miércoles, 30 de abril de 2014

Buenos Aires, Arlt, Cortázar y otros recuerdos.








Buenos Aires es artliana, también cortazariana, sobre todo con lluvia y en las primeras horas de la madrugada y en cualquiera de sus barrios. En la Avenida Santa Fe entre Suipacha y Carlos Pellegrini iluminada por luces y semáforos rojiverdes y con la luz patinada sobre la película que forma el agua de la lluvia sobre el asfalto, negra y colorida. Al rato, colectivo mediante, sobre la Avenida Caseros por Parque de los Patricios desde las escalinatas de acceso al Hospital Udaondo, con gente esperando desde las tres y media de la madrugada para recibir un número de atención en la guardia del nosocomio que comienza a repartirse exactamente a las cinco. Árboles enormes, tipas seguramente, crecen desde las anchas veredas y dejan caer multiplicadas las gotas de las lloviznas, es otoño,  las veredas rebosan hojarasca, y la temperatura de veinte grados con mucha humedad enardece a los mosquitos que rodean a quienes esperamos por todos los costados expuestos del rostro, es decir, mejillas, frentes y aún, para quienes tenemos poco pelo, en las coronillas de nuestras peladas testas, sin olvidar los dorsos de las manos, los dedos.
Buenos Aires es artliana y cortazariana porque cuesta meterla en prosa, desvía hacia París, y porque este instante en el que contemplo las esquinas de negocios cerrados y un  solo kiosco abierto, resume y suma millones de instantes todos levemente diferentes, todos levemente parecidos. Evoca tiempos idos, gente muerta, costumbres abandonadas como cascarones o cubiertas invisibles que se sobreponen en la memoria a la contemplación de este presente. Y algo de Rayuela, algo de El juguete rabioso, algo ramplón y canallesco desfila ante mis ojos y hace que vea otras luces y oscuridades, otros grises, otras mañanas.
Las tías y un tío político y sus hijas, primas de mi padre, vivieron años y años en la calle Combate de los Pozos, a la vuelta de este hospital. El edificio de otro hospital se divisaba desde los balcones de aquélla casa. Era el llamado Hospital de Tuberculosos, cuando esa dolencia pulmonar de ribetes románticos que llevan a las novelas de Alejandro Dumas, a Margarita Gautier, estaban de moda en los años treinta y cuarenta del siglo anterior. Hoy día los edificios, el de la casa de aquéllos parientes, todos muertos, y el del Hospital de Tuberculosos, siguen en pie. Este último reciclado y aggiornado no es más el de aquélla patología de las toses y los amores contrariados, ahora es una institución dedicada a la investigación científica.
De todos modos los recuerdos me llevan a la compañía de aquéllas tías y primas de mi padre en aquélla casa. Sus nombres vienen desde la infancia y la primera adolescencia: Piedad Zulema, Ilse, Lelia, Catita, Isolda, Elida, Alicia, Nevar y el tío político de mi padre, de apellido Fort, delgado, de pelo escaso, blaquísimo y de ojos azules y  piel roja como la corteza de un langostino, contrastante con la de mis padres cetrinos, que era luthier y fabricaba y probaba sobre su cuello y el de sus clientes, también rojos, violines y violas con arcos de vibrantes tripas que atraerían a los gatos, porque en los recovecos de aquélla casona alta, con puertas, ventanas y enrejados metálicos trabajados, de herrería artesanal, y una escalera de mármol para llegar al primer piso, siempre había más de un gato para acompañar a sus habitantes y a quienes fuimos invitados; mis hermanos y yo, niños adjudicatarios de todas las ternuras, dulzuras y delicadezas que aquéllas gentes de aquélla época nos prodigaban. Recuerdo que me hablaban de la lechería La Martona, de los yogures que ellas consumían, del arroz con leche con canela, de la misteriosa muerte de Ilse de ojos azul profundo como su padre, amante de la danza clásica y los gatos, delicada y de ojos tristes, fallecida muy tempranamente, a la edad de Cristo, por una enfermedad renal de misterioso nombre y que dejaba en mi la sospecha de que toda mujer delgada de cintura cimbreante debería tener riñones débiles.
Esa gente, esos tiempos y conversaciones y climas en el salón central de aquélla casa, con pisos de baldosas decoradas, parquets de maderas enceradas y mayólicas y cuadros, retratos, paisajes, naturalezas muertas decorando las altísimas paredes, se me mezclan con los ámbitos interiores descritos por Roberto Arlt en sus cuentos y también con los exteriores de aquélla Buenos Aires tan igual y tan distinta. De lecherías y carros repartidores, botelleros y corsos de mascaritas en los carnavales, con pomos de aguas perfumadas y serpentinas de colores y mujeres muy maquilladas, muy pintadas, con mucho rouge, mucho rimel, cubiertas sus piernas, muchas veces de muslos rozagantes y vientres suavemente combados, secretamente excitantes para mi incipiente apetito lúbrico, por polleras ajustadas y largas justo sobre las rodillas y de abundantes pechos naturales, sin implantes de ningún tipo ¡Qué Buenos Aires aquélla, tan certera y adusta, tan epicurea y estoica y, a la vez, dionisíaca! Cruzada por ese catolicismo español, italiano, con capillas, iglesias, basílicas, por sinagogas judías de extraños hombres barbados y tocados con breves quepis y por una mezquita musulmana allí hasta donde llegaba el río en el Parque Lezama. Alardeadora de esa combinación salvaje de culturas indígenas del mate,  la pereza y la pobreza con las clericales, judías, musulmanas y paganas y que llevan al Arlt venido de medio oriente, a ese toque de Estambul que tiene Buenos Aires. Arlt fallece en 1942. Hasta entonces escribe en el diario "Crítica", el celebérrimo e icónico de Natalio Botana. Sus aguafuertes, sus artículos de costumbre y, paralelamente, sus cuentos, novelas, obras de teatro, su indesconocible y para siempre porteña, por derecho de fidelidad reproductiva, obra literaria. Cortázar emigra en 1951 de las costas porteñas a las que volverá episódicamente en su vida real y literariamente redondeará miles de veces en un eterno retorno que parte de la galería Guemes, céntrica, hacia sitios de la Ciudad Luz que tal vez nunca conoceré.
Quien haya vivido la Buenos Aires de los cuarenta y cincuenta pudo ver todavía a la ciudad inmediatamente anterior que describió y contó Arlt, y a la que pisó y vivió Cortázar y trasladó a sus dos novelas, El examen y Los premios y a las gentes con quienes convivió y a quienes retrató y a la interacción de la ciudad y estas gentes.Tengo el rastro de todo aquello en mi memoria de hoy, de aquéllos primeros años de mi vida en contacto con Buenos Aires, pero puedo y podré mientras viva ahondar todavía más en esa memoria ajena y propia a la vez que dejó en mí la lectura de las novelas y cuentos de aquéllos dos grandes escritores, a quienes, por supuesto, acompañan otros, desde Adolfo Bioy Casares hasta Jorge Luis Borges.

Amílcar Luis Blanco