domingo, 31 de agosto de 2014

CAPÍTULO DECIMOCUARTO DE "LAS WALKYRIAS"


L’atelier aux sculptures, 1993. Técnica mixta sobre lienzo, 235 x 375 cm.


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                             Aunque su relación con Lucas quedó en el tiempo tan olvidada como su muñeca Petrona, ella no olvidó jamás, y en cambio perfeccionó con ensayos y errores, sus modos de conseguir los orgasmos. Ningún varón que le gustara y la calentara pudo escapársele en adelante, y, hasta conocerse con la dueña del bar con la que se internó en su vertiente homosexual, Malva jugó en su imaginación con tener relaciones con mujeres. Además de su pericia como amante descubrió en Ángel, el tanguero reprimido, su misma curiosidad que la tuvo como clienta asidua de los videos de sexo explícito entre lesbianas.
Su primer novio oficial, a vista y paciencia de sus padres, lo tuvo para contrariar a su madre, porque descubrió que se había acostado con ella, así que, complacida, se lo quitó. Carlos, que así se llamaba su primer novio oficial, era el enésimo amante con el que su mamá, Dolores Lacerba, enamorada platónica de su tío, según ya se contara, hacia cornudo a su papá. Después que lo enamoró bien lo dejó y el muchacho con el corazón roto emigró para siempre de Trenque Lauquen. Su mamá la odió toda su vida y todavía la odia.
Malva había comenzado a ejecutar extraños trabajos en el taller de su papá. Primero dibujaba sus proyectos y después trataba de componerlos valiéndose de la soldadora. Cuando comprendió que lo que tenía no le alcanzaba partió hacia Buenos Aires con la idea de estudiar dibujo, escultura y diseño. Lo demás sobre ella, hasta su encuentro con Elena, es lo que sabemos.
Malva tiene su taller de escultura sobre la calle Nicaragua, en Palermo viejo, y su departamento, en el piso veintidós de un edificio torre frente al solar donde estuvo la penitenciaria sobre la avenida Las Heras. Cuando la conoció a Elena había salido, como otras veces, a cazar o conquistar, solitaria, alguna nueva mujer. En tales ocasiones, si se le daba, su deseo podía llevarla con la recién conocida al taller o a su departamento. Estaba trabajando en nuevas ideas con base en el collage. En el taller solía sacar fotografías en poses atrevidas a sus ocasionales compañeras para convertirlas en gigantografías, en blanco y negro o en color, cuyas siluetas recortaba y montaba sobre los poliedros, volúmenes que ella consideraba la base de su estilo. Uno de sus amigos, Piero, el poeta, opinaba que esta obsesión por incorporar figuras lisas a poliedros para componer conjuntos escultóricos constituía una limitación a las posibilidades expresivas de la estética que Malva se planteaba. El consideraba que ella no tenía por qué renunciar a los trabajos sobre superficies lisas e incorporarle accesorios a la manera de Antonio Berni en su serie sobre Juanito Laguna. La idea era que los temas de soledad, incomunicación, angustia, ansiedad, espanto, exclusión, marginación, producidos por el sistema consumístico que los sensibilizaba, tanto a él como a Malva, se volcasen en registros más desestructurados. Le parecía que todo intento deliberado de estilo hacía fracasar la obra, su fuerza expresiva.
Malva no sabía bien qué pensar acerca de ésto e intentaba regresar a su fermento instintivo. Más allá de la lujuria que se había despertado entre ellas, que había determinado que no se separaran a su regreso de Mar el Plata, había encontrado en Elena una compañera ideal, según creyó intuir, para sus diálogos y quizá una discípula.
- Tenés que dejarte llevar – le decía ahora mientras se paseaban por los interiores del enorme galpón de la antigua casona de Palermo viejo y Elena se detenía admirada frente a los conjuntos poliédricos que Malva le mostraba.
- Esta gigantografía de la muchacha sobre la moto me parece espléndida – comentó Elena.
- ¿La muchacha o el conjunto?
- Todo, mi amor, todo, excepto el cubo. Bueno, me doy cuenta que la moto es un lateral de motocicleta, que lo que interesa es la sensualidad de la chica sobre la estulticia de la materia – se apresuró a explicar Elena.
- Definime estulticia – exigió casi Malva.
- ¿Inercia, insipidez, inocuidad? – tentó Elena.
- En realidad, según el diccionario, es ignorancia, necedad, estupidez o tontería, así que inercia, sí, insipidez, también, inocuidad no. Los objetos con los que convivimos y que contribuyen a expulsarnos de nuestra personalidad íntima no son inocuos, son perniciosos, obran su toxicidad sobre nuestra naturaleza – sentenció Malva.
- Puede ser, tenés razón – coincidió Elena.
Siguieron paseándose por el enorme galpón techado con chapas en el que había de todo. Un banco de pino tea largísimo con una morsa, una prensa, herramientas de todo tipo y diferentes tamaños ordenadas de mayor a menor, llaves, pinzas, tenazas, destornilladores, leznas, martillos, sierras, perforadoras con trépanos de distintos calibres, calibres, pico loros, llaves francesas e inglesas, tubos de oxígeno y carburo, sopletes y hasta un enorme horno eléctrico trifásico. Sobre las paredes de ladrillo desnudo se apoyaban placas de vidrio y de acrílico, varillas de metal, caños, puertas y ventanas metálicas, estructuras de aluminio. Había un ojo de buey, un ancla enorme, cadenas enrolladas con eslabones de todos los tamaños. Había un espacio destinado a cocina comedor con piso de pequeños adoquines lustrados que le daban un aspecto acogedor.
- ¿Y, qué me decís? – preguntó Malva.
- ¿Acerca de qué? – interrogó a su vez Elena
- Acerca de todo, el conjunto de mis obras – aclaró Malva.
- Bueno en algunos casos me parecen innecesarios los cubos o las esferas de vidrio, es decir los volúmenes. En otros no, me parecen apropiados – opinó Elena.
- ¿En qué casos sí, en qué casos no? – siguió Malva.
- La enorme botella apaisada, color verde luminoso reflectante, en cuyo interior colocaste la gigantografía de una reproducción de la maja vestida de Goya y, un poco más abajo la de la prostituta de hoy en la misma posición masticando chicle, desnuda, me pareció genial. El cubo de plástico transparente que enmarca la chica en moto que te comenté, no me gustó. En el primer caso la botella se integra al conjunto, en el segundo el cubo no me parece necesario.
- Parece que vos te conocieras con mi amigo Piero, el poeta, y que hubiesen intercambiado opiniones. El opina lo mismo que vos. Yo te contesto a vos lo que muchas veces le dije a Piero. Es mi estilo, siento la necesidad de expresarme en volúmenes. Creo que a veces lo consigo y a veces fracaso – concluyó Malva.
- Hubo un trabajo tuyo que me conmovió.
- ¡Aleluya! ¿Cuál?
- La gran muñeca de estopa, finamente esculpida como una mujer fatal, con su lencería erótica, copulando y a la vez pariendo, y, sobre ella, penetrándola, el muñeco polichinela con el enorme pene ejecutado también como una botella, con luz interior y por debajo un minucioso y perfecto feto, expulsado de la misma vagina. La apertura y perfección de los volúmenes de nalgas y muslos. Lo bautizaste “La puta madre” y lo encerraste todo en un volumen con forma de lágrima. Sentí, por la expresión de llanto en el niño y de desamparo en el rostro de la muñeca, que expresa una desolación y desengaño irremediables – terminó de explicar Elena.
Los ojos de Malva estaban húmedos pero su boca sonreía con gratitud. Abrazó a su amiga.
- ¡Te amo! – exclamó y su cuerpo se sacudió con un sollozo.

Amilcar Luis Blanco  ("El taller de esculturas", técnica mixta sobre lienzo, obra de Miguel Barceló)



                                                             



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