lunes, 28 de julio de 2014

Bailan una milonga: Taquito Militar de M. Mores en una película

SEGUNDO CAPITULO DE MI NOVELA "LAS WALKYRIAS"



LAS WALKYRIAS.-                                    Por Amílcar Luis Blanco.-





                                                               2
- Ya te lo dije – concluyó la pequeña de pelo del color de la noche, según la veía el chico a su lado.
- Contámelo de nuevo – insistió el chico que se llamaba Tomás y era su hermano. Estaban sentados sobre el piso de mosaicos rosas y verde agua del patio de invierno de su casa en Trenque Lauquen, Provincia de Buenos Aires.
-  Bueno – accedió Malva y alzó las pequeñas manos regordetas. Tenía siete años y a su lado descansaba la muñeca de tela rellena de estopa que ella llamaba Petrona.
- Hicieron así – dijo. Puso a Petrona de espaldas contra un mosaico rosa, le alzó las patitas y apoyó la curvatura de la muñeca de su brazo sobre el mosaico, y la palma y los dedos, como escalándola, sobre la entrepierna y el torso de Petrona.
- Petrona es mamá y Gustavo es mi mano…
- ¿Y de verdad estaban desnudos? – preguntó Tomás.
- Sí.
Los dos se quedaron callados. Tomás se paró y corrió adentro. Malva encontró raro que lo hiciera y se sintió después muy triste a partir, - esto no lo recordaba muy bien-, o de la partida de Tomás hacia el interior de la casa o de haberla visto a su mamá en la cama con el antipático y asqueroso Gustavo. Por supuesto que no se animó a denunciar su silenciosa permanencia en el dormitorio en el momento en que presenció lo que le había contado a Tomás. No alcanzaba a precisar ahora lo que había sentido entonces, pero, había sido algo así como cuando se paró en un arroyo en las sierras de Córdoba, en las vacaciones anteriores, debajo de una cascada. El frío y la fuerza del agua, que se deslizaba veloz entre sus piernas, la lisa dureza de las piedras que se superponían y ocultaban, chatas, sobre y bajo la corriente transparente y mansa, la hicieron recelar y sentir miedo y escapó, no obstante cautelosa, eligiendo cada piedra que pisaba para no resbalar. Así lo hizo, porque sintió algo parecido aquélla mañana, desde el dormitorio hasta el patio. Se fue pisando despacito en la semipenumbra para no provocar ningún ruido que pudiera delatarla. Después le sobrevino un desconsolado llanto y se escondió en los fondos de su casa, entre el ligustro y la higuera, donde sabía que no podrían encontrarla. Confió a la tarde sólo en Tomás. Ella sabía que nunca contaba nada.
Y aunque Tomás no contó nada, a partir de aquélla tarde, la vida cambió para ambos. Sobre todo en el trato con su madre que se volvió menos confiado y cordial. Pero entre Tomás y Malva ahondaron en una intimidad más cómplice. Se alternaron para compartir sus camas, donde no paraban de conversar bajo las sábanas hasta que el sueño los vencía. Tomás se hizo huraño y cauteloso, Malva observadora e impulsiva, a veces irritable y desobediente. Coincidieron sin embargo en demostraciones de cariño, en ocasiones desmesuradas, hacia su padre, don José Gervasio Chávez, el infatigable don Pepe, como lo apodaron siempre, que pasaba la casi integridad de sus días en el taller mecánico y comenzaron a acompañarlo. Querían estar con él y trataban de ayudarlo en lo que podían.
Malva creció aprendiendo de todo. Desde desenroscar tuercas para cambiar neumáticos, colocar con la herramienta especial las bujías, manipular diferentes tipos de crickets, espiar los secretos de cilindros y pistones antes de la rectificación de un motor, manejar el soplete para soldar, etcétera, etcétera, hasta participar, junto con su hermano, en todos los asados organizados por los mecánicos. Con Lucas, el hijo de uno de ellos, amigo también de Tomás, cuando tuvo once años y su primer período menstrual, accedió a quitarse la bombacha para demostrárselo. El muchacho, de la misma edad, tuvo después que cumplir su parte en el trato. Masturbarse delante de ella hasta que le saltase el semen. Un día, Malva, le pidió que la dejara hacérselo y Lucas le puso como condición que lo dejara a él también meterle el dedo índice, la punta, en la entrada de su vulva. Le aclaró que tenía las uñas bien cortadas y las manos bien lavadas y que lo haría despacito, sin que a ella le doliera. Que al contrario, que le iba a gustar.
El taller mecánico estaba en las afueras y ellos se alejaron todavía más, a un lugar escondido. Malva sentía la yema del índice de Lucas rozándola con suavidad. Le pidió que la presionara apenas sobre el rojizo botón del clítoris, inmediatamente atrás, en la cima de la comisura vertical de la que partían los labios vulvares. Los había observado largamente, así como la totalidad de sus genitales externos, valiéndose de un espejo, comparándolos con los de una lámina en colores de un grueso tomo robado de la rala biblioteca de don Pepe. Mientras aferraba la muñeca de Lucas para que no apretara más de lo debido, y sin poder evitar abandonarse a la sensación de placer y cosquilleo que la manipulación despertaba en todo su cuerpo, no dejaba de observar también cómo se nublaban los ojos de su compañero y cómo se desplegaban flojos sus labios, mientras ella, al mismo tiempo, apretaba, subía y bajaba su mano sobre el pene endurecido de Lucas, elástico y suave al tacto como una seda. Estuvieron así hasta que las gotas tibias despedidas por el asediado órgano fueron atrapadas por las dos manos juntas de Malva, que ascendieron a su cima anticipándose, cuando ella pudo presentir la eyaculación en el estertor que la precedió. En ese momento también ella buscó con su hendidura genital que el dedo la penetrase, pero él se aflojó y se retrajo, abandonándose, y empujó las dos manos de ella alejándolas de su sensibilizado miembro. Ella lo soltó pero se recostó contra su pecho y le pidió que la besara. El aceptó después de un rato, al principio desganado pero enseguida entusiasmado con el entusiasmo de ella, repetir lo que habían hecho.
Una siesta de verano de un día feriado en la que pudieron escaparse temprano llegaron a hacerlo hasta cuatro veces. Terminaron entrada la noche y diciéndose que se amaban. Entonces, en el tercer encuentro, y según Malva lo había premeditado, como el heráldico estertor se demoraba, ella quitó la mano de Lucas de su clítoris y se hincó, acaballándose, sobre el pene, metiéndoselo hasta el fondo en la vagina. Sintió un tirón, un pinchazo y un aumento de líquido en el interior de su conducto. Supo que había sido desvirgada pero al mismo tiempo el cosquilleo se le transformó en estertor como el de su amigo y el amargor de su garganta en contracción placentera, y, al acabar éste, casi enseguida, el estertor se hizo convulsión que la arqueó y la sacudió como si el cuerpo se le partiera y una descarga de electricidad sagrada la pateara para dejarla caer de nuevo, blandamente, sobre sus genitales empapados y calientes como sobre una laguna. Un placer sin límites la recibía. Un destino de gozo infinito se abría para ella. Siguió besando a Lucas y retuvo el pene quieto en el interior de su vagina mientras besaba a su dueño en la boca suavemente, lentamente, esperando que despertara y creciera de nuevo en la empapada cavidad de su bajo vientre, hasta que consiguió por fin llevarlo después de regodearse ella misma en voluptuosidad y placer, a la última y cuarta explosión, la segunda para ella.

Amilcar Luis Blanco 


martes, 22 de julio de 2014

PRIMER CAPITULO DE MI NOVELA "LAS WALKYRIAS"

LAS WALKYRIAS.-                                    Por Amílcar Luis Blanco.-







                                    Fueron kilos y kilos de sí mismo bajando del colectivo por la estrecha puerta, pisando sobre el estribo, el pie calzado en el mocasín de cuero legítimo de color apagado, mate, ocre, marrón militar, a veces rojizo, que ella, Elena, le regalaba para las fiestas y que a su padre, Toribio Marchanta, tanto le gustaban y lo enorgullecían; kilos que llegarían a ser toneladas si se multiplicaran por los días y días que este señor, un tanto grueso,  subía y bajaba de ida y de vuelta de la esquina en la que lo tomaba, del barrio en el que está todavía  su departamento, Palermo, hasta la esquina en la que se bajaba en su trabajo, Once. Así lo evoca ahora ella, sentada a la mesa de su mate y sus diarios matutinos, después del vacío físico que le ha dejado su partida definitiva. Y a su madre, Elena Koniatowska, flaca, el rostro todavía juvenil pese a las arrugas, el cuello largo, el pelo blanquísimo y con el esbozo de un diminuto asombro dibujado en sus facciones, una colegiala sorprendida:“-Elena ¡Cuídate hija!.- Sí mamá.- Elena, poné la pava para el mate de tu padre. – Sí, mamá.- - Elena, hija, te quería preguntar ¿Qué pasó anoche con la negrita? Te escuché hablar con ella ¿Lloraba?- Peleó con su marido, nada importante mamá”.- “Menos mal que estás vos para consolarla, hija…”. Elena Marchanta, hija, siente que su madre la mira desde adentro del espejo, con su imaginación recurrente viajando al inmediato pasado, como si la estuviera viendo peinarse y dirigirle en voz alta las preguntas para que le llegaran hasta su cama en la habitación vecina.- Las palabras se pierden en el living vacío, en el departamento ahora lleno de luz y huecos, ocupado por nadie. Es decir por ella, Elena, y por la ausencia de sus padres. Se incorpora del mate y de la silla y de la mesa de sus padres, como si se levantara miles de veces en una secuencia fílmica que apilara y mostrara los fotogramas que ascienden desde la silla hasta su posición de parada. No ha comido nada. Deambula, va de la cocina al living, a su dormitorio, al de ellos, al baño, al lavadero y se pregunta por qué el destino nos separa de las personas que amamos. Hace calor, y hay humedad. Tiene puesta sólo la bombacha. Sobre el pequeño escritorio en su pieza yace, abierto, un ejemplar de “La Odisea”. Ha estado releyendo pasajes de las aventuras de Ulises sentada sobre el inodoro, envidiándole su condición de varón. Un vago deseo de viajar, como un dolor incontenible, la inunda; se parece a la mezcla de presión y vacuidad que produce en el vientre la descompostura estomacal o intestinal que precede a las evacuaciones; en la cotidianidad todo se mezcla, Ulises Laertíada y la lejana isla de Itaca con los contenidos de las ingestas que se expulsan por las mañanas del verano inminente en los baños de los departamentos porteños. Todo tiene un raro tinte universal. Hay también ese descubrir que nunca estamos cuando tenemos que estar, como si hubiéramos desayunado con fantasmas, que casi nunca nos abrazamos cuando sentimos esa necesidad de que nos contengan, esa apetencia de amor, esa zona baldía. Lo piensa por sí misma y por los sí mismos que fueron sus padres cuando los tres estaban conviviendo, todavía juntos. Pero más lo siente que lo piensa ahora, en el instante, aunque no quiera tocarla con los ojos de la evocación, respecto de esa mujer que le parece haber perdido para siempre,  era su amor y  amaba el diván de gobelinos sobre el que tantas veces se habían acostado para disfrutarse juntas, acariciándose, besándose. Finalmente se sienta y comienza a teclear en la computadora. Las palabras se van dibujando sobre el fondo blanco de la pantalla y ella relee.
“Esta carta es para vos, Negra, aunque no te la mande nunca. Ayer, cuando nos despedimos, sentí que la magia, el imán que había entre nosotras, se había extraviado como el norte entre dos brújulas rotas.”
Se detiene después de esta frase. Se aprieta los puños alternativamente, de a uno, hasta hacer sonar suavemente los huesos. Una de sus pretensiones fue siempre la de llegar a ser escritora. Una escritora de verdad, cuentista, poeta, novelista. “Los seres se nos atraviesan sin ser nunca nosotros y uno jamás consigue ser el otro. Hay barreras invisibles, nos disuelven” – piensa. Vuelve a posar sus yemas sobre los circulitos del teclado y continúa.
“ Supe que ya no iríamos la una hacia la otra con la misma avidez, el parejo deseo, la alegría inocente, que nos habían animado siempre, hasta aquella reunión fatídica de ayer a la que había llegado en la bicicleta que te regalé, temiendo que me asaltasen,  sorteando de todo mientras pedaleaba por las calles y las veredas, para desembocar en el caserío desparejo de viviendas chatas, de cartón o chapas,  con veredas y calzadas de escombros y  tierras endurecidas,  peladas por el sol,  la lluvia y la dejadez de los servicios municipales,  sólo sirvientes  de los barrios ricos.”
Describir es recordar, volver a un lugar para meterse en lo que quiere narrar, en este caso, además, cuenta algo que le sucede o, peor, le sucedió. Siente que en una obra literaria, desde Homero en adelante, sólo se dialoga con la conciencia, con la interioridad de uno mismo, con las evocaciones. En realidad con fantasmas.
“Allí, en esa reunión de vecinos, Alejandro había pagado los dos fajos de billetes que juntamos entre todos para contribuir a cancelar una deuda ajena con la esperanza de que se levantara el gravamen, la hipoteca que pesaba sobre el local de “Lucha y Esperanza”, la sociedad de fomento perteneciente a la desdichada población que conformamos- me siento unida a ustedes aunque viva en un departamento-,y te noté extraña, pálida y alejada, con tus oscuros cabellos abiertos y tus ojos mas negros que nunca, como si miraran hacia dentro de vos misma. Sentí también que aunque me abrazaste, me agradeciste la bicicleta que tanto necesitabas y lloraste, después del llanto tu abrazo fue evasivo. Abandonaste el apretón de mis manos, que querían darle abrigo y refugio a las tuyas, como si te diera asco o vergüenza que te tocara.”
Quizás esta última frase sea algo melodramática, no del todo exacta. A veces rehuimos el contacto con otro cuerpo no por asco o vergüenza sino por un urgente y poderoso deseo de soledad. De todos modos Elena está decidida a entrar en materia o en lo misterioso y desconocido del sentimiento que le despertó ese rechazo de su amiga. Sigue entonces.
“No es fácil, ya lo se, esto de que seamos lesbianas y nos hayamos enamorado. Esto de tropezar cada día frente a los otros, que son como espejos que nos miran desde una vertiente de nosotras mismas que creíamos superada, pero que está ahí siempre, como un personaje que nos observara, nos vigilara y se riera de nosotras, esperándonos, preguntándonos cuándo retornaremos a él, o a ellos, como si fuéramos un ser de numerosísimas cabezas que acordonara la tierra misma; como si fuéramos la humanidad, la gente, el total de la gente, el mundo, siempre iguales o parecidas a nosotras mismas y a los otros, con una curiosa e impenetrable homogeneidad, la que nos confiere el hecho de que los demás sean mayoría aunque no los conozcamos y supongamos que sí ¿Qué se yo?”
Interrumpe el tipeo, empuja con su cola para correr la silla en la que está sentada, estira los músculos, se despereza. Ha ingresado en la selva de sus preguntas. Piensa que es buen momento para encender un cigarrillo. Se para, va hasta su cuarto y retira el paquete, el cenicero y el encendedor de su mesa de luz, se lleva el cigarrillo a los labios, lo enciende. Se mira brevemente en el espejo del tocador los senos y los pezones y una expresión de ansiedad en el rostro. Regresa con todos los elementos recogidos a la mesita del living en la que está la computadora, los deja al costado del mouse. Se sienta nuevamente y vuelve a la posición anterior, acomoda la silla, coloca sus dos manos en leve contacto con el teclado en actitud rampante. Prosigue.
“Cuando miré a los ojos a Alejandro, en el momento que entregó el dinero al oficial de justicia y las dos sollozamos, mi súbito lagrimeo, que quise contener y no pude, fue porque él comenzó a hablarle al funcionario, con ese tuteo improvisado que emplea para hacerse simpático, para tratar de evitar la desgracia que desde que nació amenaza su vida de pobre y la del matrimonio que forma con vos. Le tomó la mano que se había apoderado de los billetes y le dijo:
- Hermano, que lleguen a destino es lo único que pido, vos sabes – hizo un silencio hondo en el que respiró -, vos sabés – repitió y ahí sí la voz se le quebró – lo que nos costó a nosotros, a todos los que estamos aquí, reunirlo.-
Después ya no dijo más y la mano que se había desprendido de los billetes que habíamos ensobrado en dos bolsitas de polietileno se dirigió al ceño de su cara compungida y atrapó con pudor ese instante de desoladora angustia, tristeza y amargura que lo invadió y que a mí, y creo también a vos, me contrajo el interior del estómago y la garganta como si tragara de golpe una piedra.-
No se, pero creo estar segura de que a partir de ese segundo fatídico comencé a sentir el escaso o casi nulo sentido de nuestra relación. Vos, aunque estuvieras a su lado con la cabeza gacha, sosteniendo tu bicicleta como si fuera un animal extraño, no ajena a la decepción que sentíamos todos, quizá ya puesta a la altura y respirando,  también, el aire de esa depresión, cotidiana para los que viven en un estado de miseria crónica, supongo que comenzaste a sentir lo mismo, es decir, añadiste a la desesperanza el descubrir que ya no me amabas, me parece, ojalá no fuera así.  Por todo eso y quizá por muchas cosas mas escribo esta carta sin destino,  nunca pienso enviártela, es una  carta para olvidarte. La escribo para mi sola, tal vez para dejar testimonio de mi soledad y mi angustia. Para dejar de condolerme al ver las mañanas, las tardes y las noches, porfiando por encima y por debajo de mi misma y decorando un tiempo que no deja de pasar, absurdamente, con lluvias, soles, nublados, vientos, programas de radio o televisión escuchados o vistos distraídamente, sin prestar atención a lo dicho o hecho, metida en recuerdos y fantasías, alimentando a veces imposibles esperanzas de que vuelvas y me quieras…”
“¿Es verdad esto? ¿Estoy realmente esperando que la Negra Edelmira vuelva y me quiera o estoy harta de ella?” No habría que aclarar que Elena se ha detenido y ha mirado el techo por un rato tratando de relajar los músculos de su cuello. De pronto precipita de nuevo sus manos como una pianista sobre el pequeño teclado.
 “De que te me acerques como lo hacías antes, Negra mía, cuando los ojos te brillaban de deseo y curiosidad, cuando tu piel me comunicaba la palpitación de parpadeo o la trepidación volcánica de tu cuerpo conmovido. Entonces nos besábamos y acariciábamos, ya sin aguantarnos la tremenda y agotadora abstinencia que solíamos imponernos ambas y que duraba días, semanas, meses, para que por fin, nuestra impaciencia triunfara y volviera a regalarnos la convicción de que habíamos nacido para vivir juntas, para no separarnos jamás.- Vos, viviendo en la villa y yo en el departamento de clase media que me dejaron mis padres después del fallecimiento súbito en ese accidente de mierda que me desgarró el alma, al que  no fuiste ajena en tu condición de doméstica para ellos, de pleno amor para mí.

Hoy me desperté temprano y desvelada como estaba pensé que transformaría esta carta en diario y que lo escribiría hasta que tuviera fuerza o ganas. Así que después de lavarme la cara y sin desayunar todavía porque me sentía con energía me senté frente a la pantalla de la computadora, activé el Word y me puse a escribir.- No estoy limitada por ningún propósito fijo. Puedo atrasar hacia mis recuerdos de infancia, adolescencia, temprana juventud o contar lo que hice ayer o inmediatamente antes o inmediatamente después de haberme sentado a escribir.”
Amilcar Luis Blanco                                                                                               (Continuará)

domingo, 6 de julio de 2014

Los pequeños quijotes ilustrados




                                                   En el fondo de mi siempre tengo la sensación o convicción de ser un pequeño quijote ilustrado, un quijote más, así, con minúscula, perteneciente a esa clase media ilustrada con primario, secundario y título en una universidad pública que emprende batallas solitarias, desconectadas de las de otros pequeños quijotes ilustrados, perdidas de antemano. En mi caso son las de esos escritores mediocres cuyos escritos no interesan a nadie, o a casi  nadie o a muy pocos pero en los que procuro, sin éxito alguno, textualizar y hacer oír impresiones, críticas, opiniones, sucesos que me parecen ejemplarizadores y que están siempre pretenciosamente dirigidos a cambiar el mundo, a defender o establecer una ética que podría salvarnos de tanta decadencia formal a veces y otras decididamente material en la que suelo ver volcados y revolcados a mis congéneres, con una soberbia de mi parte, digámoslo, digna quizá de mucha mejor causa.
                                                        En esos momentos, siempre, como telón de fondo, la honda impresión de ser una especie de vagabundo loco, como aquél grandioso y aparentemente ficcional manchego imaginado por Cervantes, me asalta. Me hace de coro de conciencia y no me abandona ¿Estaba loco Alonso Quijano o el mundo estaba loco y él lo cabalgaba con toda su cordura a cuestas? Esos destellos constantes de una cordura sempiterna y doméstica que él hacía descender en forma de retórica coloquial desde su púlpito, la cabalgadura sobre el lomo de su Rocinante, hacia la ramplona y sencilla de Sancho Panza montado sobre su humilde borrico.
                                                     En un mundo en el que nadie o casi nadie nos escucha o lee y en el que, cuando alguno nos responde para coincidir o disentir, enseguida advertimos que se trata de alguien que está tan solo y aislado como nosotros, a mí por lo menos, no me queda otro remedio que pensarme como un pequeño juguete, un muñequito, un soldadito de plomo, un mordillo de bebé, una pelota olvidada o cualquier adminículo que apenas se levanta sobre el suelo del mundo como un objeto de escasa o nula importancia.
                                                    Sin embargo en este recorrido filosófico, metafísico y últimamente estético de intentar percibirme a mí mismo y delinear mi contorno en el mundo, no puedo dejar de entronizarme un poco, de conferirme cierta categoría, al considerarme un pequeño quijote ilustrado. Como aquel diccionario Larrousse, siempre a mano, de uso doméstico, cotidiano, que nos alcanzábamos hasta nuestro menesteroso entendimiento para desentrañar o sorprender el misterioso significado de las palabras.
                                                  
                                                  En nuestro vertiginoso ahora, cruzado por los medios masivos de difusión de hechos, ideas y pensamientos, avivado por los seres y mundos virtuales, en los que las relaciones se han vuelto líquidas o rápidamente liquidables y prevalecen y predominan los "contactos" entre los seres mucho más que los vínculos profundos y reales, que décadas atrás nos comprometían humanamente y determinaban que nos jugáramos por causas a las que conseguíamos poner en acción y movimiento, las luchas contra los molinos de viento, la liberación de los galeotes cautivos de cárceles donde se los tortura, como Guantánamo por ejemplo, del hambre que hincha los vientres de los niños africanos, de mujeres que son brutalmente golpeadas y maltratadas por hombres cuyas mentalidades, pueriles y siniestras a la vez, alimentadas por mitos enceguecedores y supersticiones siempre redivivas, son como las cabezas de una gorgona en multiplicación y crecimiento permanentes, la liberación también de los obnubilados por  prejuicios de poderíos fantásticos, llevados adelante por megalómanos  genocidas que no vacilan en hablar de paz y bombardear con misiles, los enmascaramientos constantes de los personajes de una realidad o un mundo siempre novelesco y rocambolesco, las aventuras de quienes escribimos y pensamos resultan conmovedoras andanzas de locos además esterilizados, absolutamente impotentes, sumidos en el anonimato más radical y cerril del que se tenga memoria.
                                               Este mismo discurso que estoy hilvanando ahora me parece una quijotada, algo sin verdadero sentido o penetración para influir en alguien en modo alguno. Sin embargo lo escribo igualmente porque hasta el absurdo se rebela en mi interior y procura salir desde mí como un ademán, un gesto, como palabras impregnadas, ni siquiera del sonido y la furia de aquel personaje debido a la pluma de William Faulkner, Quentin, remake del Shakespeare que fuera contemporáneo de nuestro Cervantes, durante aquel agitado siglo XVII en el que el final del medioevo se codeaba con los comienzos de la modernidad, sino en cambio pronunciadas como una variación dentro del bochinche reinante que por su delirante desmesura nos ha ensordecido tanto que ya se ha transformado en silencio.

Amílcar Luis Blanco  (Ilustración de Gustave Doré)