lunes, 30 de abril de 2018

LO QUE UNO ESCRIBE



                                                                         Lo que uno escribe, lo que yo escribo, lo más probable es que no tenga ningún valor o, en todo caso,  un valor muy relativo. Acotado a mis circunstancias y deseos, ceñido a mis memorias y a mis imposiciones que siempre parecen demasiado pesadas para levantar. Que me hacen sentir postrado en un bosque o una ciudad donde todo se me viene encima aunque soy consciente de que este sentimiento es una metáfora, una composición del lenguaje, de una estructura heredada a partir de la cual nací y sigo constituyéndome, sigo siendo a partir de este lenguaje conquistado día a día, noche a noche, palabra a palabra y no sólo en mis momentos de reflexión, que los tengo y muchos, sino también en mis contemplaciones, en mis idas en blanco de la realidad por caminos que no son los que veo, oigo, palpo, huelo y saboreo, también son los de mi imaginación, los de mi construir castillos en el aire.
                                                                          Después de haber leído a Jacques Lacan concluyo que caigo (o me levanto, camino, corro, vuelo, nado o lo que sea) por el peso (o liviandad) de las metáforas que imagino. Claro, las que puedo imaginar. Los deseos que puedo escenificar. Me reduzco o agrando a partir de mi capacidad para combinar palabras más o menos poéticas. Encuentro mis caminos o los pierdo a partir y en el curso de esa inventiva. Puedo renovarme, repetirme o fenecer si mis obsesiones o mis olvidos interrumpen o discontinúan esa potestad de imaginar, única en la que puedo considerarme completamente libre. Es la energía de mi deseo la que alimenta esa capacidad que linda siempre con lo fantástico, con lo fantasmático inconsciente cuando viajo hacia dentro de mí mismo y procuro descifrar con el auxilio de los significantes de las palabras en el lenguaje las significaciones profundas que me constituyen o van constituyendo en continuidad de infinito.
Bien mirados, es decir tratando de observarnos en lo que hacemos y decimos, guardamos una necesidad o pretensión de infinito, de escapar a lo que intenta esclerosarnos, detenernos, relegarnos a estereotipo; o sea, degradarnos. Y lo hacemos por medio, con y a través del lenguaje, buscando las palabras que nos llevarán hasta el portal de un infinito incesante. Somos ese "rayo que no cesa" en el decir del gran poeta de Orihuela, Miguel Hernández, quien "para la libertad" dio su cuerpo "como un árbol cautivo". Su cuerpo quedó atrás, como quedó y quedará el de todos nosotros, pero su poesía vive. Está viva en todos los que lo hemos leído, sentido y entendido. Como la poesía de todos los poetas que han logrado trascender hacia quienes nos deleitamos leyéndolos.
                                                                    Y este es el lenguaje, el lacaniano de nuestra estructura inconsciente, a partir del cual hablamos, pensamos, escribimos. Así lo que uno escribe es lo que uno es o va siendo mientras vive y lo que seguiremos siendo después de que nuestro cuerpo se haya transformado en polvo. Es el "polvo enamorado" de Quevedo que quedó en el lenguaje..
Hablar, pensar, sentir a partir de lo imaginado y, por último, escribir aunque lo hagamos en el agua. Somos aquéllos cuyos nombres están escritos en el agua como afirmó Lord Byron. Pero los significantes que hemos buscado para significarnos seguirán en esta misteriosa creación, la del lenguaje mientras dure, nuestro único Dios en todos los idiomas.

Amílcar Luis Blanco

jueves, 26 de abril de 2018

CONIL DE LA FRONTERA y VEJER DE LA FRONTERA (IMPRESIONES)






                                                                Hace muchísimo calor, un calor de Sahara, africano. Anónimos paseamos, mi hijo Guillermo y yo, por callejuelas de piedra entre paredes anchas y encaladas levantadas hace mucho tiempo para proteger a los pobladores del levante; un viento que llega del norte de África cargado de sequedad y arena instalando una atmósfera insoportable para los ojos y las narices. Esto último me lo contaron, pero aunque no lo haya padecido puedo imaginarlo. Mientras camino, casi siempre en ascenso, a veces, las menos, en bajada, pienso, pienso tratando de evocar a los lejanos musulmanes que durante siete siglos fueron dueños de la cuenca del mediterráneo. En Vejer de la frontera, una población cercana cuyas calles y edificios se implantaron, también hace siglos, en las alturas de la sierra, he visto mujeres celosamente cubiertas por túnicas y hasta con burkas. He visto y veo, también aquí en Conil, fuentes enmarcadas por coloridas mayólicas,  una, ya en Vejer, la más lucida, en el centro de una plazoleta, alrededor macizos con flores rojas, azules, amarillas, turquesas. El mar asoma por las esquinas y los rincones y el cielo, puro y azul, cae sin piedad recortando sombras para que en esas porciones de fresca oscuridad podamos sentarnos en algunos bancos o detenernos. Me siento, algo agitado, junto a mi hijo, nada agitado, sobre un banco de la plazoleta que da a la fuente y comienzo a disfrutar de lentas observaciones. La gente de diferentes edades y tamaños disfruta, animada, de pie, sentada, tomando fotos, mirando como yo, del panorama y de las alternativas que el espacio ofrece. Estamos en Vejer y Guillermo me explica que las brumas que se ven en el confín del horizonte, en la línea imprecisa que el mar dibuja con el cielo, se esconde la orilla norte de África. Me impresiona, como lejano habitante de una ciudad cercana a Buenos Aires que sólo ha visto en los mapas esas geografías, estar en la realidad contante y sonante de ese lugar. En un pequeño punto del sur de España frente a África. Casi no puedo creerlo. Todo me mantiene excitado y atento. Todo me gusta y me complace. El pasado y el futuro se funden, en mi percepción y en mi memoria, en ese instante que parece de sueño. Un momento onírico y de vigilia a la vez. Un sentirme vivo en experiencias que me atraviesan. Como si mi yo se disolviese o dilatase adquiriendo infinitud; la del paisaje que me rodea y la de una extensión inagotable. La vista, el oído, la conciencia, moviéndose con ligereza e informalidad, adhiriéndose a lo que me rodea y, a la vez, me penetra.
                                        Y el suelo que pisé, calles onduladas, en ascenso, en bajada, en Conil es más suave, llano junto a la costa de arena, al lado del mar. Por la noche recorro solo una callejuela poblada de comercios, restoranes que ofrecen atunes en todas sus formas, langostinos, camarones, mariscos, aceitunas verdes, cervezas, tiendas de prendas femeninas, collares, pendientes, anillos. Desfilan turistas de todas las nacionalidades yendo y viniendo. Los contemplo después de haberme sentado a una mesita para saborear un plato de excelente jamón proveniente de cerdos alimentados con bellotas y un queso montañés de cabra y un vino blanco ajerezado, helado. Vuelvo a pensar en los musulmanes, persas, comerciantes, mercaderes, fenicios, cartagineses, distribuyendo desde milenios exóticos artículos de consumo, excitando la atención y el interés de campesinos o montañeses que llegaban a la costa del mar desde un interior continental hirsuto.
                                            Pienso que esta "modernidad líquida", que tan pormenorizadamente ha descrito Bauman en su libro que lleva ese título y que caracteriza nuestra actualidad occidental judeo cristiana, comenzó a nutrirse en estas prácticas de atracción, seducción y diversidad de una humanidad heterogénea y multiforme porque despertó los pecaminosos deseos y avivó el costado promiscuo que a todos concierne. Y, de paso, evoco esa divergente y asimétrica relación entre los sexos que mantuvo sojuzgado al femenino y al homosexual frente a una masculinidad dominante, paternalista y machista.
                                                 Todo y mucho más desde este punto del planeta, el sur de España, lugar de encuentro de las historias y las orografías e hidrografías imaginadas y reales, dibujadas y vividas; parte de un texto escrito por infinidad de seres humanos, famosos y anónimos, rutinarios y deslumbrados.

Amílcar Luis Blanco