dos dedos dentro de mi vagina:
- ¿Cuánto hace que no te viene el período, querida?
- Tres meses
- Bueno, tenés un embarazo de dos semanas, ¿tus padres?
- Son fallecidos
- ¿Tu novio?
- Sí, vivo con él, en pareja vio?
- Sí, sí, vi y toqué. Bueno, nena, ya está, parate y vestite.
Eso fue todo o casi todo. La doctora estuvo después dándonos recomendaciones a mi hermana Mariana y a mí.
Regresamos a la casilla. Sobre la mesa había una botella de ginebra que Federico había comprado para la abuela.
- Vas a ser mamá, festejemos- dijo de pronto Mariana. Me sonreía y los ojos le brillaban
- Bueno, claro que sí - dije. Me sentía muy animada.-
Total que empezamos a tomar. A la madrugada cuando Bruno llegó nos encontró desnudas y borrachas, revolcándonos. Estuvo serio durante muchos días y aunque le expliqué y le repetí lo que había pasado y le pedí que me perdonara no se volvió atrás. Finalmente me pelié del todo con él y estoy de vuelta con la abuela, Mariana,  Federico, mis demás hermanos y el Toby, pero con la panza. Estoy muy triste y lo único que he podido hacer por ahora es escribirlo para empezar a curarme esta tristeza. Me lo pidió usted, la psicoterapeuta de la salita, y me recomendó que pusiera todo. Bueno, aquí está y se lo voy a llevar hoy mismo que me toca, que ahora que empecé a cocinar para afuera con Mariana puedo pagar el bono y la voy a ver una vez a la semana. Espero que esté bien así, doctora, o licenciada, no se bien cómo llamarla, disculpe.

Amílcar Luis Blanco (Obra plástica de Egon Schielle) 

domingo, 1 de septiembre de 2013

EL CORAZÓN DE LA VIGILIA




                               Estaban en una Corte de Justicia, la Corte Suprema de los Estados Unidos de América. Todos tenían puestas sus togas negras. Se habían parado detrás de sus asientos de respaldos altos en la alta sala y un ujier o secretario había proclamado con voz solemne que la corte entraba en sesión y que quienes tuvieran reclamos para hacer los hicieran, o algo así. Estaban frente a la pantalla del televisor de cincuenta y dos pulgadas que era como un cine. Estaban sentados, Mara y él. Él había dejado su whisky sobre la mesa transparente. Se había acomodado para contemplar más cómodamente, la redundancia valía, la película. Un abogado joven personificado por Andy García había ingresado como nuevo juez al  supremo tribunal federal para reemplazar a otro y decidir el veredicto final sobre un caso de aborto en el que el Estado de Alabama había condenado a la mujer que abortó por homicidio premeditado. Los abogados de la mujer habían demandado al Estado de Alabama. El pronunciamiento abarcaría y decidiría varias cuestiones. Ernesto trataba de concentrarse cada vez más en los diálogos pero el alcohol y el trasiego del día, lo que había cenado, todo, se precipitaba sobre sus párpados, los ojos se le cerraban y aunque Mara a su lado no pudiera verlo, detrás de sus anteojos, él caía y caía en el sopor. Se desconectaba, caminaba sobre una playa de canto rodado manchada por la sombra y una luz ferruginosa. Sus pies se hundían en los pulidos cantos produciéndole una sensación de suave masajeo que lo metía aún más en lo placentero de su ensoñación.
                             A ratos conseguía abrir brevemente los ojos y contemplar a los togados que conversaban entre ellos pero enseguida, nuevamente, caía en el invencible sopor. Su cuerpo vagaba por esa playa de sombras y era el de un pescador ebrio, muy pobremente cubierto con ropas gastadas y la conciencia de tener que llegar a una mísera casucha, tras los médanos, seguramente su hogar. Cuando iba a trasponer la última colina de arena sintió que su cuerpo se elevaba y también que las notas de una campana sostenían su vuelo. Pero un martilleo que comenzó a sonar cada vez con más intensidad y provenía, en la película, del viejo que presidía el tribunal volvió a despertarlo y ponerlo en la contemplación absorta de los togados. El más joven de ellos detrás del púlpito comenzaba a hablar acerca de la vida. Era el personaje interpretado por Andy García, de grave voz y concentrada fisonomía. Trató de entender las palabras y las frases pero sintió que se extraviaba e internaba en los significados sin poder relacionarlos. En realidad no importaba, cada palabra tenía su propio ámbito, su valor y la potencia evocadora suficiente como para volverlo a ese suelo sobre el que había volado y ahora descendía. Ingresaba ya en la cabaña, mucho más allá de los médanos, en el centro de un bosque y su hijo lo esperaba. Era Andy García y lo esperaba  cómodamente sentado en un espacioso living, le decía:
- ¿Estas listo?
- Sí, sí, lo estoy.- De pronto se sentía fuerte, sólido, bien plantado y hasta aguerrido.
- He sabido, vos no lo ignorás, que de la primera aventura erótica de mamá con vos, un hermano o hermana mía quedó en proyecto, o sea que permitiste que abortara.
Él sentía que una espada lo había tocado y la estocada había sido fuerte. La frase de su hijo había llegado a su costado como una punta y filo de acero cortante, así que cayó herido. Varias voces a su alrededor, muchas caras, muchas manos, se le plantaron sobre el cuerpo y entre todos lo llevaron en andas. Escuchó a su hijo diciendo: "Llévenlo al hospital, esto es sólo un juicio ..." Las voces, las manos, se perdieron y él se despertó y sus ojos volvieron a la pantalla y sus oídos al audio pero ya sin entender lo que veía y escuchaba porque los sollozos lo sacudían y una montaña de pena transparente e intensa caía sobre el corazón de su vigilia.

Amilcar Luis Blanco  ("La familia" por Egon Schielle)


martes, 13 de agosto de 2013

Lo que él vio de ella, lo que no vio y algunas cosas más ...




Lo que Miguel vio de ella, de Magdalena, la cabellera rizada, la pequeña boca de labios bien dibujados, de grosor justo, las cejas golondrinas, los enormes ojos aceitunados algo oblicuos, el largo y terso cuello - quiero mencionar todo lo que lo impresionó- la estatura, la rotundez de hombros, senos, la fina cintura, las caderas y glúteos torneados, las largas y excelsas piernas, le hizo imaginarse una gioconda actual, pasada quizás por los gimnasios, la natación, los pilates, buenos odontólogos para sus dientes tan cuidados, pero y sobre todo, a sus setenta años, lo mejor conservados que pudo, luego de los by pass, él,  ese envejecido hombre amigo de su padre,  se enamoró a primera vista y , por supuesto, descartó que ella pudiera darle siquiera la hora.
Lo que Miguel no vio de ella fue su sentimiento de derrota, frustración, su depresión. La bellísima Magdalena que aparentaba treinta pero tenía cuarenta y dos años se sentía además dolorida. Los novios que habían pasado por su vida, incluido el último, jamás la habían respetado. Todos terminaban persiguiéndola, disconformándose y abandonándola, cuando no era por miedo, cobardía ante su belleza, ocurría que la dejaban por inseguridad o desconfianza. El último había llegado a golpearla y se jactaba de que sólo así, dominándola en forma posesiva podría domarla.
Pero héte aquí, no obstante, una cena de los tres mediante, es decir , ella, su padre y Miguel, y enterada ella de la soledad de él, de la operación, de la viudez, de la nobleza de su desempeño como médico cirujano hasta que tuvo pulso y vista para intervenir gratuitamente a mucha gente a la que le salvó la vida, se conmovió y comenzó a verle las canas y las pocas arrugas con las bellezas, los esfuerzos para mostrarse elegante, ser y aparecer discreto, considerado, caballeroso, todo ello motivó que de su conmoción pasase a la curiosidad y el respeto y, de ahí, toda vez que su último festejante hacía gala de unos celos, una tozudez y unas faltas de respeto materializadas en golpes, sacudones, fuertes pellizcones que la dejaban con moretones y cardenales por toda su preciosísima anatomía y con su autoestima muy lastimada, como tuviera que refugiarse de esa sórdida persecución del desmañado otelo, una tarde de verano,  lo hizo en el departamento del amigo de su padre, y del respeto y la curiosidad pasó a experimentar la ternura y delicadeza con que él la acogió y le permitió pernoctar en su hábitat.
Esa noche jugaron pero ella fugó, se escabulló y evaporó de tanto maltrato. Frente a un enorme balcón abierto que mostraba la espaciosa y misteriosa Avenida Nueve de Julio de Buenos Aires, desde el piso quince del edificio en torre, después de beberse dos botellas de buen vino tinto, apartaron los sillones, corrieron la alfombra y bailaron los compases de la cumparsita oficiando él de profesor. En una sentadita en la que los labios de ella quedaron a merced de los labios de él y sus poderosas nalgas sobre sus muslos, mirándola en sus pupilas del color del jade, algo oscurecidas por el atardecer, Miguel le dijo:
- Me enamoré de vos.
Ella se sorprendió con su propia respuesta, evidentemente había volado con él, le contestó:
- Yo también te quiero, llegué a quererte, pero no sé, no creo estar enamorada... Ahora me siento culpable de no poder amarte y de que vos me ames.
Sus últimas palabras habían expresado sus oscuridades, sus dudas. Además él le dijo:
- Entonces. ¿Por qué no parás de seducirme?
Magdalena,  se puso muy seria, los músculos de su rostro se contrajeron en una amarga mueca. Se incorporó de la sexual posición un poco avergonzada, erguida ya se acomodó la falda, dio media vuelta y se dirigió a la puerta, la abrió y la cerró con fuerte estrépito detrás de ella.
Habían estado jugando. A la mañana regresó ante un Miguel que bostezó desaliñado y somnoliento frente a ella, pero sobre todo sorprendido, después de haber abierto la puerta y haberla visto en el palier con la misma ropa y el rimel corrido y la pintura de ojos ennegreciéndole los párpados de modo que sus pupilas brillaban salvajemente.
- Estuve en lo de papá, abajo, vine a decirte que únicamente pararé de seducirte cuando tengas un plan para siempre conmigo. No necesitás responderme ahora, tenés mi teléfono, llamáme - le dijo. Volvió a girar sobre sus talones y a marcharse tan súbitamente como había llegado.
¿Podía él, un oscuro médico jubilado de setenta años, ofrecerle algo a esta impetuosa joven que no pasaba los treinta? Él bajó entonces como estaba hasta la casa del padre de Magdalena y sin contestarse la pregunta que se había hecho tocó a la puerta, salió ella y él le dijo:
- Me dijiste que te sentís culpable de no amarme y reconociste que no parás de seducirme y que seguirás seduciéndome si no tengo un plan para los dos.
- Sí
- Pero entonces, si no me amás, ¿por qué no pararías de seducirme?
- ¿Tal vez para que vos no dejes de tratar de enamorarme?
- ¿Y con un plan para los dos te enamoraría?
- No se por qué pienso que sí, que esa determinación tuya me enamoraría.
- Te amo, te ofrezco entonces que nos casemos, que nos casemos ya, ese es mi plán. ¿Aceptás?
Los ojos de ella se iluminaron, sus mejillas se encendieron, su corazón se aceleró. Un milagro con semblante de hombre arrugado, canoso, osado y desafiándose a sí mismo, le mostró a ella que la vida se le abría nuevamente hacia un horizonte desconocido.

Amílcar Luis Blanco

miércoles, 31 de julio de 2013

AVENTURA DE UNA NOCHE DE VERANO



Pensó que estaba solo y que Martha estaba sola y que la mayoría de los transeuntes, escasos a esa hora, que veía estaban también solos. Anduvo por la Avenida Libertad y venía de haber caminado por la Peralta Ramos. Mar del Plata de noche y con lluvia y en el mes de marzo y el regreso al departamentito y la especulación sempiterna sobre la vida de los marplatenses en el invierno. Luces de neón, Plaza España, su arboleda, los hoteles, los coches estacionados. La esquina de un bar suntuoso. Montecatini en Luro y cenar por pocos pesos.Pero no, a Martha no le gustaba cenar afuera, prefería preparar ella lo que llamaba minutas. La milanesa o el bife, el huevo y las papas fritos, la ensalada de lechuga y tomate. El haber aprovechado la mañana o la tarde o ambas el culo contra la arena, el viento proveniente del vasto océano de ráfagas frías pegándole en la cara, bien sureras las putas brisas pensaba él, un adjetivo de su gusto, aunque el astro rey, Febo, asomara más que en la marcha de San Lorenzo. Mar del Plata no era de ahora, era de siempre. Las minas que lo perturbaban con sus culos, sus torsos, sus muslos, sus espaldas bronceadas, tendidas sobre la arena o caminando por la rambla, despampanantes. No sabía qué lo cansaba más de los veraneos ¿Cuánto hacía que estaba con Martha? Nueve años, nueve, ¡la mierda, cómo pasan los años! Y ella empeñada con sus minutas, siempre sin ganas de cojer. Había bajado del departamento con el pretexto de comprar media docena de huevos para las minutas pero lo estaba aprovechando para deambular y fumar, mirar las minas que lo miraran. A lo mejor ligaba y se podía levantar alguna. Eso hubiera sido lo mejor, una aventura, algo para romper la monotonía. Esa monotonía del joging, el buzo, las zapatillas, el short, las ojotas. Transportar la carpa y las sillas plegables a la playa a la mañana desde el departamento. Oler los bronceadores y desear las pibas, mujeres de cuerpos de yeguas. En fin, poder hacer algo distinto...
- ¿Me das fuego, lindo?
Una mulata le había hecho el pedido, una parda infernal de ojos gatunos aparecida de pronto desde la sombra de las copas que el viento balanceaba, enfundada en una pollerita que apenas contenía unas ancas y una cola impresionantes, ajustada a una pequeña cintura. Senos que le desbordaban la blusa. Labios carnosos fucsias. Uñas postizas de igual color. Todo lo vio, todo lo relojeó Anibal.¿Sería un travesti o una mina de verdad? Se llevó la mano al jean, introdujo sus dedos en el apretado bolsillo y le costó extraer el encendedor. Lo accionó y acercó la llama
- ¿Te gusta la noche? - le dijo la mulata clavándole los ojos gatunos de brillo ámbar casi amarillento.
- A mi sí, ¿y a vos?
- También ¿Y la ciudad, te gusta?
- Vine muchas veces
- Entonces la conocés bien, pero ¿te gusta o no?
- Bueno, a veces me gusta, a veces me aburre ¿Qué importa éso? ¿Vos sos de acá?
- Hace dos meses estoy acá
- ¿Y antes dónde estabas?
- Bueno, soy de Buenos Aires, ¿y vos?
- También ¿De qué barrio?
- ¿Importa?
- No mucho, es un tema para conversar
- ¿Qué querrías hacer conmigo? Digo, en vez de conversar
- ¿La verdad?
- La verdad
- Cojerte
- ¡Jajaja! ¡Qué directo que sos!
- ¿Cuánto?
- ¿Cuánto qué?
- Dinero, guita, por cojerte.
- Bueno, depende ¿Cuánto me pagarías?
- No se, poné vos la cifra
- Ponela vos querido, al fin sos vos el que la vas a poner, o no? Jajaja
- No se, cincuenta
- ¿Te parece que valgo tan poco?
- No se, ¿qué sabés hacer?
Finalmente, después del parloteo previsible, insustancial, cerraron en cien pesos, ella lo invitó a un hotel a dos cuadras.  Lo llevó de la mano y Anibal se sintió como un chico. Mientras caminaban el viento se pronunció con fuerza desde el mar. La mulata se ajustó una campera color cobre de tela sintética patinada por la llovizna sobre su blusa y Anibal se fijó en la prenda que amarilleaba, amostazaba igual que su mirada. Comenzó a llover con fuerza. Martha se estaría preguntando por su tardanza. Pero valía la pena. Le diría cualquier cosa, lo que se le ocurriera, ya vería.
Entraron al vestíbulo del hotel con el aguacero ya en plena descarga. Ella le sonreía y lo besó con un poco de olor en su aliento a alcohol y cigarrillo. Anibal pensó que era el olor de la aventura. Lo excitaron sus pechos y el aroma un poco más tibio de la piel de la mulata, algo de su transpiración mezclada con un perfume barato y quizás también con alguna secreción femenina que él mismo podría haberle provocado y que provendría de su bajo vientre. La idea de que pudiera ser así hizo que ni mirara el ascensor y sólo viera el reflejo rojizo de un cartel luminoso tiñendo las sábanas de la cama que la mulata dejó al descubierto. Contribuyó también a una poderosa erección y a que la penetrara antes de ningún juego. Sintió la mojadura de su sexo y  le entró sin condón. Pensó que era una imprudencia. Bueno, pero si vamos a andar siempre con tantos remilgos ¿Hay algo más hermoso que una mujer excitada, verdaderamente excitada? Porque pese a ser una profesional a él no le cabía en el cuerpo el orgullo de haberla excitado ¿Qué importaba pagarle cien pesos? Le hubiera doblado la cantidad por la satisfacción que le estaba dando, por lo que estaba recibiendo de ella.
Era verdaderamente ardiente, ardiente y húmeda. Y fuerte, lo levantaba en sus muslos y era flexible. Se alzó de nalgas y llevó sus rodillas hacia atrás como si estuviera desarticulada, como si fuera una contorsionista. Además gemía y suspiraba. Olía a magnolias que estuvieran creciendo bajo la lluvia y a la lluvia misma. Y besaba, besaba como un cono de terciopelo aspirante, como una suave boa que se lo estuviese tragando, succionaba blanda y segura a la vez. No dudó en confiarle su tallo, su vástago, ponérselo dentro de la boca y permitir que lo succionara y rodeara con la lengua.
Cuando todo terminó Anibal se dio cuenta de lo bella que era esa mujer desnuda. Digna de una pintura, de una foto artística para colgar en una galería, en el Museo de Bellas Artes.
- ¿Qué vas a hacer ahora? - le preguntó ella desde el centro de toda su belleza
- ¿Vos?
- Pensé que podríamos pasar la noche aquí, juntos, disfrutar del aguacero.
Anibal se quedó en silencio mirando el letrero rojo que los  sangraba e iluminaba a los dos.
- ¿Sos casado? - volvió a preguntar
La ciudad seguía. La lluvia crepitaba, crujía, respiraba con la noche. Las gotas cayendo podían imaginarse y verse. Así como él y ella dentro de la pieza de hotel y Martha dentro del departamento esperándolo, mirando la lluvia a través de la ventana y fumando. Los edificios, las calles, el borde del océano y las olas yendo y viniendo. Pensó que estaba solo y que Martha estaba sola y que ahora eran  tres soledades, palpables, necesitadas,  indeterminadas, múltiples e invisibles soledades.

                                                                 II

                                                                   


- Mirá, soy casado, bajé a comprar huevos para que mi mujer los fría. Me está esperando en el departamento. Me encantaría pasar la noche con vos, aquí, ¿qué excusa se te ocurre para mi aburrida mujer?
- ¿Tenés tu celular con vos?
- No, lo dejé en el departamento.
- Entonces ya está. No la pudiste llamar para avisarle. Llegás a la madrugada, tipo nueve, le decís que una brigada policial te comprometió para que salieras de testigo de un allanamiento por drogas en un boliche de por aquí y listo.
- ¿Y tanto tarda un trámite de esos?
- ¿Qué te parece? Tuviste que ir después del allanamiento a la comisaría y esperar a que levantaran las actas. Le decís que encontraron merca, que hubo tres detenidos, etcétera, lo que se te ocurra campeón
Dijo "campeón" y enlazó a Anibal poniéndole los muslos sobre las caderas. El rojo del cartel resbaló sobre la oscuridad de su piel y él la vio satinada, satinada y oscura. Pensó en una mezcla de sombra y sangre y en Martha esperándolo en el departamento, cada vez más nerviosa, cada vez más confundida. Abriría sus ojos asombrados y enormes y también sus labios quedarían separados y en suspenso mientras Anibal le contara.
No importaba, el tiempo hervía afuera, la lluvia goteaba, tamborilleaba, parecía freir las porciones de oscuridad que se divisaban sobre los techos, contra los edificios, los asfaltos. De vez en vez un coche producía su chasquido de neumaticos sobre la calzada mojada en el alrededor invisible, pero audible. La soledad atravesaba, esa soledad de todos, el espíritu, el pulmón de la lluvia que se extendía. Los labios de la mulata estaban calientes, su sexo resbaloso, húmedo y tibio, como si resguardara la vida misma protegiéndola del frío exterior. Entró en la complacencia de los besos, de estrecharla y sentir sus senos abundantes, bajó su boca a un pezón y lo sorbió y aspiró rodeándolo con su lengua ¿No era acaso regresar al seno materno pero ya sin tabúes ni represiones, habilitado por ese cuerpo magnífico que contenía lo más íntimo del verano, la opulencia de la primavera y la leve memoria de lo urbano en el vago aroma del tabaco y el alcohol en el cuerpo de esa mulata joven? Tomó su nuca, su suave nuca, el leve peso de su pequeña cabeza, y pensó en África, en esa película con Meryl Streep en el que un rozagante alemán, el que hacía el papel de su esposo ¿Cómo se llamaba? No podía recordarlo, los besos de la mulata lo envolvían y también,a medida que su pene se contoneaba, entraba y salía, de su vagina mojada que lo ceñía, a medida que se dejaba arrastrar por el torbellino que su cuerpo y el de ella se proponían, olvidaba, olvidaba, no podía recordar a ese actor alemán, pero si recordaba en cambio que él se había amancebado con una mujer negra, una mujer negra que lo enfermó. Valía la pena, valía la pena enfermarse y todo si era el perfume de las magnolias, el salado olor de las secreciones de ambos lo que lo transportaba en ese momento al nirvana, al sitio sin nadie de las puras sensaciones, al lugar de las rosas y claveles, al campo extendido y extenuante y grandioso de los cuerpos transpirando, acariciándose, besándose, hundiéndose el uno en el otro, como la espléndida noche de lluvia sumiendo a la ciudad y sumiéndose en sí misma.

Amílcar Luis Blanco

viernes, 19 de julio de 2013

Intervista a Nino Manfredi

Eso fue todo



Ella entró confiada a buscar algo que había olvidado en el departamento de él la noche anterior y descubrió que él estaba con otra. Eso fue todo. La vio a la otra desnuda sobre la cama tapándose con una sábana con expresión de niña sorprendida en una travesura y a él con el pelo desordenado, la boca abierta y la bata puesta; la de seda con arabescos bordó y fondo rosa que ella le había regalado y que lo hacía parecer un demonio . Desde luego desde ahí se dedujo, derivó, procedió, emanó, salió, se desprendió todo lo demás.
Es decir, antes aclaremos que era inesperado para él que ella fuera a esa hora, que hubiera abandonado su departamento distante, en otro barrio, para buscar éso; pudo haberlo llamado. Aún cuando era inminente que se mudara con él, hubieran pasado ya varias noches juntos en ese departamento e incluso lo hubieran redecorado. Pero de haberlo visto justamente allí, con la otra, en esa circunstancia, se derivó, ocurrió, todo lo demás . Porque a partir de ahí ella salió corriendo o caminando, despacio o mas o menos rápido del departamento de él, pero aturdida, eso sí, muy aturdida. Vio las paredes del living con ese verde tenue tan buscado por los dos, las reproducciones de los cuadros de Egon Schiele, Gustave Klimt, de las épocas azul y rosa de Picasso, con sus payasos, ecuyeres, equilibristas, etcétera; todo lo que les había gustado tanto siempre. Vio o entrevió o apenas advirtió, en una luz nublada, siempre como en un estado de sopor, el palier. Ingresó en silencio al ascensor. Lo recuerda bien eso porque su silencio contrastaba con el silencio de los demás rostros y cuerpos trajeados y vestidos de calle, a esa hora de la mañana cuando la gente se dirige a trabajar. Incluso ella iba a retirar, a traerse con ella ese algo que había ido a buscar que era su bolsita con cosméticos; un sobrecito plástico en el que llevaba el rouge, el lápiz delineador, el colorete, todo eso, y con eso precisamente dentro de su cartera iba después, como todos los demás que iban con ella en ese elevador ,a bajar a la calle para ir a trabajar como todos los días lo hacía. Y pensó que tampoco debería o podría dejar de hacerlo ese día; ir a trabajar porque de lo que le pagaban por su trabajo vivía y se mantenía y podía sostener su relativa independencia, tan importante. Importante más que nada desde su divorcio de Rafael.
De modo que lo hizo, fue a trabajar como si nada le hubiese pasado. Se sentó en su escritorio frente a la computadora,el teléfono, la pila de carpetas, en cuyos papeles debía entrar en búsqueda incesante para después calificar, testeándolo en la computadora, el puntaje entre uno y cien que merecían las distintas empresas proveedoras que hacían sus ofertas para las diferentes autopartes que componían los automóviles que se fabricaban en los establecimientos de su empleadora.
Su gigantesca empleadora, además de propietaria de los establecimientos, incluido el edificio de veinte pisos, en cuyo séptimo, estaba su pequeña oficina, era también dueña de los aproximadamente tres mil seres humanos que trabajaban diariamente para que la producción de vehículos no decreciera. El metabolismo burocrático que precedía al trabajo mecanizado y computarizado y manual especializado que precedía a la salida por fin del automóvil al mercado era absorbente, aunque respondiera a parámetros,  códigos y protocolos siempre iguales, requería de toda su concentración, de una atención meticulosa ya que de esa escrupulosa ejecución,  que se concatenaba con todas las demás, dependía el éxito del producto final.
Si bien a Ella las exigencias de su labor la distrajeron durante las dos primeras horas del día, la intensidad y fuerza del cachetazo, del golpe anímico que había recibido por parte de él, vestido con su bata de arabescos bordó, y que emocionalmente debía apenarla, hacerla sufrir y producirle una catarata de llantos que contuvo, el recio y brutal golpe se trasladó a su cuerpo, particularmente a su cabeza en forma de espantoso dolor, de relámpago hiriente y sostenido. Así que se desvaneció y cuando volvió en sí y unos ojos celestes curiosos bajo cejas renegridas en el rostro de una compañera de trabajo que la apantallaba enfocaron los suyos, toda la escena del departamento regresó a su memoria como si siempre hubiera estado allí, como si fuera el único trasfondo, el único proscenio, la insuperable decoración, el alrededor último e infranqueable de toda su vida.
Entonces fue cuando sintió que debería atravesarlo, que, de alguna manera no sabía cual, debería franquearlo, transponerlo, superarlo, hacer que desapareciera, se esfumara, evaporara, para poder seguir ella con su vida adelante.
Por eso del trabajo no se dirigió a su departamentito de soltera como le habían pedido que hiciera sus compañeras de trabajo, el médico y la enfermera que la atendieron y también su jefe, pese a prometerles que lo haría, sino que volvió con paso rítmico y apurado al departamento de él. No sabía exactamente qué iba a hacer, cómo procedería, con qué se encontraría.
Él trató de alejarla de la puerta hacia el palier, de que no ingresara al departamento. Había abierto desprevenidamente la puerta pensando que, como había transcurrido un tiempo más que razonable, no sería ella la que regresaba. Pero era ella. Entonces la empujó de modo que ella cayó ridículamente sobre las cerámicas enceradas del palier, las piernas abiertas hacia arriba, la pollera se le rajó, se vio a si misma como una marioneta desarticulada y la otra salió en enagua con el mate en la mano justo para presenciar su traste en ángulo, sus piernas hacia arriba. La otra gritaba, prorrumpía en exclamaciones, como una gallina a la que hubieran corrido. Entonces ella simplemente se paró, se compuso, no atendió al ridículo reciente ni a las explicaciones que él le daba y supo que ya nada le importaría. Sintió que su silencio para siempre con él sería la mejor respuesta, se marchó y eso fue todo.

domingo, 30 de junio de 2013

UNA EXTRAÑA EN LA CASA



- Buen día, primor, Anabel, querida ¿Cómo te sentís, cómo amaneciste hoy?
Digo lo que dije dirigiendo mi boca, mi voz, a la cama en la que el bulto, que es el cuerpo de Anabel, permanece todavía arrebujado entre sábanas y frazadas. Estoy ya completamente vestido cuando digo ésto, dirigiéndome a la ventana y procedo primero a levantar la cortina de madera y después a correr la de tela. Una catarata brusca de claridad inunda la habitación y la cama. Anabel se sienta sobre el colchón y protesta, gruñe, grita:
- ¡Loco, loco, me querés matar!
- Perdón, sólo quiero que te levantes para recibir a Nélida.
- ¿A Nélida?
- Sí, Nélida, la señora que hará la limpieza, el aseo de esta habitación y las habitaciones concomitantes, aledañas, aquí arriba y allá abajo, en ambas plantas ¿No te acordás que la contratamos la semana pasada, que hoy es jueves, y que hoy, a las nueve, es el día y la hora en que comenzará sus tareas?
- ¡Ay! Es cierto, es cierto, ¿qué hora es?
- Ocho y cuarenta y cinco. Ya preparé un te con leche, tostadas, la mesa está servida abajo.
- Alcanzáme la calza y la remera, ésas que están sobre la silla.
Le alcanzo la calza gris, la remera verde. Anabel se viste siempre de modo excitante, para mí por lo menos. Es delgada y bella, piernas largas, muy bien torneadas, glúteos duros y erectos, senos pequeños pero bien sostenidos. El pelo lacio y pesado, color miel, y los ojos celestes vivos y una expresión entre lánguida, pícara y tierna, indefinible, asentada principalmente en su boca, la linea de sus labios. Cada gesto suyo me enamora de nuevo, como si recién empezáramos.
No pienso más en ella mientras bajo las escaleras. En la cocina comedor dejé las tazas de te con el saquito dentro y después de verterles el agua caliente las tapé con los platitos para que el calor no escape. Las tostadas, tres para cada uno, aunque Anabel come sólo una y yo, que estoy algo panzón, con mucho remordimiento, dos, están esperándonos también sobre el platón color hueso. Las otras dos sobrarán  como cada día,excepto hoy, y endurecerán abandonadas en el plato hasta que las comamos ya de noche, antes de la cena, cuando yo regreso del hospital y Anabel de la boutique.
Hemos coincidido en tomarnos franco los días jueves. Yo no concurro al hospital, salvo urgencias y ella deja que su amiga y socia Stella atienda la boutique. Los demás días, incluidos sábados y domingos, debemos levantarnos a la siete y todo se hace más rápido.
La señora que contratamos,  ocupará un cuartito dotado de un baño tamaño cubículo y vivirá con nosotros. Tiene sesenta y cinco años y dos hijos que trabajan y viven muy distantes de este Gran Buenos Aires, de esta Ciudad de La Lucila donde vivimos con Anabel, casados desde hace dos años y sin hijos.
- Estoy muy agradecida y contenta a la vez - nos dijo la semana pasada cuando por fin llegamos a un acuerdo. Parece que ella prefirió alquilar el departamento en el que vivía con sus hijos y conseguir el empleo que ofrecíamos para no sentirse tan sola.
Por fin Nélida entra en escena. Es silenciosa y después de haberse dirigido a su cuartito, sale vestida con un delantalito verde agua y cuello redondo blanco, hacia fuera. Es alta, quizás un poco huesuda, de una corpulencia, debo decirlo, bien repartida. Su pelo, evidentemente teñido, es enrulado, desordenado, copioso, castaño opaco con reflejos rojizos. Me mira y me sonríe. Su mirada de ojos negros, redondos, enormes, bajo cejas renegridas y bien marcadas es expresiva, su boca es grande y sus dientes son parejos y perfectos. Anabel se ha ido a la boutique finalmente, me ha dicho: ¿Tenés miedo de quedarte solo con una extraña?, la he mirado, me he encogido de hombros, así que cuando Nélida pasa a mi lado siento deseos de conversar con ella y, debo confesarlo, aunque me provoca algo de escozor, de tocarla.
- ¿Usted es viuda, no?
- Si señor - me mira y me sonríe
- ¿Hace cuánto?
- Va para cinco años - se sienta frente a mi, se cruza de piernas. Sus piernas son muy atractivas.
- ¿Extraña a sus hijos?
- Trato de no pensar en ellos todo el tiempo.
- Una actitud sabia. Su vida sigue.
- Seguro, mi vida sigue - al decir ésto me clava los ojos negros y me sostiene la mirada. Mis deseos de meterle mano se intensifican. Mi corazón late apresuradamente. Hago silencio mientras Nélida continúa mirándome. De pronto cierra los ojos y se echa levemente hacia atrás en la silla, como si estirara un poco su cuello para relajarse. Observo su cuello, tiene leves arrugas horizontales pero se mantiene joven. Ella vuelve a mirarme.
- ¿Necesita algo? - le pregunto un poco estúpidamente. Ella vuelve a sonreírse sin dejar de mirarme pero su sonrisa no parece dirigirse a mí sino a un público invisible. De pronto se me acerca todavía más, me toma de la nuca y me besa en la boca. Me obliga a abrir los labios y mantener la boca entreabierta y empuja su lengua contra la mía. Reacciono y la beso yo también, abro más mi boca, impulso más mi lengua contra la suya. Nos besamos apasionadamente y comenzamos a quitarnos la ropa el uno al otro. Yo le desabrocho el delantalito verde y compruebo que no lleva corpiño. Sus pezones están erectos. Por fin consigo quitarle el delantal corriéndolo por sus brazos, desprendiéndolo completamente del cuerpo por las mangas. Comienzo a recorrerla con mi boca, el cuello, el pecho, los pezones, su ombligo, su vientre. Tomo el elástico de su bombacha, lo bajo, hago descender la prenda por sus piernas, finalmente ella misma ayuda con una de sus manos y se la quita de un pie primero y luego del otro. Llego a su pubis algo jadeante y pongo mi boca y mi lengua sobre la vellosidad de su monte de venus. Entro entre sus labios vulvares como loco, la chupo, jugueteo con mi lengua sobre su clítoris, siento un sabor alcalino, buena salud me digo. Al rato estoy penetrándola con furia, la pongo sobre la mesa de modo que su espalda y sus brazos quedan extendidos, le entro con fuerza, las caras anteriores de mis muslos golpean sus glúteos y siento que los laterales de su vagina se aprietan contra mi pene pese a la abundante lubricación de nuestros genitales. Ella gime, la tengo tomada de los mechones castaños y me siento como si montara una potra. Pienso mientras la estoy penetrando que tengo treinta y cinco y ella sesenta y cinco. Hay treinta años de diferencia entre nosotros pero no se notan siquiera. Estoy gozando a pleno. Anabel tiene treinta años y está confiada en la boutique. Seguramente piensa que soy incapaz de tirarme a una mujer que podría ser mi madre. Pero no lo es, no lo es, pienso mientras sigo penetrándola, entrando y saliendo con mi pene de su vagina pero ahora más lentamente.- Ella grita tiene una soberbia convulsión. La siento, no puedo contenerme y acabo. Nuestros orgasmos, milagrosamente, han coincidido.
Los dos nos sentamos, cada uno en nuestra silla. Nos miramos, nos sonreímos. Hay una extraña en la casa. No debo ir hoy al hospital.-

Amílcar Luis Blanco  ("La locura y la razón"  por Mauricio Barraco)