jueves, 17 de octubre de 2013

EN EL PARQUE




Nada le gustaba más, por aquéllos días, que internarse en el parque. No le importaba que estuviese soleado y diáfano y sentir que caminaba dentro de una gema transparente y etérea o nublado y gris o incluso lluvioso y sentir todo lo contrario, que el frío y la humedad le roían las mejillas y ponían sus sienes y su frente expuestas de tal modo a las temperaturas que parecía que se les fuesen a derretir o a insensibilizar para siempre,  hiciera frío o calor. Su contemplación se solazaba en los verdes cambiantes, salvias, turquesas, esmeraldas, de las hojas de las diferentes especies de árboles y arbustos, muchas desconocidas aunque tuviesen prendidas a sus troncos o en cartelitos al pie las denominaciones científicas, explicaciones y descripciones de sus procedencias. Había magnolias, eucaliptos, abetos, araucarias, álamos, encinas, robles, nogales, pinos, aromos, limoneros, naranjeros, manzanos, acacias, jacarandaes, ceibos, higueras y muchas más provenientes de las selvas y bosques más remotos de la tierra. A cada tramo podían verse gatos de pelajes y colores diferentes y ojos como girasoles vivos desplazándose elásticamente por entre los troncos y las hojas de los arbustos. Una hojarasca permanente, a manera de alfombra, amortiguaba el peso de su cuerpo sobre sus pasos y le comunicaba a su andar la ilusión de ser él también un félido feliz, sólo conectado al instante y a los momentos cuya sucesión o hilo conductor pasaba por el centro de sí mismo. Hay por supuesto estatuas, conjuntos escultóricos, edificaciones, trazados geométricos y canteras que encierran macizos de flores en espacios abiertos entre los follajes. De vez en cuando él o yo abandonábamos el cuerpo sobre alguno de los bancos que hay a la vera de los senderos, los que también eran y son aprovechados por mujeres y hombres que salen de sus departamentos u oficinas a tomar, sobre todo los mediodías, el oxígeno del jardín botánico. Los más fastidiosos desenvuelven paquetes para extraer sandwiches o frutas que contienen sus almuerzos y tiran los papeles fuera de los cestos destinados a recogerlos y hacen lo mismo con las botellas plásticas de gaseosas. Pero suele haber un ejército de uniformados que van recogiendo lo que tantos desaprensivos visitantes desechan de modo que el parque se mantiene más o menos aseado. Está prohibido el ingreso de perros al parque. Habiendo tantos gatos se armarían persecusiones y batallas muy difíciles de dominar.
Nada mejor entonces, siempre por aquéllos días, sentía él, siento yo, que sentarse a contemplar, a suspirar, a pensar e imaginar, cuando la fatiga lo vence a uno. Hay un sendero cubierto por polvo de ladrillo, rojo, sobre el que trotan o caminan quienes van allí a practicar sus ejercicios aeróbicos. Calzados en zapatillas de colores vivos y diseños sofisticados de gruesas suelas plásticas o de goma, enfundados los cuerpos en joggins, corren o caminan raudos y presurosos, concentrados, abstraídos de todo lo que no sea sus cuerpos y el movimiento de sus músculos.
Pero él o yo pensábamos o sentíamos el afuera, es decir, el rumoroso clamoreo de la ciudad de Buenos Aires; una abeja o moscardón incesante que, lejos de interesarse en los diferentes  tipos  de polen de las innumerables flores que hay en el jardín, teniendo sus apogeos en diferentes estaciones bajo la regencia de climas correspondientes a sus linajes más o menos exóticos, se encendía e intensificaba, pugnaba por ingresar al ámbito casi de invernadero protegido por la irradiación de su valencia salvaje, selvática y boscosa. Era como si la reserva, el ecosistema del lugar, se defendiese del pulular de lo urbano. Nunca había estado en Nueva York, por ejemplo, pero consideraba que el Central Park de aquella urbe debería sostener un contencioso más o menos parecido con la poderosa ciudad.
Mientras veía cómo una señora setentona progresaba en el tejido de una colorida pieza de lana, sentada en el banco que tenía frente a él o a mí, estimaba que esa pequeña bola de materia suspendida en el espacio interestelar y galáctico de color celeste intenso que es la tierra, el planeta en el que se hallaban él, yo, el jardín y la ciudad, fabricaba aguijones que eran o son como esas agujas en manos de la abuela que tejía y que esos aguijones picaban sobre la vida verde no para extraerle el polen y transportarlo a sitios en los que pudiera gestarse y renovarse una fértil fecundidad, sino para inocular el veneno negro de la polución y la destrucción, para paralizar y secar la vida.-
Había y hay, en efecto, sentidos divergentes, contrarios.- Los aerobistas, amantes del atletismo, que recorren kilómetros sobre el sendero rojo que como un cinturón rodea el parque, circunscriptos al itinerario fijo y a las cantidades o cualidades que sus deseos se proponen, están tan sumidos en sí mismos y sus programas solipsistas como los gatos. La diferencia sería que los gatos, como él mismo, o yo mismo disfrutan su alrededor, gozan lo extraordinario de la vida y el paisaje y lo sienten como un milagro del que forman parte. Se mantienen en contacto asiduo e ininterrumpido con las sensaciones y sentimientos que van de los vivos a lo vivo, de los árboles y arbustos a los gatos y a él y a mí y de él y los felinos y de mí a la vegetación. Pero ¿quién podría saber o asegurar que los deportistas de lo pedestre no gocen igualmente, como él o yo mismo y los gatos, del milagro de esa naturaleza? ¿Qué podíamos saber él o yo, lo qué esa gente verdaderamente sentía? Incluso la anciana que tejía, perdidos sus pensamientos, tal vez, no en las plantas y las flores que la circundaban sino en algún hombre que en su mocedad la enamoró, en algún nieto radicado en una ciudad lejana, pero pendientes sus evocaciones de ese paisaje inmediato al que volvería cada vez que, en el ejercicio mecánico que cumplían sus manos afanosas sobre el hilo de lana, regresara de su ensimismamiento y ajustara la montura de sus anteojos sobre la nariz. Cosa que ahora hizo y él y yo vimos.
¡Ay, ay! ¡Cuánta soberbia hay en nosotros! ¡Cómo nos desconocemos y vivimos en ese estado de incomunicación permanente, qué difícil nos resulta preguntarnos unos a otros por nosotros, intercambiar impresiones, experiencias, salir de los lugares comunes, intentar esa apertura primigenia, descontracturar nuestros intelectos para vernos y oírnos por fin!
Vivimos suponiendo, conjeturando acerca de los otros, desconociéndonos de modo sublime mientras el horizonte de la ciudad o la naturaleza en estado salvaje crece a nuestro alrededor y los gatos merodean, observan y se abstienen, cautos, de entregarnos toda su confianza. Aunque algunos se acercan y lo rozan y me rozan y maúllan y  buscan comida.-
Aquéllos días en el parque vuelven y él se entrega y yo me entrego a ellos, ingresa e ingreso en su calma y en el sigilo de los gatos. Nadie ni nada lo espera o me espera fuera del parque.

Amílcar Luis Blanco