martes, 2 de septiembre de 2014

DÉCIMO QUINTO CAPÍTULO DE "LAS WALKYRIAS"

                                                                          15



El mayordomo cantante Lámina
                                Malena Margarita Monsivais de López averiguó que su romántica huida del hogar conyugal con su amante era en realidad un secuestro a raíz de que éste se demoró más de lo debido en una conversación telefónica en el locutorio del hotel cinco estrellas, en la Ciudad de Asunción del Paraguay, a la que habían llegado. Entonces, urgida por la necesidad de olerlo, de aspirar el fresco aroma a lavandas que lo rodeaba, de besarlo y de animarlo a que ocuparan cuanto antes la suite del hotel, después de un viaje agotador, se acercó a la cabina en la que el hermoso joven hablaba. Lo hizo sigilosamente, a sus espaldas, para que él no pudiera verla y sorprenderlo. Pensaba ponerle sus manos como un antifaz y posar los labios sobre su cuello, pero, al intentarlo, la sorprendida fue ella.
- Muy sencillo, si usted no entrega los quinientos mil pesos conforme a mis instrucciones, a su querida Malena no la ve nunca más – decía la voz de su amado con la misma seguridad de timbre y tono que le había escuchado tantas veces al confesarle su amor.
Apenas pudo volverse, temblorosa, y caminar rápidamente hacia el baño para pensar qué hacer. El toillete no tenía, como los de las películas, una ventana para escapar y tuvo que salir a la recepción para comprobar que él la esperaba celosamente, a escasos metros de la puerta. Le sonrió y la besó y ella respondió a su efusividad. Debía esperar su oportunidad, pero ahora sabía que era su cautiva.
- Hoy la pasamos en el hotel. Mañana te llevo a mi casa como lo planeamos – dijo su raptor.
- ¿Queda muy lejos?
- Unos pocos kilómetros.
- ¿Cuántos?
- Serán unos cien, no te preocupés. Hoy la pasaremos de maravilla, vamos a cenar en el restaurante, con show y todo, después a la camita.
- ¡Perfecto! Pero primero subimos para bañarnos, cambiarnos y etcétera ¿o no? – dijo Malena.
Su amante secuestrador sonrió. Se sentía pleno y radiante. Lo tenía todo pensado. Si don Anselmo López, el marido de Malena, creía que se trataba de un auto secuestro como le había parecido y no pagaba la suma exigida, su mujer trabajaría en el burdel con las demás pupilas hasta cubrir la suma, descontados los gastos, las ganancias del patrón y los intereses. Lo cual podría llevarle el resto de su vida útil como mujer atractiva y apetecible. Tenía veinticinco años pero su rendimiento como puta dependería de cómo se adaptara a la nueva vida. A algunas de las internas, que habían sido llevadas a ese lugar engañadas, lo mismo que Malena, el sometimiento las marchitaba prematuramente, a otras, les sentaba bien y, aunque se volviesen cínicas, irónicas y hasta un poco engreídas, se ponían provocativas, brillantes, atractivas, ingeniosas y encendidas de lujuria, como si quisiesen arrancarles a sus destinos maltrechos todos los placeres que no obstante pudieren todavía rendirles. Era una especie de rebelión hasta contra Dios mismo. A Roberto le pagaban la misma suma que había exigido a don Anselmo López por mujer entregada, de modo que todo lo demás le importaba muy poco.
Por su parte Malena, obsedida por un pánico interior inédito para ella, a partir del siniestro descubrimiento, pensó que debía tratar de serenarse. En primer lugar, para ganar tiempo, no demostrar que se había enterado de los verdaderos propósitos de su aparente festejante, en segundo considerar las alternativas que tendría hasta el día siguiente. En la primera que pensó, un poco atolondradamente, fue en la de llamar al teléfono que su amiga de muchos veranos, devenida en amante, Edelmira, le había dado en Capital, propósito que cumpliría una vez que él estuviese en la suite, bajo la ducha, desde el mismo teléfono que allí habría. Si él la sorprendía hablando le diría que lo hacía con una amiga.
Era obvio que no podría llamar a Anselmo, porque éste estaba al tanto por lo que había escuchado y si ella le confirmaba que había sido secuestrada, pensó, al igual que su secuestrador, que su marido no dudaría ya que se tratara de un auto secuestro para sacarle plata. Menos todavía podía llamar a sus padres, a no ser para no preocuparlos y decirles que todo iba bien; era gente de bastante edad y problemas y semejante noticia podría resultarles fatal.
Así que cuando estuvieron en la suite y comprobó que sobre una coqueta mesita había un elegante teléfono disminuyó un poco su intranquilidad. Más tarde, mientras su siniestro festejante se deleitaba bajo los potentes chorros tibios de la ducha, Malena, transpirando, no obstante el aire acondicionado, hacía sonar el teléfono en el departamento de Elena en el barrio de Palermo en Buenos Aires, a casi tres mil kilómetros. Pero en ese mismo momento Elena viajaba rumbo a Mar del Plata embelesada junto a Malva. Cuando desde el lejanísimo contestador la voz de Elena terminó de explicar que no estaba en casa y pidió que le dejaran el mensaje, Malena, como si recitara, dijo su nombre y apellido, pidió perdón a la desconocida y ausente interlocutora, explicó que era amiga de Edelmira y que había sido secuestrada y el lugar en el que se encontraba en Asunción. Hizo saber también que viajaría cien kilómetros con su captor y que todavía desconocía el nombre de su lugar de destino, pero que lo comunicaría en una próxima llamada. Cuando cortó, su atlético y joven nuevo dueño ponía un pie fuera de la bañadera mientras silbaba el tango “Pasional”.
Antes de secarse la llamó y la invitó a entrar con él en la ducha. Malena tuvo que soportar que la recorriera con sus labios y mostrarse agradecida y devolver sobre su elástico cuerpo de doncel las mismas atenciones. Por supuesto, sin poder relajarse, fingiendo y procurando imitarse a sí misma antes del desengaño, cuando devoraba con placer y lujuria lo que él le ofreciera. Después de haber sentido que él llegó a su clímax simuló su propio orgasmo lo mejor que pudo. Cuando bajaron a la dilatada recepción y caminaron hacia el lujoso comedor del restaurante se veían como una rutilante pareja en su luna de miel.
Estaba profundamente arrepentida por haber cedido a sus tentaciones y haberse dejado llevar por el joven apuesto que decía llamarse Roberto y a cuyo coche de primera marca había subido varias veces, engolosinada. Ahora, el alfa romeo verde botella se desplazaba por una carretera estrecha flanqueada por selva y su luminosidad de espejo la hería. Malena había dejado su celular en su casa de La Paz, como si lo hubiera olvidado, por consejo de Roberto, para que su marido no pudiera ubicarlos. Había retirado antes de salir de La Paz todo su dinero con la tarjeta y también la había olvidado sobre la mesa de luz. Había cumplido todos estos actos antes de su fuga mientras don Anselmo López estaba ocupándose de abrir el restaurante que ella le había hecho construir. Ahora, mientras el coche avanzaba entre árboles y arbustos hacia su incierto destino, reprimía el llanto.
Recordaba a Edelmira y trataba de apretar su imagen en la mente aferrándose a ella como a un madero en un naufragio. Todo dependería de esa señora para la cual su amiga trabajaba y de la rapidez y prudencia con la que esta desconocida mujer se desenvolviera.
Para cuando Elena pudo escuchar el mensaje habían transcurrido ya quince días, durante los cuales la luna de miel de Malena Margarita Monsivais se había ido transformando en el resignado ejercicio de la profesión más antigua. De su incursión en la misma la secuestrada señora tuvo los primeros barruntos cuando advirtió que la casa de Roberto era demasiado suntuosa, desplegada en una inusual cantidad de habitaciones y exageradamente bien guardada. Estaba rodeada por un muro perimetral de por lo menos siete metros de altura, coronado por un rollo ininterrumpido de alambre empuado y vivificado, en toda su metálica extensión, por una corriente eléctrica de más de doscientos veinte voltios que fulminaría instantáneamente a cualquier osado escalador que se atreviera a tocarla, según la ilustraron más tarde y con todo detalle, cuando se presentó el tema.
Sus sospechas de que para mantenerla únicamente en cautiverio eran demasiadas las finezas y linduras del enorme living y recepción, que  asemejaban la supuesta casa de su novio a un hotel de lujo, se vio confirmada cuando conoció a las restantes usuarias de tan fabulosas comodidades. Eran todas mujeres jóvenes, bonitas, en ropas ligeras, elegantes, insinuantes, verdaderamente provocativas, y dentro de sus transparentes,  translúcidos y coloridos pliegues, sus usuarias se movían con la mas absoluta libertad y parloteando entre ellas como si vivieran una fiesta permanente. La recepción se continuaba, con lo que parecía ser, y en realidad después confirmó que era y funcionaba como tal, el salón comedor de un gran restaurante. Las mesas de diferentes formas y tamaños se orientaban de modo que sus circunstantes pudieran torcer las sillas hacia un escenario de boca bastante dilatada a cuyas orillas se extendían, además de las luces, las irregulares formas alongadas de una barra con pasillo intermedio y bancos redondos a su lado, de modo que los potenciales clientes – Malena y Roberto llegaron a la hora de la siesta y en ese momento no había nadie -, pudieran beber y paladear los tragos y cócteles que sus caprichosos deseos les sugirieran. En el centro del escenario había un caño de insospechable protagonismo en los espectáculos de streap tease.
El desengaño acerca de la posible rentabilidad del ensayado secuestro respecto de las partes involucradas sobrevino, de modo irrevocable, tras la segunda charla telefónica que el secuestrador mantuvo con el esposo de su víctima.
- Muy sencillo – repitió entonces la voz de Roberto, obligada a sonar tranquila y concluyente –entonces no la verá más – Se refería naturalmente a Malena.
- ¡Dios lo oiga! – exclamó la voz de trueno de su consorte, de timbre y calidad cavernosa, del otro lado de la línea, en forma todavía más concluyente. Y colgó.
Así que Malena Margarita Monsivais quedó librada a la indignación de su, hasta hacía poco, enamorado caballero quien, con su rostro rojo como un clavel, volvió a la mesa en la que lucían la gaseosa que había pedido para ella y el whisky que había pedido para él y a responder a las preguntas que, tratando de contener y controlar su ansiedad, Malena comenzó a dispararle desde que vio que los enormes portones, con vigilancia de macizos hombres provistos de intercomunicadores, se cerraron detrás del espejado alfa romeo verde botella cuando, sobre el giro de sus flamantes neumáticos y el sendero de balasto, produciendo un agradable sonido a lluvia, ingresó a la propiedad. “Pero, esto es una mansión” le había comentado ella tratando de halagarlo, mostrándose deslumbrada, y para que no sospechara que estaba al tanto de sus intenciones. Después, cuando ya entraron a la recepción y acudió personal a asistirlos, le había dicho, sonriéndole: “Ya se, sos propietario de este hotel de lujo en la selva”.- Él respondía con leves movimientos de las comisuras de sus labios que, de no haberse producido, juntamente con el parpadeo reflejo que mantenían diáfanos sus azules ojos, hubieran hecho pensar a cualquier observador que estaba muerto. De modo que cuando regresó con la piel de su rostro arrebatada por el calor del despecho que don Anselmo López le había inspirado con su desaprensiva respuesta, había agotado el escaso arsenal de sus buenas maneras, ya no necesitaba mentir.
- Mirá, mi amor, te traje aquí para devolverte a tu marido si este me pagaba una suma de dinero, o sea, estás secuestrada. Pero, como el imbécil de tu marido no está dispuesto a pagarla, a mí alguien me tiene que resarcir los gastos y la única que puede hacerlo sos vos.
- ¿De qué manera? – inquirió entonces Malena sin que la voz ni el cuerpo le temblaran.
- ¡Ah, estás muy tranquila!
- Sí, no estoy sorprendida porque escuché tu conversación con mi marido en Asunción. Estoy además segura de que el hijo de puta no te creyó. Pensará que es un auto secuestro y que le quiero sacar guita.
- Muy bien, veo que lo conocés. Dejemos entonces este tema y pasemos a considerar la forma de devolución. Como habrás visto, aquí hay otras señoras y señoritas de todo tipo y con un común denominador…
- Sí, sí, son todas hermosas…
- Hermosas putas, sí señora. Vos vas a ser una más, integrarás el elenco. A mí me pagaran una bonita suma por tu hermoso culo. No te diré cuánto, pero sí que, a fin de que a tu comprador le resulte rentable su inversión, tendrás que ser amable y prodigarte con los caballeros que te elijan como compañera de cama ¿Okey?
- Okey.
- ¡Epa, epa, epa! ¿No hay ninguna protesta?
Malena Margarita Monsivais lo miró con odio pero sin pronunciar palabra. Había nacido en ella otra mujer a la que nunca había conocido. De pronto la vida se le reveló o desocultó, desnudándole todos sus misterios, como un siniestro juego sin cuartel, sin escrúpulos, ni perdones. Sintió que habría que jugar ese juego hasta el final de la partida. Esa sensación que todos solemos tener de que el alrededor, el total de la vida y el mundo e incluso el tiempo que estaremos del lado de la luz, por su desmesura, complejidad e imprevisibilidad, no puede cifrarse en el destino inmediato de nuestros actos, quedó de pronto aplazada. No había destino ni sentido alguno que fuera trascendente, todo sería en adelante inmediato. Todo se reduciría a saber jugar un juego y a ejecutar fríamente los pasos para llegar a una meta, ganarlo. Esa sería la única meta.
- Mi primer seducido fuiste vos – dijo de pronto mirándolo a Roberto y dibujándole un beso sobre el que posó la yema de un índice para, enseguida, suavemente, colocarlo en la boca de él.
- Te equivocás, vos fuiste la seducida – corrigió Roberto.
- ¿Cómo podés estar tan seguro? ¿Qué te hace pensar que entre vivir aquí, atendida como una reina, encamándome con tipos que en la mayor parte de los casos deben ser encantadores, o subsistir con el neurótico avaro asqueroso de mi marido, en ese pueblo de mierda, elegiría lo último?
- ¡Ajá! Me sorprendés, así que sos una puta hecha y derecha – Roberto llevó el vaso de whisky a sus labios y bebió mientras le guiñaba un ojo.
- Todas las mujeres somos putas en potencia, sólo hay que darnos la oportunidad ¿Qué te pudo haber hecho pensar que no era así?
- Pensé que quizá te habías enamorado de mí, suele ocurrir.
- Sí, sí, es cierto. Pero no es mi caso.
- Entonces yo he sido el engañado, merezco un desagravio. Antes de que te presente a la regenta del establecimiento y a su dueño, a quienes les consigo el personal, te habrás dado cuenta que soy, en cierto sentido, como una consultora, antes de eso, decía, podés dejarme gozar de algunos favores más. Ellos van a pensar que te estoy haciendo un trabajo de ablande. Rara vez las chicas se resignan tan rápido a sus nuevos destinos como vos. La mayoría de las que he traído me ven como un canalla, me odian y, si pudieran, me clavarían varias cuchilladas. En cambio vos parece que me agradecieras por haberte cambiado la vida, ¿o me equivoco?
- No te equivocas. Y vamos, vamos al que será mi nido de delicias. Estoy impaciente.
Roberto se incorporó y caminó seguido por Malena hasta la recepción, secreteó allí brevemente con un conserje de uniforme verde, pelo rubio y lacio, porte atlético, aspecto de alemán, al que llamó Vladimiro, que relojeó a Malena de arriba abajo. El hombre descolgó una llave de un gancho encima de una de las por lo menos cincuenta casillas de madera a sus espaldas, seguramente la que correspondería a la habitación que le habrían asignado, y la entregó a Roberto haciendo una corta y sonriente reverencia con una rápida mirada que los abarcó a ambos y pareció continuar enseguida con la lectura de un impreso sobre el mostrador.
Malena escoltó intrigada los pasos de Roberto, primero ascendiendo por una rumbosa escalera que desembocó en lo que era el primer piso del edificio, después, caminando sobre la espesa alfombra beige que tapizaba el piso de un ancho pasillo, por último, deteniéndose frente a una puerta con marqueterías en madera lustrada y con herrajes dorados. Ingresó a una amplia y luminosa estancia en cuyo centro había una enorme cama con forma de corazón, cubierta por una colcha roja y guarnecida por un baldaquino de cortinas arremangadas y recogidas a sus costados y que pendían de un espejo colgante sujeto al techo por lo que adivinó serían gruesos cables de acero. La habitación tenía tres niveles circulares que le daban al conjunto, contemplado desde su pequeño vestíbulo de entrada, el aspecto de un anfiteatro. En efecto, estaba también pensada para ocasionales voyeuristas, espectadores, amantes de la contemplación y, a fin de no martirizar sus posaderas, había blandos y robustos almohadones, sillones, pufs, aquí y allá. Comprobó también la existencia de pequeñas e indiscretas cámaras de video. El baño, a un costado, con puertas de vitrales transparentes, un ambiente destinado a toillete, ducha y sauna y el otro al inodoro y bidet, era de un lujo asiático.



- ¿Y, qué te parece? – quiso saber Roberto después que Malena se paseó un rato curioseándolo todo, deteniéndose ante los adminículos y juguetes, consoladores de distintos tamaños y diseños, cuerdas con cuentas, latiguillos y objetos de todo tipo que poblaban repisas y anaqueles de los nichos iluminados en colores y de fondos con espejos que había en las paredes. Se internó también dentro de un vestidor con vestidos y zapatos expuestos y cajones que contenían pañuelos y prendas de lencería fina.
- El paraíso de los erotómanos y sexópatas – dio su primera impresión Malena.
- Y también de sádicos, masoquistas y perversos – completó Roberto – Si vos vieras la habitación destinada a las perversiones…
- Me imagino ¿Y los y las homosexuales, gays, lesbianas, se admiten también?
- Acá viene todo tipo de gente, nena. Y los tenés que atender a todos. Te cuento, el dueño del lugar, Arquímedes Portobello, un excéntrico, sólo se deja tocar por la mamá de Vladimiro, apodada la Walkyria, la madama y jefa de todas las putas, una teutona de tetas enormes, finos tobillos, pantorrillas y muslos gruesos, cintura estrecha y culo poderoso, pese a sus más de sesenta años, delatados no obstante, debo decirlo, por las arrugas en su rostro que el espeso maquillaje no alcanza a camuflar. La mujer tiene un secreto: se mueve a un costado y a otro mientras las puntas de sus pezones y las gruesas y pesadas tetas golpean los pies, las piernas y las rodillas hasta que llegan a los testículos de su agasajado. Después de varias arremetidas contra el bulto comienza su mamada. Te digo, es irresistible.
- ¿Lo sabés por experiencia propia?
- Naturalmente. Después que Portobello me lo contó, no paré hasta conseguirla.
- ¿Te cobró?
- ¿Eso qué importa?
- Simplemente, quería saber. Como vos sos un pendejo y ella una puta vieja…
- Eso no tiene nada que ver acá. Acá los servicios se cobran al contado, todos, sin excepción.
Malena rodeó a Roberto con sus brazos, mordió suavemente el lóbulo de su oreja izquierda y hundió la punta de su lengua en el centro de caracol de su pabellón externo.
- ¿Y a mí, cuánto me vas a pagar?
- Hoy, nada, es una invitación, ¿o no?
Malena sentía que estaba superando o sobreponiéndose a su rencor, una frialdad gélida, ártica, iba ocupando su mente. Si había que seguir ese juego para recuperar la libertad como ganancia suprema, aunque ya no se pudiera sentir ilusionada, lo que liquidaba su anterior sentimiento de amor por Roberto, debía lanzarse con apetito, con deseo, con ganas, a satisfacer su propia libido, a disfrutarla, así como un preso – pensó – debe devorar con parejo apetito todas las comidas que se le presentan, para no desnutrirse y morir. Envolvió a Roberto, además de con su abrazo, con una de sus piernas hasta derrumbarlo sobre el cardíaco lecho. Rodó con él besándolo, internando su lengua, todavía seca, en la profundidad de la otra lengua, hasta que las dos fueron un único, blando y húmedo apéndice y las conciencias de ambos no pudieron distinguir quién era quién. Esa confusión de identidades corpóreas produjo la inevitable secuela del mareo de las dos subjetividades que pugnaron para satisfacerse ya sin establecer fronteras morales entre ellos. A la hora de dar gusto a los instintos los juicios de valor desaparecen y los sentimientos se eclipsan. Cuando terminaron, pese a que había intentado dejar de fumar hasta ese día, Malena le quitó a Roberto el cigarrillo que él había encendido para su propio consumo y aspiró una profunda pitada.
- Encendete otro, este me lo quedo, me va a ayudar a pasar al instante siguiente – le dijo a su secuestrador, sin sonreírle.
- Acá, entre la heladera y el bargueño, tenés todas las marcas – indicó Roberto. Me visto y te espero abajo. Te voy a presentar a tus patrocinadores.

Amilcar Luis Blanco (Pintura de Jack Vettriano y Arte digital por Gustavo Vázquez King respectívamente)

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