jueves, 24 de septiembre de 2015

EN LA BIBLIOTECA



- Pero, ¿usted es anticlerical?

- Sí, detesto los curas, las sotanas, las imágenes, los santos de yeso.-

- Es un iconoclasta

- Podría decirse, entre otras cosas.

-Pero, dígame, ¿no le tiene miedo a la muerte?

- A veces sí, otras veces no.

- ¿Cuándo sí, cuándo no?

- No, claramente, cuanto me siento Hamlet en su monólogo famoso. El de "to be or not to be". Sí, cuando reencuentro mi amor por la naturaleza, siento curiosidad de espiar el futuro y de mezclarme o meterme en la lucha y cuando pienso que la vida es todo y lo único que conozco y es tan lamentablemente corta. En fin el pensamiento sobre la muerte está en todos y cada uno de mis estados de ánimo de modo positivo o negativo, de modo cambiante y ambivalente, multívoco si usted quiere.

- Pero lo enriquece.-

- Tanto como estas medialunas y este mate me engordan.-

Estas conversaciones u otras por el estilo las sosteníamos mi secretario, el señor Jeremías y yo, todas las mañanas, que desbordaban y vertían su luz desde los altos y ornamentados ventanales del antiguo edificio, mientras mateabamos en la biblioteca pública después de haber marcado en nuestras respectivas tarjetas el ingreso a la institución. Yo pensaba, dudando a veces muy seriamente, si esas rutinas correspondían a  mi vida real o si se trataba de una novela que alguien, superior a nosotros obviamente, podría ser Dios si es que existe, estaba escribiendo. Y si la estaba escribiendo, nunca sabría si se trataba de una novela, de una obra de teatro o de un ensayo. Si era esto último Jeremías y yo éramos meros ejemplos. Los dos estábamos próximos a jubilarnos. Jeremías, paraguayo que conocía profundamente el idioma guaraní, vivía con una hija mayor viuda y sin hijos y me decía que a veces se sentía como si viviera solo porque su hija estaba siempre ausente. En cuanto a mí, vivía literalmente solo y todo lo que me quedaba de quienes habían sido mis seres amados y cercanos eran recuerdos. El de Ana, mi mujer fallecida y el de mis dos hijos que vivían en Australia.- Estaba más sólo que la una, como suele decirse.
Por eso me gustaba salir a caminar, andar en el frío, encontrarme con Olga y comentarle cómo me había ido, un día y otro, aunque en la biblioteca nunca pasaba nada distinto, nada digno de mención.- Igual ella escuchaba pacientemente mis comentarios y me contaba sobre su vida; la de ella, sus dos hermanas solteronas y su madre nonagenaria.- Olga tiene más de cincuenta y fue muy amiga de mi mujer y amiga mía también. Íbamos al Café de la U o de la V, que está en una esquina, vecina a la estación de Villa Urquiza, un barrio con ojeras de tiempo, pasados de tango ya desdibujados y mucha pero muchísima soledad. Soledad que destilan o irradian sus transeúntes solos o acompañados, aun de bochinches familiares. Lugar que tiene calles con casas majestuosas abandonadas, otras habitadas por gentes cuyos ingresos para permitirles vivir y mantener esas mansiones los deben tener casi todos los días trabajando, sin gozar de las comodidades que esas, se presume que muy lujosas habitaciones, seguramente les ofrecen. Vivir volando, vivir en ese toco y me voy, en esa apresurada existencia de flujos continuos, de igualación de cada instante con el que le sigue, de cada ser con otro, como si todos fuesemos fungibles, iguales a granos de café o de cereal y nos derramásemos en tareas propias de hormigas que van y vuelven de sus hormigueros.
Pero en fin, con Jeremías y Olga y algunas otras costumbres solitarias pero para mí gratificantes yo seguía desenvolviendo mi vida, el curso de mi vida. Y en realidad sí, a veces pensaba en la muerte de las dos maneras que le había confiado a Jeremías.-
Había veces, sin embargo, en las que mis pensamientos, sobre todo para dormirme de noche, eran mucho más vulgares y desprovistos de gravedad filosófica o de miedo ancestral.- Como debía mantener mi casa enorme y solitaria en condiciones me encargaba de lijar y barnizar las aberturas de madera. Era una tarea simple pero la encaraba con minuciosidad, mucha voluntad y sin apuro. No sólo porque me mantenía entretenido y me permitía no recordar mis pérdidas de seres queridos y compañías añoradas sino también porque excitaba y mantenía despierta mi curiosidad y cuando ponía la cabeza en la almohada me enfrascaba en la consideración del barniz y la tinta que debía utilizar, en si después de cada lijada y barnizada, debía o no lijar nuevamente y pasar cera, por ejemplo o en cómo y con qué líquido debía lavar los pinceles. Cosas así, bastante sórdidas y poco interesantes, pero en las que forzaba mi imaginación para que la soledad no me devorara del todo.
Había trabajado en la biblioteca desde mis dieciocho años, cuando terminé la secundaria. Después y porque una invencible pereza solía detenerme en mi cuarto y me arrojaba a las combatidas prácticas adolescentes, como el infierno tan temido por mis mayores de la masturbación, fumar no sólo tabaco, sino también yerba o marihuana y, además, convertirme en un cinéfilo de películas francesas o frecuentar a las prostitutas, lo cierto fue que, por aquélla época, hice un curso de bibliotecario bastante relajado en el que tenía como materias literatura, historia del arte, y otras, más organizativas. El curso duró dos años nada más y no me costó demasiado recibirme con notas altas. Así cumplí el sueño de mi rencoroso y resentido padre de reemplazarlo como secretario de la biblioteca, entonces municipal, hoy gubernamental desde que la ciudad pasó a ser autónoma.
El trabajo había sido siempre el de no hacer nada o casi nada o muy poco. Consistía fundamentalmente en mantener el orden y la organización por autores y materias en los largos anaqueles y recibir los boletines informativos de las editoriales que llegaban acompañados de tres ejemplares de libros recientemente editados y destinarles un sitio preciso en ese universo del conocimiento. Todo esto había comenzado más o menos seriamente en las abadías y conventos en la edad media. Antes en el tiempo universal y humano quedaba la quema de la biblioteca en Alejandría que contenía rollos de papiros.
- Pienso que ahora, con el saber almacenado en google, sobre todo el enciclopedismo occidental, se convertirá en una gran nube cibernética espacial - me dijo el señor Jeremías esa mañana mientras me alcanzaba un mate cebado por su experta mano paraguaya.
- Mire Jeremías, yo pienso que todas estas largas cajoneras de madera y barniz, todos estos libros impresos en papel, algunos en muy buen papel, están tan metidos en nuestras vidas, ¡en la suya y la mía ni hablar!, que si pasamos a ser un enorme corpúsculo transparente, unido únicamente por relaciones electromagnéticas, esto lo he pensado mucho, todo esto tan material y consistente, que en algún momento el tiempo derrotará hasta convertirlo en polvo, y después ni siquiera en eso, jamás tuvo, tiene ni habrá tenido sentido alguno. Pienso, como lo pensara ya el ilustre Calderón de la Barca, que esto es un sueño, que su vida y la mía, son únicamente un sueño en el que coincidimos por puro azar. Recuerdo esos versos del poema "El libro" de Enrique Banchs: "No sabemos si somos . . . "
- Ilája porá, lo que usted dice
- ¡Eh! ¿Qué me dijo? Mire que no entiendo el guaraní.
- Que tiene buen carácter, calidad de cierto, lo que usted dice. Lo comparto - dijo Jeremías y me recibió el mate que yo ya había agotado.
- Mire, esto me lleva a la reflexión acerca de la muerte, la finitud y el trasladarnos en la conciencia de esa finitud. La bibliotecas, ésta, las que son, han sido y no se si serán, trasladan de un tiempo a otro, de una época a otra, pensamientos, ideas, sentimientos, sucesos significantes y forman una vasta memoria de la especie. 
- Por otro lado - interrumpió Jeremías - acuartelan todo ese saber en culturas diferentes. Fíjese sino en mi guaraní. Una lengua despreciada y depreciada por el castellano, ahogada por ese idioma llegado o sobrevenido allende los mares, o por un ko kyhyje oguerekóva ko ndijapýrai, es decir, en español, un miedo que no tiene fin. Quiero significar que el miedo ahoga a las personas y a las culturas que producen.
- Mire, es profundo lo que usted dice Jeremías, el miedo a la muerte, a la finitud, no es el que nos hace descreér, el que nos convierte en descreídos, el que roe y desgasta nuestra fe en lo sobrenatural o en alguna salvación posible, sino la comprobación lúcida que nos da la ciencia positiva acerca del sin sentido de toda vida. El no saber nunca, a ciencia cierta, valga la redundancia, por qué y para qué fuimos levantados o elevados a la existencia y por qué y para qué se nos quita de esta existencia.
- Sí, sí, eso hova vai, tiene mal aspecto.
- Yo salgo a caminar con mi amiga Olga, a la que quiero y respeto mucho, entre otras cosas fue muy amiga de mi esposa. Escucho lo que ella me cuenta con interés y quiero solucionarle los problemas, cosa que a veces puedo hacer y a veces no, pero todo mi interés, todo ese afecto que siento por ella y que sentí por mi mujer y todo el extrañar a mis hijos que están tan lejos en Australia no tiene sentido, son exaltaciones de mi alma o aún de mi estar vivo, sin embargo se debaten siempre en el fondo del sin sentido de la existencia.
- Mire, yo admiro a una señora que ipohe tembi'u apópe, quiero decir que tiene buena mano para cocinar, como también a los artistas que son tan extremados, que dibujan o pintan o componen músicas que nos hacen bien al alma, maestros de la comunicación, porque creo que ellos eternizan lo bello de la vida, nos sacan de esa relativización de todo lo que hacemos, precisamente por lo que usted recien dijo, por ese transfondo de sin sentido con el que pensamos y sentimos todo. Los artistas consiguen despejar ese transfondo de sin sentido y restituirnos a la eternidad.
Ese día me retiré de la biblioteca enriquecido por la reflexión de Jeremías y lijé y barnicé con gran ahinco mi ventana; las maderas y molduras reflejarían la luz como espejos y me bastaría con eso.-

Amilcar Luis Blanco  ("Biblioteca de Babel", oleo sobre tela de Mihay Bodó)