domingo, 31 de agosto de 2014

CAPÍTULO DECIMOCUARTO DE "LAS WALKYRIAS"


L’atelier aux sculptures, 1993. Técnica mixta sobre lienzo, 235 x 375 cm.


                                                             14
                             Aunque su relación con Lucas quedó en el tiempo tan olvidada como su muñeca Petrona, ella no olvidó jamás, y en cambio perfeccionó con ensayos y errores, sus modos de conseguir los orgasmos. Ningún varón que le gustara y la calentara pudo escapársele en adelante, y, hasta conocerse con la dueña del bar con la que se internó en su vertiente homosexual, Malva jugó en su imaginación con tener relaciones con mujeres. Además de su pericia como amante descubrió en Ángel, el tanguero reprimido, su misma curiosidad que la tuvo como clienta asidua de los videos de sexo explícito entre lesbianas.
Su primer novio oficial, a vista y paciencia de sus padres, lo tuvo para contrariar a su madre, porque descubrió que se había acostado con ella, así que, complacida, se lo quitó. Carlos, que así se llamaba su primer novio oficial, era el enésimo amante con el que su mamá, Dolores Lacerba, enamorada platónica de su tío, según ya se contara, hacia cornudo a su papá. Después que lo enamoró bien lo dejó y el muchacho con el corazón roto emigró para siempre de Trenque Lauquen. Su mamá la odió toda su vida y todavía la odia.
Malva había comenzado a ejecutar extraños trabajos en el taller de su papá. Primero dibujaba sus proyectos y después trataba de componerlos valiéndose de la soldadora. Cuando comprendió que lo que tenía no le alcanzaba partió hacia Buenos Aires con la idea de estudiar dibujo, escultura y diseño. Lo demás sobre ella, hasta su encuentro con Elena, es lo que sabemos.
Malva tiene su taller de escultura sobre la calle Nicaragua, en Palermo viejo, y su departamento, en el piso veintidós de un edificio torre frente al solar donde estuvo la penitenciaria sobre la avenida Las Heras. Cuando la conoció a Elena había salido, como otras veces, a cazar o conquistar, solitaria, alguna nueva mujer. En tales ocasiones, si se le daba, su deseo podía llevarla con la recién conocida al taller o a su departamento. Estaba trabajando en nuevas ideas con base en el collage. En el taller solía sacar fotografías en poses atrevidas a sus ocasionales compañeras para convertirlas en gigantografías, en blanco y negro o en color, cuyas siluetas recortaba y montaba sobre los poliedros, volúmenes que ella consideraba la base de su estilo. Uno de sus amigos, Piero, el poeta, opinaba que esta obsesión por incorporar figuras lisas a poliedros para componer conjuntos escultóricos constituía una limitación a las posibilidades expresivas de la estética que Malva se planteaba. El consideraba que ella no tenía por qué renunciar a los trabajos sobre superficies lisas e incorporarle accesorios a la manera de Antonio Berni en su serie sobre Juanito Laguna. La idea era que los temas de soledad, incomunicación, angustia, ansiedad, espanto, exclusión, marginación, producidos por el sistema consumístico que los sensibilizaba, tanto a él como a Malva, se volcasen en registros más desestructurados. Le parecía que todo intento deliberado de estilo hacía fracasar la obra, su fuerza expresiva.
Malva no sabía bien qué pensar acerca de ésto e intentaba regresar a su fermento instintivo. Más allá de la lujuria que se había despertado entre ellas, que había determinado que no se separaran a su regreso de Mar el Plata, había encontrado en Elena una compañera ideal, según creyó intuir, para sus diálogos y quizá una discípula.
- Tenés que dejarte llevar – le decía ahora mientras se paseaban por los interiores del enorme galpón de la antigua casona de Palermo viejo y Elena se detenía admirada frente a los conjuntos poliédricos que Malva le mostraba.
- Esta gigantografía de la muchacha sobre la moto me parece espléndida – comentó Elena.
- ¿La muchacha o el conjunto?
- Todo, mi amor, todo, excepto el cubo. Bueno, me doy cuenta que la moto es un lateral de motocicleta, que lo que interesa es la sensualidad de la chica sobre la estulticia de la materia – se apresuró a explicar Elena.
- Definime estulticia – exigió casi Malva.
- ¿Inercia, insipidez, inocuidad? – tentó Elena.
- En realidad, según el diccionario, es ignorancia, necedad, estupidez o tontería, así que inercia, sí, insipidez, también, inocuidad no. Los objetos con los que convivimos y que contribuyen a expulsarnos de nuestra personalidad íntima no son inocuos, son perniciosos, obran su toxicidad sobre nuestra naturaleza – sentenció Malva.
- Puede ser, tenés razón – coincidió Elena.
Siguieron paseándose por el enorme galpón techado con chapas en el que había de todo. Un banco de pino tea largísimo con una morsa, una prensa, herramientas de todo tipo y diferentes tamaños ordenadas de mayor a menor, llaves, pinzas, tenazas, destornilladores, leznas, martillos, sierras, perforadoras con trépanos de distintos calibres, calibres, pico loros, llaves francesas e inglesas, tubos de oxígeno y carburo, sopletes y hasta un enorme horno eléctrico trifásico. Sobre las paredes de ladrillo desnudo se apoyaban placas de vidrio y de acrílico, varillas de metal, caños, puertas y ventanas metálicas, estructuras de aluminio. Había un ojo de buey, un ancla enorme, cadenas enrolladas con eslabones de todos los tamaños. Había un espacio destinado a cocina comedor con piso de pequeños adoquines lustrados que le daban un aspecto acogedor.
- ¿Y, qué me decís? – preguntó Malva.
- ¿Acerca de qué? – interrogó a su vez Elena
- Acerca de todo, el conjunto de mis obras – aclaró Malva.
- Bueno en algunos casos me parecen innecesarios los cubos o las esferas de vidrio, es decir los volúmenes. En otros no, me parecen apropiados – opinó Elena.
- ¿En qué casos sí, en qué casos no? – siguió Malva.
- La enorme botella apaisada, color verde luminoso reflectante, en cuyo interior colocaste la gigantografía de una reproducción de la maja vestida de Goya y, un poco más abajo la de la prostituta de hoy en la misma posición masticando chicle, desnuda, me pareció genial. El cubo de plástico transparente que enmarca la chica en moto que te comenté, no me gustó. En el primer caso la botella se integra al conjunto, en el segundo el cubo no me parece necesario.
- Parece que vos te conocieras con mi amigo Piero, el poeta, y que hubiesen intercambiado opiniones. El opina lo mismo que vos. Yo te contesto a vos lo que muchas veces le dije a Piero. Es mi estilo, siento la necesidad de expresarme en volúmenes. Creo que a veces lo consigo y a veces fracaso – concluyó Malva.
- Hubo un trabajo tuyo que me conmovió.
- ¡Aleluya! ¿Cuál?
- La gran muñeca de estopa, finamente esculpida como una mujer fatal, con su lencería erótica, copulando y a la vez pariendo, y, sobre ella, penetrándola, el muñeco polichinela con el enorme pene ejecutado también como una botella, con luz interior y por debajo un minucioso y perfecto feto, expulsado de la misma vagina. La apertura y perfección de los volúmenes de nalgas y muslos. Lo bautizaste “La puta madre” y lo encerraste todo en un volumen con forma de lágrima. Sentí, por la expresión de llanto en el niño y de desamparo en el rostro de la muñeca, que expresa una desolación y desengaño irremediables – terminó de explicar Elena.
Los ojos de Malva estaban húmedos pero su boca sonreía con gratitud. Abrazó a su amiga.
- ¡Te amo! – exclamó y su cuerpo se sacudió con un sollozo.

Amilcar Luis Blanco  ("El taller de esculturas", técnica mixta sobre lienzo, obra de Miguel Barceló)



                                                             



viernes, 29 de agosto de 2014

CAPÍTULO DÉCIMOTERCERO DE "LAS WALKYRIAS"





                                                                         13


                                                     “A mí nadie me ve. Ni siquiera vos, Edelmira ¿Quién se atrevería a preguntarme, por ejemplo, Alejandro, te habrías casado con una mujer rica sólo por su dinero? Todos descuentan que contestaría que no porque soy un hombre honrado. Porque para mí lo que cuenta y ha contado siempre es el corazón, la bondad, de la gente, sobre todo la de la mujer que elegí como esposa, la elegí por eso, por pobre y por honrada. Y si me dijeran ¿Elegirías a una mujer honrada y que se enamore de vos aunque sea rica? Entonces no dudaría tampoco en contestar que por supuesto que sí ya que el principal valor es la decencia sin importar si la persona es pobre o rica. Pero, puesto en esta situación, si te dijeran que entre dos mujeres honradas una pobre y la otra rica, las dos enamoradas de vos, eligieras una ¿No elegirías acaso a la rica? Sólo si estoy enamorado de ella. Supongamos que estas enamorado de las dos porque eso pasa, sobre todo al hombre ¿o no es así? Sí, es verdad. Bueno ¿Y entonces, qué contestarías? No me queda alternativa, en ese caso elegiría a la mujer rica. Ya ves, siempre elegimos la riqueza ¿Quién sería tan estúpido de elegir la pobreza? Únicamente Jesucristo o un santo o un ángel, alguien que no fuera de esta tierra. Será por eso que los seres humanos comprendemos las maldades aparentes que ocurren entre nosotros. No es que esté juzgando a Malena pero ella se caso en primer lugar con un hombre rico porque era rico. Tuvo una razón, salvar a su padre del desastre económico, tuvo otra poco digna, presumir que porque el hombre es viejo se moriría antes que ella y la dejaría de joder, tuvo otra quizás ingenua, considerar que el hombre como ella es hermosa y joven la trataría con amor y respeto. De todos modos lo peor, el infierno que le deparó este viejo, fue que la trató muy mal. Comparado conmigo, Edelmira, este hombre es el demonio. Pero yo con vos me porto lo mejor que puedo. Jamás te levanto la voz o te falto el respeto. Te consiento todo lo que puedo. A veces me molesta que pases tanto tiempo con la señora Elena, en lo de la familia Marchanta, pero nunca te digo nada, ni te diría. Somos amigos desde hace tanto tiempo, desde que éramos muy chicos. Claro, vos siempre me gustaste. Siempre adoré tus polleras plisadas desde que comenzaste a usarlas, cuando cumpliste tus doce años y te hicieron trenzas y te acompañé a la plaza del pueblo a comer helados y te pregunté si querías ser mi novia y vos me contestaste que te lo dejara pensar como si ya fueras una mujer hecha y derecha. Me derretía por vos, Edelmira, tanto como el helado del cucurucho que tenía en una mano. Estaba embobado mirándote sonreírme y escuchándote decir que lo pensarías que hasta que no sentí el chorreado de chocolate hasta el codo no reaccioné. Recuerdo que esa tarde volví a mi casa y anduve como embrujado sin ver a mi mamá ni a mis hermanos, sin casi comer lo que me pusieron en el plato hasta que me acosté y seguí pensando en vos. A la semana te tuve que volver a preguntar lo que te había preguntado.  Te habías olvidado completamente, lo habías tomado como un acontecimiento más del cumpleaños al que no le habías dado una especial importancia. Parecía que tus ojos y tu alma hubieran estado puestos más allá de aquél presente que ahora recuerdo. Aún ahora parecería que fuera así. Ayer, cuando llegamos, te sentaste a mirar el río. Me había sentado detrás de vos y no me animé a hablarte. Te veía ensimismada, como te veo tantas veces cuando regresas del departamento de los Marchanta. Cuando tu madre te llamó para cenar te paraste y comenzaste a caminar hacia tu casa y ni siquiera me viste, tu corazón estaba en otra parte”.-


Amilcar Luis Blanco (Pintura de Alberto Carcelén) 

domingo, 24 de agosto de 2014

CAPITULO DUODÉCIMO DE "LAS WALKYRIAS"




                                                            12
                              La gran situación edénica o paradisíaca para la vida de Edelmira y de Alejandro era ir a pasar diez días, por lo general los meses de enero, a La Paz, Provincia de Entre Ríos. De esa hermosa ciudad, a orillas del Paraná, eran las dos familias, la de él y la de ella. Allí estaban los padres y los hermanos y hermanas de ambos que, aunque de condición humilde, no se privaban del permanente contacto con la naturaleza y también con la religión que los alimentaba, lujos para ellos. Las dos familias eran católicas, las dos habían subsistido con muchos hijos, empleándose los padres y cabezas del grupo en los más variados quehaceres y oficios. Desde haber ido juntos a la zafra en Tucumán, hasta formar parte de las cuadrillas que realizaban las cosechas en los campos vecinos o haber sido y seguir siendo, si la ocasión lo requería, oficiales albañiles, carpinteros, electricistas de obra o plomeros. Uno de los hermanos de Edelmira había llegado a ser dueño de una Gomería, establecida en un local a la entrada de la ruta en la Estación de Servicio de Y.P.F. que allí había. Un hermano de Alejandro había conseguido establecerse con una bicicletería. Se podía decir que a los dos les iba bien. Había una hermana de Edelmira casada con un puestero de estancia, otras dos eran enfermeras en el Hospital y habían hecho el curso que allí se dio. Otra hermana de Alejandro estaba empleada en la Municipalidad hacía años.
Una de las experiencias más atractivas, de las que se extrañaban, cuando se regresaba a las angustias de Buenos Aires, era la de tomar mate a orillas del Paraná; privilegio del que podían disfrutar tanto por las mañanas, bien temprano, como a la tardecita después de la siesta. Una pequeña mesa, una fuente con facturas, el termo con el agua caliente en el punto justo, la calabaza y la yerba misionera, artículos corrientes en todos los almacenes y supermercados, y el quedarse tranquilamente sentados, charlando y viendo pasar las barcazas, los camalotes, las lanchas con motor fuera de borda, los catamaranes y hasta los paquebotes de la gente con dinero, que no se priva de nada. También los comentarios, los sucedidos, los chismes, todo ese enjambre y cotorreo de cuentos paladeados por ellos desde gurises, como se les dice allá a los chicos. Después, seguía la puesta de sol detrás del horizonte desparejo del río. Lo único que puede llegar a fastidiar son los mosquitos, pero basta con embadurnarse un poco con la crema repelente en las porciones de piel expuesta y listo.
Encontrarse allí es respirar profundamente lo delicioso de la vida y, ni hablemos si en vez de ir en enero, les toca en suerte febrero, la época de los carnavales, y se codean en los corsos con las murgas, comparsas y mascaritas. Y también con los juegos del agua a la hora de la siesta. Todo era entonces una fiesta intensa e inagotable porque ellos, como hijos del lugar, sabían relajarse y entregarse al blando ejercicio de compartir aquéllos rituales a fondo, hasta sentirlos los dos como si todavía fueran los gurises que habían sido. Los ritos y códigos, que para otros que no fueran de allí, incluso para los turistas, no tenían sentido alguno, para ellos estaban desbordantes y plenos de significación. Vivirlos era morder y volver a degustar los sabores de las naranjas, pomelos, mandarinas, duraznos, ciruelas, pepitas de granadas, higos y frutos paladeados en la infancia, era volver a meterse en el agua india y cobriza del río hasta donde sabían que se podía, donde todavía el gran cuerpo líquido en remanso parecía sólido y no adquiría aún la torrentosa e irresistible succión de su poderoso curso medio que solía arrastrarlo todo. Esa especie de cuenca o caudal dentro del caudal que ellos desde niños habían divisado desde lejos, con temeroso respeto, admirando a los nadadores de competición que pasaban braceando y acompañados por otros hombres en lancha haciéndoles el aguante o mantenimiento.
En el mismo momento en que Elena y Malva se desplazaban en micro hacia Mar del Plata, Edelmira y Alejandro, excepcionalmente en el mes de noviembre, porque a este último le habían dado una semana de vacaciones que le debían, porque la familia para la que trabajaba Edelmira había viajado a Europa, viajaban ellos también hacia La Paz, Entre Ríos. Así, el vacío y la tristeza que languidecían secretamente, dentro del cuerpo y el alma de Edelmira, a raíz de su incierta ruptura con Elena, que debía disimular frente a Alejandro, se estaban mitigando a medida que el micro avanzaba, cruzando el puente Zarate – Brazo Largo, sobre la gran avenida acuática y las enormes manchas verdes como camalotes gigantescos que se ofrecían a sus ojos y adelantaban el placer de la próxima estadía en los pagos de su infancia. Se disolvían las preguntas como las nubes demasiado tenues ante el ímpetu de los vientos, a veces copiosos como torrentes, que solían llegar a la región desde el noroeste; se evaporaban todavía más las posibles respuestas y hasta parecían no interesar. Sin embargo, recostada contra el respaldo del asiento y con sus ojos puestos en las distantes soledades del agua que espejeaba entre los macizos de un verde oscuro e intenso, Edelmira todavía seguía indagándose acerca de la pasión. Tenía delante el rostro de Elena y se preguntaba, con la calma y la objetividad que un filósofo hubiese empleado para discernir una incógnita metafísica, por qué ese rostro era único, sin par, por qué su cuerpo lo era también y por qué despertaban en ella una suerte de hoguera inextinguible, que por más que intentara mojar, y hasta apagar, con el terror premonitorio de su pesadilla, todavía seguía ardiendo. Sentía algo así como un dolor terco al pensar que Elena no conocía y quizá no conocería nunca La Paz. La entristecía considerar que Elena nunca había estado ni estaría allí; que estaba volviendo a un territorio tan caro e importante para ella y tan absolutamente desprovisto de significado para quien había sido su amante. Su amante y su amada.
Después de la llegada, los saludos, y, antes de la cena, Edelmira quiso quedarse a solas y fue a sentarse, mientras atardecía, a orillas del gran río, hacia cuyo curso daban los fondos de la modesta y vieja casa de sus padres. Vio, gordas y relucientes, cuatro gallinas moviéndose entre el pasto, picando aquí y allá, y avanzando los estrechos cogotes, coronados por las crestas de la menuda cabeza, a cada paso de sus patas como ramas. Su memoria giró de pronto a las denominaciones científicas de las aves de corral que había visto enjauladas en una exposición en La Paz. “Orpington barrada”, la colorada con pintas oscuras, “Sussex armiñada”, la completamente blanca y además ponedora, y, por último la vulgar “Bataraza”, ya se sabe, de plumaje a puntitos grises y blancos, igual que las bombachas de los paisanos, esas eran las variedades de gallinas y gallos. Edelmira, desde muy pequeña, entraba al gallinero para darles maíz y también para tantear entre la paja de los nidos y recoger los huevos que hubieran puesto. Le tocaba asimismo, por las tardes de los ardientes veranos litoraleños, regar y barrer el suelo de tierra sobre el que llovían también, desde los recipientes, platos o fuentes, que ella misma o su madre o sus hermanas vaciaban, después de los almuerzos familiares, las cáscaras de papas, batatas, zapallos, calabazas, y frutas, los fideos y las verduras. Las inquietas y movedizas cabezas de crestas rojas lanzaban sus vehementes y rápidos picotazos encima de todo lo que se pusiera sobre el terreno bajo sus pupilas laterales y fijas que a veces divisaban también, a gran altura, el vuelo de las águilas y, poseídas por su instinto de conservación de la especie, alborotadas y cacareando, se metían bajo los techos de chapas, sobre los palos o en los nidos, a cubierto de los descensos fatales de las aves de rapiña que podían tomarlas desprevenidas y alzarlas en un vuelo sin regreso. Para Edelmira era terrible cuando su madre descogotaba los pollos más crecidos para destinarlos a la mesa familiar y el chorro rojo de la sangre desagotando sus vidas. Tampoco toleraba las riñas de gallos. Una tarde nublada le había tocado ir a buscar, por mandato de su mamá, a su padre a un galpón atestado de paisanos, en cuyo interior, dentro de un círculo especialmente alisado con arena, vio los saltos tensos y desesperados de dos pequeños gallos que trataban de alcanzarse con sus púas, y con violentos y veloces picotazos, los techos de sus testuces coloreados por las sangres y con sus crestas marchitas. Ya acercándose, desde unos cuantos metros, pudo escuchar el bochinche de las conversaciones y los gritos de los hombres que apostaban, reían y se daban palmadas siguiendo el desplazamiento de los gallináceos que saltaban enfrentados, como si midieran sus alturas, tratando de hendir con sus espolones cada uno de ellos la encocorada cabeza del otro, y después que ingresó, abriéndose paso entre las corpulencias y movimientos de aquéllos cuerpos, sin poder evitar observar, ella también, los desplazamientos y evoluciones, vio también caer a uno de los peleadores. Había quedado recostado para siempre sobre la arena, salpicado por la sangre propia y la del rival y un hombre se había agachado a su lado, lo había tomado y trataba de reanimarlo, lloroso y hablándole. Era un paisano pobre, de mediana edad y barba crecida, al que Edelmira conocía bien porque muchas mañanas pasaba por las veredas y calles de tierra de las afueras de la ciudad, donde estaba su casa, vendiendo ajos. Esas escenas habían quedado en su memoria y todavía le producían espanto.
Cómo era posible que no se prohibieran esas competencias morbosas y crueles parecidas a las corridas de toros que una tarde, para distraerse las dos, Elena le había mostrado en un canal de cable. Habían visto juntas cómo el toro enfurecido y desbordante de energía al comienzo, después de haber arremetido contra el flanco cubierto y acolchonado del caballo del picador, al punto de haber llegado casi a voltearlo, recibía, sin poder espantárselas, sobre su lomo, las puntas de los tres pares de banderillas que lo perforaban y, por último, luego de las verónicas y los floreos del matador, exhausto y sin aliento, los ojos nublados, mientras los largos extremos coloridos de las seis lanzas se balanceaban sobre su sólida envergadura,  absorbía hasta el fondo de su cuerpo y sobre su corazón que se partía, según la explicación de Elena, la estocada final del acero.
Mientras recordaba esos días de su infancia, Edelmira estaba sentada sobre el pasto, los glúteos aplastando su pollera cuyas faldas estiraba hasta las rodillas, al hacerlo se las acariciaba y sentía su dureza; desplazaba las palmas de sus manos desde los tobillos, pasando sobre los fémures y las pantorrillas, y volvía a sus posiciones de niña. Evocaba las muchísimas oportunidades en las que había visto, alarmada, cómo los pollitos amarillos, seguidos y vigilados por su gorda gallina mamá, se acercaban peligrosamente a la línea del río, cuya corriente tenía la fuerza suficiente para arrastrarlos sin remedio, si alguien no lo impedía, hasta el centro del torrente en el que seguramente se ahogarían o serían devorados por alguna alimaña. No eran los pequeños polluelos tan hábiles y diestros como sus parientes, los patos que, aún chiquitos, se orientaban y jamás eran arrebatados del todo por el curso de las aguas; al contrario, conservando su posibilidad de regreso a la orilla, se mantenían detenidos en un mismo punto, flotando sobre el vaivén de las ondas, seguramente a fuerza de mover sus patitas membranosas, con un sentido instintivo que seguramente estaría en sus genes.
Comprobaba en ese momento que toda percepción está llena de reflexiones y memorias. El tiempo se interpone entre nosotros y la realidad circundante de modo que no la podemos ver tan objetivamente como quisiéramos a veces, para no sentir la nostalgia del pasado. De todos modos lo que había visto de niña y hoy no estaba allí, en ese instante, en cuerpo presente, seguía poblando fantasmagóricamente su mirada, su oído, y sus demás sentidos. Eso éramos en realidad, ilusiones, fantasmas. Muchos conocidos o antiguas amistades habían muerto. A medida que cada año regresaban al pueblo se enteraban de los decesos que se iban sumando y resultaba entonces imposible ignorar el nivel de esa magnitud llamada muerte que subía de nivel como el río en las crecidas, pero que, a diferencia de éstas, jamás retiraba sus aguas. Ni bien llegó se enteró, por ejemplo, de la muerte de una amiga entrañable, Elvira, ligada al despertar de su libido en la pubertad.
Edelmira, como muchas otras personas, en esa etapa adolescente, no se veía ni sentía demasiado atractiva. Desde que tuviera edad para encuentros sentimentales con otras chicas o chicos pensaba que ella no podría interesarle a nadie. Un día, a la edad de catorce años, en el paseo principal de La Paz, a orillas del Paraná, descubrió que una compañera la miraba a escondidas, tratando de que Edelmira no la sorprendiera. Se llamaba Elvira, se conocían desde muy pibas las dos, pero ahora Elvira había crecido y la figura de la amiga, de largas piernas algo combadas, talle menudo, casi liso, pelo muy corto pegado a la cabeza y enormes ojos de largas pestañas, le pareció a Edelmira diferente, atractiva. En ese momento comprendió que la tímida compañera, tan metida dentro de sí misma como ella, se consideraría también muy poco atractiva y por eso se avergonzaría al mirarla y trataba de que Edelmira no lo advirtiera. Pensó después que si este concepto de fealdad que las dos tenían sobre sus personas obraba en las conductas de ambas, aunque de verdad se gustasen, jamás llegarían siquiera a mantener la amistad entre ellas. Esto y alguna morbosa curiosidad acerca de lo que verdaderamente sentiría la llevaron a dirigirle la palabra.
- ¿Qué tal? – le dijo.
- ¿Qué tal? – devolvió Elvira.
- Paseando, mirando el río y viéndote a vos – se atrevió Edelmira.
Elvira tosió.
- ¿A mí? – la desafió. El sol se ocultaba como un disco incandescente, opaco, y se espejaba rojo y translúcido sobre la superficie del río. Parte de su achispado círculo parecía arder también en los ojos de Elvira.
- Sí, a vos ¿Por qué? – se afirmó Edelmira, acercándosele de modo que las dos quedaron mirándose de frente, oliéndose los alientos de los chicles que masticaban, apoyadas contra los pilares de cemento de la acera de la Avenida Costanera.
- Por nada – aflojó Elvira y bajó los ojos que daban al poniente. Entonces, sin saber muy bien ella misma lo que hacía, Edelmira se quitó el chicle, la tomó del mentón levantándole ligeramente la cabeza y la besó en la boca. Fue un beso breve, los labios apenas se rozaron y la inmediata reacción de Elvira fue la de abrazar a su compañera, quien, por supuesto, le devolvió la efusión. Estuvieron un largo rato así, metidas en el abrazo sin querer salirse, y lo que las dos sintieron fue que, mientras duraba, huía de sus mentes el tembloroso fantasma de la vergüenza como una exhalación de vapor negro que se confundía con el atardecer. Estaba recordando el episodio cuando se escucho la voz de su madre:
- ¡Edel, la mesa está puesta, vamos a cenar!
Edelmira se paró y se alisó el vestido por atrás. Lo había hecho miles de veces de niña y de adolescente, cada vez que el grito de su madre la arrancaba del poder hipnótico del río. Caminó hacia la galería cubierta de la vieja casa constantemente restaurada. El antiguo chalet con techo de tejas, mantenido por su padre, que renovaba los revoques y la pintura color durazno, y le daba a su casa el aspecto de un pequeño hospital. Siempre la había visto como un pequeño hospital.
A excepción de ese primer encuentro con Elvira y con el sexo, no descifrado con precisión y que nunca llegó más allá de una transida amistad que ambas se profesaron hasta que, a los veinte, recién casada con Alejandro, emigrara a Buenos Aires, Edelmira no había tenido revelaciones suficientemente diáfanas sobre su verdadera inclinación sexual.
Cuantas veces había pisado ese mismo pasto y mirado los sauces y eucaliptos en el alrededor de la casa y el río, cuyas copas mecían las brisas y achataban los vientos tempestuosos y cuyas súbitas quietudes presagiaban las tormentas. De vez en cuando crujían los metales oxidados de la veleta o la rueda del molino y los pájaros gorjeaban, piaban y sonaban todo el tiempo. Su padre o sus hermanos mantenían a raya las malezas y pastos que en realidad eran allí céspedes parejos como los de un link de golf, pero, también, al hacerlo, alejaban a las yararás, lampalaguas, o a otras alimañas rastreras que podían descolgarse de los camalotes y entrar por las frondosidades vegetales si estas se mantenían densas. A pocas cuadras de la casa de sus padres, también dando al río, estaba la casa de la familia de Alejandro.
 La unión con su marido le había parecido natural, como debía ser. No le había gustado mucho ni poco. Había, eso sí, alcanzado su orgasmo con él haciendo concentrados ejercicios de relajación, según lo que leyera en una revista, y sobre todo porque quería saber de qué se trataba y, además, sentirlo. Lo que descubrió al lado de Elena fue que no importaba sólo llegar al clímax, sino que también el viaje de ascenso hacia esa cumbre y su descenso podían estar plenos de una intensidad tan placentera como inacabable. Que el amor así ejercido podía llegar a ser el cumplimiento de una promesa inagotable. Por eso la extrañaba tanto. Al lado de Elena se enriquecía, crecía y se colmaba como una tierra fértil que fuera descubriendo su feracidad a medida que el agua la inundara, igual que el Paraná en sus crecidas, cuanto después de las protestas de los vecinos de los barrios diseminados por las orillas, luego de la retirada del líquido elemento, las quintas, las chacras y las leguas de las estancias próximas al torrente, comenzaban a verdecer, florecer y frutecer como en una primavera perenne.
El río tenía sus tiempos y sus modos. No había con qué darle. Lástima que las tierras fueran en su mayor parte ajenas, tal como las vacas en la zamba de don Atahualpa.

DE todos modos y a despecho de las mateadas por las tardes, los paseos y encuentros con gente amiga, los diez días con sus noches pensaba que se le harían interminables, porque su nostalgia y su deseo de volver a ver a Elena y estar con ella no la abandonarían un solo minuto de sus días en La Paz, que no tendrían entonces paz. Poco a poco las imágenes de su pesadilla volvían a ser confrontadas, una y otra vez, sobre todo, con las noticias que aparecían en la sección policiales del diario “Clarín”, que su madre compraba a veces para consultar en los clasificados los pedidos de costureras, o en la del diario “Crónica”, adquirido por Alejandro para entretenerse después de las mateadas leyendo sobre fútbol, y, le parecía que atribuir en la realidad de los hechos a su marido inclinaciones suicidas u homicidas había sido de su parte excesivo y prejuicioso. No era Alejandro, ni jamás había sido – se conocían los dos desde muy chicos – violento o agresivo. Al contrario, siempre se había mostrado comprensivo con ella, y aunque no hubieran llegado nunca entre ellos  a un grado de complicidad que los mezclara como si fueran una sola pasta, cosa que suele ocurrir en las parejas o matrimonios en los que al cabo de unos años de estar juntos no se sabe bien donde empieza él y donde termina ella,  los dos sentían  la cantidad y calidad necesaria de respeto mutuo como para asegurarse el mantenimiento de sus identidades ¿De dónde provenía entonces su miedo, el pánico de que Alejandro se suicidara o la matara o las matara a las dos si descubría el amor entre ellas? ¿Por qué no pensar que, quizás, simplemente, agacharía la cabeza y se retiraría resignado de un fenómeno que lo desbordaba, que no sólo estaba más allá de él sino también fuera del alcance de Elena y de ella misma? ¿Además, por qué dejar de considerar que se pudiera incluso hablar con Alejandro, explicarle lo que había sucedido entre ellas? Sería difícil, claro, tremendamente difícil. Edelmira no sabría por dónde comenzar, ni qué palabras emplear, pero tal vez habría que intentarlo.
Tuvo esta repentina idea en la nave central de la iglesia principal de “La Paz”, bajo la colorida iluminación de los vitreaux que la habían deslumbrado desde niña, después de haberse hincado y persignado frente al altar. Había rezado, arrodillada sobre uno de los reclinatorios laterales, pidiéndole a Dios y la virgen que la iluminaran. En realidad ignorante, como muchos feligreses o católicos de liturgia esporádica, de cuál es el pensamiento de la Iglesia Católica en materia de uniones homosexuales, o presintiéndolo pero restándole toda importancia, o toda ingerencia en la índole de su relación con el Creador y su Santa Madre. Lo que ella sintió fue algo así como una revelación, un milagro, Dios la había iluminado. Le había hablado diciéndole que debería intentar el diálogo con su esposo, el blanqueo de sus sentimientos y preferencias en materia sexual. Nada había tan valioso como la verdad. Recordó una frase que su padre repetía, combativo, cada vez que regresaba de sus reuniones en la delegación regional de la Unión Obrera de la Construcción: “Con la verdad no ofendo ni temo”.-
Edelmira salió al cielo diáfano sobre la plaza, al viento que movía las copas de los árboles, a su nuevo entendimiento con el aire y la vida, con el pecho henchido, la sangre latiéndole de pasión en las sienes y en el corazón.
Llegó a su casa embalada. No advirtió que su padre y su hermano, Emilio, la seguían a pocos pasos y la habían llamado. Entraron detrás de ella, dando un portazo.
- ¡Eh! ¿Qué pasó? – exclamó doña Rosa, la madre de Edelmira. Su hija casi sonreía pero el esposo y el hijo no traían buena cara.
- Nada, nada, vengo con bronca – se excusó don Aníbal, el padre de Edelmira. Hizo un gesto vago delante de su rostro, como si se espantara una mosca. El hijo se sentó.
- Se agarró a las puteadas con el dueño de la casa que íbamos a pintar – explicó.
- Exactamente, íbamos – terció de nuevo don Aníbal
- ¿Qué pasó, alguien me lo va a explicar? – insistió doña Rosa.
- Pasó que no voy más, que tengo dignidad – dijo don Aníbal
- El dueño le dijo si antes de comenzar le podíamos limpiar la heladera, la comercial, la grande, ésa que usaban en el negocio, para llevarla al restaurante. Papá lo tomó a mal. Dijo que él había hablado un precio para lavar y pintar los cielorrasos y las paredes…
- ¿Acaso tengo cara de peón de limpieza? – protestó don Aníbal.
- No es para tanto, papá – trató de atenuar Emilio
- ¡Claro, viejo! – terció Edelmira. Se acercó al padre que se había dejado caer en el sillón hamaca que solía sacar al fondo por las tardes para sentarse a tomar mate, lo rodeó con sus brazos y lo besó en la mejilla. El padre la palmeó en el dorso de su mano.
- ¿Acaso no soy y fui peona de limpieza? – siguió Edelmira
- Sí, sí, hija, no es porque lo considere mal, no es eso, el trabajo, cualquiera que sea, no deshonra a nadie. Lo que me fastidia es el trato con la gente que tiene don López. Me molesta que tome a todo el mundo como sirviente. Además que si él me hubiera dicho que también quería que le limpiara la heladera le hubiera cobrado otro precio, yo hablé con él la mano de obra por pintar y ahora…
- Te sale con otra cosa, ¿no? – comentó doña Rosa.
- Así es, me sale con otra cosa – confirmó don Aníbal
- Y al final ¿En qué quedaron? – quiso saber Edelmira que no había abandonado el abrazo.
- No, en nada, me fui.
- Se fue recontra chivado y antes se reputearon, bah, nos reputeamos. Yo le dije a don López: “Mi viejo tiene razón, usted es un hijo de recontramil putas” y me fui con él – completó Emilio
- Y, ¿No podrían haber hecho otra cosa? – comentó Doña Rosa – Adiós los dos mil pesos que íbamos a ganar en menos de quince días – agregó.
- Encima el hombre, cuando le dije que si además había que limpiar la heladera eso era otro precio, puso el grito en el cielo. Pero, señor don López, le dije, no era lo que habíamos hablado, ahora usted me sale con otra cosa. Lo que pasa es que ustedes son todos iguales, unos vagos, me contestó. No le permito, le retruqué, ni mi hijo ni yo somos vagos ¡Bah, váyanse a la mierda!, me gritó. ¡Y usted váyase al carajo!, le devolví. En un ataque de rabia volvió a gritar: ¡Váyanse ya de esta casa, hijos de puta! ¡Mucho más hijo de puta es usted, hijo de remil putas!, le grité. Me sacó de las casillas, por eso lo reputeamos – terminó de explicarse don Aníbal
- Sí, sí, ya veo – dijo doña Rosa resignada - ¿Pero qué le pasará a ese hombre, don López, que está tan mal, tan histérico? Antes no era así, era un hombre fino, educado.
- La verdad que está así desde que lo dejó la mujer. Pero hoy fue el colmo. Estaba hecho un demonio – dijo don Aníbal sacudiendo levemente la cabeza
- ¿Así que Malena lo dejó? – preguntó Edelmira abandonando el lugar junto a su padre.
- Sí, esa señora alta, tan joven y bonita, que vos conocías – dijo la madre
- Sí, sí, estaba rebuena la Malena – comentó Emilio
- Ahora recuerdo que ella se había hecho medio amigota tuya. Los años anteriores, cuando vos nos visitabas, ella venía siempre a tomar mate con vos y se quedaban charlando hasta tarde – le recordó doña Rosa a su hija.
Edelmira evocó a Malena que había sido su confidente. El primer verano que sucedió al encuentro y la pasión que tuvo con Elena, y en el que regresó a La Paz, Edelmira estaba tan sobrante de energía, tan secretamente contenta y plena de nueva experiencia amatoria – había aprendido a mirar y descubrir de entre las de su género a aquéllas que coincidían con sus preferencias-, que no tardó en descubrir en las miradas de Malena, por el espacio de tiempo que le dedicaban y el brillo especial que les inspiraba, que ambas compartían las mismas inclinaciones y tendría que dedicarle su atención. Esto también porque a ella le había agradado siempre intensamente el trato con su vecina, pero, como antes de sus experiencias con Elena  estaba algo así como ciega, sorda y muda, completamente inhibida para cultivar una relación con otra mujer, ni siquiera se había permitido insinuarlo.
Pero aquél primer verano de su nacimiento como lesbiana se dijo que no se prohibiría semejante felicidad. Se sentía como recién nacida a una nueva vida. Además era consciente de que las oportunidades eran escasas y no empujaban a la fidelidad, por eso mismo, por la exigüidad de las ocasiones.
Así que cuando caminaron juntas por la costa del río, como lo habían hecho tantas veces los veranos anteriores, momentos en los que Malena se quejaba acerba y confidencialmente en los oídos de Edelmira de las inconsecuencias de su marido, después de abandonar la acera de la Avenida Costanera, siguiendo el rumbo del sendero de tierra, flanqueado de álamos y cipreses, cuando ya casi se salía del pueblo y el agua se extendía hacia los costados en la profundidad del horizonte como una anchurosa avenida, Edelmira la detuvo.
- ¡Parate aquí! – le ordenó insólitamente mirándola a los ojos. Malena la observó. Su mirada estaba humedecida. La de Edelmira llameaba. Se acercaron las bocas, las respiraciones, leves y agitadas, y los labios se unieron. En el confín, detrás del río, casi al mismo nivel del espejo horizontal que formaba el agua, los restos de luz eran una hoguera roja que se apagaba, que ya no destellaba para llamar a la penumbra. Se azotaron casi, pero muy tiernamente, sobre la maleza, desnudándose de a poco, tratando de atenuar las incomodidades surgidas de no estar en una cama, sino en un lecho tejido por la naturaleza, la soledad y la sombra. Los oídos de ambas, antes asomados a las palabras, hasta entonces fronteras entre ellas, se habían quedado casi sin sonidos a esa hora en la que los pájaros se apagaban.
Fue un episodio intenso y ardiente pero que las dos sabían fugaz. Edelmira porque le contó, en ese largo anochecer del que debieron volver, aunque tarde, para la cena, ambas excusadas como insospechables amigas frente a sus maridos, de su amor por Alejandro, ocultándole a Elena, Malena porque se separaría de su neurótico y celoso consorte y se iría de La Paz para siempre con destino incierto, según lo había planeado.
Por fin lo había hecho. Había cumplido su destino. Ella todavía no, al contrario lo había destruido. La voz de su padre la sacó de su evocación bruscamente. No se dirigía a ella sino que hablaba para el grupo, como estilaba, con ese desdén propio del varón que está informando a su prole noticias que conciernen a la comunidad. En este caso se referían, precisamente, a la inmediata ocasión anterior en la que don López, el celoso cónyuge de Malena, lo había convocado.
- Me llamó y me dijo. Mirá, mi padre me dejó este edificio y no se bien qué hacer con él. Te acordás Rosa que te comenté. Un caserón de tres plantas, que hasta había tenido un ascensor que cuando yo fui ya no funcionaba. Con escaleras rotas que se venían abajo ¿Qué iba a poner ahí? Me habló de que le habían dado idea de hacer una clínica o un restaurante. Mire, mire, me decía, mire y déme su parecer. Yo lo estuve observando bien todo, como él me pedía, y me di cuenta que por el tamaño de los cuartos y los pasillos, los tres baños que había, el living no era muy grande, tampoco la cocina. Me di cuenta – decía, y se lo dije: Mire don López, lo mejor que puede hacer con esto es llamar a una empresa de demoliciones y que demuelan todo y se lleven los escombros. Usted no va a tener que pagar un solo centavo y va a poder aprovechar el terreno. Esto no le sirve ni como restaurante ni como clínica. Para cualquiera de los dos proyectos va a tener que gastar tanta guita y le va a llevar tanto tiempo que no creo que recupere la inversión. Y bueno, vos sabés Rosa, vos también Emilio, que el tipo me hizo caso. Me hizo caso y se construyó un hermoso restaurante y parrilla, moderno, nuevito. Me llamó para la obra pero yo ya estaba en el campo…
- ¿Y que pasó con su mujer, Malena, cuándo, en qué momento lo dejó? – interrumpió Edelmira.
- Y, hará ahora un mes – precisó don Aníbal. Enseguida siguió:
- Lo que más me molesta es que es un ingrato. Está ganando cualquier guita, en parte con la idea que yo le di. La heladera comercial, esa que quería que le limpiáramos, la va a usar ahí, en el restaurante…
- No tiene nada que ver una cosa con la otra, papá – lo cortó Emilio – La bronca de don López, y esto lo se porque me lo contaron los muchachos, el Alberto me lo confió y él lo supo de buena tinta, es y sigue siendo que la que lo animó y decidió a poner el restaurante fue la Malena, su ex. Ella le decía que se aburría y que sería una ocasión para que trabajara y se distrajera, pero la cuestión es que don López puso el boliche y ella se fue y nadie sabe con quién…
- ¡Ah, se fugó con un tipo! – se admiró Alejandro que mateaba en la sombra solo, en un rincón oscuro del living y que nadie había advertido que estaba allí, con las orejas paradas. Le ahorró el interrogante a Edelmira.
- Así cuentan las malas lenguas, y las buenas también – completó Emilio satisfaciendo la curiosidad ambiente.
- ¿Vos no sabias nada, Edel? – preguntó doña Rosa.
- ¿Por qué iba a saberlo, mamá? – contestó Edelmira.
- ¿No se cartean ustedes? – quiso saber doña Rosa.
- No ¿Por qué? – preguntó Edelmira.
- Porque como ella me pidió tu dirección en Buenos Aires y yo no podía darle la de la villa, le di la de doña Elena. Esa señora amiga tuya para la que vos trabajás.
- ¿Y cuándo fue eso, mamá?
- Justo el día antes de abandonar a don López.
Edelmira vio a Elena, sentada a la mesa de su living, sola desde que sus padres fallecieran, leyendo desconsolada las confidencias de Malena y enterándose, de paso, de su infidelidad. Suspiró y sintió un violento vacío en sus tripas. Tal vez Malena todavía no le hubiera escrito. Tal vez Elena no abriera una carta dirigida a Edelmira. Pero ¡Por Dios! ¿Qué amante celosa y abandonada no lo haría? Cabía también la posibilidad de que Elena hubiera viajado y, si se apuraba, podría entrar con la llave de la portera, la mujer por ahí no estaba enterada de la desavenencia entre ambas, y recuperar las cartas, ir a encontrarse con Malena en la dirección del remitente y clausurar así toda posibilidad de que Elena descubriese su desliz. Pensó que debería calmarse.

Amilcar Luis Blanco (Obra pictórica de Linares Cardozo, artista nativo de La Paz, Entre Ríos, Argentina)

CAPITULO UNDÉCIMO DE "LAS WALKYRIAS"


                                                                       11


La mañana se inflama a mi alrededor como una ampolla, como un dolor suave; el mismo que siento en la palma de mi mano después de que me la lastimara ayer llevando la camilla en el pasillo del hospital. En el trayecto al hospital, a mi trabajo, recuperaré la constante contradicción de vivir y morir en la villa, en éste sitio, sólo soportable por esa esperanza de que me toques. Necesito tus manos sobre mi cuerpo, Edelmira, y no sobre la vajilla. Sobre mis hombros y mi cuello, sobre mi espalda, mi espinazo, mi cintura, incluso sobre mis glúteos y que me recorran las nalgas y las piernas y hasta los pies, y no agarradas al mango de la escoba. Vos te tirás en la cama a mi lado y es como si no existieras, como si yo tampoco existiera, como si ninguno de los dos existiéramos y éso, éso es lo mas decepcionante de estar casados. A veces te ofrezco masajes y los aceptás enseguida y no de balde porque te motivan y hacemos el amor y todo, pero nunca se te ocurre que yo también puedo necesitarlos, que estoy ahí, a tu lado, tan cansado como vos y tan necesitado como vos de esos masajes. No se, no se, Edelmira, no entiendo esto de estar nosotros tan cerca y de que me hagas sentir tan lejos, pensando y pesando, como un objeto muerto y vivo, deseando y deseando hasta que  el dolor mismo se cansa y por fin me deja dormir ¡Si sólo usaras tus manos, si sólo extendieras tus brazos todo cambiaria! Seguramente yo andaría mucho mas contento al día siguiente, trabajaría con ganas y alegría. Este dolor que siento en mi mano y en mi cuerpo insiste todo el día, me cansa, me hace sentir como un trapo cuando llega la noche. A veces me dan ganas de pedírtelo como hacés vos, pero, al pensar que entonces lo harías por obligación y que te cargaría otra obligación mas, retrocedo, me vuelvo atrás, no me animo. No me gusta verte siempre obligada a todo como si fueras una esclava por el hecho de ser pobre, porque los pobres estamos siempre obligados a todo. Nada o casi nada, muy poco, lo hacemos por gusto, por ganas de hacerlo. A veces pienso que esto de ser pobre y hacerlo todo por obligación nos va comiendo la vida, desactivando el cuerpo. A mi no me gusta demasiado el vino, comer lo necesario, pero sí me gustan tus manos y tu mirada y tu cuerpo desnudo de hembra; parece una estatua palpitante y viva, una fuente parece y, en vos, la alegría y la luz, cuando no estás cansada, vibran como el agua de los surtidores o las cascadas. Parece que estuvieras hecha de río, Negra mía”.
“Suele ser un frío de carbón, apretado por la humedad pero quemante, el que siento en la parte de mejillas expuestas y en las manos que trato de hundir en los bolsillos cuando salgo a las seis de la mañana de la casilla en invierno para ir al hospital.- Suele ser un frío de carbón de nieve porque arde, es invierno y todavía es de noche y porque recuerdo el aire suelto de los veranos en La Paz y quiero irme, marcharme de la villa como si nunca hubiéramos venido aquí. Pero aquí estamos y estuvimos desde que estamos juntos. En esta casa que levanté con mis manos, raspadas y lastimadas, Negra, doloridas porque mi sangre se entibia con el entusiasmo de haberte conocido y poder tenerte aunque deba toparse y chocar y tratar con lo mas áspero, se trate de ladrillos, cal o arena o cemento o lo que fuere. Todo es poco con tal de estar con vos, de vivir con vos, ésa es mi recompensa por todos los malos momentos, amarguras, antipatías, sinsabores y mierdas bien mierdas de la vida. Por eso Negra, por eso quiero y deseo y le pido a Dios si es que existe que vuelvas a mí, que te fijes en mí y me atiendas”.-

Amilcar Luis Blanco (Pintura de Ernest Descalz)


viernes, 22 de agosto de 2014

CAPÍTULO DÉCIMO DE "LAS WALKYRIAS"



                                                                  10
 Edelmira quería borrar a Elena de su mente, de su memoria, de su vida. Su pesadilla había sido sentida por ella como premonitoria, profética. Alejandro la quería. Era honesto con ella, casi su admirador. Si ella, una simple mujer, que había terminado el secundario de noche, había hecho con incontables y grandísimos sacrificios su primario, yendo a la escuela desde la villa, desde la miseria, la necesidad, el hambre, fríos y calores extremos, había conseguido duramente lo poco que tenía, con trabajo, con voluntad, no podía perderlo desde lo absurdo de una pasión ambigua, mal encaminada. Un sentimiento que la hacía sentirse sucia, culpable, traidora, hipócrita, constantemente juzgada por el tribunal de su conciencia y constantemente condenada. Pero que además la cargaba de presagios, de augurios funestos, como los que se le habían escenificado en la pesadilla.
Dejó por un momento de planchar, arrancó una servilletita de papel del rollo y se lo llevó a su frente transpirada. Su nueva patrona era exigente. Había terminado su trabajo de plancha por ese día. Le quedaba todavía lavar, secar y guardar la vajilla. Lo que los dueños de casa, una familia compuesta por madre, padre, hijo e hija, habían ensuciado durante el almuerzo. Ellos almorzaban y desaparecían, cada uno volvía a su trabajo en el centro. Ese mediodía habían festejado y brindado porque en dos días más saldrían hacia Europa, todos la habían abrazado y besado como si Edelmira también fuera a partir con ellos.  Había tenido que sonreírse convencionalmente ante la exaltación de sus patrones. Ahora la habían dejado por fin sola.  Se dirigió a la pileta de la cocina. Sobre la mesada, la estructura de plástico que servía para colocar lo que fuera lavando a fin de que se escurriese, era el único objeto que parecía esperarla. Pero no era el único, todo lo que estaba dentro de la pileta también la esperaba. Comenzó con las copas. Embebió primero la esponja en detergente y la humedeció, después introdujo la esponja en el interior de la copa y la giró hasta dejar los cristales cubiertos de espuma. Fue poniendo aparte sobre la mesada todo lo que iba enjabonando o espumando. Cuando hasta el último cubierto, el último plato, la olla, las fuentes que se utilizaron, estuvieron cubiertas de espuma, abrió la canilla del agua caliente sólo un poco, enseguida la del agua fría, otro tanto igual. Metió el dorso de su mano bajo el chorro, sintió la tibieza y comenzó por la primera copa como antes a enjuagar todo lo que había frotado con la esponja de detergente. No cesó hasta que cada una de las piezas de la vajilla que había lavado quedó sobre el esqueleto plástico del secador. Siempre era necesario repetirla, esta era una tarea casi hipnótica, cotidiana, mecánica, rutinaria, mezquinamente retribuida, pero que alcanzaba para los gastos del día de ella y de Alejandro. Eran los dos solos. El, con su puesto de camillero en el Hospital Fernández, pagaba las garrafas que se iban renovando cada dos semanas para alimentar las llamas de la hornalla de la cocina y daba una cuota para la luz y el agua, provista por la Sociedad de Fomento para toda la villa. La de su matrimonio era una sociedad para pagar cuentas y, por supuesto, para quererse, aunque ella sospechara a veces que en realidad era para compadecerse mutuamente el uno del otro si se hacía abstracción del sexo entre ellos.
Cuando Edelmira terminaba su tarea en el piso de aquélla familia regresaba a su casilla montada en la bicicleta que Elena le había regalado, puntualmente, a las cuatro de la tarde, con un dolor de piernas y de espaldas ya crónico. Después que apoyara la bicicleta en el living de la casilla no podría todavía descansar porque debería comprar lo que necesitaran para la cena y enseguida hacerla o dejarla preparada. Debería además pensar qué cenarían. Esto le costaba. Desde que había tomado la decisión de terminar con Elena le costaba todavía más. La señora de los ojos verdes solía sugerirle siempre la cena y, además de pagarle su día generosamente, a veces hasta le regalaba un pollo, una docena de huevos, un paquete de fideos o de arroz, una lata de tomates al natural o una de duraznos. Además, cada tanto, la invitaba al cine o al teatro. Veía junto a ella películas y obras que la dejaban pensando, la ilusionaban, la consolaban, le hacían soportables sus rutinas.
Solía llegar a lo de Elena temprano, a eso de las ocho de la mañana, a veces antes. Tomaban mate juntas y, después, les gustaba besarse, acariciarse y llegar a darse el gusto las dos, como verdaderas amantes. Porque eso sí que era o había sido desde el inicio de la relación algo natural entre ellas. Natural había sido la palabra aunque más adelante empezara a sentirse en falta y a considerar que más que natural era como un vicio ¿Por qué? No lo sabía bien. Quizá hubiera sido porque de tanto haberse escondido de los padres de ella, cuando se quedaban las dos solas y juntas en el dormitorio de Elena, a Edelmira le hubiera dado remordimiento. O también pudo pasar porque después que volvió con Alejandro de la luna de miel en Mar del Plata, que la señora Elena les había pagado, le pareció mal sentir que la deseaba, que en realidad quería volver a revolcarse con la señora y no con su esposo, y que le sonriera con toda su hermosa dentadura tan pareja y con esos ojos verdes que la volvían loca. Tal vez fuera porque sentirse tan enamorada de otra mujer le daba vergüenza. O, tal vez, tan sólo, porque Elena fuera un lujo que ella no podía permitirse.
Alejandro era muy bueno y había levantado la casilla con sus propias manos para los dos. Era también un buen amante, tierno, cariñoso, considerado, se conocían desde chicos, confiaban el uno en el otro ¿Qué más podía pedir?
No, si estaba segura, su pesadilla había sido una advertencia. No podía tenérselo todo en esta vida. No era que la señora Elena le hubiera pedido que vivieran juntas. Aunque sí le decía que la amaba con esa pasión y esa ingenuidad que sólo ella tenía. Edelmira se daba cuenta de que Elena era sincera y el saber que la necesitaba tanto la conmovía. Porque ella también la amaba, se había enamorado de Elena desde la primera vez que la había visto, aunque le hubiera costado admitirlo y se hubiese permitido también alguna infidelidad.
Cuando las dos se conocieron Elena tenía puesto un vestido celeste. La madre de Elena las había presentado, se besaron en las mejillas y la señora hija le transmitió, ya en ese primer contacto, un calor que nunca antes nadie le había comunicado. Además la miró de una manera especial, con esos ojos verdes únicos que parecía que destellaban. Después la invitó a su pieza, a ver sus cosas, y le preguntó si quería tomar mate con ella.
- Señora, no se si debo, tengo que empezar con mi trabajo.
- ¡Ay, por Dios, háganse amigas! – había exhortado la mamá de Elena.
- No te preocupes, Negrita – le había dicho Elena y luego: - Perdón, no te molesta si te llamo así, ¿no?
- Así ¿Cómo? – le había preguntado Edelmira desconcertada.
- Negrita.
- ¡Ah, no, no, por favor! Llámeme como quiera.
- Bueno, pero tutéame. No te olvides, tutéame. Mirá que si no me vas a hacer enojar.
Desde entonces se tutearon. A Edelmira le costó un poco al principio, pero al segundo día ya lo sintió como algo natural. Elena se le acercaba mucho para decirle cualquier cosa, se la decía casi en el oído como si se tratara de un secreto, como protegiéndola, y Edelmira se quedaba. Le gustaba el contacto, la proximidad, también el perfume que salía del cuerpo de la hija de la dueña de casa, a la que después llamó señora de los ojos verdes. Se estremeció cuando Elena le dijo que a ella le gustaba también el perfume de ella, el de su cuerpo sería porque ella no usaba ninguno. Fue en ese momento, casi en la puerta de la habitación de Elena que daba al pasillo, cuando la besó. Los labios de las dos se unieron y Edelmira sintió la ternura elástica de su carne, las salivas mezclándose, la succión, las lenguas confundiéndose. No le dio asco, no pensó en nada, aunque era la primera vez que una mujer la besaba de esa forma. Únicamente quiso que el beso no terminara, con la leve sensación del peligro de que los padres de Elena las sorprendieran. Aunque pensó, en ese momento, que la señora de los ojos verdes se habría asegurado de que eso no sucediera. Y eso bastó. Desde entonces se confió siempre a ella, a su prudencia, a su criterio. El de una admirable mujer experimentada, con una inteligencia superior. Elena podría y pudo conducirla en adelante a las acciones mas osadas. Se divirtieron como si fueran dos chicas jugando. Edelmira se sentía ingeniosa, ocurrente, desbordante de picardías cuando estaban juntas. Se entendían con los gestos, los ademanes, las miradas, intercambiadas furtivamente, a escondidas, aún en presencia de los padres de Elena. No necesitaban hablar demasiado.
Se recostó boca arriba, aspiró y exhaló todo el aire que pudo, repitió la inspiración y expiración diez veces más. Le habían dicho que este era un ejercicio de relajación a partir del cual se renovaba. Cuando lo terminó se permitió permanecer tendida. A su memoria vino, sin que ella se lo propusiese, la tarde aquella en la que Elena le llevó, pedaleándola ella misma, la bicicleta de regalo. Fue cuando Alejandro, delante de los demás miembros de la Comisión Directiva de la Sociedad de Fomento, le entregó el importe del capital y los intereses reclamados al oficial de justicia y con los que se levantó oficialmente la hipoteca que pesaba sobre el local. La noche anterior había sido la de la pesadilla, tras la cual, en su aterrorizado despertar, Edelmira había decidido poner fin a su relación con Elena. No había podido decírselo esa misma tarde porque ella le había traído la bicicleta de regalo, le había tomado las manos con la ternura habitual entre ellas, le había sonreído. Le faltó coraje. Como se dice vulgarmente, no tuvo ovarios para rechazarla en ese momento pero, en cambio, sintió que ella se había dado cuenta de su indiferencia.-
Ahora sentía la falta de ella, la echaba de menos, su cuerpo la extrañaba. Veía sobre todo su rostro, la sonrisa amplia, los ojos verdes con las finísimas patas de gallo cuando sonreía, la atención amorosa que la mirada de sus ojos le dedicaba. El calor que ella le avivaba en las entrañas mismas de su cuerpo y que la ponían caliente, excitada, encendida y por último ardiente hasta la meseta del orgasmo, cuando por fin llegaban a la cama. El roce de los senos y las puntas duras de los pezones de Elena sobre los suyos. La delicadeza de los labios entreabiertos que la recorrían hasta llegar muy suavemente a su clítoris para, apenas, tocarlo, abandonarlo y regresar, con los espacios de tiempo justos, como si estuvieran ejecutando juntas los compases y acordes de una melodía que sonara sólo en el interior de sus cuerpos, únicamente para las dos.
Se incorporó bruscamente sentándose en la cama ¿Qué había hecho? ¿Cómo había podido dejarla, humillada y llorando, contrariada como una niña a la que le hubiesen robado su única muñeca? ¿Se lo perdonaría alguna vez? No lo sabía. De todos modos tendría que ponerse en movimiento si quería tener algo listo para la cena cuando llegara Alejandro.


Amilcar Luis Blanco  (Pintura de Tamara de Lempicka)

martes, 19 de agosto de 2014

CAPITULO NOVENO DE "LAS WALKYRIAS"

                                                                  9


En su primera noche en Mar del Plata Malva y Elena se sintieron muy cansadas. Así que después de ducharse con abundante agua tibia se acostaron separadamente, en el cuarto había dos camas, y durmieron. Elena soñó que veía por televisión blanco y negro un partido de tenis. Cada tanto la cámara se posaba con morbosa curiosidad sobre los rostros de quienes miraban el partido. Hacía sobre todo primeros planos de una estrellita de moda, de abundante y largo pelo rubio, enormes ojos claros gritones y gesticulantes y enorme boca ídem. En suma, un rostro simétrico y agradable y un cuerpo también, en cuyo volumen destacaban sobre todo las nalgas y muslos largos y redondeados y un delicioso culo cuyas mitades, igualmente simétricas y perfectas, parecían las de un enorme durazno pelón. Seguía el partido con atención, gesticulando y exclamando con exageración porque estaba ostensiblemente de novia con uno de los jugadores y porque además sabía que las cámaras de televisión estaban sobre ella. A la vez, de pronto, se ponía seria y asumía un aire distante como para darse importancia. En uno de esos momentos Elena llegó a escuchar lo que le decía a una amiga que tenía a su lado. – “Cómo me gustaría tener una de esas gorras de visera”. Sin pensarlo, con un ardiente deseo de complacerla, Elena dejó el asiento desde el que la miraba y se dirigió a la habitación contigua, ya que el partido se jugaba en ese lugar, tan próximo, tan absurdamente cercano como todo lo que sucede en un sueño. Primero fue a encontrar y halló en la repisa más alta de un extraño ropero las gorras de visera. La contrarió sólo poder rescatar, entre otra cantidad de confusas prendas, - las viseras se le fueron transformando a medida que intentaba asirlas - dos gorros de paja, pero se dirigió con ellos, decidida, a la habitación contigua en la que se hallaban los espectadores del certamen. Todos ellos estaban de espaldas y cuando ingresó al lugar, que era ahora el corredor de una casa, notó que, desparramados por los rincones, había policías y se preguntó si la dejarían entrar. No tuvo problemas. Cuando ya iba a encontrarse con la primera línea de espectadores, pensando todavía en su estrellita, alguien la tironeó de la pollera. Era un tipo sesentón y flaco, con pinta de atorrante empedernido, tirado sobre una reposera y de aspecto extenuado. Le dijo: “- Si le vas a llevar los gorros a fulanita, agarrala de atrás, tironéale el mechón de pelo, la cola enorme que le desborda la cintura acaríciasela como si acariciaras el planeta y bésala en el cuello, siempre de atrás, y después le ponés el gorro. La vas a tener con vos.” Después de decirle esto el tipo le guiñó un ojo en señal de complicidad. Elena comenzó a buscar a la estrellita desesperadamente. Estaba decidida a hacer lo que el hombre le había recomendado. Cuando por fin la encontró, y ejecutó su maniobra de seducción desde atrás, notó que ella se entregaba relajada y aturdida y deslizó su otra mano hasta la entrepierna de la estrellita. Allí se despertó y notó que en realidad estaba aferrando su propio vientre.
¿Podría alguien sugerirle lo qué tenía que hacer? Si todos, en la vida, antes de actuar, cuando vamos a equivocarnos, tuviésemos quien nos indicara lo que corresponde para no fallar sería maravilloso, pero, como leyera una vez en una novela de Milán Kundera, la vida es ya el ensayo y la representación. Nadie puede evitar equivocarse o acertar. El acierto o el error son fruto de la casualidad casi siempre. La inspiración es la intuición de lo acertado, de lo exitoso en el sentido de lo que proporciona una salida. “Exit”, la palabra inglesa, significa salida. En su universo la salida, el “éxito”, que Elena buscaba ahora, era como el agujero o corredor espacial que la librara de la atracción gravitatoria que la Negra ejercía todavía sobre ella. Pensó que si crecía o evolucionaba en algún sentido, en alguna dirección, ésta sería la que la llevara a un espacio anímico en el que su olvido de la Negra y su absurda y brusca pesadilla, le permitiera sentir con profundidad y libertad todo lo que la rodeaba. Malva parecía inteligente. Se sentó en su cama para verla dormir. Su magnífico cuerpo desnudo y blanco, que le seguía pareciendo estructuralmente negro, relajado, mórbido en la semipenumbra de la habitación, su nuca larga, su renegrido pelo casi pegado a la cabeza, ensortijado, una rodilla recogida, la otra pierna estirada, sobre las arrugas de las sábanas como pétalos, la convertían en una flor exótica, y a ella, en una mariposa que la observaba. Su juventud y la de ella, la observadora, palpitaban, todavía vigentes, vírgenes de muerte, vivos sus deseos. Sus soledades, ahora estaban en pausa, en gratísimo paréntesis. Se avecinaba entre ellas la proximidad del desayuno juntas ¿Le gustaría leer el diario mientras paladeaban un jugo de naranja, un café con leche, una tostada con mermelada, una factura?
Elena se incorporó y fue hasta el baño, abrió el grifo plateado y dorado, metió sus palmas en cuenco bajo el fragoroso chorro, llevó el golpe del agua fresca recogida sobre su cara y sus ojos, levantó su rostro empapado frente al espejo y se miró las arrugas, apenas incipientes bajo los párpados, abundantes al sonreír alrededor de sus ojos verde aceituna. Hundió su rostro en el toallón blanco al costado del botiquín y así, sin ponerse nada, regresó a su cama, se sentó y levantó el tubo del teléfono. Del otro extremo de la línea le llegó la voz somnolienta y cavernosa del conserje.
- Conserjería. Usted dirá.
- ¿Qué hora es?
- Las ocho, señora.
- ¿Tienen servicio a la habitación?
- Como no ¿Qué desea?
- Dos jugos de naranja, dos café con leche, medialunas de grasa, tostadas, manteca, mermelada, también para dos.
- Muy bien ¿Algo mas?
- Nada más. Gracias.
- ¡Buen día! ¿Con quién hablás? – preguntó Malva de pronto y se dio vuelta hacia ella clavándole sus enormes ojos de gacela que rápidamente se achicaron para dar lugar a un enorme bostezo que ocupó su pequeña cara. Elena le dedicó un mohín, frunció los labios y le dibujó un beso.
- Levantate, africanita dormilona, vamos a desayunar ¿Te gusta el jugo de naranja y el café con leche con medialunas, y las tostadas y la mermelada?
- ¡Me encantan, me deslumbrás mi amor! ¿Pero qué es eso de africanita?
- Tu cuerpo, mi vida, tu nuca, tu pelo, tus ojos enormes, tu trompita, tu pequeña nariz anchita y respingadita, en fin, ¡Sos una mulata!…
Elena se sentó a su lado, se inclinó y la besó en la boca. Fue un beso largo y lento, con el gusto salado, marino, del sueño reciente, navegador y vasto, en la deliciosa lengua de Malva, y los sabores del tabaco rubio que se confundían entre ellas.
- Bueno, bueno, chica. Déjame que me levante – dijo Malva
Era hermoso despertar en Mar del Plata. Y fue todavía más estimulante cuando las dos, luego del desayuno, enfrentando el viento proveniente del mar, abrigadas, subieron los cierres de sus camperas para caminar por la rambla. Repetir el recorrido que por décadas los argentinos y argentinas de toda edad, de clase media baja para arriba, habían hecho y hacían. Contemplar las siluetas de los edificios pensados por el Arquitecto Bustillo del Casino Central y el Hotel Provincial, ejecutados en lajas rugosas y grises sobre cuya pesada solidez el aire salino y yodado que llegaba torrentoso y húmedo del océano dibujaba o pintaba manchas ferrosas. Detener la mirada sobre los sempiternos lobos marinos erigidos en la misma piedra y sobre la explanada entre los dos edificios, frente a la Plaza Colón, para perderla después sobre el vasto vaivén de las olas interminables con sus crestas de espuma hasta el horizonte esférico y hasta las velas blancas de lejanos pesqueros y oler el yodo y la sal del océano en el viento.-
- ¡Qué maravilla, qué maravilla! – exclamó de pronto Malva y separándose un poco de Elena, ejecutó dos giros y danzó un momento espléndida y sola, como una bailarina.
- ¡Qué elegancia, te felicito! No me digas que también estudiaste danza.
- ¡Cómo no! Hasta que contraje mis primeras nupcias.
- Que no fueron las principales
- Que no fueron las principales, pero sí las únicas.
- Aunque hayan sido las inaugurales
- Aunque hayan sido las inaugurales
- ¿Pensás repetir hasta cuándo todo lo que yo diga?
- Hasta que te equivoques. Equivocarse es una forma de avanzar. De meterte en lo desconocido del otro.
- Si es por eso, todo es desconocido. Lo del otro, lo de uno.
- ¿No es eso, acaso, lo hermoso, lo incomparablemente hermoso de la vida? – preguntó Malva y se detuvo. Había seguido ejecutando su especie de danza y algunos paseantes que coincidían con ellas sobre la rambla la miraban, especialmente los chicos demasiado vigilados, porque los que no lo estaban corrían libremente. Un chico y una chica habían bajado a la arena y se dirigían con entusiasmo hacia la línea de las olas.






Elena pensó que tenía razón, era hermoso. Esa hora y ese paisaje baldío; una vasta y joven ciudad destinada al ocio, originada en la necesidad de deshacer y esfumar el esplín, el aburrimiento, que en momentos prósperos para el país, su clase alta ganadera y terrateniente, había utilizado como remedo vernáculo e incomparablemente salvaje de ciudades europeas, siempre idealizadas, para acercarse a la costa del mar y soñar aventuras de romances y distancias. Allí Victoria Ocampo había refugiado ilustres invitados y había soñado con ser y escribir como Virginia Wolf. En una esquina, subiendo la Avenida Colón, la mansión de los Ortiz Basualdo exhibía en sus cuartos, ahora salas de museo, el estilo de vida de aquella casta señorial acaudalada y no tan lejana en el tiempo, desde cuyas relajadas y acariciadoras costumbres parecían haberse desgajado, desarticulándose, los hábitos, deseos y sueños de una clase media en ascenso cada vez más copiosa y genéticamente motorizada por desordenes y contradicciones, sobre todo cuando trataba de integrarse a un universo en el que la necesidad y el deseo de los sufridos habitantes de una marginalidad creciente,  tratando de posicionarse, chocaba con ellos. “Nosotros somos la barrera, somos el dique, la represa que los contiene”, concluía su padre muchas veces cuando sacaba sus ojos de las páginas impresas de “La Nación” y los dirigía a su mirada o a la de su madre.
Ahora ella estaba en esa ciudad con su nueva amiga y tratando de olvidarse lo más que pudiera de esa entrerriana oscura, de origen indígena, supersticiosa, creyente en el valor profético de sus pesadillas, de la que se había enamorado y para quien según el pensamiento de su padre ella era o había sido un dique, una barrera de contención. Por supuesto, semejante dictamen de la imaginación paterna no tenía sentido. Aunque tal vez sí, porque vistas las tres mujeres desde la perspectiva de sus clases sociales de pertenencia, ¿Malva no podría considerarse acaso como integrante de su propia condición social y económica? ¿Sería así o se equivocaría?
Mientras Elena volaba o fluía por la atmósfera de sus interrogantes estados de conciencia las dos habían seguido caminando por la rambla y contemplando las lejanas olas. Por supuesto, sin hablarse. Era cómodo, porque el viento torrentoso y potente las hubiera obligado a gritar. Por fin Elena rompió el confort del mutismo contemplativo.
- Malva – llamó.
- ¿Qué?
- Hasta ahora no me contaste con qué te ganas la vida.
- Soy diseñadora, decoradora. Trabajo, a veces, para distintos   estudios de arquitectura.Tengo mi propio taller
- ¿Desde que dejaste a la dueña del bar?
- No. Esto viene desde muy lejos en mí, pero sí, después que me alejé de ella, me metí en un curso de diseño de interiores y mi profesora, arquitecta ella, me consiguió algunos clientes.
- ¿Romance por medio?
- No, para nada. Simplemente le gustaron mis diseños, mis esculturas.
- ¿Te gustan las artes plásticas?
- Sí, soy una aficionada, algo diletante pero honesta. Desde pendeja cuando estaba en el taller de mi viejo ya me gustaba armar mecanismos y ya me gustaba mirar cuadros, mi viejo me compraba la pinacoteca de los genios.
- ¿Quiénes son tus preferidos?, en pintura quiero saber
- Bueno. La lista es larga: Renoir, Mondrian, Picasso, Kandinsky, Miro…
- ¿Berni, Soldi?
- Paso ¿Alonso?
- Puede ser ¿Por supuesto Van Gogh, Gauguin, Manet, Monet, Delacroix, Modigliani?
- Por supuesto, y también Boticelli, Tintoretto, Tiziano, Tiepolo, Rafael, Rubens, Goya, Murillo, Leonardo, etcétera – se cansó de enumerar Malva.
Los ojos de Malva estaban sobre los de ella y se habían detenido, así como la marcha de ambas. Se besaron enseguida como buscándose el alma, de manera larga, profunda, apasionada. Había alma entre las dos en cada beso y, para dárselos, el lugar al que habían llegado en su caminata se prestaba. Ya no había paseantes. Sólo dos coches se deslizaron raudos y un hombre, pedaleando trabajosamente contra el viento, las ignoró o no acertó a discernirles la igualdad de sexos, indiferenciada por los abrigos y la uniformidad de la moda. Malva con su pelo renegrido y pegado a la cabeza, de lejos, podía dar perfectamente la imagen de un muchacho y también Elena con su pelo lacio y largo y, las dos, con sus zapatillas adidas, sus joggings y sus camperas. Era como le había dicho Elena a Malva antes: “esta época ha terminado por dar un aspecto tan irrisorio o tan ridículo a la “preocupación social” que me ayuda a liberarme un poco en lo que respecta a mi inclinación lésbica”. En ese momento, mientras se seguían besando, más que de la “preocupación social”, se trataba de la “imagen urbana” de dos lesbianas besándose y descubriéndose como almas gemelas, desesperadas por su necesidad de amor y compañía en el transcurso de un tiempo veloz y torrentoso como el viento que las envolvía.
Cuando regresaron al hotel, después de ducharse y cambiarse, fueron a almorzar al restaurante y, ya sentadas frente a frente, mientras esperaban por espárragos a la crema Elena y por pollo al champignon Malva, y se rozaban suavemente las pantorrillas con los pies descalzos, brindaron con copas de un tinto frutado. Entonces Elena, sonriéndole, mirándola, inquirió:
- No te pregunté por tus trabajos. Me imagino que vos pintarás, oleos, acrílicos, témperas, acuarelas.
- Nada de eso. Yo trabajo con metales, cristales, vidrios de colores, plomo, maderas, materiales acrílicos. Lo mío es la escultura, crear objetos que reflejen la luz y contengan, a la vez, sombras. Excepcionalmente agrego luces que destellan desde los interiores.
- ¡Ah, claro, como tu bar! ¿Qué te inspira principalmente?
- Todo, absolutamente todo. Pero, por ejemplo, tengo un amigo gay que es poeta, hubo un verso de él que me inspiró, hablaba de las “lentes caídas como ojos dejados en objetos” Le dije, Piero, vos tocas las mismas cuerdas que yo.
- Me dejas sin palabras. Muchas veces siento que la vida esencial radica en las sensaciones puras, soy visceral.
- ¿Por ejemplo?
- Por ejemplo, mi anteúltimo amor, la seguiré llamando la “Negra”
- ¿No tiene nombre? Todavía no me lo dijiste.
- Sí, tiene nombre, pero bastante poco presentable, te lo digo igual, Edelmira.
- No para mí. Edelmira tiene un punto de contacto conmigo. ¡Ah, y gracias por lo de anteúltima!
- De nada ¿Cuál sería el punto de contacto?
- El verbo mirar: “Edel”, mira. Bueno pero dejémonos de esas coincidencias que mi amigo el poeta llamaría surrealistas. Hablame de la sensación pura que era o es Edelmira para vos.
- Ella entró a trabajar a casa como doméstica cuando yo cumplía mis cuarenta años y salía de mi desazón por haber sido rechazada por una editora de la que me había enamorado. Lo primero que sentí fueron sus ojos negros, enormes, interrogadores, casi como los tuyos, que no dejaban de mirarme.
- Ya ves. Edel, mira.
- Esos ojos están además guarnecidos por pestañas curvadas, largas, endemoniadamente bellas. La tez, la piel de su rostro, cetrina, como patinada en sombras, se ilumina cuando sonríe y muestra sus dientes parejos, blanquísimos.
- ¿Además estaría su cuerpo?
- Además, por supuesto. Un cuerpo pequeño, menudo, al principio me pareció desamparado y después, a veces, con el andar de la relación me lo siguió pareciendo, pero también fue amparador para mí, capaz de darme consuelo y apoyo, y, sobre todo, de comunicarse conmigo sin palabras. Recuerdo que después de nuestro primer beso ella pudo entrar en mi cuarto y desvestirse y meterse conmigo en la cama sin decirme nada, sin que intercambiáramos palabra y hacernos el amor así, durante horas, sin hablarnos. Luego se vestía también en silencio y se iba como había llegado. Duramos cinco espléndidos años.
- ¿Y cuando se veían fuera de la cama, en la cocina o el living, delante de tus padres?
- Eran todo miradas, sonrisas, destellos, chispas, caricias y toqueteos escondidos, íntimos, sabrosísimos.
- ¿Y cómo terminó tanto juego, tanto goce?
- Ella se había casado muy joven con un muchacho, Alejandro, al que no le había podido dar un hijo. En realidad la Negra es estéril, lo supo mas tarde. Compensaba esa falta siendo muy cariñosa con él. El es un tipo macanudo, solidario, desinteresado, pero callado, muy introvertido. En la Villa fue uno de los fundadores de una sociedad de fomento “Lucha y Esperanza”, así se llama. Yo fui nombrada socia honoraria, aunque colaboro lo más que puedo no quise ser socia activa para no tener obligación de asistencia. Lo que ocurrió fue que un día Edelmira comenzó a enfriarse, a distanciarse como una estrella que se apaga. Fue de pronto, rechazó el contacto conmigo, recuerdo que yo le había llevado de regalo una bicicleta y cuando le pregunté las razones de su súbito distanciamiento, esa misma tarde en que pasó lo que te cuento, me dijo que no lo podía explicar. Yo le dije que sufría y ella me contestó que no lo podía evitar, que la perdonara. Le pregunté si no pensaba que sería algo pasajero, que podría volver a sentirse cómoda conmigo. No lo sabía. Hasta la noche que nos conocimos nosotras dos y, después, cuando te telefoneé y te di mi dirección, siguió nuestra relación. Ese día que viniste al departamento nos habíamos dado el   adiós definitivo la noche anterior, o, mejor dicho, me lo había dado ella a mí.
- ¿Cómo fue, cuál fue el motivo?
- Me dijo que había tenido una pesadilla en la que su esposo nos había visto encamadas y desnudas y se había suicidado disparándose al corazón y salpicándola con su sangre ¿Te imaginás?
- Y, sí. Y también la entiendo – reflexionó Malva. Quedaron en silencio y en seguida Malva volvió a preguntar:
- ¿Y vos qué pensás, te habrá dejado por el esposo, por Alejandro?
- ¿Se apaga el amor por la culpa o por la creencia en las virtudes proféticas de los sueños?  ¿Qué se yo?
- Quizá por la sobrecarga de culpa, estoy grande para creer en las premoniciones. La semana pasada, antes de que viajáramos, construí un cubo preñado con un enorme fulgor. La idea era que el cubo fuera el vientre, el centro de una mujer madre que se sobreponía y triunfaba en su lucha por defender el fruto de luz. Bueno la obra está trunca. Le imaginé una cabeza con ojos de los que caían enormes lágrimas. Los vidrios que elegí, cuando derritieron en el horno, terminaron por producir tantas oscuridades que anularon el destello.
- ¿Las sobrecargas de culpa son para vos como las oscuridades?
- Exacto. En todo amor hay una idea de luz. Vos misma cuando me contabas tu relación con Edelmira te referiste a destellos y chispas. En la religiosidad cristiana el espíritu santo, el espíritu de amor se representa como luz. El nacimiento de Jesús es guiado y alumbrado por la estrella de Belén.
- Bueno, no estamos descubriendo la pólvora.
- No, pero la relación de la luz con el sentimiento más potente que es el amor es siempre sugerente, fecunda, inspiradora. Es como la línea que va separando la vida de la muerte, lo bueno de lo malo, lo positivo de lo negativo…
- Lo único confuso para mí, muchas veces lo he pensado, es que también hay fuego y luz en el odio, el rencor, la crueldad, la maldad pura…
- Yo la siento y la concibo como una especie de rumor oscuro, como los agujeros negros, esos sitios del espacio interestelar cuya gravedad es tan fuerte que atrapan hasta la luz misma y no la dejan escapar. Tengo, de hecho, una escultura que denominé “agujero negro”. Dentro de una bola de cristal, en un líquido con anilina negra que se mueve constantemente, flotan pequeñísimas partículas de oro y plata fulgentes que representan luces cautivas…
- El fracaso o la impotencia de la luz es el fracaso o la impotencia del amor…
- Hasta que todo se calienta de nuevo, fulgura y por fin estalla, como en el big bang.
- ¡Nena, por Dios, como yo misma!
Bajo la mesa, sobre todo Malva, no había dejado de rozar apenas, con la punta de su dedo gordo, la parte posterior de la pantorrilla de su amiga. Llegó el mozo y sirvió. Mientras lo hacía, las dos se miraron calladas. En la semipenumbra, precursora de la siesta, que reinaba en el salón comedor del hotel, se oía el tintineo de cubiertos, el suave rumor de conversaciones apagadas de escasos comensales, el ronroneo de los acondicionadores de aire.
- Si tuvieras que representar nuestra relación en una escultura, ¿cómo sería? – preguntó Elena.
- Sería un amasijo, pero, lo principal, lo que destacaría, además del entrecruzamiento de grandes y largos volúmenes de nuestras piernas y rodillas, apuntando oblicuamente hacia un norte imaginario, serían nuestras cabezas conectadas por las bocas absorbiéndose.
- ¿Y dónde estaría la luz?
- ¡Ah, adentro! Sería por supuesto en vinílicos transparentes y quedaría íntegramente iluminada, desde adentro, pero de modo que la fuente de luz no se viera.
Elena se quedó contemplando a su amiga por un largo instante. Por fin comentó:
- Sabés que algunas veces he pensado en representar a mi padre o a mi madre, que ya se fueron para siempre, también con volúmenes que sugieran espacio, pero sobre todo tiempo.
- ¿Cómo sería eso? - Malva se inclinó hacia ella, parpadeó, retiró el pie con el que había estado acariciando la pierna de Elena y encendió un cigarrillo.
- Por ejemplo he visto la imagen de mi padre, una y otra vez, ahora que lo extraño, como la del señor gordo que era, subiendo y bajando del colectivo. Pero la he visualizado como volúmenes de tiempo. Es decir mi padre trabajó durante días, semanas, meses y años en el mismo lugar, hizo, para llegar a ese sitio, el mismo viaje en colectivo, del que bajó y subió su peso de ida y de vuelta, la suma de todos esos días. Si tuviera que traducir su tiempo a peso serían toneladas ¿Entendés?
- Sí, sí, perfectamente. Veo también ahí una idea de movimiento.
- Mi madre, pongamos por otro caso, se peinó frente al espejo, sintiendo las ansiedades y angustias que expresaba en sus preguntas, también durante la infinidad de instantes que dedicó a contemplar la expresión de impotencia o sorpresa que le inspiraba la vida frente a ese mismo espejo, tratando de cambiarla o descubrirla, peinarla o maquillarla. Es decir, mis padres fueron actos repetidos principalmente. Si los seres humanos somos lo que hacemos, nuestro tiempo es lo que hacemos también y nuestras características memorables surgen de lo que repetimos ¿Me seguís?
- Perfectamente, y cómo representarías a tu madre o a tu padre en cuerpos volumétricos, o sea, en poliedros?
- En el caso de mi padre visualizo una bota con partes transparentes, translúcidas y opacas que den la incesante impresión de un descomunal tonelaje que suba y que baje de un estribo. En el caso de mi madre veo un espejo que se derrite como los relojes de Dalí y que, en el centro, lleva su imagen desvaída a la manera de las mujeres de Modigliani, con su largo pelo blanco y expresión de niña sorprendida.
- Interesante ¿Y cómo visualizas a tu amor recientemente perdido, a Edelmira?
- En su imagen habría elementos como arenas, estrellas de mar, y los volúmenes serían abiertos, como si estuvieran invitando a ingresar en ellos. Podría ser un gran cubo asimétrico con una punta abierta y desgarrada. En el interior del cubo el color de la noche cerrada con estrellas, el del mar azul petróleo, un celeste o turquesa, con mucha luz, y un color de arena, también con mucha luz ¿Podrías hacerlo?
- Yo sólo trabajo encargada de adentro, por mí misma. Si compusiera algo a pedido sería insincera y el producto que resultaría, inauténtico, de muy baja calidad. Estaría estafándome y estafando, claro. No creo en los artistas que trabajan por encargo de otros.
- ¿Te molestó? – Elena alargó su mano con la pregunta y tomó la mano libre de Malva que estaba sobre la sien de ella como para acariciársela. Malva fregó un instante su mejilla sobre la palma de Elena y le dedicó un beso.
- No seas tonta – le dijo - ¿Por qué me va a molestar? Te quiero igual, aunque no seas capaz de representar vos misma lo que sentís.
Hubo un silencio sólo ocupado por los sonidos del comedor en el que las dos se contemplaron sonriéndose, con avidez. Malva retomó la palabra.
- Si sos capaz de describir, de tener una idea sobre cómo representarías en un objeto exterior a vos, creado por tus manos, lo que ves o sentís a propósito de algo o alguien, ya tenés en embrión una artista plástica dentro, lo único que te falta es trabajar para parirla.
- Nada fácil.
- Y no, es verdad, aquí la naturaleza no te ayuda tanto como en el caso del feto y el bebé. Se trata de un parto difícil, de transformar idea en materia, abstracción en realidad, potencia en acto.
- Es aristotélico.
- Es aristotélico, en efecto.
- Sabes que no te hacía una intelectual – comentó Elena.
- Yo a vos tampoco.
- ¿Cómo me veías o cómo me viste la primera vez, cuando nos conocimos?
- Como una viejita verde ¡No, mi amor, es una broma! Te vi como la mujer más atractiva que había visto nunca.
- Ahora exagerás.
- No, de ningún modo. Ya te lo confidencié, me mojé, me excitaste.
- ¿Pero, qué me viste?
- Te pareces a Lena Olin, la actriz ¿La tenés?
- Sí, por supuesto. Además me encanta
-  Tenés la misma boca, la misma nariz, la misma frente, el mismo pelo, sos alta. Se te forman las mismas arruguitas alrededor de las comisuras, cuando sonreís, y tus ojos son verde aceituna con luz de fiebre, como los de ella.
- Y los tuyos son negros y preguntones – dijo Elena.
- Preguntan por vos, quieren penetrarte, abarcarte, devorarte. Como puede existir una mujer tan bella y tan salvaje como vos ¡Me tenés loca, loca! – Malva había acompañado y subrayado sus comentarios subiendo su pie por la pantorrilla hasta la curva posterior de la rodilla e intentó alargarse y llegar, entre los muslos de Elena sobre el asiento, hasta su entrepierna. Para lograrlo se estiró y acercó más su silla a la mesa que, por suerte para las dos, estaba cubierta por un mantel largo que velaba los afanes y gimnasias de contacto físico. Finalmente pudo Malva con su dedo grueso alcanzar el sitio anhelado y comenzó a frotarlo suavemente, como una experta. Elena se soltó a pesar de ella y, para disimular su turbación, se cubrió la boca con una mano, en la otra empuñó un escarbadientes. Fingía tratar de quitarse un resto de espárrago de entre los dientes mientras suspiraba y Malva la observaba ensimismada, concentrada en su apasionada e insistente caricia. En realidad ni los comensales presentes a esa hora en el inmenso salón, ni los meseros, ni el adicionista, ni persona humana alguna, les prestaban atención. Finalmente las dos se aflojaron al unísono en una convulsión ahogada. Malva se incorporó como si tosiera y tuviera que dirigirse inmediatamente al baño y Elena se sirvió agua en la copa y la bebió como si por fin hubiera logrado quitarse de los intersticios de sus dientes el molesto resto de espárrago. “Al pedo tanta actuación” – pensó luego de echar una rápida mirada a su alrededor y comprobar que nadie las observaba. Pero los que estaban las miraron cuando ellas comenzaron a reírse a carcajadas.
Después de terminar en la cama lo que restaba de la siesta, minutos que aprovecharon para hacerse el amor y dormir, en ese orden, se vistieron y salieron a caminar y pasearon mirando vidrieras por la Avenida Colón y la peatonal San Martín. Mar del Plata no estaba superpoblada como solía a partir de diciembre y hasta marzo. Todavía era noviembre y los turistas no eran tantos ni tan tumultuosos. Fueron hasta la feria de artesanías vecina a la basílica, compraron pulseras de plata vieja y unas sandalias de cuero decoradas en colores vivos. Ingresaron enseguida a la enorme nave de la basílica, caminaron por la plaza y después regresaron lo suficientemente cansadas como para no cenar y tirarse a dormir. Se despertaron en la madrugada con hambre. Malva fue la primera que se sentó contra el respaldo y encendió un cigarrillo.
- Buen día – dijo Elena desperezándose. Se incorporó también ella y se sacudió como si tiritara. La cortina de la ventana estaba levantada hasta la mitad y en la línea del horizonte la luz comenzaba a despuntar. El fresco del alba entraba a raudales. Elena encendió entonces su cigarrillo.
- ¡Qué temprano es, por Dios y qué frío hace! Decime ¿Qué haremos, cuál será hoy nuestro futuro, mi querida artista plástica? – preguntó. Las primeras bocanadas de humo habían teñido con finísimas líneas blancas la atmósfera un poco gélida de la habitación
- El futuro existe sólo como ilusión, como la promesa de algo que quizás jamás será logrado – sentenció Malva, mientras exhalaba despacio el humo de su primer cigarrillo del día. Enseguida contó: - Mirá, hace años, cuando era una jovencita púber, yo escuché a mi mamá, Dolores Lacerba que no era ni es ninguna santa, cuando le confiaba a una amiga íntima que, desde que lo conoció, había estado enamorada de mi tío, es decir, el hermano de su esposo, o sea de mi papá, mi tío ¿Okey? Le contaba que no lo podía mirar sin turbarse, que trataba de quitarle la vista de encima pero que los ojos se le iban hacia él sin que se pudiese contener. Tenía pánico de que él se diera cuenta y hasta sospechaba que así había sido, que él lo había advertido, porque también la miraba y cuando se daba cuenta que ella lo sorprendía en la admirativa contemplación le quitaba rápidamente la vista de encima. Le dijo también que vivía torturada porque a veces experimentaba un deseo tan fuerte de que él la tocara o de tocarlo ella misma que hasta había tenido que llegar a masturbarse pensando en él, y que lo hacía secretamente, casi todas las semanas, para poder tolerar lo que sentía por su cuñado sin tener que decírselo. Esto lo recuerdo mucho porque en mi mamá fue una muestra de pudor sorprendente. Tanto que a veces sospecho que quizá mi tío haya sido su único y verdadero amor. Un día su cuñado murió de repente en un accidente y no hubo más mi tío. Yo, que era una mocosa y había escuchado la conversación entre mi mamá y su amiga confidente, pensaba siempre en esa historia de amor inconfesable de la que, por supuesto, jamás pude hablar con mi mamá y cuando ocurrió la muerte de mi tío sentí, con toda la fuerza, qué absurdos e impotentes y frágiles somos los seres humanos. También me di cuenta de que el futuro no existe, no existe para nadie. Somos lo que hacemos y en el momento exacto en que lo hacemos.
- Y esa historia que me acabas de contar, ¿no te sugirió ninguna escultura? – preguntó Elena recogiendo sus largas piernas y elevando como dos cumbres sus rodillas hasta iluminarlas en la franja de luz que proyectaba la ventana que daba hacia el mar y el amanecer y en la que flotaban las volutas y los pequeños torbellinos del humo de los cigarrillos.
- No lo se, pero lo que sí no puedo negar es que me ha abierto el apetito de un modo descomunal. Si tuviera que representarlo esculpiría una enorme boca abierta transparente y tres sándwiches tostados entrando sobre la lengua y entre los premolares y sería totalmente figurativa.

Amilcar Luis Blanco  (Pintura de Henri de Toulousse Lautrec) (Fotografías postales de Mar del Plata)