sábado, 23 de noviembre de 2013

PROSAS SALVAJES























Algunas parecían caballos y jinetes, otras estaban tiradas y semejaban glifos, jeroglíficos, componían un suelo de trabajosos insectos desmontados que iban del negro al azulado, el marrón y el verde translúcido como las alas de las moscas; eran palabras estilizadas y proponían juegos. Entretenimientos de llanura pensábamos porque conmigo había otros recién llegados absortos que seguramente venían como yo de planicies blancas, limpias. Habíamos atravesado las montañas y sus estribaciones. En algún momento de nuestro recorrido los infinitos matices del verde, el verdinegro, los ocres, marrones y pardos que lucían en la vegetación que movía el viento en las faldas de la inacabable cordillera se habían extraviado y las nubes blancas que viajaban por el azul intenso y profundo habían descendido con todo su peso y dimensión a aquella plana superficie de letras caídas. Muchos contaban haberse precipitado desde enormes ventanales o haber entrado caminando a través de ellos; aberturas que, según dijeron, correspondían a una vasta biblioteca interminable, cuyos anaqueles, contenedores de filas de libros dejaban caer de sus páginas a borbotones letras, palabras, párrafos enteros que desbordaban y se derramaban y parecían desplazarse iguales a mareas de lavas incandescentes o a líquidos oleosos y lentos.
De pronto un sonido de tropel, estrepitoso, que hizo temblar el suelo  que pisábamos, compuesto como dije de grafías más o menos sólidas,  turgentes o esponjosas, que producían en las plantas de nuestros pies sensaciones de estar pisando raíces sueltas, lianas, cuerdas de diferentes grosores, nos sacudió y comenzó a abrirse a grandes tajadas profundas, mostrándonos que  ese vasto terreno podía sumergirse como la masa inerte de un flan. Algunos cayeron en las hondas cimas y otros nos tomamos de las manos y nos abrazamos para resistir la voracidad telúrica y blanda que parecía querer tragarnos.
Monté sobre letras que componían una palabra y trazaban la silueta de un caballo. Me senté encima de una línea recta, un segmento, seguramente correspondiente a una letra "d" invertida, porque me pareció que el símil equino tenía una panza redonda. No me lastimó como supuse porque  yo mismo conformaba con mis piernas hacia abajo una "V" corta invertida, mayúscula.
Escapé a todo galope. Al principio sin mirar atrás. Cuando estuve seguro de haberme alejado de aquél tembladeral me volví y pude advertir que, a escasa distancia, otros jinetes me seguían. Todos igual que yo se habían convertido en un conglomerado literal, por decir así. Podíamos encontrar Helvética, Georgia, Arial, Mensajero,Trebuchet, Verdana, etcétera. Es decir, todos los estilos estaban representados en aquéllos dibujos que antes habíamos sido cuerpos. Yo mismo era Algerian, es decir como si me hubieran crecido pelos y barbas.
Lo peor fue que el caballo que había montado no respondió en ningún momento a mis indicaciones cuando quise volver la cabalgadura hacia las estribaciones montañosas pensando que recuperaría mi identidad física, que aquéllo sería una suerte de fenómeno onírico provocado por mis ansiedades diurnas, el nutrido estrés de la vigilia pensé. El cuadrúpedo se dirigía a todo galope hacia un destino desconocido. A poco correr estuvimos sobre las dunas arenosas de un desierto que parecía interminable y me hallé entre dos jorobas inmensas. Ahora mi montura se había transformado en un inmenso camello, en un camello de verdad y yo mismo había recuperado mi cuerpo y además estaba vestido con una  chilaba, es decir una capucha con túnica que me cubría hasta los pies  y a éstos los sentía calzados en sandalias.
El camello se desplazaba lentamente, a paso de camello como correspondía a su especie. Al cabo de mucho andar ingresamos a una fortaleza alzada en medio del desierto con sus torres almenadas por la abertura de un arco de piedra. Una muchedumbre ruidosa y vocinglera se agitaba en torno al paso garboso y ahora mucho más lento de mi cabalgadura. Por fin el animal se detuvo, su cuello y su cabeza rumiante y sus enormes ojos y las montañas peludas sobre su lomo bajaron porque se había echado. Comprendí que debía desmontar y mezclarme entre ese gentío completamente desconocido que parloteaba en una lengua que no entendía. Lo hice sobre un suelo de arena ya no floja sino endurecida por las pisadas de tanta gente. Me encontré en medio de una feria plagada de tiendas, algunas de mejor aspecto que otras, en las que se vendían todo tipo de artículos, desde tapices y mantas, jarrones, ánforas, pebeteros, cortinas de mimbre, tules, baúles, cajas, y mobiliario de todo tipo, hasta harinas, granos de cereales, legumbres, especias, golosinas, recortes de carnes, embutidos, etcétera. Aquéllo era sin duda una feria persa, me dije.
Estaba absorto contemplando ese nuevo mundo sin preguntarme todavía por mi libertad o creyendo que esta era azarosa y me tomaba en medio de un sueño para no devolverme jamás a la realidad cuando una mano de piel de seda, extremadamente suave, se deslizó sobre la epidermis vellosa de mi antebrazo casi desnudo en la holgada manga de la chilaba. Me volví y descubrí los ojos dulces y negros como una noche estrellada de una muchacha espigada y completamente cubierta desde el nacimiento de su nariz hasta los pies. Vestía el consabido hábito de la mujer musulmana que no mostraba mas que sus ojos pero el desliz de su mano que no había soltado mi muñeca, el leve estrabismo y la fijeza de su mirada, me hicieron sentir que tanto recato, por lo menos en el caso de la creyente de Alá que me había tocado en cuerpo y suerte, era sólo una apariencia. La misteriosa aparición femenina tironeó de mi y la seguí serpenteando en medio de la muchedumbre huidiza e indiferente en la que sin embargo no confiaba porque varios ojos, desde distintos puntos, me dio la impresión de que nos observaban.
La mujer me llevó a una sala abovedada cuyo suelo y paredes era de mayólicas que componían rombos y rectángulos con incrustaciones en sus centros circulares de lapislázuli, ágata, ámbarzafiro y rubíes que destellaban. Semejaban pupilas latientes y escudriñadoras y provocaban inquietud, escozor y hasta escalofríos. Alineadas, en los laterales de aquélla espaciosa estancia, se veían ánforas con formas de botellas de largos y anchos cuellos. De algunas de ellas emergían algo así como cuerdas tensadas por una musculatura propia. El espanto se apoderó de mi ánimo cuando descubrí que en realidad eran serpientes y desde sus pequeñas y angulares cabezas con forma de flechas, a cada costado, como faros de un ser de las tinieblas, los ojos de los reptiles despedían una luz verdosa azulada y parecían mirarnos fijamente.
La mujer soltó por fin mi muñeca y con la misma mano que la había sostenido alzó por la capucha la chilaba que la cubría y la dejó caer en torno de ella para descubrirme su magnifico cuerpo desnudo que, no obstante la semipenumbra que reinaba en el lugar, pareció iluminarse como si una claridad cenital cayera sobre sus bien proporcionados volúmenes. Se había transformado en una desenfadada hurí dispuesta a entregarse a su sultán, así que avanzó hacia mí y pude ver sus párpados cerrándose sobre el encuentro de nuestras cuatro labios, dentaduras, lenguas, cabezas. Hubo algo así, a partir de ese beso atribulado y acuoso, como un amalgamiento mutuo de nuestros cuerpos sobre las mayólicas primero y luego corrimos hacia una recámara en la que había un lecho guarnecido por almohadones para zambullirnos y revolcarnos a gusto.
Ella parecía gotear y asperjar , llover sobre mí como un agua que refrescara toda la sequedad que traía por el itinerario cumplido sobre el desierto a lomos del camello. Era un oasis emergiendo desde la arena y alguien que parecía fluir desde fuera hacia dentro de mi, como si me estuviera hidratando, como si yo fuera un vegetal seco que apenas conservaba la savia de la existencia y ella viniera a vivificarla con el rocío mismo de todo su ser. Ella se derramaba sobre mí regándome casi con un abundante sudor que caía de su frente, de sus senos, de sus axilas, sus brazos y sus manos y que me empapaba con una mojadura tibia y aromatizada que se mezclaba con mi propio sudor y que la brisa que soplaba desde algún rincón o ventana abierta de aquélla estancia refrescaba.
No lo podía entender pese a estar sintiendo en mi sexo la jugosidad y aspersión de su deliciosa vulva que encabalgada sobre mi pubis no cesaba de copular, subir,  caer y contonearse, engulléndose la dureza enhiesta de mi vástago venéreo y disfrutrándolo hasta el delirio porque mientras tanto sus ojos giraban, alzaban sus pupilas y se ponían en blanco denotando, también por sus leves gemidos, que gozaba intensamente del ejercicio. Pero ella sostenía la tensión y se esforzaba y su propósito de gozar se manifestaba en ese exudado. Las sábanas que cubrían el lecho bajo mi cuerpo estaban empapadas y entonces noté que el colchón o lo que fuere que estuviese debajo, la elástica y turgente materia que soportaba nuestro peso, absorbía el agua y la drenaba.
Lo cierto fue que comenzamos literalmente a derretirnos hasta quedar convertidos en trazos, en lineas, en dibujos y garabatos, para finalmente llegar a ser letras y palabras y frases, oraciones, párrafos, capítulos, prosas salvajes.




Amilcar Luis Blanco (Rob Gonzalvez "Arte y Pintura 1) ("Mujer árabe"Pintor: Rudolf Lehnert)

viernes, 1 de noviembre de 2013

CALEIDOSCOPIOS.




- Si se trata de que nos acostemos juntos nada más y yo te pago es una cosa. Ahora si tengo que decirte que te amo es otra, totalmente diferente.
Gisella mantenía los ojos sobre sus zapatillas, no lo miraba. Tampoco Adolfo pretendía que lo hiciera. Se conformaba con verla de perfil masticando su chicle. La noche anterior habían compartido la cama de Adolfo en su departamento ubicado en el décimo piso de un edificio de la Avenida Cramer en Villa Crespo. La ciudad de Buenos Aires tenía ojos negro azulados como los insectos. Letreros de neón, luces, bocinas, ruido de motores y de gente hasta las primeras horas de la madrugada y Gisella que había vivido hasta sus veinte años en Generál Pico, Provincia de La Pampa, no se acostumbraba o se acostumbraba mal, con lagunas, distracciones, torpezas, a su nueva vida en la gran capital desde hacía nueve meses.-
- Okey, okey - dijo y se incorporó.
- ¿Okey qué?
- Que está bien lo que decís, lo acepto, no soy ninguna histérica.
Adolfo, que no dejaba de mirarla, se llevó la punta de un cigarrillo a los labios, lo encendió y se lo pasó a Gisella. Ella lo tomó entre el índice y el mayor de su mano derecha maquinalmente, escupió el chicle y también  puso el cigarrillo entre sus labios y aspiró. El sabor a frutilla se le mezcló con el gusto acre y áspero del humo del tabaco y le provocó una leve arcada, una sensación de asco que contuvo y se le transformó en tos. El perfume de las lavandas del jardín de su casa en Generál Pico, cuyas flores y hojarascas secas se acumulaban bajo la frondosa melena rastrera del arbusto y producían un fermento viejo, fuerte y dulzón, ocupó por un instante su memoria olfativa. Era un hedor a cansancio y podredumbre ¡Qué mal, qué mal!
Algo la impulsó a querer irse del departamento y de la  compañía de Adolfo. Pensó en una excusa porque él era orgulloso y desconfiado y ni debía intuir el fuerte sentimiento de rechazo que comenzaba a inspirarle.-
- Sabés que me vino
- ¿Qué cosa?
- La menstruación, estoy toda enchastrada ¿Te muestro?
Gisella amagó con bajarse la calza. La mano de Adolfo la detuvo. Le había pedido que se bañara antes de tener relaciones y se había bañado él. Era extremadamente pulcro y ella supo que su excusa funcionaría. Aplastó el cigarrillo casi entero contra el cenicero. La ciudad comenzaba a encenderse como las cigarras y las luciérnagas en los patios y jardines de su pueblo de infancia al comienzo de las noches en los veranos. Iría al teatro, si señor, al teatro. Adolfo no sólo la había aburrido con su pulcritud y su mezquindad tan evidentes, le había también producido un deseo súbito de marcharse, viajar en un colectivo y abordar finalmente la calle Corrientes y sus inmediaciones. El deseo de andar sola, de caminar a la deriva entre el gentío ahora se le estaba cumpliendo. Era cuestión de ver caras y cuerpos, hombros y miradas. Ella también era mirada por el gentío. Ataviada con sus calzas negras y su camisola larga de colores vivos y carnavalescos en los que predominaban los rojos, verdes esmeralda, turquesas, fucsias, amarillos y ocres. Era un andar con un poco de contoneo que le había visto a Brigitte Bardot en una vieja película y que ahora imitaba, era también una garganta y unas mejillas bruñidas y cobres, unos labios gruesos pintados en lacre y unos ojos verdes enormes destacados por el delineador y el rimmel, enmarcados en pelo lacio renegrido, corto, pegado al cráneo. Se enfocaba como la milonguita del tango, la francesita. A ella también la miraban, la veían, la consideraban y necesitaba ser vista, mirada, considerada, aunque quisiese que la dejaran sola. Necesitaba sentirse un poco la estercita, la mezcla rara de museta y de mimí. La fantasía de la gran capital se desplegaba ante ella y dentro de ella. Pero, sí, iría al teatro. Ella, mientras deambulaba, necesitaba sentirse un no ser, un no lugar, la figura inidentificable, anónima. Entró en una librería. En la mesa delantera desbordaban los best seller. Compró "La pasión desnuda", una novela erótica y cursi, después de leerla un poco de ojito e interesarse en un relato de seducción pensó que ella se autoseducía, se conquistaba a sí misma en muchos momentos. Cuando elegía estar sola y perderse y volver a su propio departamento. Un grupo de tres muchachos se había desprendido de la muchedumbre y había ingresado al salón siguiéndola. Sus integrantes, alternativa y estúpidamente, habían dejado caer sobre los oídos de Gisella exclamaciones y piropos y propuestas. La última había sido la más atrevida.
- Los tres, juntos o por separado, como lo prefieras, nos ofrecemos para hacerte feliz.
Gisella ni siquiera los miró. La impertinencia de esos chicos la empujó a pensar en ese momento que las soledades no eran todas iguales, incluso las suyas. La soledad en Generál Pico cuando llovía o los domingos por la tarde, aún la promiscua en compañía de compañeras y compañeros previsibles de su primaria y secundaria, la soledad con sus padres y hermanos y tíos y tías y primos y primas, la soledad con Adolfo que lo único que quería era acostarse con ella como esos tres fantoches que ahora la perseguían. La estupidez de suponer que con sólo el sexo bastaba y que el sexo podía separarse de todo lo demás. Si ella quería masturbarse a solas tampoco los necesitaba ¿Acaso no se daban cuenta? Ahora contaba esta nueva soledad poblada, saturada por ella misma, por sus deseos y preferencias, intenciones y elecciones, compuesta por libros, películas, vídeos, permanentemente en tensión, vibrante. Horas de ensimismamiento mirando películas de temáticas profundas, intimistas, leyendo a los filósofos, a los grandes y pequeños y a todos los escritores que la conmovían y acompañaban y, como lo había decidido recién, yendo al teatro. A ese ámbito mucho más sagrado todavía que el de las iglesias, al que se ingresaba en cuerpo y alma, en la oscuridad y el silencio, a ocupar una butaca y esperar que las luces de escena se encendieran. Mientras tanto poner los ojos sobre la escenografía y dejar que los oídos se sumergieran en el murmullo y siseo de las voces y conversaciones en la sala. En esta obra, dos paneles que simulaban paredes pintadas en color lila, con haces de luz que los resaltaban, en su mayor extensión ocupadas por largos ventanales que daban a un jardín muy iluminado, frondoso y florecido, conformaban un living con cómodos sillones de un tenue amarillo limón. Era un confort inducido, tranquilizador, calmo, invitaba a observar y escuchar y sedarse y concentrarse en los parlamentos, cuerpos, rostros, que ingresarían al ámbito de atención de los espectadores.
Y así fue y la luz explotó y se irradió de pronto a giorno y en toda su potencia en la escena cuando los últimos párpados luminiscentes de la platea y los palcos se apagaron por completo y también los murmullos y las voces se sumieron en el silencio. Entonces entró la primera actriz y todos aplaudieron. Sobre las tablas, a la vista de todos, un foco de luz cenital iluminó a un muchacho sobre una alfombra que movía lentamente un muñeco y que dejaba en claro su desvalimiento físico y mental.-
- Hijo, por Dios, qué haces, cuánto tiempo has estado aquí - dijo la primera actriz
El muchacho se encogió de hombros.
- No importa má, no importa, estoy bien.
- Pero tenés que levantarte y quedarte en tu habitación. Hoy espero la visita de alguien muy especial
- ¿De quién?
- ¡Ah! (suspiros, manos al pecho en un vestido plisado y liviano, color hueso, que deja ver las formas turgentes de la primera actriz), es un hombre providencial, alguien que el destino me envía, mejor dicho nos envía.-
- ¿Nos? - dice el actor que hace de hijo que seguirá hablando con interrupciones, con cierta dificultad.- Este será un nuevo novio. Má, por qué, ma, tuviste otros ya y dejaron de venir, te abandonaron (parece sollozar y habla lamentándose) Si yo no fuera así ...
- ( La madre lo interrumpe se abalanza sobre el torso y la cabeza del hijo, visibles para todo el público, lo abraza) No, no digas éso, no digas nada.
La madre y el hijo están solos en la obra y en la vida que propone la obra, en el drama que comienza a desatarse. El primer actor que personifica al hombre novio entrará a la escena y demostrará lo enamorado que está de la madre. Ella le hablará del hijo desvalido y él lo aceptará como una parte de ella. Poco a poco en los dos actos siguientes el hijo se resentirá de tanta compasión y se irá una mañana tras una noche de apasionado encuentro erótico que su madre pasa con su flamante novio. Las tres vidas quedarán cambiadas para siempre, cada una habrá pasado por la otra como una luz y el último acto, en tres escenas, mostrará tres monólogos, cada uno de los cuales reflejará a los otros dos pasando por el del que lo diga; ellos se convertirán en los caleidoscopios vivientes que dan título a la obra llamada precisamente "Caleidoscopios".
Las transformaciones en los parlamentos y gestualidades de los protagonistas se irán insinuando con la predominancia de un color para cada uno de ellos. La madre será el verde, el hijo el azul celeste y el novio de la madre el rojo. Todos los colores se van intercambiando y el trabajo del iluminador es descollante.
Cuando Gisella regresa a la calle Corrientes, a la brisa que le cruza el rostro y le seca los ojos que se le humedecieron comprende que ha sido traspasada por la obra y los personajes y que los rostros que la observan desde el gentío nuevamente creciente no son indiferentes, en realidad aunque de modo tímido y solapado, siente que la interrogan.

Amílcar Luis Blanco (Pintura: "Amor infinito" por Alfred Gocker)