La noticia los tomó de sorpresa,
especialmente a don Aníbal y a Emilio, después a doña Rosa, a Edelmira, a
Alejandro, y, también a todos los que lo habían conocido y tratado en La
Paz. Don Anselmo López había fallecido
súbitamente de un paro cardíaco masivo. Le había sobrevenido en su propia casa,
horas después de la discusión que había mantenido con el padre y con el hermano
de Edelmira. Así suele ocurrir, entre la vida y la muerte hay un hilo delgado
que de pronto se corta y, por un instante, comprendemos que todo lo que tan
gravemente se traía, llevado por esa inercia que parece eterna y que simula
proyectarse hacia un horizonte inacabable, es como un chiste, una broma, un
ridículo y absurdo juego de muy escasa consistencia, de una abrumadora levedad.
Su doméstica había hallado esa misma mañana el cuerpo, sin vida desde la tarde
anterior, según determinó el forense que llegó con el policía, derrumbado sobre
los mosaicos de la cocina
La
mala nueva llegó a la casa de los padres de Edelmira traída por un muchacho,
testigo absorto de las bruscas malas palabras que habían mediado en la mañana
del día anterior entre don Aníbal, su hijo y el muerto reciente. El portador de
la noticia había sido convocado como posible subcontratado por el que sería
pintor principal en aquélla casa.
Al transmitirla a su contratista, se había
quitado el sombrero de paja y, ya libre de la sombra de su ala, su rostro
exhibía una expresión absorta y desolada. Nunca había pensado que su trabajo se
diluyese al influjo de acontecimientos tan inesperados.
-
Lo velan en la cochería de Martínez, toda esta noche don Aníbal, y lo entierran
mañana – terminó de explicar con la cabeza gacha y el aliento entrecortado,
como si algo de lo sucedido se debiese a su culpa y tuviese que hacerse
perdonar.
-
Está bien, está bien, querido, te agradezco que me hayas avisado – lo
tranquilizó don Aníbal.
Mientras
entró a la casa, y cruzó el living y la cocina para salir al claro de sol del
patio, orientado hacia el curso del río, pensó en su propia muerte. Ocurriría
el día menos pensado. Don Anselmo era más joven que él, tenía sesenta y un años
y él sesenta y siete, se conocían de toda la vida. Habían jugado juntos al
fútbol formando parte del mismo equipo, habían apretado en los bailes de
carnaval a las mismas chicas, únicamente la mejor suerte económica de don
Anselmo obró para separar de manera neta sus destinos.
Anselmo
había estudiado en la
Universidad del Litoral y se había recibido de ingeniero
agrónomo, Aníbal a gatas había finalizado su sexto grado. Anselmo creció
también como acopiador de granos y llegó a tener en la ciudad un almacén de
ramos generales, se hizo rico, después el destino quiso que se casara con la
hija de Jorge Monsivais, treinta y pico de años menor que él. Todos en La Paz se habían enterado que el
matrimonio fue forzado, porque al darle la mano de su hija, Monsivais logró que
su reciente yerno se hiciese cargo de levantar el pasivo de su negocio de venta
de electrodomésticos, al borde de la quiebra.
Los
demás miembros de la familia de don Aníbal levantaron la cabeza hacia él cuando
lo vieron llegar con los bigotes níveos, tiesos y caídos, sobre la faz ancha y
tostada, caminando despacio.
-
Por tu cara adivino que será una mala noticia – sentenció doña Rosa.
-
Acertaste, se murió don Anselmo – confirmó su marido.
-
¡Dios lo tenga en su gloria! – exclamó su mujer y alzó las manos enlazadas como
para una plegaria.
-
¡Qué increíble! – dijo Edelmira. Iba a verter el agua del termo a la calabaza
pero se quedó pendiente del rostro de su padre y recién reanudó la maniobra
cuando don Aníbal terminó de dejarse caer, agobiado, sobre el sillón hamaca.
Ella
estaba pensando, en el momento en que su padre saliera a atender la puerta, en
la esposa del ahora recién muerto, o sea en Malena Margarita Monsivais, quien –
según estimaba -, habría encontrado por fin su destino junto a un hombre que
amaba. Edelmira sabía muy bien cómo don Anselmo López había seducido a su amiga
con ramos de rosas rojas, invitaciones a Paraná y a Buenos Aires, a los mejores
hoteles cinco estrellas para asistir a espectáculos acompañada por su madre,
cómo se había comportado afectando ser un caballero fino, con voluntad perruna
y fiel para cumplirle todos los caprichos que a ella se le ocurrieran y
prometerle amor eterno. Estuvo también al tanto, por las confidencias de
Malena, del brusco cambio de personalidad de don Anselmo para con su amada, una
vez traspuestas la oficina del registro civil y el altar. Entonces le descubrió
a su amiga su avaricia, la inseguridad que lo carcomía, manifestada en celos y
desconfianza, traducida en permanentes insultos y humillaciones impuestas a la
joven esposa.
Poco
a poco el odio se había ido instalando entre ellos como una dolencia crónica y
creciente de la que no pudieron deshacerse. Hasta que una noche don Anselmo
desertó ofuscado, avergonzado e impotente, del dormitorio principal hacia una
habitación de la planta baja cuando, después de un mes sin sexo, su mujer le
abrió las piernas con el camisón arremangado y permaneció tiesa como una muerta
dejándolo descalabrarse en maniobras y ejercicios que, no obstante la pastilla
de viagra ingerida, sólo le provocaron sofocones, alteración del ritmo
cardíaco, pero ni el asomo de una erección. Esta experiencia fue desconsoladora
y terminante para él y constituyó un alivio para ella que nunca había
experimentado el menor deseo hacia el cuerpo viejo y cansado de don Anselmo.
Pese a que él le había prometido a Malena que no la tocaría ni con un dedo y
que no intentaría acostarse con ella, conformándose únicamente con su compañía,
una vez casados, había empezado después a lamentarse y quejarse y a reprocharle
sus indiferencias y desplantes continuos. Le atribuía romances con todos los
jóvenes con los que se cruzaban y, en una oportunidad, había llegado al extremo
de encerrarla en el dormitorio durante una semana, cautiverio al que los
suegros, acompañados por un comisario amigo y presentándose en la casa, habían
puesto fin con la amenaza de denunciarlo a su yerno ante el juez penal por
privación ilegítima de la libertad.
Theodor von Holst, Fantasy Based on Goethe’s ‘Faust,’ 1834
Desde entonces el mentecato consorte se había llamado a capítulo pero se consideraba traicionado por todos y recelaba que lo fueran a robar. La suegra medió entre ellos y obtuvo una reconciliación a medias. Malena dijo que quería tener su independencia y su dinero propio. El resultado de la transacción fue el restaurante. Anselmo lo construyó para que lo administre y regenteé su cónyuge, pero, como sabemos, la paloma se había volado del nido.-
Desde entonces el mentecato consorte se había llamado a capítulo pero se consideraba traicionado por todos y recelaba que lo fueran a robar. La suegra medió entre ellos y obtuvo una reconciliación a medias. Malena dijo que quería tener su independencia y su dinero propio. El resultado de la transacción fue el restaurante. Anselmo lo construyó para que lo administre y regenteé su cónyuge, pero, como sabemos, la paloma se había volado del nido.-
-
¿En qué estás pensando? – preguntó doña Rosa a Edelmira.
-
En su mujer, Malena ¿Quién sabe dónde andará? ¿Vaya a saber cuándo se enterará
que su marido murió? – respondió Edelmira.
-
Ni bien se entere aparece. Como mujer no se bancaba al viejo, pero, como
heredera va a ser la primera en ir a ver al abogado – afirmó don Aníbal.
- Y, el viejo, que yo sepa, otros herederos no
tiene – comentó Alejandro.
-
No, no, es cierto, era solo – confirmó Emilio.
Los
días se fueron, uno detrás del otro, como las barajas que caen del mazo cuando
algún diestro las manipula. Una semana después de que Edelmira y Alejandro
hubieron regresado a Buenos Aires nadie tenía todavía noticias en La Paz del paradero de la viuda.
Amilcar Luis Blanco (Pinturas de Myrtille Henrion Picco, de Sharad Kale y de Theodor Von Holst, respectívamente )
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