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Advirtió
que no podía moverse cuando intentó estirar el brazo hacia la mesa de luz para
acercarse el reloj y consultar qué hora era. Estaba completamente paralizada.
Pensó, aterrorizada, que durante la noche le habría sobrevenido una paraplejia.
Recordó la noche anterior en la que se habían quedado hasta tarde, conversando
con Elena. La alegría desbordante por la reconciliación de ambas. El momento en
que Elena se había marchado y también el momento en que ella se había
desvestido, había ido al baño, se había acostado. Antes habían regresado de su
atelier, Elena había amasado una pizza y ella había metido en el freezer dos
botellas de cerveza. Habían comido y bebido bastante ¿Sería el efecto de la
cerveza?
Intentó
de nuevo incorporarse y una aguda punzada en uno de sus costados hizo que se
quedara de nuevo tiesa. Quiso mirar hacia sus pechos. Lo hizo pero no vio nada.
Aunque sus ojos parecieron responder, como para haberse enfocado hacia donde
quiso mirar, no vio nada. Comenzó a dudar de la postura de su cuerpo, observó
cautelosamente a uno y otro costado. En un lado estaban la puerta balcón y su
mesa de trabajo, en el otro la biblioteca. Adelante, hacia sus pies, que
tampoco logró distinguir, seguía estando la puerta de la habitación. Sin duda
era su dormitorio en su departamento del piso veintidós de Palermo y la hora el
mediodía porque podía escuchar el bochinche de motores, sirenas, frenos de aire
de los colectivos, exclamaciones, voceos, gritos y porque, además, pudo
distinguir las agujas del reloj, colgado de la pared de la sala, convertidas en
una sola apuntando hacia arriba. Descartó haber despertado en otro lugar “¿Entonces?”
– se preguntó- “Calmate, Malva, calmate” – se aconsejó. Había tratado de
hablarse en voz alta pero no se había escuchado. Sólo había escuchado su voz
interior “¿Pero, qué le ocurría, qué significaba que no se hubiera visto los
pies ni los senos, pudiendo ver todo lo demás? Porque podría ocurrir que ante
un ataque de paraplejia o hemiplejia quedara paralizada y no pudiera moverse,
eso sí, pero que no pudiera verse y que no pudiera escucharse. Se tranquilizó
brevemente porque era lógico que si estaba paralizada no pudiera articular
palabra, no pudiera hablar, ergo no podía escucharse. Le siguió pareciendo sin
embargo extraño no poder verse. De pronto sonó el teléfono con estridencia
¿Podría, acaso, intentar rodar aunque más no fuera para golpear la mesa de luz,
hacer caer el aparato, que el tubo se desprendiera y aunque fuera colgada o
caída ella misma a su lado poder hablar por el auricular y pedir auxilio? Se
concentró tratando de empujarse, de impulsarse. Nada, no consiguió nada. Seguía
tiesa, escudriñándolo todo y oyéndolo todo, como si fuera transparente, como si
fuera un objeto transparente. Continuó escuchando los timbrazos, encogida,
hasta que el teléfono se calló. Se aterrorizó. Imaginó que dentro de su
torrente sanguíneo afloraría la adrenalina y que quizá esta sustancia la
sacaría de su estado inanimado, pero nada ocurrió tampoco. Hasta su momentáneo
espanto se fue de a poco calmando mientras reconocía objetos en la habitación
que le eran familiares. “Pero claro – se dijo – como no me di cuenta antes,
esto es una simple y brutal pesadilla, ya se me pasará, ya despertaré. Lo mejor
será que vuelva a dormirme para lo cual lo único que debo hacer es cerrar los
ojos”. Quiso cerrar los ojos pero los párpados no le respondieron. Es decir
ella consideró que los párpados no le respondían. “Bueno – pensó de nuevo – es
lógico, si estoy parapléjica. Deberé esperar con paciencia la llegada de
alguien. La señora que hace la limpieza, Elena. Tal vez mi padre, don Pepe, mi
hermano Tomás, o quizá hasta mi propia madre que, como me odia, se pondrá
contenta de verme así, imposibilitada, transformada en un objeto.” Este último
pensamiento le heló la sangre pero no le impidió considerar que si se hubiera
transformado en un objeto lo de “helársele la sangre” sería meramente una
metáfora ¿Pero si fuera un objeto, sería un cubo, una esfera, qué poliedro
sería? Además por más que llegara gente, incluso la que más y mejor la conocía,
la que más la amaba, cómo iban a imaginar que ese poliedro, cubo, esfera,
transparentes, lo que fuera, que estaba sobre su cama, fuera ella misma y no
uno de los objetos que ella fabricaba para emplear en sus esculturas.
A
esta altura de sus elucubraciones se le ocurrió otra idea siniestra. La de que,
en realidad hubiera muerto; su cuerpo o cadáver estaría descansando en su
féretro en alguna funeraria o ya en el cementerio mismo y que su alma, espíritu
inmortal, se hubiese quedado allí, en el departamento, adherida a los objetos
que había poseído y amado, porque quizá la muerte fuese así. Es decir, los
muertos extraviarían o perderían los cuerpos, pero sus almas viajarían, volarían,
se entretendrían en los lugares que habían amado y en los que habían sido
felices. Desde luego que, al no disponer de los cuerpos, las almas nada podrían
hacer para comunicarse con los demás cuerpos, los que pertenecían a aquéllos
que todavía estaban vivos y andaban por el mundo, pero tal vez sí podrían
viajar, trasladarse y, sin pausa, contemplar, escuchar. Pudiera ser entonces
que lo que debiese tratar de intentar no fuera moverse físicamente porque ya no
habría físico para mover, sino desplazarse espiritualmente para lo cual sin duda
bastarían su imaginación y su voluntad. Es decir, el simple querer estar en el
lugar que pudiera imaginar. Imaginó entonces que estaba en la cama de su
dormitorio del departamento del piso veintidós y que se despertaba, y,
efectivamente, se despertó por fin, contraída todavía por la angustia reciente,
en posición fetal, y agradeciendo que tanto horror hubiese sido un sueño, una
terrible pesadilla en realidad ¡Qué alivio!
Se
incorporó y salió del lecho con las articulaciones suavemente adoloridas encantadísima
de estar y sentirse viva y despierta y dueña de nuevo de su cuerpo y sus
movimientos. Pensó que la fantasía se había inspirado claramente en sus
esculturas y en su pensamiento filosófico fundamental acerca de la vida y los
seres.
La
vigilia estaba allí, intacta, como cada mañana, pero, además, fluía, mutaba, se
transformaba, transcurría con ella, metida dentro del tiempo. Caminó desnuda
como había salido de entre sus sábanas hasta la cocina y abrió la heladera. Se
quedó apoyada sobre la puerta tratando de pesar lo menos posible para no
desgoznarla, término que ella prefería cuando se trataba de elegir entre
descuajeringar, descolocar, desquiciar y otros. Sus ojos vagaron sobre el
interior frío, cuya atmósfera de aliento helado, ligeramente alitósico,
reposaba con placer contra la tibieza de la panza, se detuvieron en el paquete
de fiambres envueltos en esa especie de celofán que desnudaba el granito rojo y
blanco del salame, la rodrocrosita de las fetas de jamón, el amarillo pajizo
del queso, se posaron sobre el sachet de leche,
la mermelada, un paquete de pan
lactal rodajas finas, se regodearon en el ovoide episcopal de los huevos
prolijamente embutidos en los perfectos hoyos cilíndricos de la puerta. Final e
insólitamente se decidieron por un desayuno americano. Extrajo los fiambres y
dos huevos para freírlos. Se prepararía además café y jugo de naranja.
Cuando
los huevos estuvieron a punto puso dos fetas gruesas de jamón sobre el plato y
les depositó encima, fritas y crocantes, las yemas y las claras. Sobre las
cúpulas blandas y amarillas dejó caer, sobre cada una, dos gotas de aceite de
oliva crudas. Armó tres rollitos con las fetas del queso y, su primera
acometida sobre los manjares consistió en hundir el vértice de una rodaja de
pan lactal sobre una yema. En pocos minutos había pasado del pánico al deleite.
En adelante masticó, cortó jamón con clara y yema, saboreó y bebió el cítrico
fresco y dulce. Pensó en Trenque Lauquen, en su hermano Tomás y en el patio
cubierto, de piso de cerámicas rosa y verde agua, se acordó de su muñeca
Petrona y de aquél episodio triste con su madre y otro hombre en el dormitorio
lúgubre, de su huida y de sus vacaciones lejanísimas en el arroyo transparente
y en las piedras chatas y blandas.
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