jueves, 22 de septiembre de 2016

LÁGRIMAS EN EL CAFÉ DOMÍNGUEZ.







                                                Lágrimas en el Café Dominguez de Paraná y Corrientes donde Paquita Bernardo ejerciera como bandoneonista. Circunstantes porteños y porteñas esperando escuchar a las orquestas, café por medio y, promediando las tardes, cuando el sol comenzaba a ocultarse al fondo de Corrientes angosta, algún vino noble, un cognac en el invierno y un brillante champagne. Ella lloraba, compungida, triste, dolorida, maravillosamente enamorada de su Eduardo que, frente a ella, el semblante contracturado, le anunciaba su partida definitiva hacia el otro lado del Océano. París era su destino. Corría el año 1922 y Eduardo Arolas se embarcaba hacia Francia. 
- No llorés Alice, vuelvo pronto. Será como un viaje a Montevideo.
- Uno más.
- Uno más ¡Mozo! Traiga otra caña.
- Ya tomaste bastante Eduardo.
- No te procupés.
- Me dejás a mí y lo dejás a Rafael.
- ¿A quién, a Iriarte? No, él me impulsa tanto como yo a él
- Verdad, no? Desde que salían a caminar la provincia.
- Sí, desde entonces, desde mis tiempos de guitarra con mi hermano José en los bodegones de Barracas. Pero después que me puse a estudiar bandoneón con "Muchila", Ricardo González, vos no lo conociste, después estudié tres años con José Bombig y lo perdí . . .
- Me das miedo
- ¿Por qué?
- Te apurás demasiado, sobre todo con la música.
- Otros se han apurado con mi vida.
-¿Qué querés decirme Eduardo?
- Vos lo sabés. Me fui a Montevideo para olvidar.
- Bueno, tenés que olvidarte de verdad.
- Es fácil decirlo pero muy difícil conseguirlo. José Enrique era, fue, ya no es, mi hermano. Él me enseñó a rasgar la viola y desde entonces creo que sólo la música me ayuda ¿Sabés? Yo lloro, como vos ahora, pero mucho más, lloro a través de mi música. No lloré con "Una noche de garufa" ni con "La guitarrita" o "Nariz" o "Retintín". Pero sí a partir de "La cachila" o, propiamente "Lágrimas" o "Comme ill faut".
- Vos te enredás con todos Eduardo, sos un caso, yo te amo ¿Qué vas a hacer allá, en París, solo?
- Actuar en cabarets querida, soy el tigre del bandoneón, no te olvidés
- Sí, y como tigre rompiste unos cuantos 
- Exactamente tres, contando los que se me deshicieron entre las manos, bah, zarpas, jajaja!!!
Arolas partió para nunca regresar, a sus 32 años, el 29 de septiembre de 1924 murió en París de una grave afección pulmonar,  había nacido el 24 de febrero de 1892, dejaba más de cien títulos.

Amílcar Luis Blanco

Tango "Cafe Dominguez" by Osvaldo Zotto and Lorena Ermocida

viernes, 26 de agosto de 2016

LAS ÁNFORAS DEL TIEMPO





                                                       ¿El tiempo tiene ánforas? Creo que sí. Y digo ánforas porque me gusta la palabra. Son recipientes. Contenedores. Digo ánforas para distinguirlos. Los contenedores contienen basuras, restos de una demolición, pedazos de mamposterias con ladrillos, de paredes pintadas y sucias, hierros oxidados, papeles húmedos y tiznados, excrementos caninos y felinos en bolsas de polietileno, asquerosidades mil. Las ánforas son en cambio guardadoras, como los cofres, en sus panzas de arcilla cocida, de recuerdos brillantes, momentos felices construidos con luces y colores para hacernos sentir joyeros de nuestras vidas. Guardan incluso incertidumbres, misterios augurales y prometedores, sentidos como en momentáneo desuso, como si se pudiese volver sobre ellos y abrirlos, y no como a cajas de Pándora, sino como a puertas comunicantes a otras vidas posibles, celando la vaga sospecha de que aún aquellas esperanzas no usadas podrán ser recorridas nuevamente como si el tiempo no les hubiese hecho mella.
                                                      Las vasijas en formas de jarrones o toneles, redondeadas, voluptuosas como esas mujeres de caderas anchas y cinturas pequeñas, traen el recuerdo de las bíblicas bodas de Canaán que albergaban el agua cristalina y transparente que Jesús transformó en vino. Hermanas de esos cofres repletos de pedrerías y metales preciosos que encontró Alibabá al ingresar a la cueva de los ladrones. El recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas que recibió a Aladino al ir a buscar la lámpara de aceite y, conforme el cuento, Aladino casa con la princesa Halima gracias al genio de la lámpara, a los cuarenta caballos cargados de esmeraldas y zafiros y al palacio que éste último les construye. Halima se enamora de la generosidad de Aladino, de una riqueza que este poseé como actual a sus deseos y potencial y esperanzada a sus ojos, cuerpo y entendimiento.
                                                     Las ánforas del tiempo son portadoras de nuestros deseos y ambiciones y, cuando estos no se han conseguido pero están en el reino o la zona de lo que todavía puede ser, de nuestras esperanzas. Expectativas guardadas en memorias, en cofres, estuches y ánforas.
                                                     Y "mutatis mutandi" cuántas Halimas se enamoran de sus Aladinos por lo que estos muestran o exhiben de riqueza y lo que pueden llegar a tener. Y si por cualquier circunstancia pierden sus posesiones sus mujeres los seguirán amando igualmente por lo que tuvieron y lo que, azarosa y esperanzadamente, suponen secretamente podrían recuperar de lo que tuvieron. Porque la vida se vive siempre de modo expectante.
                                                     Tal fue el caso de una mujer que amó y fue amada. Se llamaba Nancy y se enamoró de la apostura varonil de Rubén, de su elegancia sobre todo y de sus silencios. Un hombre que hablaba poco y únicamente cuando lo juzgaba necesario. Nancy lo consideró rico, opulento en sabiduría y discreto en cuanto al patrimonio. Ella tenía nada más que veinticinco años cuando Rubén, de cuarenta, se cruzó en su existencia. Fue en la calle una mañana de lluvia, frente a la plaza del Parque Centenario. Nancy luchaba para enderezar las varillas de su paraguas que el viento había vuelto convexo y lo chocó contra el cuerpo atildado y longilineo de Rubén. Él se detuvo, sonrió. "Me permite" - le dijo. Tomó el paraguas en sus hábiles manos, en un segundo lo enderezó y se lo devolvió. "Me llamo Rubén" - volvió a decirle. "Soy Nancy" - dijo ella y en vez de alargarle la diestra a la que él le ofrecía se inclinó hacia delante poniéndole la mejilla a disposición de su beso. Él se lo dió un poco confundido y Nancy entonces se lo devolvió. Habían procedido instintivamente los dos, ella, inspirada por los ojos verdes y enormes de él y por la seda de sus pestañas copiosas y las alas blancas de sus sienes encanecidas que le parecieron las de un ángel, él por la frescura de su risa mucho más blanca todavía que la blancura de sus canas y porque enmarcada en un cutis de nacar su fisonomía, la frente, los pómulos y las comisuras de sus labios le hicieron creer que Circe venía a buscarlo en cuerpo y alma.
                                                          Aclaremos que Rubén, a partir de su licenciatura en letras, ejercía el profesorado en el mismo instituto secundario en el que, hacía escasos años, Nancy se había recibido de maestra. De ahí lo de Circe o Calipso. De ahí que la primera conversación que mantuvieron, esa misma mañana, versara sobre el mencionado establecimiento de enseñanza en el que ambos habían invertido, en parte, sus vidas y, en el caso de Rubén, todavía en el momento del encuentro la seguía aportando.
- De modo que, ¿usted se recibió? - quiso saber Rubén.
- En el 97 y, ¿usted empezó como profesor?
- Hace un año, en el 2006.



- Estamos repasando las memorias de nosotros mismos - dijo de pronto Rubén y a Nancy le parecieron esas palabras las de un sabio
- ¿Por qué lo dice?
- Bueno, hay una historia en "Las mil y una noches" sobre el tema, la de una princesa que hablando de sí misma encubre mil y una otras historias que la mantienen con vida ¿Quiere aceptarme un café y que se la cuente? De paso nos protegemos de la lluvia, ¿o está muy apurada?
                                                Nancy no estaba demasiado apurada. Ya vivía sola en su departamento de soltera en Villa Crespo y era libre ¿Acaso Rubén sería casado y fingía poder demorarse?
- Acepto. Vamos a tomar el café. 
Fueron a un bar frente a la plaza. Rubén revolvió un rato el pocillo y le propinó varias miradas de sus ojos verdes antes de ir al grano. La historia es la de Scherezade - arrancó -, la hija de un Visir o ministro de un Rey, llamado Shariar, cuya primera esposa había sido sorprendida por el mismo rey cometiendo adulterio con un esclavo negro. La ira del rey  . . .
- Pare, pare - lo detuvo Nancy - Perdone pero conozco la historia. Scherezade le cuenta cuentos al rey para que no la mate como había hecho con sus anteriores esposas y le cuenta mil y una historias. Es literatura.Si le cuento mi propia historia real le digo que vuelco en ella muchas otras historias porque hago algo más sencillo y rendidor que Scherezade para no morirme de aburrimiento.
- !Ah sí! ¿Que hacés? ¿Puedo tutearte, no?
- Podés. Mirá lo que yo hago es inventar melodías que cuentan historias.
- ¿Cómo  es eso?
- Fácil, bah, fácil para mí. Descubro algún canto pegadizo, como esos que los hinchas de los equipos de fútbol corean en las tribunas. Después le invento una letra clara, repetitiva, un breve relato. Luego la canto con otros tres muchachos que me acompañan con sus instrumentos y ¡ Voilá! Como dicen los franceses.
- O sea, te escuchan?
- Me escuchan y me aplauden. Vamos a clubes, a bares ...
- ¡Qué bueno! A mí me hubiera encantado ser un juglar
- Y ¿Quién o qué te lo impide?
Rubén se llevó a los labios el borde del pocillo y bebió el primer trago amargo de su café mientras sus verdes pupilas se internaban en el negro misterioso y brillante de las de Nancy que también bebía su primer sorbo y no dejaba de mirarlo. Sintió que las mejillas se le encendían y coloreaban y también que nunca se había hecho a sí mismo la pregunta que ella había dejado suspendida y expectante entre esa mirada de a dos que ahora los unía, en esa mañana de lluvia y que era como un puente tendido entre ambos. Sintió la vaga intuición de que podrían recorrerlo juntos.
- No sé - dijo - realmente no sé.
Ella le sonrió como un hada buena. Como la Sherezade que su memoria había invocado entre ellos a manera de pretexto para entrar en  conversación.
- Podríamos recorrerlo juntos - dijo de pronto Rubén.
- ¡Perdón! ¿Recorrer qué?
- Disculpá, disculpá. Pensaba en voz alta.Me quedé pensando, si a vos no te parece mal, que yo podría también componer como vos. Me gustaría ¿Cómo hago?
- Y, si escribís, pasame algún relato tuyo y yo lo convierto en una letra y le pongo música.
- Dale. Tengo algunos. Te los paso.
- Dale.
Nancy abrió su cartera, sacó una libretita, una birome y le anotó la dirección. Cortó la hojita y se la dio. Trás la ventana, por sobre lo árboles de la plaza y los edificios, el viento se llevaba la lluvia y la tormenta.

Amilcar Luis Blanco

viernes, 8 de julio de 2016

EL AMOR LOCO






                    Aunque ella era mujer y él pudo haber sido un hombre se sentía como el protagonista del tango "Malevaje" de Discépolo. "Decí por Dios que me has dao, que estoy tan cambiao, no sé más quien soy" - canturreó por lo bajo mientras la brisa húmeda desde el mar casi la dejaba sin aliento. Sobre todo ahora, cuando caminaba por la rambla en invierno, en ese día gris de ráfagas congeladas, en Mar del Plata, pensando absorta, estúpidamente absorta, en él. En ese hombre distante y diferente, tan único, tan diferente, que había dejado en la estación de Mercedes, despidiéndose ambos de sí mismos convencionalmente, él con su mujer,que era su amiga, Mabel, y sus hijos y ella con su esposo y sus hijos; su familia, con la que ahora vivía lo que sentía como un destierro ¿Cómo llenar sus horas vacías? Vacías de él sobre todo, de su conversación, de sus ideas y sus ocurrencias, siempre originales, siempre sugestivas. Sergio Almonacid había llegado a su vida cuando lo nombraron Director del instituto en el que ella enseñaba geografía. Una materia que la ponía en contacto permanente con sus narraciones sobre la historia en cada lugar de latinoamérica en el que ella al azar pusiera su índice, para probarlo. Una vez habían jugado a probarlo. Él había terminado de leérle "El amor en los tiempos del Cólera", esa novela de García Márquez cuyas alternativas habían recorrido juntos, mirándose a los ojos en las pausas, suspirando al unísono a veces y otras asumiendo imaginaria y miméticamente la expresión de los rostros de los personajes, de Florentino Ariza, de Fermina Daza ¡Qué intensidad de comunicación se daba entre ellos, qué profundamente se miraban y qué detalladamente se escuchaban! ¿Amor espiritual, amor de almas gemelas? Lo cierto era que, como en la letra de la canción, las horas se pasaban sin sentir. El tiempo entre ellos se fundía, se transformaba en instantes de eternidad. En aquélla ocasión, ella había puesto su índice sobre la costera ciudad colombiana de Cartagena, Cartagena de Indias, y él había desplegado su conocimiento de la historia de la ciudad desde los conquistadores hasta la época de la novela. No era poco para ella. Una vez más se había sentido deslumbrada.

                Sergio había comenzado a hablarle de la historia de la ciudad desde su fundación en el siglo XVI.Después había seguido y ella se había sentido caminando por aquéllas calles y veredas de fuego. Tan distintas y distantes de las que estaba pisando.
                   Pero lo que en ese momento recordaba con nostalgia era, no aquella distante Cartagena, convocada por la prosa del genio colombiano, sino esa pequeña ciudad de Mercedes donde todo estaba a mano, a escasas cuadras. La casa de Sergio, su biblioteca nutrida y completa, sus enormes mapas y  las reproducciones de antiguas cartas de navegación. El tocadiscos y el gran ventanal abierto sobre la vegetación tan profusa del fondo de la casa con esa parra verdinegra como un césped aéreo.Y esas horas, esos momentos pasados a su lado, leyéndole él y ella escuchándolo arrobada, fijando sus negros ojos en los negros ojos de él cuando los alzaba de los renglones y le dedicaba las tiernas sonrisas que ella le correspondía. Habían coincidido en un latir juntos, al unísono, golpeándoles las sangres en las sienes, en el pecho, en el vientre. Ni siquiera podía comparar esas exaltaciones con los orgasmos a los que Eduardo, su marido, la hacía llegar al rato de haber tomado posesión de su cuerpo, de haberla recorrido con labios y lengua ansiosos y de haberse detenido en su entrepierna, en las porciones más sensibles y delicadas de su carne, con experta delicadeza.Eran, al fin y al cabo, únicamente, encuentros de cuerpos.
                  Tal vez le ocurriera sentirse vacía con Eduardo porque viajaba, se iba por varios días. Su profesión de viajante de comercio lo transportaba a diferentes localidades de la provincia y Florencia estaba sola la mayor parte del tiempo. Y aún cuando Eduardo estuviera y compartieran sus exaltaciones eróticas en pareja algo le seguía faltando a ella. Algo que, vagamente sentía como que había comenzado a faltarle desde su adolescencia y que cuando profundizó su amistad con Sergio en Mercedes, al año más o menos de haberse conocido, comenzó a presentarse, a abrirla, a desplegarla, como un capullo que se fuera paulatinamente convirtiendo en una rosa. La plenitud más allá de lo erótico.La intensidad de estar viva más allá de las cosas.Quizás había sido la unidad de su ser, su identidad más propia lo que había descubierto junto a Sergio. Se había enamorado de él y al hacerlo se había también enamorado de sí misma. Ella era él. Él era ella. Como en aquélla novela de Emily Bronte, "Cumbres borrascosas" que también él le había leido en Mercedes, cuando su protagonista Cathy confiesa su amor por Heatclift, diciendo "Yo soy Heatclift", ella era Sergio.
Más allá ahora de ese mar inconmensurable. Océano gris bajo cielo gris y de las piedras Mar del Plata, rugosas y amarillentas, avejentadas y grises,oxidadas por el yodo y la sal que el viento levantaba desde las olas y depositaba en los frentes, él, su Sergio, estaría seguramente extrañándola como ella lo extrañaba.
Sintió de nuevo el viento con más fuerza sobre su cara y una ola algo gigantesca que rompió contra la escollera a la que se acercaba llegó a mojarla ya con unas gotas heladas de tupida lluvia que se precipitó y arreció sobre ella y otras personas que corrieron a refugiarse bajo la recova del hotel provincial. Florencia también corrió enfundada en su piloto y subiéndose la capucha porque no había traido paraguas y comenzó a sentir una estrecha lengua de líquido hielo que se le coló desde el cuello a lo largo de la espalda. Las tormentas solían estallar de ese modo en la perla del atlántico. El cielo se había cubierto completamente, grumoso, acarbonado y amenazante. Esperaba no engriparse. No tener que pasar días en cama.
Cuando se acostó con Sergio en el hotelcito de Luján su cuerpo ya estaba encendido, preparado, antes incluso de que él la penetrara. Descubrió entonces su multiorgasmia. Sintió que entraba y salía a largos tramos de aquéllos convulsivos estremecimientos espléndidos, una viva especie de suntuosos trances, escalofríos y un erizarse desde su piel hasta el interior de sus vísceras en convulsivas vibraciones. Y cuando ambos volvieron en sí y decidieron bajar a cenar la invadió una paz compartida, única. Sintió de nuevo que él era su gemelo de vida, otro ser a su lado que la acompañaba perfectamente y que no la dejó de acompañar mientras cenaron y aún después de que se despidieran en su regreso a Mercedes, la mañana siguiente. Todo lucía, las maderas lustradas y repisas repletas de botellas de vinos de marca que revestían el interior del restaurante, las mesitas pequeñas con luces en botellas panzonas, las sonrisas de él frente a las suyas y a sus ojos y a los platos y las copas y el rubí aterciopelado del vino que bebieron. En ese hotelito de Luján tuvieron sus primeros y únicos encuentros mientras Eduardo viajaba y, una amiga, no Mabel por supuesto, le cuidaba sus niños. En Luján llovió la primera noche y ella tuvo un vago temor cuando regresaron al hotel. No fue el de que Mabel, su amiga, la esposa de Sergio, se enterase del adulterio que ejercía con su marido. No fue la de que Eduardo regresase intempestivamente de su itinerario de viajante de comercio porque ella estaba oficialmente en un congreso de docentes en La Plata y le había avisado. Fue la de que sus hijos tuviesen que ser confiados a otras manos si ese amor que le ardía en el cuerpo en ese momento se formalizaba. Se detuvo en ese instante en la lenta caminata del regreso al hotelito y le dijo a Sergio que la abrazara y la besara y él lo hizo y consiguió su momentáneo olvido.
Pero ahora, en Mar del Plata, con la inseguridad todavía que él le demostraba en sus correos de mail, en la cuenta que habían abierto únicamente para los dos, vacilaba y la culpa, el remordimiento, la corroía. 
Una sensación difusa y a la vez concreta que la hacía sentirse una traidora. También con Mabel sostenía el intercambio de mails y se cruzaban en facebook y evocaban los momentos pasados en Mercedes. Hubo entre ellas verdadera complicidad de amigas. Mabel se le rindió por así decir. Le dijo que a ella la desilusionaba mucho Sergio. Que él estaba siempre más atento a sus charlas con los rotarios, a sus alumnos de historia del secundario, a sus libros y sus viejos discos y a su tocadiscos del siglo pasado. Él era un hombre anticuado y aburrido desde la perspectiva de Mabel. Mabel sentía todo lo contrario a lo que ella sentía por Sergio. ¿Tal vez despertó su compasión y en la animosidad de Mabel vio una oportunidad y la aprovechó y por éso le resultaba tan insoportable el remordimiento? Mabel era una niña que seguía soñando con su príncipe azul.
- Ahí viene - le decía - inspirado, uf! 
- Andá si querés - le contestaba Florencia y le guiñaba un ojo en señal de complicidad. Entonces Mabel desaparecía dando una vaga excusa hacia cualquier tarea doméstica y la dejaba a solas con Sergio. Florencia enseguida se relajaba, entraba en intimidad con él de inmediato y con una naturalidad que, la primera vez que le ocurrió la sorprendió. Pero, al fin y al cabo, ella no lo quería y, aunque a Florencia le resultara incomprensible, era así. Hasta le hacía sentir que Dios mismo intervenía para regalarle la companía de ese hombre.

Siguió caminando bajo la tormenta enfundada en la capucha,esquivando las gotas como podía y tratando de no pisar baldosas flojas, subiendo por Avenida Colón hacia la esquina de la mansión Ortiz Basualdo, de allí a la izquierda dos cuadras más y, enseguida, ingresó al pequeño chalet que alquilaban empapada. Ensimismada como estaba cuando levantó la vista no pudo creer que el hombre que se cebaba el mate y se quedó mirándola fijamente y le abrió el peligroso sol de su sonrisa fuera Sergio. Sí, era él.Vió a la chica tendiendo ropa a través de la ventana. Ella, que lo conocía, le había abierto la puerta, como siempre, con naturalidad. Albertito, su hijo menor, chocó contra las piernas de su madre y la abrazó.
- ¡Hola mami! - dijo. Florencia se agachó y lo besó sin dejar de mirar espantada a Sergio.
- ¿Qué hacés aquí?
- ¿No te alegrás de verme, siquiera un poquito?
Florencia se repuso mientras se incorporaba y trataba de devolverle la sonrisa sin que las comisuras de sus labios temblaran. En realidad estaban temblando no sólo sus labios sino toda ella, sus manos, sus hombros. Caminó los dos pasos que la separaban de él y se besaron en las mejillas ante los ojos redondos y alzados de Albertito.
- ¡Qué sorpresa!- atinó a casi susurrar ella. Se acercó enseguida al oido de Sergio.
- Sabés que hoy vuelve Eduardo - murmuró.
- ¿Ah, sí? No, no, no sabía ¿Querés un mate? - Sergio le alargó la calabaza y Florencia la tomó y  dirigió la bombilla a su boca maquinalmente.
Hervían en su cabeza todo tipo de sensaciones pero un sentimiento de miedo, un vago pavor, las dominaba o campeaba sobre todas las demás del mismo modo en que un telón de fondo en un escenario comprende las acciones y los actores, abarcándolos. Su extrañarlo, su añoranza, la nostalgia de verlo y volver a estar con él, la alegría que le producía su presencia, esas exaltaciones temblaban como su cuerpo movidas por un temor que se agigantaba de perderlo todo. Consiguió que Albertito fuera a jugar y lo dejó a cargo de la empleada y, le hizo saber ante su sonrisita complacida, también de la casa hasta que ella y el tío Sergio fueran y volvieran de la escuela con Carlos, su otro hijo. Salieron del chalet uno al lado del otro sin tomarse del brazo.
- ¿Qué pasó, por qué viniste?
- ¿No me extrañaste?
- Por supuesto que sí pero esto no tiene nada que ver con nada. Hoy, más o menos a la hora de la siesta, vuelve Eduardo, ¿qué excusa le vamos a dar?
- No te preocupes, tengo una buena.
- ¿Cuál?
- Traigo una carta de "Colimet" con un ofrecimiento para él.
Florencia sintió que se aliviaba, el alma le volvía al cuerpo.
- ¿Qué le ofrecen?
- Ser representante de sus productos acá, en Mardel, ¿qué te parece?
Se detuvieron. Sergio tomó el puño cerrado de Florencia y lo apretó.
-Tenemos que irnos a vivir juntos a Mercedes. Hablaré con Mabel y vos tenés que hablar con Eduardo.
- ¡Estás loco!¿Y nuestros hijos, los tuyos, los míos, qué pasaría, nunca te lo preguntaste?
- Nos podrían visitar, como ocurre con tantos matrimonios separados.
- ¡No, no, no! Nunca sería lo mismo ¿Acaso no te dás cuenta? Mabel, Eduardo, ¿qué harían?
- Deberían asumirlo.
- Así, ¿tan fácil?
- Así, tan fácil
- Por favor Sergio, querés dejar de repetirme. No es fácil, no sería fácil para ellos. Sería muy difícil. Difícil de entender sobre todo.
Se quedaron callados. Había clareado. El viento sur había corrido los nubarrones y ellos caminaron lentamente hacia el colegio. A Florencia le pareció que las veredas se hubieran ablandado, que el sol que comenzaba a asomarse era una molesta llaga luminosa y que la lastimaba. El pulso se le había disparado en una taquicardia insólita y le costaba respirar. Le pidió a Sergio que pararan y se refugió en su pecho. Él la abrazó, la estrechó, como si no fueran nada más que dos amigos que se hubiesen reunido para despedirse. A los ojos de Florencia subió un torbellino líquido y caliente y la convulsión de un sollozo. Siguieron otros que no pudo dominar.
- Bueno, bueno, calmate, serenate. Vamos a buscar a Carlitos.
Al nombrar Sergio a su hijo, de tan sólo seis años,Florencia hizo un esfuerzo y se contuvo.No debía llorar. Tampoco dejar a sus hijos. Menos que menos. Se detuvo nuevamente. En la vereda de la cuadra siguiente los guardapolvos blancos se volcaban fuera del cuadrado edificio del colegio. Sacó un pañuelo de su cartera, se secó las lágrimas y miró a Sergio.Sintió que su mano, sin que ella pudiera dominarla, voló hacia la mejilla de él y le hizo una breve caricia. Supo que ese momento era el último entre ellos como amantes cuando Carlitos corrió hacia ella. Lo alzó sonriéndole y ya con él en brazos, por sobre su pequeño hombro miró a Sergio.
- El amor no debe destruirnos - le dijo - destruyendo a los seres que más amamos. Si querés quedate a almorzar, dale tu mensaje a Eduardo cuando venga, pero lo nuestro, lo nuestro terminó.

Amílcar Luis Blanco


martes, 19 de enero de 2016

SURREALISMO





- Usted sabe que estuve tentado de creer que hay algo más . . .
- Disculpe, pero explíquemelo mejor.
- Sí, algo más que esta vida que disfrutamos o padecemos, digamos, en cuerpo y alma.
- Y sobre todo en cuerpo.
- Sí, sobre todo. Porque el frío, el calor, el hambre, el dolor, la depresión, en fin, todo, es físico. Se siente en el cuerpo.También el placer. Todo sensual, todo físico. Digamos que el alma sería algo así como una intermediaria entre nuestro cuerpo y un no se qué. Llameló más allá. Bueno, ese algo más, ese más allá, es en lo que estuve y estoy todavía tentado de creer.
- ¿Y qué fue lo que le ocurrió para sentirse tentado a creer en el más allá?
- Algo que le sucedió a mi padre y que yo en parte sabía pero que él completó con su relato.
- ¿Y qué era lo que usted sabía?
- Que lo habían dado por muerto y que éso evitó que, en verdad, lo mataran. Pero, déjeme que le cuente lo que él me contó y que yo no sabía además de lo que sabía. 
- Adelante.
- Mi padre, un hombre de noventa y un años, que ejerció su profesión de arquitecto hasta que se jubiló, al que le colocaron un marcapasos a raíz de las convulsiones originadas en una disritmia cardíaca, a su vez producida seguramente por su diabetes, estuvo refiriéndose a tres extraños momentos de su vida, relacionados. Las patologías que padeció terminaron por arrojarlo en una internación y estuvo al borde de la muerte. Cuando se recuperó fuimos con mi hermano a visitarlo y, en presencia de su segunda esposa y de dos de nuestras medio hermanas, contó lo siguiente. Cuando tenía doce años, en 1936, en el pequeño pueblo de la pampa húmeda en el que había nacido y vivía, el director de la única escuela primaria nacional habilitada en esa población, a instancias del Ministerio de Educación Provincial con sede en la ciudad de La Plata, Provincia de Buenos Aires, eligió seis alumnos que habían culminado el ciclo con buenas calificaciones, mi padre estaba entre ellos, para premiarlos con un viaje a esa ciudad capital que incluyó visitas a museos y otras experiencias seguramente gratificantes para esos niños. Debo decir antes de proseguir que los nombres y el apellido de mi padre no son corrientes. Él se llama Getulio Vargas Ledesma.
- Como el lider brasileño.
- Su primer nombre y su segundo nombre que parecería un primer apellido, sí señor.
- El caso fue que estando en la ciudad de La Plata, entre los acontecimientos previstos en el cronograma con que se agasajó a los chicos, se cumplió una visita a la estancia de los Pereyra Iraola que, todavía para aquel año, no había  sido expropiada como lo fue después por el gobierno de Juan Perón. Para llegar a la estancia los niños abordaron un transporte colectivo, un micro de aquélla época. El niño que le tocó a mi padre como compañero de asiento, al cabo de haber iniciado el viaje, le pregunta a mi papá por su nombre, su primer nombre y mi padre le dice: "Getulio" - "Qué casualidad yo también me llamo Getulio", le contesta su ocasional acompañante. "Y tu segundo nombre o tu apellido cuál es". "Me llamo Getulio Vargas Ledesma", le contesta mi padre, según nos dijo, un poco fastidiado ya. El chico a su lado vuelve a decir "Qué casualidad yo también me llamo igual, Getulio Vargas Ledesma". Cuenta mi padre que él pensó en ese momento que el otro chico le estaba tomando el pelo y decidió entonces dejar de hablarle, no prestarle más atención y así lo hizo y no volvieron a relacionarse. Transcurridos los años, en una reunión en el colegio de arquitectos, alguien le dijo: "Vos sabés que hay un colega tuyo que se llama igual que vos, Getulio Vargas Ledesma". Nos dijo mi padre: "Bueno, en ese momento no relacioné el dato con aquel episodio de mi infancia. Pensé que la homonimia era producto de la casualidad". "Los años volvieron a pasar y cuando pisaba mis setenta abriles un contratista de obra al que hacía por lo menos cinco años que no veía y al que fui a visitar para requerir sus servicios se puso del color de la nieve cuando me vio atravesar la puerta de su oficina.
- ¡Arquitecto! - me dijo demudado y evidentemente conmovido
- ¿Qué le pasa Nuñez? - pregunté intrigado por la sorpresa que demostraba.
- Disculpemé Arquitecto pero yo pensé que usted había muerto.
Me quedé mirándolo desconcertado y el corrió hacia el interior de su oficina y regresó al cabo de unos minutos con el ejemplar de un periodico en una de sus manos, agitándolo.
- Mire, lea!
Me calé los anteojos de ver de cerca y pude leer en el obituario del periodico que me había presentado el aviso fúnebre dando la noticia de la muerte de Getulio Vargas Ledesma, arquitecto."
- ¿Usted sabe lo que eso significó para usted arquitecto? - siguió diciéndole Nuñez.
- ¿Qué? - preguntó mi padre
- Que no lo mataran. Porque un día vino un hombre fuera de sus cabales con un revólver preguntándome dónde podía ubicarlo. Estaba muy excitado. Había perdido a su hijo porque una loza caida desde gran altura de un edificio del que usted había hecho el plano, el de la calle Concordia que, sin embargo, no fue dirigida ni supervisada por usted, había impactado en la cabeza de su hijo dejándolo sin vida. Yo le dije que usted había fallecido y le mostré el diario con la noticia. El hombre se retiró con una sonrisa de satisfacción y agradeciéndole a Dios."
- ¿Qué le parece ésto que me contó mi padre?
- Y, qué quiere que le diga. Que su abuelo fue bígamo, reconoció al hijo que paralelamente tuvo con su otra esposa y le puso el mismo nombre que a su padre. Y bueno, ese desliz de su abuelo le salvó la vida a su padre.
- Déjese de joder hombre. Mi abuelo no fue bígamo. En el obituario mi padre pudo leer que se hablaba del susodicho arquitecto como el hijo de otro arquitecto que se llamaba exactamente igual que él. Los nombres y el apellido de mi abuelo eran José María Ledesma y él le puso Getulio Vargas a mi padre, como nombres, porque fue admirador del caudillo brasileño.
- Está bién, está bien. Entonces fueron tres simples coincidencias esos encuentros y también la noticia de la muerte de su homónimo que evitó su propia muerte ¿Por qué atribuirlos a algo sobrenatural, a un más allá?
- Usted ha escuchado hablar del surrealismo.
- Sí, sí, por supuesto ¿Pero qué tendría que ver el surrealismo con el más allá?
- Bueno, mire, el surrealismo se relaciona con el subconsciente, o sea lo que está por debajo o más allá de la conciencia, lo que el pensamiento lógico, ordenador y crítico, no puede captar y ¿qué le parece que es eso?
- ¿El más allá?
- Para mí es el azar, lo azaroso, lo que no se puede explicar y no proviene de nuestras intenciones o nuestra voluntad, inmanejable, imprevisible. Lo que queda más allá, lo que sucede en otro orden de realidad, como verbigracia los sueños. Mire, por ejemplo, la otra noche soñé con una joven mujer que caminaba a mi costado en una plaza, yo era invisible y ella apuraba el paso para encontrarse con su joven marido, de pronto se enfrentaron, él llevaba puesta una camisa a cuadros de colores y se la había puesto de atrás para adelante, pensé ¡qué loco!, propio de un joven, pero a la vez pude sentir la ternura y el amor con que su esposa lo recibía, casi adorando su excentricidad, porque él joven reía con cierta malicia. Desperté y experimenté lo delicioso que había sido para mi ser invisible en ese momento de mi sueño porque había podido experimentar un sentimiento sin participar activamente con mi cuerpo de su intensidad ¿Se dá cuenta? No necesité mi cuerpo para vivir ese sentimiento de amor de otra persona hacia otra persona. Viví el sentimiento entre dos personas sin ser ninguna de las dos.
- ¿ A éso llama usted surrealismo? 
- Claro que sí, desde luego, eso es surrealismo.
- ¿Y lo de su padre?
- También, por supuesto, lo mismo, surrealismo.
- ¿O azar?
- ¿No quedamos acaso en que es lo mismo? ¿Y no está la existencia regida por el azar?
- Se olvida usted de nuestras intenciones, nuestra voluntad.
- Mire, créame, si estamos vivos, es por azar. No nacemos ni morimos por nuestra intención o voluntad.

Amílcar Luis Blanco

domingo, 10 de enero de 2016

LA INUNDACIÓN.-



                                             El alrededor estaba oscuro y se encendía a ratos en breves relámpagos de luz violacea. Ella no lo sabía pero estaba tendida sobre un camalote unido a un tronco que flotaba en las aguas turbias que lo desplazaban con velocidades cambiantes hacia el lejano estuario, la remota desembocadura del Paraná. Sólo el levantarse episódico de sus párpados le traía, como fotografías o fotogramas en  sepia, el accidentado exterior. Ramas, melenas de sauces, bordes de juncos balanceándose, lomos de aguas leonadas y abrillantadas urdimbres empetroladas de esmeraldinos destellos. De pronto, a ratos, la balsa vegetal se detenía en accidentales remansos para seguir luego viajando lentamente y adquirir entretanto mayor velocidad, compatible con la del centro del torrente. El cielo no era siquiera cóncavo. Se cernía gris y pesado como compuesto de humos oscuros y plomizos y navegaba junto a ella y a su alrededor. Una gota, después otra, después múltiples, cada vez más pesadas, determinaron que abriera los ojos y llevara el dorso de sus manos sobre el rostro para guarecerse instintivamente. Deliraba y, en el delirio, soldados disfrazados de selva, con cascos y uniformes de colores verdes y marrones, disparaban sobre la embarcación en la que se refugiaba. Por alguna razón ella estaba agazapada en la borda, detrás de un rollo de gruesos cordeles y se protegía de la balacera. Los motores de más de un helicóptero, debían ser tres o cuatro, sobrevolaban la escena. En realidad había comenzado nuevamente a llover con inusitada fuerza y pesadez. La temperatura fría, casi helada, del agua contrastaba con su fiebre, la moderaba. Una lampalagua se deslizó deshaciéndose del matete de nudos y fibrosas raíces y hundió su cilíndrico cuerpo en el agua. El relámpago que hizo tronar la atmósfera la iluminó pero Elena percibió el torso de Julia, su amiga de infancia, la entrañable, oidora fiel de sus confidencias, invitándola con una seña para que ingresaran juntas por la escotilla abierta hacia el vientre profundo de la embarcación. Los helicópteros parecían alejarse y momentáneamente los soldados camuflados habían cesado el fuego. Se dejó caer entonces detrás de ella. Las dos estaban desnudas y debían esconderse. El negro y estrecho camarote con apenas un ojo de buey o ventana circular se dejaba penetrar por la tenue claridad pero filtraba escasísima luz, insuficiente para descomponer la tiniebla. Igualmente  les resultó bastante para escarbar en una espuerta de mimbre que contenía pantalones y remeras de los marineros que integraban la tripulación. Se vistieron rápidamente en la semipenumbra. Debían eludir las ansiosas y hambrientas miradas masculinas. Se iban a recoger el cuantioso pelo y anudarlo en las nucas para cubrirse con las gorras y lograr así mimetizarse y confundirse con los habitantes de la embarcación cuando sus bultos a contraluz fueron descubiertos por un marinero.
-         ¡Eh! ¿ Qué hacen? ¡Rápido, suban! El capitán nos quiere en cubierta.
Subieron a cubierta en el más absoluto desorden. El capitán daba órdenes desde el puente con la boca pegada a un megáfono pero ni Elena ni Julia podían entenderlas. Oían únicamente un metálico aullido cavernoso y grave que se confundía con la voz de la tormenta. El viento se atorbellinaba en las márgenes del río y alzaba y acostaba los penachos verdes de las copas de los árboles y arrasaba los arbustos más cercanos a la orilla. El nivel de las aguas había crecido y gruesas ondas, sin que la velocidad del torrente disminuyese, habían ingresado en un peligroso y cada vez más agitado vaivén que movía el buque de un costado al otro y determinaba que los marineros resbalasen al punto de que dos o tres cayeran al agua y alzasen los brazos y las manos y gritasen implorando ayuda. Elena y Julia se aferraban a la botavara, del mástil principal  se había arriado la vela mayor. Rezaban y se miraban aterrorizadas. Elena cerró los ojos con todas sus fuerzas, apretando los párpados y pidiéndole a Dios que si aquello era una pesadilla se apiadase y la devolviese a la vigilia. Cuando volvió a abrir los ojos comprobó que Julia ya no estaba allí, ni tampoco la cubierta del barco y los marineros que pedían auxilio. Únicamente la tormenta permanecía y el viento, cargado de lluvia, seguía dando inquietos revolcones sobre las aguas. Pero ahora el camalote que la contenía, yaciente y desfallecida, golpeaba contra los pilotes de madera de un amarradero y había quedado atrapado entre ellos. El desvencijado muelle destartalado resistía milagrosamente el embate del meteoro. Un relámpago la iluminó y un rayo partió el aire convirtiendo en fuego el tronco de un gigantesco paraíso que crujió y se abrió por el medio llenando el aire bruscamente de un fuerte olor a madera chamuscada. Elena intentó erguirse pero su cuerpo entero se hundió en las aguas densas y translúcidas. Vio largas y afiladas hojas de espartos y juncos proyectándose hacia las alturas, hacia la vaga claridad que, no obstante la furia de la tormenta, ondulaban apenas balanceándose. Todo era muy calmo allí abajo. Agradeció ese momento de calma y lucidez pero sintió la opresión en el pecho y la sensación súbita del ahogo y entonces braceando, como pudo, nadó hacia arriba, hacia la claridad. Aspiró hondamente el aire al emerger. Sus fosas natales se dilataron y sus pulmones se inundaron de un oxígeno vivificante y recuperó las fuerzas y el deseo para ganar la orilla. Finalmente sus dedos y las palmas de sus manos consiguieron aferrarse a las fibrosas raíces que, como nudos nerviosos o tensos tentáculos, mantenían, agarrándose al fondo arcilloso y duro, traspasadas las capas de humus fértiles, sedimentadas por el río, la erección y esbeltez de las acacias y los jacarandás que resistían con éxito el peso arrollador de la tempestad.
                                            Elena quedó durante largos minutos tendida sobre la hierba. Poco a poco reconstruyó los últimos tramos de su desesperación. Los instantes que habían precedido a su derrumbamiento físico sobre la flor de loto que había confundido con la pequeña cabeza de una gallina que  su hijo Tomás, aparentemente, había conseguido apresar. Antes de eso ella había corrido enloquecida desde su casa inundada venciendo con sus piernas debilitadas y raspadas y sus pies sumidos en un lodo pegajoso la distancia de aguas estancadas que separaban su casa de la corriente viva del Paraná. Se había lanzado a rescatar a su hijo y las voces de su marido y sus hijas no alcanzaron para detenerla. El chiquito, de tan sólo tres años, faltaba, según sus recuerdos, desde la medianoche anterior cuando había escapado hacia la calle, tratando de proteger los pollitos amarillos recién nacidos de una ponedora, con los que se había encariñado, ante la irrupción de las aguas en los ambientes interiores de su casa en la que vivía junto al esposo y las otras dos hijas. Ella había despertado bruscamente, transpirada, y había visto el agua barrosa rodeándola. En ese momento escuchó el grito de su esposo, el clamor de sus hijas y le pareció ver a Tomás, a través de la ventana, detrás de la gallina que nadaba desesperadamente hacia la corriente del río. Sin pensarlo se alzó y salió por la misma ventana abierta. Al acercarse al torrente, la flor de loto blanca, cuya pureza surge del agua, le hizo pensar que los ocho pétalos eran la cola de la gallina y que Tomás la había atrapado y no podía volver con ella.
                                            En realidad su hijo no había llegado a salir de la casa y su padre lo había amarrado de la camiseta y, enrollándola fuertemente sobre su cuerpecito, como si se tratase de un paquete, lo había izado hasta la azotea en la que se habían alcanzado a refugiar debajo del tanque del agua. De modo que Elena y su carrera desesperada que sucedió, noche por medio,  a la gripe que cursaba en cama al momento de desatarse la crecida habían coincidido casi, como la continuidad de un delirio onírico. Acaso ella había estado soñando con el amor de Tomás por los pollitos amarillos. Acaso había visto a la gallina y a su hijo tras ella. No lo sabía bien.
                                           Dejó que la energía se le propagase desde el pecho, desde el torso hacia la extremidades, vibrante en sus latidos, y haciendo un esfuerzo se incorporó. La tormenta parecía amainar, detenerse, grado a grado y la temperatura había descendido. Sintió frío e intentó calcular la distancia del sitio, ¿isla?, ¿porción de continente en el que se encontraba? y su casa.
                                           Escuchó el ronroneo de un motor, miró hacia atrás y pudo ver una lancha de la prefectura acercándose a la orilla. Desde un megáfono el hombre uniformado la instó a que la abordase. Elena corrió al precario muelle y agradeció a Dios. Una vez dentro de la embarcación le acercaron una manta. Otros refugiados como ella ocupaban los largos asientos laterales del atestado convoy fluvial que, a babor y estribor, constituían las comodidades bajo techo que se ofrecía a los inundados, rescatados y movilizados desde diferentes ciudades de ambas márgenes. Una anciana de rostro arrugado y curtido y pequeños ojos vivaces le preguntó.
-         ¿Y usted es de por acá?
-         ¿Dónde estamos?
-         Y estamos pues llegando al Tigre.

No lo podía creer. Por Dios! Ella había abandonado su casa persiguiendo imaginariamente a su hijo en Diamante, provincia de Entre Ríos. Había viajado por más de quinientos kilómetros sobre el río a bordo de un camalote y un tronco. Lo había hecho enferma, en el transcurso de un sueño o de una realidad, la de la inundación, cercana a la pesadilla.

Amilcar Luis Blanco

viernes, 8 de enero de 2016

VIGILIA DE LOS CUERPOS.-



Están acostados bocarriba. Ella y él miran el cielorraso blanco. Él se siente excitado, deseoso de tener sexo con ella como tantas veces. Alarga su mano hasta el monte de venus de ella que se la retira con brusquedad y fastidio.
-          ¿Otra vez?
-          Otra vez qué
-           No te hagás el tonto
-          ¡Ah, ahora me retás encima!
-          Encima de qué
-          De que no querés coger.
-          ¡No quiero! ¿Y qué? No soy un objeto
Él no sabe qué contestarle. Se siente cansado del tema y la discusión que provoca entre ellos y que ha sucedido ya muchas veces. Evoca la mirada oscura de Edith, que fuera su amante y de la que ahora se encuentra alejado, mirada que se dirigía a sus ojos y a su cuerpo embargada de deseo, nublada, y que desencadenaba entre ellos la lid genital, la de los cuerpos que se gozan mutuamente, sin palabras. Se pregunta por qué no está con ella y, en cambio, sigue en su matrimonio con Antonia, su esposa, la que está en ese momento a su lado y afirma no ser un objeto. Sigue con ella por conveniencia, por miedo a perder lo que tiene y tener que empezar de nuevo, por el dolor y el sufrimiento que pueda causarle a ella y a los hijos de ambos. Porque si los abandonara y se fuera con Edith se pondría y los colocaría a ellos en un desconocido y futuro capítulo de incertidumbre acerca de sus destinos.
Se da vuelta sobre su costado izquierdo y mira hacia su mesita de luz. Efectívamente, es así. Se pregunta si Antonia tendrá o no un amante, se lo ha preguntado ya muchas veces. No se atreve a preguntárselo a ella. Ella le respondería seguramente que no y si efectivamente lo tuviera sería igualmente duro y difícil afrontar esa realidad. Los dos estaban igualmente atados por la casa y por sus hijos en edad escolar. Afrontar vidas separadas se les haría económicamente imposible con los daños colaterales que ello produciría, sobre todo para los hijos de ambos. La separación física y material los llevaría a tener que sostener sus vidas en una precariedad insoportable.
¿Acaso no había ya amor entre ellos y hacia los hijos? El amor más allá de la satisfacción sexual o puramente genital. Un amor por necesidad, un amor a la fuerza, un amor inspirado por el miedo a perderse en la vasta ciudad de Buenos Aires, miedo a quedar sin techo, sin cama, sin mesa familiar, ni ropas limpias, ni camisas planchadas.
No era sólo una cuestión de cuerpos desatendidos sexualmente. Había cuerpos que vagaban con escasas fuerzas por los rincones de la ciudad esperando el sopor final de un sueño último que no los devolviese a la oprobiosa realidad. Cuerpos perdidos en plazas, parques, paseos, vestíbulos de edificios públicos, estaciones de subterráneos y de trenes. Cuerpos parias a la intemperie, de vagabundos necesitados del más elemental abrigo, sin posibilidades de enjabonarse y ducharse con agua tibia, de llevarse al estómago un plato de comida caliente y vestirse con ropas limpias.
¿Acaso el amor genital no era un lujo burgués, pequeño burgués, en medio de esa salvaje desatención, esa polución de orfandad y miseria humana de cuerpos heridos, lastimados por la indiferencia, la impertérrita indiferencia de quiénes, percibiéndola y practicándola, recorríamos aterrados la jungla de asfalto?
Cuántas, numerosas veces, se había detenido en el subte junto al ciego que tocaba tangos melancólicos, repetidos y repetitivos, en el teclado de un bandoneón que había, seguramente, conocido mejores épocas y dejaba caer las monedas que le molestaban en el bolsillo sobre el sombrero que el hombre a su vez abandonaba sobre las cerámicas rojizas del andén y hasta que el subte llegaba caminaba después para comprar el diario con el que llegaría a su oficina a repetir las rutinas que le daban de comer. En esos momentos y otros pensaba en los cuerpos. En el del ciego con sus ojos metidos en la sombra y sus dedos fatigados de presionar los botones del manoseado instrumento, en el de las mujeres que despertaban sus deseos, en el de los transpirados trabajadores que viajaban con él y como él apretujados en la atmósfera viciada del vagón que se balanceaba y que procuraban mantener siempre el decoro. Alejar los alientos, los genitales de los varones de los de las mujeres, de sus colas, de sus senos mientras el convoy se balanceaba y los balanceaba colgados de las maneas pero, sobre todo, colgados de las abstracciones, los hilos invisibles de los pensamientos que los hacían y mantenían en ese humano y urbanístico equilibrio que les permitía viajar y llegar a sus destinos en el centro, hiciese frío o calor, lloviese y agrisase o encandilase la luz radiante al emerger sobre la ciudad para que caminase hasta su edificio de oficinas. Siempre los cuerpos, extendidos, rugosos, lozanos, sueltos, abrigados gruesamente en los inviernos y ligeramente, apenas cubiertos, en los calurosos y húmedos veranos porteños.
Éramos y somos cuerpos y más que cuerpos. Éramos y somos pensamientos que no se detienen. Desde que empezamos a darnos cuenta de nuestro entorno hasta que nos sumiésemos en las sombras de la agonía para no regresar jamás.
De todos modos, el cuerpo desnudo de Antonia le parece devorador. Matriz de universo. Reproducible como desierto o sistema montañoso. Abarcativo. Indudablemente, pese a los años que hace que están casados, todavía la desea. Índice evidente, incontrastable, de que sigue enamorado. No procede como lo hace al seguir a su lado por miedo, por terror a verse solo, sino porque todavía la desea y si se pone a pensar en ella, incentivado por la avaricia de su entrega, la desea ya mucho más.
Se vuelve hacia el otro lado de la cama, sobre su costado derecho, donde está ella dándole la espalda, dándole la curva de la cadera que asciende desde la cintura, dándole los gluteos como mórbidas turbinas cárneas y los pequeños pies y la pequeña nuca y el cuello envueltos en su cabellera espesa y castaña. Y la desea, con ojos abiertos o cerrados, la desea y decide pensar, soñar que la acaricia, la besa y mete su mano entre las tensas piernas de ella que se ha dormido, indiferente a todo.

Amílcar Luis Blanco (Ilustración "Paisaje surrealista", fotografía digital de Carl Warner)