lunes, 24 de noviembre de 2014

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO SEXTO Y FINAL DE "LAS WALKYRIAS"




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                                                          56
                           Las vidas de todos ellos quedarían en fotografías hasta que también estas se destruyeran perdidas entre muebles viejos. Pero habría dos vidas que hallarían su final de un modo brusco, impensado. Primero, la de ella, después la de él.
Este final se produjo al cabo de la fiesta erótica que celebraron las cuatro amantes: Elena, Malva, Malena y Edelmira. Se habían reunido en el taller de escultura de Malva, quien había encendido sus cámaras a fin de captar las mejores tomas e inspirarse para la obra que tenía en mente. Después de la culminación del ágape hubo lentas y perspicaces insinuaciones que hubieran llevado a otros capítulos de no suceder lo que sucedió, sobre todo entre Malena y Malva que apenas se conocían y conversaron.
- Decime la verdad ¿Te gustó Daniel? – preguntó Malena.
- Decime la verdad vos ¿No querrías tenerlo acá, digamos, como un epílogo entre nosotras? – preguntó por su parte Malva.
- ¡Me moriría de vergüenza! Además, me daría miedo que me abandonara para siempre después de descubrirme.
- ¿Tu homosexualidad querés decir?
- ¡Claro!
- Sabés que tenés un prejuicio con eso.
- ¿Cómo?
- Claro ¿Vos no crees que las mujeres somos todas homosexuales?
- No lo se, no lo creo. Fuera de nosotras y, bueno, también en “Las Walkyrias”, yo hice amistad con una de ellas, Sonia, con la que curtimos un poco algunas veces, pero, fuera de eso…
- Me parece que todavía seguís siendo un poco ingenua. Te vuelvo a preguntar ¿Te gustaría tenerlo a Daniel aquí, con nosotras? – insistió Malva
- ¿Vos querés decir desde el punto de vista exclusivamente erótico?
- Por supuesto, no hay otro, Nena, dejá de lado el costado moral.
- Bueno, en ese caso, creo que sí, que me gustaría, aunque a lo mejor me moriría de celos cuando vos te le acercaras y él empezara a gozar con vos – contestó por fin Malena.
- Y bueno ¿Acaso vos te quedarías atrás, me cederías el lugar?
- No sé, me ofendería, me darían muchos celos.
- Serías una tonta.
- ¿Vos qué harías en mi lugar?
Malva se paró de pronto. Había estado saboreando un trago de whisky, caminó alrededor del lecho en el que las dos habían estado sentadas, desnudas, y se detuvo frente a Malena, la miró inquisitiva, clavándole la oscuridad de los suyos en los ojos celestes y también chispeantes de ella.
- ¿Y si te dijera que conozco a Daniel desde hace tiempo, desde antes que vos lo conocieras?
Malena sintió un leve mareo y algo de vacío en el estómago ¡Se había hecho estúpidas ilusiones con Daniel! Había creído la historia de la botita, el timo del zapatito como en la cenicienta. La realidad volvía por sus fueros. Pudo ver desde que la conoció que Malva era una artista, una mujer de mundo. No había querido entrar en la intuición que había tenido acerca de ella, alimentada por el vivo recuerdo que le quedó de aquélla conversación que habían tenido con Daniel en “Las Walkyrias”, cuando él le había contado acerca de aquélla amante suya que era una artista, imaginativa, que se aburría con él. Le pareció que ahora sería inevitable admitirlo, así que estuvo un rato callada sosteniéndole la mirada de sombra, esa mirada de sombra y sed que tenía Malva y de la que había recelado, pero que, al mismo tiempo, como a las demás, la enamoraba.
- Me imaginé que vos eras la mujer de la que Daniel me había hablado.
Malva se sentó ahora de nuevo a su lado en la cama y sus oscuras pupilas parecieron fulgurar sobre su sonrisa.
- ¿Te habló de mi? Contame – Se veía que la urgía la ansiedad y que el deseo de él se le había metido en el súbito colorado de sus mejillas.
- Vos sabés que me parece que mis sospechas son ciertas. La noche de la cena en mi casa en La Paz ¿Vos te volviste a acostar con él después de mucho tiempo que no se veían, o me equivoco?
- No te equivocás.
- Sos una desfachatada.
- Pero soy sincera y, además, estoy dispuesta a compartirlo.
- ¿Sólo conmigo?
- Sólo contigo. Mas sería demasiado.
Entretenidas como estaban repartiéndose a Daniel no prestaron atención a ruidos, movimientos y caídas de objetos que llegaban desde el sector destinado a cocina en el inmenso espacio repleto, como vimos, de objetos, enseres, herramientas de todo tipo. Cualquier ruido era imaginable y no despertaba sospechas. Pero hubo un chillido agudo, dos gritos desgarrados y la seca detonación de un estampida, así que ésta vez no pudieron ignorarlo y corrieron las dos, desesperadas y agitadas, perdida toda compostura, y encontraron que sobre los pequeños adoquines del piso yacía sin vida el cuerpo de Edelmira y, bajo su piel satinada y morena y su rostro detenido en una mueca, su sangre hacía crecer un pequeño charco rojo. Vieron a un hombre con los brazos caídos; en el extremo de uno de ellos, como si la mano que le correspondía lo sostuviera sin conciencia, pendía un revolver. Sólo Elena se acercó a él, el hombre tenía los ojos puestos en el vacío, la cara descolorida y las comisuras de los labios desencajadas, sin tono, las cejas alzadas. El hombre levantó su mano deteniéndola, llevó el revolver a la sien, la nueva estampida atronó como si les perforara los tímpanos a todas.
- ¿¡Alejandro, querido, qué hizo, pero qué hizo usted, hombre!? – gritaba ya Elena, despavorida. El volumen de su voz ascendía cada vez mas y repetía la misma pregunta asombrada, hasta que llegó a parecerse al ulular desesperado de una sirena en la noche y sólo Malva atinó a ir al teléfono y llamó a la policía mientras sus amigas – Elena se había callado en una rígida expresión de horror -, como autómatas, se vestían y se sentaban a esperar el destino.

  
   
                           FIN

                                                                                                     Amílcar Blanco (Pinturas de Karina Belkina y de Juan Francisco Casas)

sábado, 22 de noviembre de 2014

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO QUINTO DE "LAS WALKYRIAS"




                                                             55
                     Decidieron presentarse separadamente y con distancia de tiempo entre ellos. Primero fue el turno de Daniel. Ya la dueña de casa y sus invitadas habían abandonado la cocina y ocupaban el living iluminado a pleno en el que habían puesto la mesa.
- Tardaste – dijo Malena cuando lo vió asomar por la puerta.
- Me entretuve
- ¿No encontraste a Malva?
- No.
- Hace tiempo los esperamos. Ella fue a comprarse un analgésico a la farmacia ¿En qué te entretuviste? – preguntó Malena
- Entré a una casa de videos. Estuve viendo títulos de películas que leo en los diarios y siempre quiero ver.
- ¿Y, conociste a Malva? – preguntó Malena.
- Sí, sí, muy agradable.
- ¿De qué hablaron?
- Bueno, generalidades. Me dijo que su familia era de Trenque Lauquen. Que se dedicaba a la decoración y que esculpía y, finalmente, que le dolía mucho la cabeza.
- ¿No te recordó a alguien? – preguntó de nuevo Malena
- ¿A quién?
- Bueno, eso lo tenés que decir vos.
- No recuerdo.
- Aquélla novia tuya que te dejó por aburrido. Te acordás que me hablaste de ella cuando nos conocimos.
- ¡Ah, sí, claro! Amalia.
- ¿Amalia se llamaba?
- Sí, sí, Amalia. No, nada que ver, por lo menos físicamente.

Elena había escuchado y recordó de pronto que Daniel era el nombre del novio aburrido de Malva. Se lo preguntaría cuando estuviesen las dos solas. Era presumible que su amiga pudiera haber convenido con él que guardarían silencio respecto de su conocimiento mutuo. Y era presumible también que se hubiesen dado un tiempo y un espacio para conversar ¿Para conversar? Si hubiera sido sólo para eso ¿Qué impedía que se quedaran al abrigo de la intemperie en una noche tan fría? Sus sospechas no eran celos. Ella había propiciado el encuentro entre Malva y Edelmira ¿Por qué le molestaría ahora que Malva se acostase con Daniel? ¿Acaso las cuatro no habían estado hablando de un encuentro entre ellas antes de que llegase Daniel y, aún, Malva y ella, que no conocieron a Malena sino hasta ese día, no se habían manifestado dispuestas al encuentro?

 Habían bromeado acerca de que el cuerpo puente de encuentro entre ellas era Edelmira que las conocía a todas. Habían especulado con la idea de comenzar besándola y acariciándola a Edelmira como un ritual de agradecimiento ¿Qué le podría importar a ella, ahora, que Daniel y Malva se hubiesen revolcado? ¿Y Malena, estaría celosa?

Estaba en estas elucubraciones cuando llamaron a la puerta y Edelmira fue a abrir. Era Malva.
-¡Ah, estoy exhausta! – dijo mientras se desabotonaba el tapado con cabrito interior que la había abrigado.
- ¿Qué pasó? – inquirió Malena.

- Además de la cola que hice, se me rompió un taco de la botita y tuve que buscar un zapatero que me dijeron que atendía que al final me lo pegó y clavó ¡Menos mal!
¿A cuál fuiste? – quiso todavía asegurarse Malena.
En esta averiguación no tuvo suerte porque Malva se había precavido. Después de haber dejado a Daniel había caminado por el centro de la Paz y visto un tallercito de compostura de calzado abierto a esa hora. Un local de vidriera pintada en letras rojas sobre fondo blanco que decía “Zapatería de José” “composturas al instante”. No lo dudó, golpeó el taco contra el cordón hasta que lo separó de la suela. El viejo que la atendió tardó muy poco en unir ambas piezas. Así que Malva sonrió y dijo:
- “Zapatería de José”- Se descalzó y mostró el taco – Lo hubiera hecho yo misma. Para mí es una pavada, pero hay que vivir y dejar vivir ¿No les parece?
Las dudas se disiparon tanto en la mente de Elena como en la de la anfitriona. Daniel también suspiró aliviado. Ignoraba hasta qué punto las mujeres podían haber sido infidentes.
De pronto, Jorge Monsivais e Hilda irrumpieron en el salón. El llevaba una fuente que contenía los fiambres y doña Hilda otra que contenía “vitel toné” preparado por ella misma y que a su hija tanto le gustaba. Edelmira giró los potenciómetros para que la luz irradiase a giorno.
- Esta noche se celebrará la cena en homenaje a quienes han contribuido, de una u otra manera, a que mi hija, Malena, esté de nuevo entre nosotros. Este agasajo lo hemos planificado entre mi hija y yo. Son el señor Daniel Silverstone, y las señoras Edelmira y  Elena los principales destinatarios de nuestro agradecimiento. Invitamos también al Comisario Neptalí quien lamentablemente se excusó y no puede hoy estar aquí porque fue trasladado a otro departamento. Vamos a comenzar entonces con un brindis – Jorge Monsivais depositó después de que su esposa lo hiciera la fuente sobre la mesa y tomó una copa llena con champagne hasta la mitad. Los demás se acercaron y cada uno aferró también la suya. Se elevaron y chocaron los cristales.
- ¡Salud y felicidad para todos! – dijo Malena.
Todos respondieron “salud”, “que así sea”, “por muchos años”, etcétera. Se acercaron a Malena y la besaron y abrazaron de a uno. Daniel le dijo:
- Te quiero mucho, me alegro de haberte ayudado.
Malva la abrazó y beso brevemente, en silencio.
- Yo también te quiero muchísimo y voy a estar a tu lado siempre – declaró Edelmira con lágrimas en sus ojos mientras la abrazaba
- Ojalá que nadie, jamás, nunca, frustre tu libertad – Fueron las palabras de Elena después de besarla.
Enseguida fueron sus padres, uno a cada lado, los que imprimieron un beso cada uno en cada mejilla al mismo tiempo y fue Malva, quien había traído su cámara digital, la que tomó la primer foto de la noche para detener ese momento que, en el futuro, habría de ser mirado y mostrado con añoranza cuando algunos envejecieran, otros murieran, y ya nada tuviera el sentido que tuvo para nadie.


Amílcar Luis Blanco  (Pinturas de Auguste Renoir,  Carla Chávez Keller, Emille Bernard y Otto Muller)

miércoles, 19 de noviembre de 2014

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO CUARTO DE "LAS WALKYRIAS"

                                                              54
                                                      - Los presento, Daniel Silverstone, Malva, una amiga de la amiga de una amiga.
- Mucho gusto
- Encantada
- Bueno, hechas las presentaciones, vuelvo a la cocina, vamos Elena. Los dejo solos para que se conozcan.
Malena y Elena hacen mutis hacia la cocina de la enorme casa de los Monsivais donde también está Edelmira trabajando y los aparentemente recién conocidos quedan solos en el enorme living observándose, sonrientes. Es invierno, de tarde, el sol está escondiéndose detrás del río en La Paz y su fulgente disco rojo se ve por la ventana.
- ¿¡Vos aquí!? No esperaba encontrarte en este lugar. No me digas nada porque te vienen anticipando. Sos el salvador de Malena y, a la vez, ella, tu enamorada…
- Bueno, lo último no lo se ¡Ojalá!
- Pero mirá nomás ¿Te digo qué es lo que todavía me tiene intrigada?
- Decime
- Bueno, nunca supe que frecuentaras los burdeles, las casas de tolerancia ¿Cuándo empezaste?
- Cuando vos dejaste de darme bola, mas o menos para esa época.
- ¡Y yo que te encontraba aburrido!
- ¿Te parezco ahora mas interesante?
- Lógico, un tipo que alterna con prostitutas es alguien que no se rinde
- ¿Qué querés decir?
- Eso, que no se entrega, mantiene su ilusión
- ¿Es un iluso?
- Más o menos, pero, para decirlo de un modo más simpático, sin herir sensibilidades, es alguien que todavía conserva su alma de niño, o de héroe que es lo mismo.
Daniel se ríe, camina, se deja caer en un sillón de dos cuerpos. Malva lo sigue, intrigada, y se sienta a su lado. Le admira todavía la estatura, lo esbelto del cuerpo, la nariz aguileña, los ojos negros y el destello de rubí en sus profundidades.
- ¿Qué te hizo gracia de lo que dije?
- Lo relacioné con lo que me dice el analista. Según él yo le sigo pidiendo permiso a mi mamá para todo, o sea, sigo siendo un niño. Según vos, ahora, al perseguir relaciones con prostitutas, también, sigo siendo un niño ilusionado.
- ¡Cuántas novedades! Tampoco sabía que te analizabas. Pero, bueno, entre lo que te dijo tu analista – no hay que ser un genio para descubrirlo – y lo que te digo yo hay bastante diferencia. Una cosa es vivir ilusionado y otra, muy distinta, sometido.
- Explicame
- ¡Qué rico que sos! Como cuando estábamos juntos seguís pidiendo explicaciones sobre lo evidente. Me haces sentir como si fuera una maestra o una mamá.
- ¿En serio?
- A ver, niño Daniel, paso a explicarle. Si usted se ausenta de su casa hacia un quilombo en busca de una mujer tolerante y amable que lo haga feliz está tomando una decisión independiente, apostando a su libertad. Siempre que se camina hacia el logro de un sueño, para satisfacer una ilusión, uno está tratando de cumplir un deseo y dándole sentido a la libertad, ejerciéndola. En cambio, cuando alguien pide permiso a otro o espera que otro autorice, o, lo que es peor, le diga lo que tiene que hacer no es libre, está sometido, dependiente. Un niño está sometido a la autoridad de sus padres en cuanto a lo que podrá hacer o le dejarán hacer pero está pleno de deseos, de ilusiones, en su interior, que constituyen su libertad latente, su potencial. Cuando por fin pone en práctica ese potencial, cuando lo actualiza, pasó la barrera de las prohibiciones maternas o paternas y es, entonces, libre.
Daniel aplaude en la sala vacía en la que reina una penumbra de iluminación en ciernes porque hay luces dicroicas reguladas con potenciómetros, orgullo de Jorge Monsivais, apenas encendidas; también encendido, un hogar a leña porque es invierno. Entonces él, sin poder reprimirse, extiende su palma y acaricia suavemente la mejilla de Malva que la toma con una de sus manos y la besa, también con ternura, “como si se sintiera por un instante protegida por mí” – piensa Daniel.
- Te extraño todavía – le dice a ella.
- Yo también a vos
- ¿Aunque te hayas aburrido mucho conmigo?
- No tenías que hacerme caso, sabés que fui, soy y siempre seré una histérica. Pero, contame, ¿Cómo te va con tu enamorada?
- No lo se, hace un año que no la veo. Llegué una media hora antes que vos y ella estaba con dos amigas tuyas, Elena y Edelmira, y nos presentó.
- ¿Pero no te llevó aparte?
- Sí, sí
- ¿Y te habrá besado apasionadamente, metiéndote la lengua y todo, me imagino?
- Bueno, sí
- ¿Y te habrá prometido que esta noche, guerra?
- Mirá, nos vimos mas de una vez en “Las Walkyrias”, nombre del hotel o lugar donde la tenían, y fue lo que se dice un flechazo, un amor a primera vista, y creo que ella se ilusionó conmigo desde un primer momento, sin que supiera o especulara con que yo podría contribuir a que la rescataran.
- O sea ¿Guerra?
- Bueno, que así sea, amén ¿Te molestaría? – Están mirándose algo empalagados, un poco inclinados los torsos, pero la insinuación hace que Malva se erice con una breve carcajada, y, acto seguido, apriete juntas sus manos sobre la falda, apresando la que él había extendido y la haga pesar encima del espacio de sus muslos sobre la pollera. Después le acerca la boca.
- Seguís haciéndote ilusiones – le dice, con voz susurrante, de modo que él alcanza a olerle el fondo a tabaco del aliento, circundado por el aroma perfumado del rouge.
La maniobra de Malva despierta en Daniel una carrera de latidos que llegan a todos los rincones de su cuerpo y en especial a la región genital. Su verga se desentumece ligeramente. Siente que puede y debe besarla, así que la toma de la nuca y la besa con fuerza y ternura contenidas. Ella también se siente muy excitada. El bochinche de pasos, voces, vajillas en movimiento, radio encendida, llega desde la cocina como una marea sonora de frecuencia inalterada. Malva toma la mano de Daniel y la pone sobre su seno, el corpiño se desprende como para que él sienta en su palma, en las yemas de sus dedos, el endurecimiento súbito del pezón. Hacerse el amor ahí mismo hubiera constituido un escándalo en un cálido festejo familiar que ni Malena ni sus padres se merecían. Por eso Malva se separa y se acomoda la blusa y el corpiño.
- Decí que salís a comprar cigarrillos y esperáme en tu coche ¿Cuál tenés ahora?
- Un Focus azul oscuro. Está estacionado frente a la casa.
- Da la vuelta y esperáme en el coche, yo me arreglo.
Daniel se para y camina hacia la cocina. Malva hace lo mismo pero se dirige al baño, cierra con llave y se queda mirándose al espejo. No esta enamorada de Daniel pero su rostro, su cuerpo, sus maneras, su voz, todo él, la excitan. La hacen sentirse como en un estado líquido y, por supuesto, algo de la vulva, algo de la vagina, se le humedecen y su cavidad bucal se llena de saliva ¿Será una adicta al sexo? Mientras se hace la pregunta repasa sus labios con rouge y traga saliva enseguida que termina. Suspira. Va a la cocina y encuentra a Malena, Edelmira y Elena sonrientes, todas con delantales, doña Hilda, sentada, también sonriente y don Jorge Monsivais enfrascado en la lectura del diario.
- Daniel salió a comprar cigarrillos – anuncia Malena.
- ¿Dónde hay una farmacia por acá? – pregunta Malva, como si no la hubiera escuchado.
- ¿Te sentís mal? – pregunta Elena
- Me duele un poco la cabeza
- Yo te acompaño – se ofrece Edelmira
- Vos y todas ustedes se quedan preparando la cena, yo voy y vuelvo en un instante, indicáme – corta enérgica Malva dirigiéndose a Malena.
- Mirá, tenés que ir hacia el centro, llegás a la esquina y caminás cinco cuadras. Qué lástima que Daniel ya se fue, él te podría haber llevado.
- Bueno, bueno, rajo que por ahí lo encuentro.
Malva se apura hacia la puerta, y, de la dilatada cama del dormitorio principal del matrimonio, donde se apilan las prendas de los invitados, antes de salir, toma su cartera, también, después de tomarla, se mete dentro de su enorme tapado de terciopelo con piel adentro. Nadie sospechará de su apuro y de lo nimio de la diligencia que se propone. Tampoco de ellos dos si fingiera haber encontrado a Daniel ya que para todos ellos recién se han conocido.
Daniel está estacionado a la vuelta.  Malva abre la puerta del acompañante y se le sienta al lado. Se abalanza sobre su cuerpo y se besan en la boca apasionadamente. Cada vez que estuvo con él antes de rechazarlo se sintió una perdida, ahora lo mismo, le dan irresistibles ganas de desnudarse y entregarse. Se le ocurre en ese instante que lo puede ir haciendo hasta que lleguen al hotel y guardar las apariencias. Comienza por quitarse el vestido de lana, sigue con la bombacha, el corpiño y la medibacha por debajo de su ampuloso tapado hasta quedar completamente desnuda, su piel rozándose sólo con los interiores de lana de cabrito de su abrigo. Así, cubriéndose, apoya sus senos sobre los muslos y las rodillas de Daniel que maneja hacia la ruta en la que ha visto un hotel alojamiento, comienza a desabotonarle la bragueta, mete la mano y comprueba que para bien de los dos él tiene puesto un calzoncillo del tipo pantaloncito con abertura. El sexo de Daniel termina de cobrar toda su dureza en la palma de la mano de Malva cuando lo extrae y hace brotar de las telas para apresarlo con su boca. El volumen del miembro la atraganta, traga saliva para ir mojándolo de a poco con la punta de su lengua y con el interior algo mas seco de la parte superior de su paladar. Quiere saborearlo, ir sintiendo la tersa dureza, hurgar la base, el lugar en que se une a los testículos con la punta de su lengua, sentir el leve gusto amargo de la secreción en el orificio central de su glande, el henchirse de todo el volumen del pene dentro de la cavidad de su boca y la punta del enorme badajo casi sobre su glotis sin que esto le provoque arcadas. Necesario es decir que, aunque sigue ansiosa y excitada, se ha relajado, ha adquirido la confianza y la voracidad en proporciones exactas como para llevar a cabo una tarea que la conforta y le hace sentir, segundo a segundo, contemporáneamente con la propia, la satisfacción de él. Daniel, por su parte, se ha entregado manteniéndose en el grado de concentración que le permite seguir manejando. Esa sensación de dicha contenida, de placer corporal absoluto en expectativa, lo habita nuevamente y hace que se deslice casi como si volara sobre la cinta asfáltica. Los camiones y micros han ya encendido sus luces delanteras, viajan hacia un horizonte de oscuridad con la franja de luminosidad rosada hundiéndose cada vez mas por sobre el espacio de camino que le deja ver el espejo retrovisor. La succión, el suave bombeo, ha comenzado a ejecutarse sobre su miembro aterido por una sensibilidad mayúscula e hinchado hasta sus límites de capacidad por un agolpamiento de sangre que amenaza con hacerlo reventar. Tiene ganas él también de pasearlo y rozarlo por las curvas sinuosas del cuerpo de Malva. Llevarlo desde sus labios, mejillas, garganta, pecho, hombros, confrontándolo de punta contra los pezones, y después pasárselo por sobre el ombligo, deslizarlo sobre el pubis hasta encontrar la hendidura húmeda y preparada para recibirlo a fondo, introducirlo, sacarlo inmediatamente como para que se lo desee mas y darla vuelta y hacer el recorrido sobre sus nalgas y glúteos, sobre su espalda, después recorrerla con la boca de labios entreabiertos, colocarse al revés de modo de quedar sobre los talones y las plantas de los pies de malva, recorrérselos con la boca y, mientras tanto, meter su pene en la hendidura de sus glúteos y fregárselo al revés e iniciar los movimientos de la cópula presionándole el coxis suavemente con su pelvis. En realidad evoca lo que tantas veces hizo con ella.
Por fin puede girar y entrar entre dos filas de álamos hasta el portón del hotel. Están ansiosos, poseídos por una calentura insoportable casi, él recibe la llave de manos del conserje y escucha apenas el número de habitación y cuando lo identifica, luego de un corto recorrido sobre un piso de grava que suena a lluvia, introduce el auto en la cochera que baja un portón detrás del coche con algún dispositivo electrónico. Hacen una pausa los dos para descender del vehículo, conscientes de que aprovecharán el lecho mucho mejor preparado que el interior del focus para realizar sus intenciones. Por fin caen, todavía semivestido él, pero ya completamente desnuda ella, habiéndose desembarazado del todo del abrigo, sobre el colchón de una cama amplia. No dejan de besarse y acariciarse, están enloquecidos, él comienza a realizar su propósito para lo cual ha quitado el pene de la boca de Malva y, arrodillado, lo lleva sobre su cuerpo como pensara hace algunos instantes. Luego la da vuelta y se coloca en la posición de coito al revés de modo de comenzar a copularla sobre la hendidura de sus glúteos y la separación de sus nalgas. Ella gime excitada y extasiada seguramente por el frotarse del pene y los testículos sobre esa porción especialmente sensible de su anatomía. Todo su cuerpo es ahora una zona erógena sobre la que él presiona su peso. Ansía con desesperación ser penetrada, siente que no tolerará un segundo más sin que él le hunda su verga en la vagina, así que forcejeando, mientras se besan y mordisquean, consigue darse vuelta, él se levanta para permitírselo, ella alza sus piernas hasta tomar con sus talones las pantorrillas de él, las eleva más todavía hasta hundir sus talones en sus nalgas, y es toda a un tiempo penetrada, siente que la verga de él entra en su orificio vulvar ya relajado y completamente mojado. La sensación es ahora un cosquilleo intenso, el tamaño y punta del pene se sienten en su interior, pegados a la elasticidad de su cavidad, como un gozo indescriptible, como una especie de ocupación acariciadora y gratificante hacia la que todo su cuerpo converge o se precipita entregado pero a la vez con la conciencia halagadora de estar siendo poseída sólo para su satisfacción, únicamente para conseguir el equilibrio entre su deseo y el estallido que le ponga fin como un estremecimiento, una convulsión, un estertor en el que toda la tensión de sus nervios y sus músculos se afloje, mientras todavía aprieta esa dureza con las contracciones de su vagina como si quisiera absorberla por completo con los anillos de esa pitón que lleva en su vientre. Por fin llega el estallido, el mismo que tuvo hace ya muchos años con Lucas su primera vez y que siente necesidad y voracidad de repetir con un hombre. También Daniel llega con ella al orgasmo. Se les produce al unísono, como en los mejores tiempos de ambos, antes que a ella le diera por enfriarse y comenzar a juzgarlo, antes de que lo rechazara por considerarlo aburrido. Ahora el hombre es una suave caricia, es una presencia irremplazable en la que se hunde y descansa apoyándole todo el cuerpo en el costado de su cuerpo, apoyándole toda el alma en el costado de su alma y se siente extraída de él, parte de él y hasta evoca lejanamente el mito bíblico según el cual Eva fue formada por el Creador de la costilla de Adán.  

Amilcar Luis Blanco (Fotografía de la película "La insoportable levedad del ser" en la que aparecen Daniel Day Lewis y Juliette Binoche)

sábado, 15 de noviembre de 2014

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO TERCERO DE "LAS WALKYRIAS"


                                                           53
                                              Hoy fui a buscar el revolver de papá, el que traje de La Paz ¿Te acordás? Como te decía, lo fui a buscar a la armería. Lo arreglaron, lo dejaron flamante, es un Colt 45, como los de las películas de cowboys. Con él sabía ir a cazar mi viejo con el tuyo, cuando se escapaban ¿Te acordás, no? Bueno, es como la posibilidad de un cambio pensar en salir a cazar. Hacer algo diferente. No matar por matar, porque para matar, siempre digo, hay que tener una razón. No se mata porque sí. Asesino es el que mata por deporte, por distraerse, porque está aburrido. El que mata por despecho, los crímenes pasionales como dicen, ésos son tipos cuerdos que les rompieron tanto las pelotas que se hincharon, reventaron y listo, dijeron ¡Ah, así que me quieren joder! Bueno, ahora yo los voy a joder a ellos. Hay mucho revanchismo, Edelmira, en la gente hay mucha envidia y rivalidad. La gente se pelea, compiten, como si la vida fuera una cancha de fútbol, un espectáculo deportivo. Muchos piensan que son invulnerables, que siempre van a ganar. Son los mismos que manejan, hacen picadas de noche y terminan estrellados. Me acuerdo una noche que tuve que hacer una guardia para reemplazar a un compañero, fuera de mi horario habitual. Me acuerdo que cuando volvía caminé hasta Libertador por Salguero y vi cuando sacaban al que se había estrellado. Me flasheó, el loco había perdido el brazo y la mano limpitos y la mano todavía apretaba la palanca de cambios, parecía la extremidad de un muñeco o de un maniquí Me acuerdo que me quedé pensando, esa noche vos dormías y ni siquiera te dije buenas noches. Yo te digo igual buenas noches y te doy un beso aunque te encuentre dormida porque vos para mí aunque no me hablaras nunca más seguirías siendo lo que sos, lo más grande, mi amor. Nunca puedo saber bien por qué te quiero tanto, para mí es un misterio total. Es como si en vos, en tu cuerpo, en tu cara, en tu pelo, en tu manera de caminar o de mirar o de hablar estuviera la razón de mi vida. Con decirte que una vez que salí muy temprano del hospital y calculé que vos estarías todavía en lo de los Marchanta fui a verte y no me animé a entrar porque pensé que quizá te jodía. Entonces me quedé esperando, esperé tres horas hasta que por fin saliste y te extrañaste de verme y cuando te conté me retaste, me dijiste, “siempre tan tímido vos, hubieras pasado, te habría servido un café, conversabas un poco con Elena que está tan mal, tan callada y deprimida después del accidente de sus padres”. Sí, eso fue después que el micro en el que ellos viajaban chocó de frente con un camión. La verdad que aquélla vez fue como si todos estuviéramos de luto. En fin, Edelmira, sos la razón de mi vida. A veces me da miedo, cuando pienso qué haría si vos te murieras o me dejaras, lo cual para mí sería lo mismo y me da miedo porque siento como si perdiera todo el aire, todo el tiempo que puede caber delante de mí, es decir, el futuro, pienso que si vos me dejaras o te fueras o te murieras para mi no habría porvenir, no habría futuro, se me acabaría el tiempo. Así que para seguir viviendo te necesito ¡Esto es lo embromado, lo que verdaderamente me da miedo”.



Amílcar Luis Blanco ("El funeral de Atala", pintura de Anne Louise Girodet de Roussy Trioson)

jueves, 13 de noviembre de 2014

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO SEGUNDO DE "LAS WALKYRIAS"






                                                             52
                                                      Malva y Edelmira se encontraron en el Bar de Santa Fe y coronel Díaz, en el que Elena, deambulando solitaria una noche, había pensado en el cuadro del plástico neoyorquino Edward Hopper, una mañana radiante, azul, sin viento ni smog. Elena había hablado con Edelmira diciéndole que su amiga quería conocerla para contratarla como modelo para una escultura y que le pagaría muy bien. Edelmira había sentido morbosa curiosidad. Fueron, primero, ojos negros contra ojos negros, pero, gradualmente, chispas sobre chispas y, finalmente, pulsaciones volcánicas entre ellas.
- Y, ¿qué pensás de mí, qué te parezco? – Edelmira lo preguntó ya con cierta ansiedad.
- Bueno, mi amor, está a la vista. Estoy deseando que tus labios se despeguen del pocillo de café y se peguen a mis labios.
- ¡Ay! ¿Pero, no me ibas a contratar para posar?
- ¡Pero, claro, corazón! ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? – Malva tomó con sus dos manos la que Edelmira había dejado abierta sobre la mesa y la presionó.
- ¡Ché, no nos vamos a agarrar acá! – protestó la entrerriana.
Malva, sin soltar la mano de su recién conocida amiga, chistó al mozo. Después que éste acudió y recibió un billete de veinte pesos por los diez que salía la consumición contempló asombrado que las dos mujeres salían tomadas de la mano y dejándolo con el vuelto. La mañana de insistente azul se colaba por las vidrieras asentada sobre las puntas de antenas y tanques de los edificios y brillaba en espejos y chapas de carrocerías.
El encuentro se produjo sobre el anchuroso diván en el que las tres se tomarían algunos días después la foto que, transformada en gigantografía, serviría de base a la escultura en la que Malva se pondría a trabajar. El sol de la mañana radiante se filtraba por la claraboya de colores rosados y acelestados que ocupaba el centro del enorme galpón que era el atelier de Malva e iluminaba el lecho sobre el que la acción transcurría. La luz rozaba los costados de sus cuerpos desnudos, las pantorrillas, muslos, glúteos, espaldas de ambas que, a veces, en blanda lucha, rodaban hacia las zonas de sombra, las melenas se agitaban y sacudían al impulso de la pasión. Las tonalidades pasaban del brillo al mate pero dejaban siempre como nítida delimitación el vello púbico, los ojos, las mencionadas cabelleras. Malva había activado cinco cámaras que las tomaban desde diferentes ángulos. Había una suspendida en la claraboya que daba un plano aéreo de los cuerpos, otras dos que registraban ambos costados y otras dos que grababan la cabecera y la perspectiva que ofrecían las amantes, capturadas sus imágenes desde los pies. El desafío sería después componer una secuencia de video coherente con todas las tomas.
Eran sus corazones, al final, las vísceras que habían tomado el contacto más íntimo entre ellas y galopaban como caballos enloquecidos llevándolas a sitios de sensaciones de puro placer, así que terminaron extenuadas como correspondía. Cuando se estaban duchando juntas, en el baño de vestuario deportivo que había en el lugar, con el agua en catarata, dándoles un brillo pulido sobre los cuerpos magníficos y borboteándoles en los labios, Malva preguntó.
- ¿Qué dirías si le propusiésemos a Elena una fiesta privada para las tres?
- ¡Sí, sí, dale! – se alborotó todavía mas Edelmira. No paraba de reír a cada momento topándola, salpicándola y besándola con su menudo cuerpo moreno sobre cuyos volúmenes sinuosos el agua producía también una pátina de luz que la untaba con un magnetismo irresistible.  Malva no cesaba de recibirla sobre su cuerpo y sentir que la excitación que le provocaba no se extinguía y permanecía en ella como una fiebre latente.
- ¡Qué difícil despegarse de vos, negra! Ahora la entiendo a Elena.
- ¿Qué entendés?
- Y, que te extrañara tanto, que le costara tanto despegarse de vos.
Después que se secaron y vistieron Edelmira vio que en uno de los rincones del galpón había una cocina. Se la señaló a Malva.
- ¿Funciona?
- Perfectamente ¿Querés que hagamos café?
- Yo lo hago, amor.
Malva dudó, quería homenajearla.
- Dejá, lo hago yo
- No corresponde, yo estoy acostumbrada. Vos sos una señora principal, una artista
- ¿Quién te lo dijo?
- Elena, ¿quién iba a ser?
- Bueno, chiquita, si vos querés hacerlo está bien – Malva le guiñó el ojo y Edelmira le devolvió el gesto besando el aire y cerrando y abriendo los párpados curvilíneos que Elena le había descrito tan bien.
- Vos, volviste de Entre Ríos ¿Hace poco, no?
- Sí, te dijo Elena?
- Sí. Y también que fuiste a ver a esa amiga tuya que estuvo secuestrada en un prostíbulo en Paraguay.
- Sí ¿Cuántas cucharaditas?
- Poneme dos.
Se sentaron mirándose, mientras revolvían sus cafés, perdiéndose extasiadas en la luces azabaches de sus pares de ojos. Edelmira se sonrió y dijo:
- Hasta ahora, mis amores mujeres tuvieron ojos claros
- ¡Ah, sí! Bueno, a Elena la conozco, pero no a tus otros amores ¿Quiénes son?
- En realidad uno más.
- ¿Quién? Si puede saberse.
- Malena se llama, la que estuvo secuestrada.
- ¿Lo sabe Elena?
- No.
- Entonces será un secreto entre nosotras.
- No se ¿Por qué?
- Bueno, vos no querrás que se entere.
- ¿Acaso no me enteré yo de vos?
- Sí, en realidad tenés razón.
- Además, se me ocurre algo mejor.
- ¿Qué?
- Que Elena y Malena se conozcan como nos conocimos nosotras y, si hay onda entre ellas, podríamos reunirnos las cuatro y hacer la gran orgía ¿Qué te parece?
- ¡Espléndido, nena, bárbaro! ¿Y cómo es tu amiga Malena?
- Un sol. Alta, cuerpo sinuoso, bien formado, ojos azul celeste.
- Ya me estoy excitando
- ¿Viste? Lo mismo me pasó a mí las dos veces que estuve con ella.
- Contá.
- La primera fue al atardecer, junto al río, con el agua como un fuego y nosotras también, la segunda, ahora nomás cuando estuve en Entre Ríos, en La Paz, parecíamos imanes, no podíamos ni conversar, nos quedamos pegadas.
- ¿Cómo nosotras hace un rato?
- Igualito.
Malva pareció ensimismarse, caer en una especie de concentración, de seriedad rara. Así la vio y juzgó Edelmira y sintió que una alarma se le encendía. Había alzado los ojos hacia la luz de la claraboya y le pareció una extraña virgen, de pronto volvió la mirada iluminada hacia Edelmira.
- ¿Y tu marido? Porque se que sos casada ¿Qué pasa con él, te llevás bien, te llevás mal?
- Mirá, me llevo muy bien ¿Te habrá contado Elena?
- Nada.
- Mirá, yo hago mis cosas con Elena en horarios de trabajo, siempre, él no se entera. Hace un tiempo pensé en contarle lo mío con Elena, pensé que él comprendería, pero después me di cuenta de que sería hacerlo sufrir inútilmente.
- Pero vos, en la cama digo ¿Cómo te llevás con él?
- Ni bien, ni mal.
- ¿Qué significa eso?
- Hago el amor con él cada tanto, cuando me doy cuenta de que él lo necesita mucho. No es un hombre muy pedigüeño de sexo. Es más bien discreto.
- ¿Y no te sentís culpable?
- Seguro que Elena te contó
- ¿Qué cosa?
- Lo de la pesadilla
- No, no ¿Qué pesadilla?
- Bueno tuve una muy terrible. Alejandro, mi marido, nos pescaba en la cama a Elena y a mí y se pegaba un tiro en el corazón y su sangre me salpicaba.
- Entonces te sentís culpable ¿O ya lo superaste?
- El día siguiente a la pesadilla me sentí aterrorizada y el efecto me duró varios días. Rompí con Elena, no la podía ni mirar. El día siguiente a la pesadilla hubo una reunión en la Sociedad de Fomento. Alejandro, mi marido, es el presidente y nos reunimos los socios porque habíamos quedado con un oficial de justicia para pagar una deuda hipotecaria con un dinero que habíamos juntado entre todos. Nos habían dado un plazo. Ese día vino Elena y hasta me trajo una bicicleta de regalo. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Estaba bajo los efectos de la pesadilla. Apenas le agradecí el regalo, creo. Pensaba que estaba en pecado, que Dios me iba a castigar, me sentía muy culpable, con mucho remordimiento, como si el suicidio de Alejandro hubiese ocurrido realmente.
- ¿Y después que pasó, cómo te recuperaste?
- Te cuento. Lo primero que hice fue romper con Elena definitivamente en ese momento y eso me alivió. Después viajamos a La Paz en Entre Ríos, los dos somos de ahí. Ya para entonces, en el viaje en micro, empecé a extrañar a Elena. Cuando llegué me enteré que había fallecido una chica, Elvira, que había sido compañera mía de colegio. Recordé entonces que con ella había tenido un episodio a nuestros doce o trece años, que fue que me sentí atraída por ella y la besé en la boca ¡Bah! Fue un beso de labios cerrados de dos nenas casi. A los pocos días fui a la iglesia de La Paz, a rezar, a pedir a Dios que me ayudara y sentí que Dios me iluminó y me dijo que el camino era la verdad, que tenía que contarle a Alejandro lo que sentía. Salgo de la iglesia, voy a casa, y me entero que una vecina casada se había fugado con un novio. Esa vecina casada era mi amiga Malena. Con ella el verano anterior habíamos hecho el amor sobre el césped cuando anochecía. Nos teníamos ganas desde hacía tiempo pero no teníamos experiencia. Ese verano, como yo había ya comenzado mi relación con Elena, me sentí con la experiencia necesaria como para encararla y lo hice nomás, y fue maravilloso. Así que cuando me enteré que se había fugado me alegré por ella. Bueno, después ocurrió todo lo que vos ya sabrás: que en realidad la habían secuestrado y todo lo demás. Pero, ya para cuando me enteré de su fuga no daba más por volver con Elena. Y cuando me enteré que ella salía con vos me puse loca. Sobre todo creo que me puse así porque yo le había sido infiel y tenía, en carne propia, la experiencia de lo que se puede sentir con otra mujer que tenga afinidad con nosotros y nos comprenda. Por eso, ahora, la posibilidad de que estemos las tres y hasta las cuatro juntas no me espanta en lo absoluto ¿Qué pensás vos?
- Y, yo no tengo problemas a esta altura, soy lo que se dice una desprejuiciada total. Sólo que pienso que, en el caso tuyo, si Alejandro descubriera tu lesbianismo, tu inclinación a preferir mujeres como compañía sexual, sin que se enterase por vos misma, te lo podría llegar a reprochar.
- ¿O sea que vos no pensás cómo Elena que me dijo que mejor no se lo dijera?
- Pienso que podría llegar él a considerarlo desleal de tu parte. El podría elegir separarse y, creo, por lo que vos y Elena me contaron de él, que se merecería la oportunidad de poder elegir.
- Sí, creo que tenés razón, aunque eso podría llegar a complicarme la vida.
- También no decírselo te podría llegar a complicar mucho más ¿O vos seguirías con él si jamás se enterase?
- Por ahora pienso que sí, que seguiría, yo por lo menos.
- Bueno, ustedes tienen una relación de muchos años, de amistad casi. Me dijo Elena que se conocen desde chicos.
- Sí, es cierto. Además, mirá, si le voy a hacer demasiado daño prefiero no decírselo. Nosotros somos muy pobres, vivimos de nuestro trabajo, unidos desde que estamos juntos, él construyó la casilla, si le dijera que deseo separarme porque me gustan las mujeres le rompería el corazón. No se si el mensaje del sueño no fue ese, que no se lo diga nunca.
- ¿Acaso vos no sentiste en la iglesia de La Paz que Dios te había iluminado indicándote que le dijeras la verdad? La mentira intoxica, hace mal.
- Mi amor, la verdad es muy difícil. Si observo a mi alrededor veo que todos nos mentimos, constantemente o, por lo menos, disfrazamos la verdad. El verdadero mensaje de Dios para mí quizá sea: “no hagas daño ni te hagas daño”. Es decir, viví tu verdad sin herir a los otros.
- ¡Bueno, bueno, sos toda una filósofa! ¿Qué te llevó a interpretar el mensaje de Dios en el sentido que me acabás de explicar?
- Excelente pregunta. Los siguientes acontecimientos:  el secuestro de Malena,  que Elena me haya sido infiel con vos, que yo le haya sido infiel a Elena con Malena y ahora, recién, con vos y vos a ella conmigo, que Malena esté o se sienta enamorada de un hombre y le sea infiel conmigo y, por último, que yo le sea infiel a Alejandro. Toda esta suma de infidelidades me da la pauta de que la fidelidad es un propósito de cumplimiento imposible. O todas las mujeres somos putas o todas somos santas
- ¿O sea que, según vos, mi vieja es una santa?
- ¿Qué tendría que ver tu mamá con todo esto?
- Bueno, mi vieja lo hizo cornudo a mi viejo toda la vida. Ahora, como está decrépita ya no puede.
- Ya ves. No digo que tu mamá sea o no sea una santa o una puta, quién sería yo para juzgarla, lo que digo es que, y lo repito, la fidelidad es un propósito de cumplimiento imposible. Habrá algunos que han sido fieles toda su vida, pero creo que sólo en los hechos y porque no se les han presentado las oportunidades, porque todos somos tentados…
- ¿Por el demonio?
- El demonio somos todos.
- ¡A la miércoles! ¿Y Dios, somos también todos?
- No, eso sí que no. Dios hay uno solo.
- ¿Cómo es eso?
- Dios es la perfección. Siempre me llamó la atención el pasaje de los evangelios en el que Cristo le dice a los apóstoles “Sed perfectos como mi Padre que está en los cielos” Ahí parece como que Jesucristo se burlara de nosotros, de los seres humanos. Pero más profundamente me parece una ironía que delata la insalvable distancia entre Dios y los hombres.
- ¿Malena es creyente, como vos?
- Malena no cree en nada. Me contó acerca del viejo que regenteaba el quilombo en el que ella estaba secuestrada, que hace poco nos enteramos que se suicidó, pero esa es otra historia. La cuestión es que este hombre, que se llamaba Arquímedes Portobello, también creía en Dios o en otra vida, pensaba que nuestra alma es como el software de una computadora, una especie de cifra electromagnética que escapa del cuerpo cuando éste muere, como si fuera una descarga eléctrica, algo así.
- ¡Qué interesante!
- Claro, yo le dije lo mismo a Male, porque en realidad no sabemos nada, de eso sabemos muy poco. Mirá si es cierto, che. Andaríamos vagando por el universo, nos cruzaríamos unas almas con otras. Pero, mirá, me quedó algo sobre la mentira y la verdad.
- Decímelo.
- Es que si nosotras cuatro hacemos la fiesta, entre nosotras no habrá mentira, todo será verdad
- Por lo menos en lo que se refiere a la fidelidad e infidelidad erótica.
- Claro, siéndonos infieles nos seremos fieles porque habremos admitido nuestra imperfección como parte de nosotras. Es decir desde el momento que nos desnudemos, nos abracemos y comencemos a manosearnos y a besarnos comenzaremos a ser los seres mas fieles que hay entre nosotras mismas, no nos engañaremos ni necesitaremos engañarnos nunca más.
- Y toda otra nueva conquista la meteremos en la fiesta.
- No, no, pará, nos estamos olvidando de los hombres.
- ¿Los hombres?
- Me refiero al enamorado de Malena, a mi Alejandro, quizás al hombre que vos tengas.
- Gracias, en este momento no tengo ninguno…
- De cualquier modo, a los hombres no los podemos meter en la misma bolsa.
- ¿Por qué no?
- Los hombres, algunos, pelean, se matan por la moral o los valores morales y los confunden casi siempre con los placeres sensuales y eróticos.
- ¿Entonces?
- A los hombres sólo hay que atraerlos a nuestras orgías sólo si, además de gustarnos o enamorarnos, muestran tener un alma libre de prejuicios.
- ¿O sea, querida, que para vos los valores morales son prejuicios?
- Los hombres los viven como prejuicios, creo que nosotras no.
- Interesante, toda una filosofía.
- ¿Te parece?
- No lo se, pero, como suelen decir los italianos, “si non e vero e ben trovato”

Amilcar Luis Blanco (Pintura de Egon  Schiele)

lunes, 10 de noviembre de 2014

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO PRIMERO DE "LAS WALKYRIAS"


"Shylock y Jessica" (1876), del pintor Maurycy Gotllieb
                                                               51
                                                       Cuando Hilda Punjab y Jorge Monsivais regresaron de su viaje y encontraron a su hija Malena en compañía de Edelmira pensaron que la amistad que demostraban entre ellas era indicativa del grado de compenetración que Malena volvía a sentir con su medio. Estaban tomando mate en la mesa de la cocina y las abrazaron y besaron entre suspiros de gente de cierta edad y fatigada por el viaje, que eran ellos, y, recién llegados, se desinflaban literalmente ante las dos lozanas mujeres, contra el clamor de los pájaros y contra la luz de la mañana bañando en alegría festiva y salvaje a esa cocina con dos paneles de vidrio y metal repartido haciendo esquina del piso al techo.  Jorge respiraba con agitación y entusiasmo y quería comunicar algo.
- ¿A que no sabés quién murió? – preguntó dirigiéndose en primer lugar a su hija y mirando también a Edelmira.
- ¿Quién?
- Arquímedes Portobello, el viejo dueño del quilombo ése en el que te tenían presa.
- ¿Y cómo fue, de qué murió?
- Se suicidó haciéndose asesinar
- ¡¿Cómo?!
- ¡Cómo, cómo lo escuchás! Resulta que el tipo dejó una carta que comenzaba con esas palabras: “Señor Juez: Sepa que me suicido haciéndome asesinar…”
- Pero, a vos, ¿quién te lo contó? – lo interrumpió su hija
- Neptalí, que a su vez se enteró por el otro muchacho, Daniel Silverstone
- ¿Y, qué decía en la carta?
- ¡Pará, pará! No seas ansiosa, primero te explico cómo ocurrió
- Dale, bueno, ¿cómo ocurrió?
- Parece que el viejo estaba con una de sus pupilas y le estaban, bueno, lo digo en criollo ché, ustedes son toda gente grande – miró a Edelmira y después a su mujer – le estaban chupando la… ¡eh! Ésa…
- Sí, está bien papá, entendemos, le estaban haciendo una felación
- Bueno, sí, en eso estaban cuando entró a la habitación la que le dicen la Walkyria que es su mujer, tengo entendido…
- Si
- Bueno, la mujer vio lo que estaba sucediendo y agarró un bufoso y le pegó al viejo un tiro en la cabeza. A la chica no le hizo nada. La chica escapó gritando, con un ataque de nervios, desnuda, y bajó al salón. Se armó gran alboroto y llamaron a la policía. Cuando la cana llegó y fue al cuarto se encontró con el viejo manando sangre todavía y la vieja llorando y babeando sentada a los pies de la cama con una carta en la mano. Según contó Neptalí que le había contado Silverstone, en la carta decía que él había, a propósito, citado a la chica para que le hiciera la mamada sabiendo que la walkyria se enteraría, se pondría loca y le dispararía para matarlo, que lo hacía porque – escuchá esto - cómo Jesucristo había asesinado a la muerte con su resurrección y había ascendido a mejor vida, él ascendería directamente ya que no le tocaba, como al hijo de Dios, redimir a nadie. Que sabía además que después de eso la Walkyria moriría de pena, rabia o lo que fuese y que iría a la otra vida con él y la pasarían muy bien juntos. Agregaba además que a los dos se les había ido la juventud y que eso era lo mejor que podía hacer por ambos.-
- ¡Qué locura galopante, por Dios! – se asombró Edelmira.
- ¿Vio querida? – corroboró doña Hilda
Malena recordó la tocadura del viejo, lo loco que estaba. Recordó también la cantidad de veces que le había hecho el amor clandestinamente después de tomar su viagra, cómo y con qué desesperación tomaba su cuerpo joven y lo recorría con la boca y las manos y, también cómo la excitaba a veces hasta el paroxismo para después hacerla acabar.     “El viejo estaba loco pero ¡qué bien cogía!” – pensó. Su mujer, la Walkyria, estaba todavía mucho más loca. Cuando Malena tenía sus encuentros con Arquímedes era porque previamente éste dormía a la Walkyria, poniéndole un poderoso somnífero en el te que él mismo le servía. De otro modo la vieja lo hubiera matado, como finalmente hizo.-
- ¿Vos lo conociste, Malenita? – preguntó doña Hilda.
- Por supuesto, lo conocí y estoy bastante impresionada – Malena sacudió la cabeza y se pasó la mano por la frente como si la despejara del fantasma de don Arquímedes. Todos guardaron unos segundos de silencio – Malena siguió:
- Pero ahora quiero saber cómo te fue a vos mamá, con los análisis ¿Qué son esos ahogos?
- Bueno, mirá, en realidad se lo explicaron bien a tu papá, yo ni quiero saber. Me dieron, eso sí, una medicación y me mandan caminar. Primero quiere ver el médico si los remedios que me da funcionan, sino tendré que andar un tiempo con oxígeno, con una mochila de oxígeno y una mascarilla hasta que mejore. Por lo pronto el médico me dijo que debo caminar.
Malena y Edelmira miraron a don Jorge Monsivais. Como si le pesaran las miradas y sintiera la responsabilidad de tener que explicar éste se sentó.
- No tiene tanta importancia, se trata de una insuficiencia respiratoria provocada vaya a saber por qué. Hay que hacer lo que les contó Hilda. El médico no dijo gran cosa. Y eso que es un especialista, un pneumonólogo, especialista en pulmones. Mañana traen la mochila y el oxígeno, ya los encargué – explicó y resopló. Después extendió una sonrisa mirando a todos como si quisiera que brindaran con lo blanco de su dentadura en cuya pureza estallaba una ternura sin fin hacia la esposa. El contraste de esa dentadura, postiza, con su cutis ajado le pareció a Malena el de una juventud sostenida por la voluntad y una vejez progresando sin remedio, implacable, como el tiempo. El entusiasmo de su padre junto a su madre, que también marchitaba irremisiblemente, le provocó un golpe de aguda congoja y sintió que sus lagrimales se humedecían sin que lo pudiera reprimir. Suspiró y desvió su mente hacia otro tema, y como, pese a las preguntas por la salud de su madre, había quedado impresionada e intrigada por el suicidio de Arquímedes Portobello se concentró en esta cuestión. Era indudable que, también al viejo, su edad lo había puesto contra un muro, una pared que no podía franquearse, los placeres sensuales y mundanales ya no le alcanzarían para ponerse a cubierto del pánico a la muerte azarosa. A dejar que ésta viniera o sucediera en la forma que fuese. Pensó que la muerte verdadera en realidad sería cortar abruptamente la memoria de uno mismo. No había otra vida propia que la de la memoria. El olvido acerca de uno mismo era la muerte. El cómo desembarazarse del cuerpo tendría una importancia relativa.



Amilcar Luis Blanco  ( “Shylock y Jessica” (1876), del pintor Maurycy Gotllieb)

viernes, 7 de noviembre de 2014

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO DE "LAS WALKYRIAS"



                                                                50
                                                       Cuando era gurí, un pibe, jamás le tenía que preguntar a mi vieja o a mi viejo qué hacer o qué decir. Ellos me habían enseñado que mis cosas debía aprender a hacérmelas solito, tenía que atenderme. Eso ya desde los seis años. Vos sabés, Negra, que igual que vos, en mi familia éramos muchos hermanos y únicamente los más chiquitos eran atendidos por mi vieja. Si no hubiera sido así no hubiéramos podido salir adelante. Así que a los seis años o a partir de esa edad yo sabía muy bien que tenía que lavarme las manos y la cara, esperar mi turno, prepararme el mate cocido, lustrarme los zapatos, lavarme los calzoncillos y las medias, cuidar los útiles del colegio, lavar, secar y guardar los platos y los cubiertos los mediodías que me tocaba a mí, que eran los sábados, porque los demás días les tocaba a otros de mis hermanos, porque además los días sábados a mi vieja con mis hermanas les tocaba limpiar la casa, los demás días trabajaban afuera. Hacer los mandados me tocaba todos los días y sabía que en el camino al almacén, la panadería, la carnicería o la verdulería no debía distraerme. Mi cama la hacía también todos los santos días enseguida que me levantaba. Una vez por semana me tocaba barrer el piso del dormitorio que era mío y de mis hermanos varones. Ahí dormíamos cuatro y cada uno de nosotros tenía su cajón en la cómoda. Cuando nos enfermábamos, como nos ocurrió con el sarampión, la varicela, la tos convulsa y la rubéola, empezaba uno y después nos ponían a todos juntos, íbamos cayendo los demás. Sobre lo que nunca nos decían esta boca es mía y nos manejábamos con toda libertad era sobre lo que hacíamos cuando salíamos a jugar, a divertirnos. Yo llevaba, y también mis hermanos, la gomera, había uno, el mayor, Evaristo, que tenía un rifle de aire comprimido que se había comprado con su trabajo en la gomería. Salía a cazar como él decía y se cansaba el guacho de matar gorriones. Sólo respetaba las palomas y él mismo se había construido un palomar con maderas de cajones que conseguía y las tenía una en cada nido, bien clasificadas y separadas. Tenía buchonas, mensajeras, torcazas, copetudas, marrones con pintas blancas, grises, blancas, algunas que eran azules casi negras, de todas tenía el guacho y andaba pavoneándose con las palomas. Era bichero Evaristo. Una vez tuvo conejos. Se le empezaron a reproducir y estaba todo, hasta el río, repleto de conejos, andaban por todos lados. Hasta que se le ocurrió juntarlos y venderlos. Yo se que todo esto vos lo sabés bien Edelmira porque casi, casi, lo vivimos juntos. Me imagino que ahora que te fuiste para allá, para la casa de la hija de don Jorge Monsivais, esa amiga secuestrada que vos salvaste y de lo que estoy orgulloso, te estarás acordando de cómo éramos de gurises. Y si no ¿De qué vas a hablar con Malena? Lo que pido, si no fuera mucho pedir, se lo pido a Dios, es que te acuerdes también de mí y me escribas algo o me llames al celular. Si no ¿Para qué lo tengo, para qué me lo regalaste?”


Amilcar Luis Blanco ("Paloma de la paz", dibujo de Pablo Picasso) 

miércoles, 5 de noviembre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO NOVENO DE "LAS WALKYRIAS"




                                                                49
                                                              - Siéntese o recuéstese, usted elige – El hombre que decía esto, mayor, de barba,  pelo canoso y anteojos, estaba parado en mitad de la habitación y daba la impresión de que podía sentarse detrás de su escritorio o en el cómodo sillón a la cabecera del chez long que le había señalado con un gesto relajado al recién llegado. El recién llegado era Daniel Silverstone, quien se había quitado una cazadora ejecutada en cuero gamuzado color rojizo, elegantísima, y la había ya colgado del perchero, y el hombre lo había recibido incorporándose desde atrás del escritorio como si hubiera estado en cuclillas buscando algo entre la colección de pequeñísimos casetes en fila que ocupaban los tres anaqueles por debajo de la línea de sus rodillas.
- Aquí está bien – Daniel se sentó y reclinó casi enseguida. Adoptó una posición cómoda con soltura. Lo hacía siempre. Imaginaba que el Licenciado Wolfers, su analista, ocuparía, también como siempre, el sillón de la cabecera. Oyó crujir el asiento bajo el peso de Wolfers y recién entonces comenzó a hablar.
- Creo que en la última sesión le había hablado de cómo mi madre me obligaba a mantener arreglado mi cuarto de niño y hasta no haber hecho la cama, pasado la aspiradora y acomodado cada ropa en su percha y cada zapato en el botinero, no me permitía sentarme a almorzar. Usted había sugerido que quizá mi preferencia por las figuras geométricas, cuadrados, rectángulos, triángulos, trapecios, etcétera, podría tener relación con esas directivas de mi madre, que lo pensara…
- ¿Lo pensó?
- Lo pensé y francamente no encontré la relación. Aunque…
- ¿Aunque?
- Bueno, no se, es una estupidez, pero, por asociación ¿Ya le conté doctor acerca de Malva Chávez?
- No ¿Quién es o era ella?
- Bueno una mujer de la que me enamoré perdidamente. Ella tenía relación con las figuras geométricas, más que nada con los poliedros. Es o era, hace tiempo que no tengo noticias de ella, una escultora. Una mujer imaginativa, interiormente rica y una amante apasionada al principio. Me mantuvo por decir así, sin habla
- ¿Sin habla?
- Bueno, es una forma de decir. Era maravillosa. Inventaba siempre algún “acting”, alguna situación diferente para encontrarnos, vernos, hacernos el amor, diversos personajes, en distintas posiciones, me mostraba las del kamasutra y otras más que ella inventaba. Yo no sólo me había enamorado de ella, la admiraba también, conversar con ella era enriquecedor. Estaba siempre como repleta de ocurrencias e ideas. En un momento se cansó de mí, llegó a la conclusión de que era aburrido.
- ¿Pero usted, hablaba con ella?
- Claro, hablaba
- Me refiero a si le comentaba, le decía lo que usted me está diciendo a mí acerca de ella.
- Bueno, francamente, no, no a ella, ahora que lo pienso creo que no
- ¿Por qué?
- Bueno…, no se, no me parecía, como decirle, procedente
- ¿Procedente?
- Bueno, usted sabe, como dicen los abogados, cuando algo no va, no está permitido
- ¿Quién no le permitía?
- Bueno, nadie. Tal vez su pregunta Licenciado, tampoco procede
- ¿Porqué, quién lo dice?
- Bueno, yo, se lo estoy diciendo yo
- ….
- Bueno, repito, se lo estoy diciendo yo. A menos que usted crea que hay alguien que puede prohibirme…
- ¿Usted qué cree?
- Bueno, es obvio, que no hay nadie que pueda prohibirme que yo diga, bueno, que yo diga lo que siento, caray, no se.
- ¿Está seguro?
- Cómo no voy a estarlo
- Tranquilícese, recapitulemos, usted dijo primero que la señorita Chavez lo dejaba sin habla, después dijo que usted no le hablaba a ella de sus encantos personales, por último acaba de sostener que no lo hacía porque no era procedente y agregó a esa idea la de que no estaba permitido. Si usted tiene en cuenta que en anteriores sesiones me habló mucho de su madre, de sus permisiones y prohibiciones, ahora le pregunto, ya que usted no sabe decirme quién le prohibía a usted que le dijera a la mujer de quien se había enamorado cuáles y cuántos eran sus encantos, si no podría haber sido su madre la que se lo prohibía.
Daniel Silverstone comenzó a reírse, de modo intermitente y poco entusiasta.
- Pero, Licenciado, es ridículo, mi madre había fallecido hacía ya mucho tiempo cuando conocí a Malva. A menos que usted piense que una persona que falleció hace muchos años puede seguir influyendo en otra. Es decir que mi madre pueda seguir influyendo en mis comportamientos después de muerta
- ¿Usted qué piensa?
- ¡Qué no, que es ridículo, un disparate! Mi mamá era una mujer buenísima, educada y pretendía transmitirme clase, educación. Cuando me prohibía que hablara era porque no correspondía…
- ¿Cuándo usted conoce a Malva no correspondía que hablara, es decir, su madre hubiera estado de acuerdo en que no hubiera correspondido que hablara?
- ¿Qué hablara con ella? Bueno, no se. Sí, creo que ella no hubiera querido que le hablara así, de un modo halagador, como para comprometerme.
- ¿Por qué?
- Bueno, no se, Malva no tenía el tipo de educación, la “clase”, que a ella le hubiera gustado que una mujer tuviera para mí.
- ¿Qué tipo de mujer hubiera aprobado su madre para usted?
- Bueno, no se, otro tipo, más callada, mas hogareña, mas sumisa o tranquila. No como Malva que esculpía, era muy independiente, iba a exposiciones, museos, cines, teatros, conocía todo tipo de artistas, hablaba de todo con conocimiento y autoridad, incluso con gente entendida
- Bueno, vamos a dejar acá. Le propongo que piense en las recientes contradicciones de su discurso. Usted piensa que su madre no influye o no influyó en sus comportamientos pero usted no habló o no habla con Malva acerca de los sentimientos que ella le despertó o le inspira a raíz de sus encantos que usted le reconoció y reconoce porque ella no respondía o no responde a la tipología de personalidad de mujer que su madre hubiera aprobado para usted.
Daniel Silverstone se paró y su anfitrión lo contempló con ojos fríos y calmos detrás de las lentes gruesas de sus anteojos. Daba la impresión de querer despacharlo cuanto antes y de que le importara bien poco la tormenta de preguntas que se arremolinaban en su mente. Daniel echó mano al bolsillo interior de la cazadora colgada en el perchero y saco la billetera de la que extrajo un flamante billete de cincuenta pesos y se lo entregó al Licenciado.
- Buenas noches.
- Buenas noches.
Heriberto Stella, su amigo casado desde hacía cinco años, le decía siempre que los que pasaban los cuarenta, Daniel tenía cincuenta, sin casarse eran solterones y estaban “gardelizados”, horrible palabra. Significaba que la imagen externa de Carlos Gardel los influía a todos. Es decir, se habían puesto de novios eternos con sus madres o hermanas, a quienes convertían en objetos de culto y rechazaban a todas las demás mujeres jóvenes y hermosas en edad de merecer, a menos que fueran para ellos novias eternas, idénticas a madres o hermanas; en cuanto las susodichas querían tomar sus propias vidas por las riendas, ser independientes, libres e igualarse a los hombres en sus pretensiones de vocación o crecimiento social,  económico o intelectual, se transformaban en mujeres perdidas. Las letras de los tangos daban cuenta de todas ellas. Entre otros el tango “Matala” que dice: “Matala, matala, que ya no te quiere…” ¿Por qué? Porque, dice el cantor, “mis besos malditos la hicieron así” “yo puse en su cuerpo la sed del amor”. Es decir, el varón era culpable de haberla introducido en las lides eróticas. Una vez que la mujer, por hache o be, se separaba del varón que la había iniciado y se enamoraba de otro se convertía en una loca. Estos prejuicios regían las decisiones de los solterones a la hora de tener que elegir entre el matrimonio o la soltería.
Y era cierto. El se había deslumbrado con Malva pero jamás se hubiera atrevido a ofrecerle matrimonio. La cuestión de si le contaba a ella sus más íntimos pensamientos acerca de ella, precisamente, era todavía más espinosa. No era que no se animara. Lo que le ocurría era que sentía inútil todo comentario. A Malva le hubieran llovido los elogios que él hubiera podido hacerle, hubieran resbalado sobre su ego como el agua sobre una superficie impermeable. Daniel estaba acostumbrado a ver llover sobre las vastas extensiones de soja o trigo cuando se acercaba la cosecha, a cabalgar muchas veces bajo un diluvio abundante y meticuloso, que siempre lo mojaba como si lo oxidara, cuando ayudaba al capataz y a sus paisanos a arrear la hacienda. Para él nada había sido nunca gratuito, nada le había resbalado. Malva era de Trenque Lauquen, del campo como él o de una ciudad de campo, y tampoco provenía de una familia rica. Su refinamiento era para Daniel más un producto de su resentimiento, de su rebeldía con la madre que de otra cosa. En realidad todo le resbalaba porque era engreída, arrogante. Ella se lo había contado. Se había criado reaccionando contra todo, a la defensiva ¿Qué hubiera cambiado si él le decía que la admiraba, que le parecía imaginativa, creativa, una gran amante? Probablemente nada. Pero quizá el Licenciado Golfers no se refiriera sólo a eso. A lo mejor, como buen psicoanalista, lo que quiso decirle fue que hasta en los momentos de cama, y ahí precisamente, él debió ser mas expresivo, mas demostrativo y, aún, que si no lo era, ello podría ocurrir porque constantemente estaba esperando el permiso de su mamá.
Pero recordaba momentos en que la mamá había cuidado también su pinta, su imagen de hombre. Le había inculcado hábitos de compostura, elegancia y sobriedad que él todavía observaba hasta en la ropa que elegía. En realidad, y ahora que lo pensaba, era absurdo lo que le había dicho al Licenciado Golfers; eso de que una persona muerta no podía influir sobre una persona viva. Absurdo porque si a él le gustaban los colores discretos era porque a su madre le gustaban los colores discretos, los que engamasen únicamente, las buenas telas combinadas con las de igual calidad, no mezclar ropa deportiva con ropa pret a porter y ninguna de ellas con prendas de fiesta. No servirse un bocadillo o un trago antes que el anfitrión en las recepciones, bodas, aniversarios o festejos. No mezclar las bebidas y saber qué cepas de vino podían combinarse para un final con champagne y cuales convenían a cada plato. Arduo aprendizaje éste que había llegado a ser, en sus comportamientos, una segunda naturaleza. No le costaba ahora actuar como actuaba, no hubiera sabido ni podido hacerlo de otra manera. Desde luego, eso lo convertía en una persona previsible y por eso mismo no había podido retener a Malva que se aburría con él. Sin embargo sospechaba que Malva terminaría por aburrirse con cualquiera y por lo mismo no creía demasiado que otras mujeres se aburrieran con él. A lo mejor no era así, incluso otras adorarían en él lo que Malva detestaba.
Claro que las mujeres para él, a medida que el tiempo pasaba, se iban convirtiendo casi en piezas de colección, pero de una colección que sólo podía tener cabida en su memoria porque, obviamente, no se trataba de objetos sino de seres humanos que, no sólo se ausentaban físicamente de su vida, sino que también se le iban desdibujando con el rigor del olvido a medida que el tiempo transcurría y lo hacía sentirse un fracasado por no haber podido conseguirse una compañera de vida.

Ese era el propósito de su terapia, investigarse retrospectivamente para descubrirse las fallas de comportamiento que le impedían construir una relación de pareja estable, incluso tener hijos. Si una mujer lo entusiasmaba demasiado por su belleza física desconfiaba primero, después, gradualmente, se iba asustando con la posibilidad de concretar algo juntos ¿Sería quizá porque la iba comparando con el modelo que su madre había legado para él, aún después de muerta? Daniel sentía ahora que muy probablemente fuera así. Malva lo había dejado antes que él terminara de asustarse.

Pensó que unirse a Malena a la que había contribuido a liberar conjuntamente con el Comisario Neptalí hubiera significado llevar a la práctica una acción beligerante, de rebeldía, contra las imposiciones maternas. Había en esa mujer algo muy fuerte, muy independiente también, pero sobre todo notó que ella se sentía por el momento muy atraída por él. Habría que ver cuánto le duraba a ella ese estado de magnetismo ¿Habría que ver si no se aburría? Aunque, claro, podría contar con que ella partiría siempre al pensar en él de la admiración que el azar le había brindado al ofrecerle la ocasión de salvarla. Esto le otorgaba una ventaja que en el alma de su admiradora sería inconsciente, casi refleja y, respecto de ella, lo pondría por encima de cualquier otro eventual competidor.




Amílcar Luis Blanco ("Imagen de mujer sentada de perfil" por Estela Bartoli; fotografías de Daniel Day Lewis)