viernes, 2 de octubre de 2015

LA COPA DEL OLVIDO O LA MUJER AZUL


                                   
















                               Pascual sabía que ella se iba de ojos y que se iban de ojos con ella. Tal vez su boca carnosa de labios delineados, tan perfectamente pintados por ella frente al espejo de todas las mañanas, con ese rojo clavel o rojo sangre o rojo malvón. Para inspirar nada menos que a los lanucenses. Y él en la cama a su lado un manojo de nervios y él tener que madrugar para ir a pintar, para ir a cubrir agujeros en las paredes desde la mañana hasta la tarde con apenas una hora escasa para comerse el sandwich de milanesa que ella le preparaba. Pero ella nada. Ella con sus cosas. Ir de compras cada vez que podía. Ir a la oficina a que le dijeran piropos, sentada enfrente de la pantalla de la computadora. Sus dedos de uñas pintadas de los mismos rojos sobre las teclas del ordenador, aburrida según le confiaba. Aburrida pero jamás faltaba y ni hablarle de dejar su trabajo y dedicarse sólo a la casa. Al hijo, a Tomás que estaba la mañana en la escuela y a la tarde con su madre, madre de él, suegra de Delia. O Delia era mucha mujer o él, Pascual, poco hombre.
"Mozo traiga otra copa y sírvase de algo el que quiera tomar, que ando muy solo y estoy muy triste desde que supe la cruel verdad . . ." Ese era el tango de su vida, el de ella y el de él. Los comprendía a los dos, los abarcaba ¿Acaso Delia no se le escapaba? ¿No le chingaba por todos lados? Era la pollera grande que había descubierto de niño. La que su hermana se ponía para jugar con él a la bailarina y el chulo, ese número que habían visto por la televisión y que les había marcado la vida como hermano y hermana, porque su hermana desde entonces le decía "Chulo" y él la llamaba "Manola". Delia se le iba como esas noches de luces que desfilaban por los costados de la ahora peatonal Nueve de Julio en el centro de ese Lanús natal cuando recién anochecía.
Y era cuando recien anochecía que Pascual se orientaba hacia el bar, a veces, según lo sentía, como esos peces que se acercan boqueando a la superficie del agua del acuario transparente y que uno puede ver, para tratar de respirar un poco de oxígeno. Eso porque entre Delia y la madre de Delia, su suegra, lo asfixiaban. Ella, la suegra, doña Rocío, lavaba y planchaba y tenía todo arregladito y hasta los proveía de víveres. Sí, les llenaba la heladera. Desde que se habían casado, hacía ya siete años.
Acaso Delia fuera la mujer azul. Es decir, esa fémina alada, inalcanzable, perfecta, la que siempre da la espalda. La que camina y huye después de entregarse porque olvida, olvida siempre. Pasa como una antigua diosa griega, interesada en los asuntos mundanos de los hombres mundanos, pero sobrevolándolos, posándose con levedad sobre las noches de angustia, sobre las desazones y vacíos de los corazones de los hombres. Incluido él, Pascual, que la sentía como si se perfilara; parecida a esas tormentas que se anuncian antes de llegar del todo pero que cuando llegan sumergen la vida en agua, dan vuelta el mundo, lo ponen patas arriba y después que lo dejan todo deshecho se van.
Escucha los tacos de sus zapatos de taco alto, también rojos como sus labios y como sus uñas. Y como ese rojo vino que le llena la copa y le sube la nube de alcohol a la cabeza. "Y me sube la nube de alcohol a la cabeza", canturrea. Todo se pone azul cuando se canta, todo vuelve a poblarse de una esperanza azul verde, una esperanza turquesa. Los colores de las estampas, las postales, los almanaques; los que reclaman mundo esperanzado y vienen del mundo esperanzado e incitan a seguir esperanzados, un poco tontamente ilusionados. Seguir luchando y viviendo. Para Pascual seguir pintando. Para Delia seguir el derrotero de su taconear calzada en los zapatos rojos y al filo de las luces sobre la vereda de la Nueve de Julio, deteniéndose en las vidrieras, surcando orgullosa las miradas de los varones en las esquinas y de los compañeros de oficina cuando sentada, su terso torso recto delante de la pantalla, dándose vuelta, suele mirarlos, iluminándolos con su sonrisa perfecta a la que sólo él, Pascual, puede verle el defecto de los dientes frontales de la fila de arriba, apenas partidos, pero que le dan a su sonrisa una picardía única, especial, que él únicamente conoce.
Ya no la ve ahora luego de muchas copas, copas innumerables. El vino se ha mezclado con su sangre y un vapor azulado nubla sus pensamientos. Saldrá del bar entumecido y solitario. Entrará en su casa. Se sentará a la mesa y casi no verá a las dos mujeres mirándose entre ellas, al niño que contempla a todos. Después caerá en el lecho conyugal y despertará al día siguiente.

Amilcar Luis Blanco  ("De olvido y piedra", oleo sobre tela por Guadalupe Figueroa)