jueves, 23 de octubre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEGUNDO DE "LAS WALKYRIAS"




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                                                         Advirtió que no podía moverse cuando intentó estirar el brazo hacia la mesa de luz para acercarse el reloj y consultar qué hora era. Estaba completamente paralizada. Pensó, aterrorizada, que durante la noche le habría sobrevenido una paraplejia. Recordó la noche anterior en la que se habían quedado hasta tarde, conversando con Elena. La alegría desbordante por la reconciliación de ambas. El momento en que Elena se había marchado y también el momento en que ella se había desvestido, había ido al baño, se había acostado. Antes habían regresado de su atelier, Elena había amasado una pizza y ella había metido en el freezer dos botellas de cerveza. Habían comido y bebido bastante ¿Sería el efecto de la cerveza?
Intentó de nuevo incorporarse y una aguda punzada en uno de sus costados hizo que se quedara de nuevo tiesa. Quiso mirar hacia sus pechos. Lo hizo pero no vio nada. Aunque sus ojos parecieron responder, como para haberse enfocado hacia donde quiso mirar, no vio nada. Comenzó a dudar de la postura de su cuerpo, observó cautelosamente a uno y otro costado. En un lado estaban la puerta balcón y su mesa de trabajo, en el otro la biblioteca. Adelante, hacia sus pies, que tampoco logró distinguir, seguía estando la puerta de la habitación. Sin duda era su dormitorio en su departamento del piso veintidós de Palermo y la hora el mediodía porque podía escuchar el bochinche de motores, sirenas, frenos de aire de los colectivos, exclamaciones, voceos, gritos y porque, además, pudo distinguir las agujas del reloj, colgado de la pared de la sala, convertidas en una sola apuntando hacia arriba.  Descartó haber despertado en otro lugar “¿Entonces?” – se preguntó- “Calmate, Malva, calmate” – se aconsejó. Había tratado de hablarse en voz alta pero no se había escuchado. Sólo había escuchado su voz interior “¿Pero, qué le ocurría, qué significaba que no se hubiera visto los pies ni los senos, pudiendo ver todo lo demás? Porque podría ocurrir que ante un ataque de paraplejia o hemiplejia quedara paralizada y no pudiera moverse, eso sí, pero que no pudiera verse y que no pudiera escucharse. Se tranquilizó brevemente porque era lógico que si estaba paralizada no pudiera articular palabra, no pudiera hablar, ergo no podía escucharse. Le siguió pareciendo sin embargo extraño no poder verse. De pronto sonó el teléfono con estridencia ¿Podría, acaso, intentar rodar aunque más no fuera para golpear la mesa de luz, hacer caer el aparato, que el tubo se desprendiera y aunque fuera colgada o caída ella misma a su lado poder hablar por el auricular y pedir auxilio? Se concentró tratando de empujarse, de impulsarse. Nada, no consiguió nada. Seguía tiesa, escudriñándolo todo y oyéndolo todo, como si fuera transparente, como si fuera un objeto transparente. Continuó escuchando los timbrazos, encogida, hasta que el teléfono se calló. Se aterrorizó. Imaginó que dentro de su torrente sanguíneo afloraría la adrenalina y que quizá esta sustancia la sacaría de su estado inanimado, pero nada ocurrió tampoco. Hasta su momentáneo espanto se fue de a poco calmando mientras reconocía objetos en la habitación que le eran familiares. “Pero claro – se dijo – como no me di cuenta antes, esto es una simple y brutal pesadilla, ya se me pasará, ya despertaré. Lo mejor será que vuelva a dormirme para lo cual lo único que debo hacer es cerrar los ojos”. Quiso cerrar los ojos pero los párpados no le respondieron. Es decir ella consideró que los párpados no le respondían. “Bueno – pensó de nuevo – es lógico, si estoy parapléjica. Deberé esperar con paciencia la llegada de alguien. La señora que hace la limpieza, Elena. Tal vez mi padre, don Pepe, mi hermano Tomás, o quizá hasta mi propia madre que, como me odia, se pondrá contenta de verme así, imposibilitada, transformada en un objeto.” Este último pensamiento le heló la sangre pero no le impidió considerar que si se hubiera transformado en un objeto lo de “helársele la sangre” sería meramente una metáfora ¿Pero si fuera un objeto, sería un cubo, una esfera, qué poliedro sería? Además por más que llegara gente, incluso la que más y mejor la conocía, la que más la amaba, cómo iban a imaginar que ese poliedro, cubo, esfera, transparentes, lo que fuera, que estaba sobre su cama, fuera ella misma y no uno de los objetos que ella fabricaba para emplear en sus esculturas.
A esta altura de sus elucubraciones se le ocurrió otra idea siniestra. La de que, en realidad hubiera muerto; su cuerpo o cadáver estaría descansando en su féretro en alguna funeraria o ya en el cementerio mismo y que su alma, espíritu inmortal, se hubiese quedado allí, en el departamento, adherida a los objetos que había poseído y amado, porque quizá la muerte fuese así. Es decir, los muertos extraviarían o perderían los cuerpos, pero sus almas viajarían, volarían, se entretendrían en los lugares que habían amado y en los que habían sido felices. Desde luego que, al no disponer de los cuerpos, las almas nada podrían hacer para comunicarse con los demás cuerpos, los que pertenecían a aquéllos que todavía estaban vivos y andaban por el mundo, pero tal vez sí podrían viajar, trasladarse y, sin pausa, contemplar, escuchar. Pudiera ser entonces que lo que debiese tratar de intentar no fuera moverse físicamente porque ya no habría físico para mover, sino desplazarse espiritualmente para lo cual sin duda bastarían su imaginación y su voluntad. Es decir, el simple querer estar en el lugar que pudiera imaginar. Imaginó entonces que estaba en la cama de su dormitorio del departamento del piso veintidós y que se despertaba, y, efectivamente, se despertó por fin, contraída todavía por la angustia reciente, en posición fetal, y agradeciendo que tanto horror hubiese sido un sueño, una terrible pesadilla en realidad ¡Qué alivio!
Se incorporó y salió del lecho con las articulaciones suavemente adoloridas encantadísima de estar y sentirse viva y despierta y dueña de nuevo de su cuerpo y sus movimientos. Pensó que la fantasía se había inspirado claramente en sus esculturas y en su pensamiento filosófico fundamental acerca de la vida y los seres.
La vigilia estaba allí, intacta, como cada mañana, pero, además, fluía, mutaba, se transformaba, transcurría con ella, metida dentro del tiempo. Caminó desnuda como había salido de entre sus sábanas hasta la cocina y abrió la heladera. Se quedó apoyada sobre la puerta tratando de pesar lo menos posible para no desgoznarla, término que ella prefería cuando se trataba de elegir entre descuajeringar, descolocar, desquiciar y otros. Sus ojos vagaron sobre el interior frío, cuya atmósfera de aliento helado, ligeramente alitósico, reposaba con placer contra la tibieza de la panza, se detuvieron en el paquete de fiambres envueltos en esa especie de celofán que desnudaba el granito rojo y blanco del salame, la rodrocrosita de las fetas de jamón, el amarillo pajizo del queso, se posaron sobre el sachet de leche,  la mermelada,  un paquete de pan lactal rodajas finas, se regodearon en el ovoide episcopal de los huevos prolijamente embutidos en los perfectos hoyos cilíndricos de la puerta. Final e insólitamente se decidieron por un desayuno americano. Extrajo los fiambres y dos huevos para freírlos. Se prepararía además café y jugo de naranja.
Cuando los huevos estuvieron a punto puso dos fetas gruesas de jamón sobre el plato y les depositó encima, fritas y crocantes, las yemas y las claras. Sobre las cúpulas blandas y amarillas dejó caer, sobre cada una, dos gotas de aceite de oliva crudas. Armó tres rollitos con las fetas del queso y, su primera acometida sobre los manjares consistió en hundir el vértice de una rodaja de pan lactal sobre una yema. En pocos minutos había pasado del pánico al deleite. En adelante masticó, cortó jamón con clara y yema, saboreó y bebió el cítrico fresco y dulce. Pensó en Trenque Lauquen, en su hermano Tomás y en el patio cubierto, de piso de cerámicas rosa y verde agua, se acordó de su muñeca Petrona y de aquél episodio triste con su madre y otro hombre en el dormitorio lúgubre, de su huida y de sus vacaciones lejanísimas en el arroyo transparente y en las piedras chatas y blandas.


Amilcar Luis Blanco  (Ophelia por John Everett Millais)

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