martes, 4 de septiembre de 2018

GRISEL





El día en que mi madre intentó suicidarse yo tenía ocho años. Vivíamos en un pueblo de provincia en el que cualquier acontecimiento inusual corría como un reguero de pólvora por las lenguas del chismorreo vecinal. Recuerdo que mientras mi padre y el médico amigo llamado por él intentaban limpiar el estómago de mi madre tratando de hacerle vomitar las pastillas que había ingerido yo pinchaba un tomate redondo, rojo y maduro, con un alfiler tratando, con esos pinchazos obsesivos, de conjurar el momento, de exorcizar las malas ondas, que, incluso, parecían provenir de ese mediodía gris, de cielo nublado,que se cernía sobre el pueblo, en el exterior de la casa de ladrillos desnudos en la que vivíamos. Mi madre tenía en ese entonces, año 1955, veintiséis años, padecía de asma crónico y de una angustia, también crónica, producida por tener que sobrellevar la tempestuosa relación con mi padre, de treinta y un años; un hombre que la había convertido en víctima de sus celos enfermizos hasta agobiarla y haberla llevado a esa desesperada determinación. Aunque él dijera, después de que se hubo superado el trance, esos feroces instantes en que, como hijo mayor y más consciente, emprendí mi agresión hacia el tomate, que en realidad mi madre no había querido acabar con su vida sino tan sólo llamar la atención, lo cierto fue que, desde entonces, sus pareceres y opiniones dejaron de parecerme convincentes. Intuitivamente sentí que, quien se arriesga a perder su vida, aunque procure llamar la  atención, protagoniza una acción temeraria que puede llevarla mucho más allá de ese propósito, es decir, a la muerte y que la acepta como un resultado posible.
Aún ignoro en el momento en que lo hago por qué razón escribo todo esto y vuelvo a rememorar aquel oscuro día de mi infancia. Tal vez lo haga para iniciar una catarsis que pueda limpiarme a mí de ese veneno psíquico que la experiencia de suicidio vivida por mi madre con un tóxico químico me dejó. O quizá lo haga por mi deseo de entender, de volver a aquélla circunstancia para conseguir situarme y situarla en mi historia de vida, en su contexto, en un ensayo de autoanálisis, para comprender mis miedos y vacilaciones, mis inseguridades, poniendo fuera de mi mente, exhibiéndolos, contenidos que están en mis recuerdos, para no olvidarlos o para olvidarlos definitivamente colocándolos en las memorias de quienes me lean.

A medida que pasan los años los días se suman unos a otros hasta parecer un día único. La amalgama de los recuerdos, en un instante, puede traerme imágenes, escenas, de mi infancia, adolescencia, primera y segunda juventud, madurez y comienzos de vejez. Esta última, antesala de la desaparición física final, en la que ya sabemos que lo mejor de las etapas pasadas no se repetirá porque nuestro pasaje por la vida está atado a la naturaleza y no a nuestros deseos, es la más filosófica y, a la vez, la más instintiva. Las experiencias se fusionan unas con otras y también se separan en una suerte de prisma que las descompone en vertientes de diferentes texturas y colores. Un color, un olor, una suavidad o aspereza, las músicas, los ruidos, en suma el mundo llegando a nuestros sentidos y a nuestra conciencia se desgrana en mil pensamientos, sentimientos y sensaciones y hay como un retorno a esa primera infancia, anterior todavía a la posesión de un lenguaje, en la que somos sólo sentidos y sensaciones con escasísimos atisbos de razón. Somos instintos sumergidos en instantes que se suceden unos a otros como si entre ellos el hilo de continuidad que es el tiempo no existiera. Como en ese verso de Rainer María Rilke que dice "Toda en sus ojos vive la criatura". Es decir, estamos en la eternidad.

Y esa eternidad puede ser la de un tomate pinchado que regresa a nuestra memoria en la que nos vemos pinchándolo y algo, muy importante y significativo, del alrededor se ilumina. La luz cae sobre el tomate, sobre la cocina de mi casa de infancia, sobre el aparador y el recipiente de loza que contenía el fruto rojo. La tarde gris, el color pálido de la piel del cuerpo de mi madre, transportado por mi padre y por el médico y el rostro casi exánime de mi madre y el terror y la desesperación que me invadían. Todo vuelve, regresa, se presenta nuevamente en mi memoria como si en esa fruta roja que con un alfiler traspasaba repetidamente se cifrara y estuviera grabada la densidad anímica de ese momento y su contexto.
- Vos misma sos un símbolo - le digo
- Símbolo de qué - me dice - ¿De qué estamos hablando?
- De lo que estoy pensando o mejor dicho recordando.
- ¡Ah! ¿ Y qué estás pensando o recordando?
- Una tentativa de suicidio.
Debo decir que yo me había puesto a recordarla en la mesa de un café y que frente a mí estaba Gricel, a quien le habían puesto ese nombre de heroína de tango porque su padre y su madre vivieron más o menos la historia que se cuenta en la letra de ese engendro lacrimoso y cursi de Mores y Contursi.
- Todo viene de épocas y sentimientos y desgracias vividas en el pasado por nuestros abuelos o nuestros padres o nosotros mismos cuando éramos pendejos, no te parece?
- No sé bien de qué me estás hablando...
- Tu viejo, tu vieja - la interrumpo - Acordate. Vos me contaste por qué te llamaron Gricel.
Gricel se queda en suspenso, mirándome. Sus ojos negros enormes se iluminan. Esa sonrisa pícara que tiene, una tajada de sandía blanca como el arroz con leche bordeada por la pulpa roja de sus encías, se abre como un acordeón que se estira. Gricel tiene el pelo renegrido. Lo tiene atado y trenzado y lo enrolla sobre la cima de su nuca sosteniéndolo con una peineta color celeste que es lo primero que le quito para que el largo de su pelo, que le voy destrenzando, se le desparrame sobre la espalda desnuda cuando nos disponemos a ganar la cama en el departamento de la Avenida Belgrano que ella cuida. Después de hacernos el amor venimos a este bar a tomarnos algo.
- Y, qué tiene que ver? - me pregunta.
- Todo tiene que ver, todo es pasado. Este mismo presente, vos y yo tomándonos un café después del amor, estamos dentro de la película del tiempo.
- Estoy segura que lo de hoy lo voy a recordar - me dice
- Sí, seguro, ya somos recuerdo.
Le digo eso pero ya estoy pensándolo de nuevo como lo pensé en ese momento con ella y como lo pienso ahora que lo estoy escribiendo sin saber bien por qué y para qué lo escribo. Para que forme parte de la novela o quede como cuento porque quiero convertirme en escritor. No sé pero pienso en el tiempo y en cómo, atrapados en su corriente, repetimos una y otra vez, como autómatas, gestos, actitudes, acciones, comportamientos, aunque los llenemos con nuestras diferencias. Gricel es única para mí. No sé por cuánto tiempo. Seguramente soy único para ella, pero siempre por un tiempo, porque ya estuve con otras mujeres que me parecieron únicas y a la postre no lo fueron. Y ella estuvo con otros que también le parecieron únicos y no lo fueron.
Miro a través de la ventana del bar, absorto. Este último pensamiento mío es deprimente y no me siento capaz de comunicárselo para no amargarla. Gricel ríe y me toma la mano y me alegra la vida. Le devuelvo la sonrisa y aprieto sus dedos entre los míos. La quiero muchísimo en ese momento y creo que la voy a amar toda la vida. No podemos, los dos, dejar de correspondernos, con nuestras miradas, nuestras sonrisas, nuestras manos. La tentativa de suicidio de mi madre vuelve a mí memoria como el trasfondo de una vieja película y hay una música machacona en el bar que golpea y sacude nuestros oídos y a partir de ellos nuestros cuerpos se sumergen en esa onda vibratoria. Siento como si la atmósfera dentro del bar se descompusiese. Hay una sensación densa de temblor y vacilación.
- Es el río que pasa - le digo.
Gricel me mira y sus ojos azabache brillan como si toda la ciudad, todas las ciudades y los días, una eternidad asentada sobre el infinito se posara  en la luz que sostienen, para mí, sólo para mí.

Amílcar Luis Blanco (Pintura de Edward Hooper)