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Aunque
su relación con Lucas quedó en el tiempo tan olvidada como su muñeca Petrona,
ella no olvidó jamás, y en cambio perfeccionó con ensayos y errores, sus modos
de conseguir los orgasmos. Ningún varón que le gustara y la calentara pudo
escapársele en adelante, y, hasta conocerse con la dueña del bar con la que se
internó en su vertiente homosexual, Malva jugó en su imaginación con tener
relaciones con mujeres. Además de su pericia como amante descubrió en Ángel, el
tanguero reprimido, su misma curiosidad que la tuvo como clienta asidua de los
videos de sexo explícito entre lesbianas.
Su
primer novio oficial, a vista y paciencia de sus padres, lo tuvo para
contrariar a su madre, porque descubrió que se había acostado con ella, así
que, complacida, se lo quitó. Carlos, que así se llamaba su primer novio
oficial, era el enésimo amante con el que su mamá, Dolores Lacerba, enamorada
platónica de su tío, según ya se contara, hacia cornudo a su papá. Después que
lo enamoró bien lo dejó y el muchacho con el corazón roto emigró para siempre
de Trenque Lauquen. Su mamá la odió toda su vida y todavía la odia.
Malva
había comenzado a ejecutar extraños trabajos en el taller de su papá. Primero
dibujaba sus proyectos y después trataba de componerlos valiéndose de la soldadora.
Cuando comprendió que lo que tenía no le alcanzaba partió hacia Buenos Aires
con la idea de estudiar dibujo, escultura y diseño. Lo demás sobre ella, hasta
su encuentro con Elena, es lo que sabemos.
Malva
tiene su taller de escultura sobre la calle Nicaragua, en Palermo viejo, y su
departamento, en el piso veintidós de un edificio torre frente al solar donde
estuvo la penitenciaria sobre la avenida Las Heras. Cuando la conoció a Elena
había salido, como otras veces, a cazar o conquistar, solitaria, alguna nueva
mujer. En tales ocasiones, si se le daba, su deseo podía llevarla con la recién
conocida al taller o a su departamento. Estaba trabajando en nuevas ideas con
base en el collage. En el taller solía sacar fotografías en poses atrevidas a
sus ocasionales compañeras para convertirlas en gigantografías, en blanco y
negro o en color, cuyas siluetas recortaba y montaba sobre los poliedros,
volúmenes que ella consideraba la base de su estilo. Uno de sus amigos, Piero,
el poeta, opinaba que esta obsesión por incorporar figuras lisas a poliedros
para componer conjuntos escultóricos constituía una limitación a las
posibilidades expresivas de la estética que Malva se planteaba. El consideraba
que ella no tenía por qué renunciar a los trabajos sobre superficies lisas e
incorporarle accesorios a la manera de Antonio Berni en su serie sobre Juanito
Laguna. La idea era que los temas de soledad, incomunicación, angustia,
ansiedad, espanto, exclusión, marginación, producidos por el sistema
consumístico que los sensibilizaba, tanto a él como a Malva, se volcasen en
registros más desestructurados. Le parecía que todo intento deliberado de
estilo hacía fracasar la obra, su fuerza expresiva.
Malva
no sabía bien qué pensar acerca de ésto e intentaba regresar a su fermento
instintivo. Más allá de la lujuria que se había despertado entre ellas, que
había determinado que no se separaran a su regreso de Mar el Plata, había
encontrado en Elena una compañera ideal, según creyó intuir, para sus diálogos
y quizá una discípula.
- Tenés
que dejarte llevar – le decía ahora mientras se paseaban por los interiores del
enorme galpón de la antigua casona de Palermo viejo y Elena se detenía admirada
frente a los conjuntos poliédricos que Malva le mostraba.
-
Esta gigantografía de la muchacha sobre la moto me parece espléndida – comentó
Elena.
-
¿La muchacha o el conjunto?
-
Todo, mi amor, todo, excepto el cubo. Bueno, me doy cuenta que la moto es un
lateral de motocicleta, que lo que interesa es la sensualidad de la chica sobre
la estulticia de la materia – se apresuró a explicar Elena.
-
Definime estulticia – exigió casi Malva.
-
¿Inercia, insipidez, inocuidad? – tentó Elena.
- En
realidad, según el diccionario, es ignorancia, necedad, estupidez o tontería,
así que inercia, sí, insipidez, también, inocuidad no. Los objetos con los que
convivimos y que contribuyen a expulsarnos de nuestra personalidad íntima no
son inocuos, son perniciosos, obran su toxicidad sobre nuestra naturaleza –
sentenció Malva.
-
Puede ser, tenés razón – coincidió Elena.
Siguieron
paseándose por el enorme galpón techado con chapas en el que había de todo. Un
banco de pino tea largísimo con una morsa, una prensa, herramientas de todo
tipo y diferentes tamaños ordenadas de mayor a menor, llaves, pinzas, tenazas,
destornilladores, leznas, martillos, sierras, perforadoras con trépanos de
distintos calibres, calibres, pico loros, llaves francesas e inglesas, tubos de
oxígeno y carburo, sopletes y hasta un enorme horno eléctrico trifásico. Sobre
las paredes de ladrillo desnudo se apoyaban placas de vidrio y de acrílico,
varillas de metal, caños, puertas y ventanas metálicas, estructuras de aluminio.
Había un ojo de buey, un ancla enorme, cadenas enrolladas con eslabones de
todos los tamaños. Había un espacio destinado a cocina comedor con piso de
pequeños adoquines lustrados que le daban un aspecto acogedor.
-
¿Y, qué me decís? – preguntó Malva.
-
¿Acerca de qué? – interrogó a su vez Elena
-
Acerca de todo, el conjunto de mis obras – aclaró Malva.
-
Bueno en algunos casos me parecen innecesarios los cubos o las esferas de
vidrio, es decir los volúmenes. En otros no, me parecen apropiados – opinó
Elena.
-
¿En qué casos sí, en qué casos no? – siguió Malva.
-
La enorme botella apaisada, color verde luminoso reflectante, en cuyo interior
colocaste la gigantografía de una reproducción de la maja vestida de Goya y, un
poco más abajo la de la prostituta de hoy en la misma posición masticando
chicle, desnuda, me pareció genial. El cubo de plástico transparente que
enmarca la chica en moto que te comenté, no me gustó. En el primer caso la
botella se integra al conjunto, en el segundo el cubo no me parece necesario.
-
Parece que vos te conocieras con mi amigo Piero, el poeta, y que hubiesen
intercambiado opiniones. El opina lo mismo que vos. Yo te contesto a vos lo que
muchas veces le dije a Piero. Es mi estilo, siento la necesidad de expresarme
en volúmenes. Creo que a veces lo consigo y a veces fracaso – concluyó Malva.
-
Hubo un trabajo tuyo que me conmovió.
-
¡Aleluya! ¿Cuál?
-
La gran muñeca de estopa, finamente esculpida como una mujer fatal, con su
lencería erótica, copulando y a la vez pariendo, y, sobre ella, penetrándola,
el muñeco polichinela con el enorme pene ejecutado también como una botella,
con luz interior y por debajo un minucioso y perfecto feto, expulsado de la
misma vagina. La apertura y perfección de los volúmenes de nalgas y muslos. Lo
bautizaste “La puta madre” y lo encerraste todo en un volumen con forma de
lágrima. Sentí, por la expresión de llanto en el niño y de desamparo en el
rostro de la muñeca, que expresa una desolación y desengaño irremediables –
terminó de explicar Elena.
Los
ojos de Malva estaban húmedos pero su boca sonreía con gratitud. Abrazó a su
amiga.
-
¡Te amo! – exclamó y su cuerpo se sacudió con un sollozo.
Amilcar Luis Blanco ("El taller de esculturas", técnica mixta sobre lienzo, obra de Miguel Barceló)
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