sábado, 6 de septiembre de 2014

CAPÍTULO DÉCIMO SÉPTIMO "DE LAS WALKYRIAS"

                                                                                                                               17
                   La noticia los tomó de sorpresa, especialmente a don Aníbal y a Emilio, después a doña Rosa, a Edelmira, a Alejandro, y, también a todos los que lo habían conocido y tratado en La Paz. Don Anselmo López había fallecido súbitamente de un paro cardíaco masivo. Le había sobrevenido en su propia casa, horas después de la discusión que había mantenido con el padre y con el hermano de Edelmira. Así suele ocurrir, entre la vida y la muerte hay un hilo delgado que de pronto se corta y, por un instante, comprendemos que todo lo que tan gravemente se traía, llevado por esa inercia que parece eterna y que simula proyectarse hacia un horizonte inacabable, es como un chiste, una broma, un ridículo y absurdo juego de muy escasa consistencia, de una abrumadora levedad. Su doméstica había hallado esa misma mañana el cuerpo, sin vida desde la tarde anterior, según determinó el forense que llegó con el policía, derrumbado sobre los mosaicos de la cocina
La mala nueva llegó a la casa de los padres de Edelmira traída por un muchacho, testigo absorto de las bruscas malas palabras que habían mediado en la mañana del día anterior entre don Aníbal, su hijo y el muerto reciente. El portador de la noticia había sido convocado como posible subcontratado por el que sería pintor principal en aquélla casa.
 Al transmitirla a su contratista, se había quitado el sombrero de paja y, ya libre de la sombra de su ala, su rostro exhibía una expresión absorta y desolada. Nunca había pensado que su trabajo se diluyese al influjo de acontecimientos tan inesperados.
- Lo velan en la cochería de Martínez, toda esta noche don Aníbal, y lo entierran mañana – terminó de explicar con la cabeza gacha y el aliento entrecortado, como si algo de lo sucedido se debiese a su culpa y tuviese que hacerse perdonar.
- Está bien, está bien, querido, te agradezco que me hayas avisado – lo tranquilizó don Aníbal.
Mientras entró a la casa, y cruzó el living y la cocina para salir al claro de sol del patio, orientado hacia el curso del río, pensó en su propia muerte. Ocurriría el día menos pensado. Don Anselmo era más joven que él, tenía sesenta y un años y él sesenta y siete, se conocían de toda la vida. Habían jugado juntos al fútbol formando parte del mismo equipo, habían apretado en los bailes de carnaval a las mismas chicas, únicamente la mejor suerte económica de don Anselmo obró para separar de manera neta sus destinos.
Anselmo había estudiado en la Universidad del Litoral y se había recibido de ingeniero agrónomo, Aníbal a gatas había finalizado su sexto grado. Anselmo creció también como acopiador de granos y llegó a tener en la ciudad un almacén de ramos generales, se hizo rico, después el destino quiso que se casara con la hija de Jorge Monsivais, treinta y pico de años menor que él. Todos en La Paz se habían enterado que el matrimonio fue forzado, porque al darle la mano de su hija, Monsivais logró que su reciente yerno se hiciese cargo de levantar el pasivo de su negocio de venta de electrodomésticos, al borde de la quiebra.
Los demás miembros de la familia de don Aníbal levantaron la cabeza hacia él cuando lo vieron llegar con los bigotes níveos, tiesos y caídos, sobre la faz ancha y tostada, caminando despacio.
- Por tu cara adivino que será una mala noticia – sentenció doña Rosa.
- Acertaste, se murió don Anselmo – confirmó su marido.
- ¡Dios lo tenga en su gloria! – exclamó su mujer y alzó las manos enlazadas como para una plegaria.
- ¡Qué increíble! – dijo Edelmira. Iba a verter el agua del termo a la calabaza pero se quedó pendiente del rostro de su padre y recién reanudó la maniobra cuando don Aníbal terminó de dejarse caer, agobiado, sobre el sillón hamaca.
Ella estaba pensando, en el momento en que su padre saliera a atender la puerta, en la esposa del ahora recién muerto, o sea en Malena Margarita Monsivais, quien – según estimaba -, habría encontrado por fin su destino junto a un hombre que amaba. Edelmira sabía muy bien cómo don Anselmo López había seducido a su amiga con ramos de rosas rojas, invitaciones a Paraná y a Buenos Aires, a los mejores hoteles cinco estrellas para asistir a espectáculos acompañada por su madre, cómo se había comportado afectando ser un caballero fino, con voluntad perruna y fiel para cumplirle todos los caprichos que a ella se le ocurrieran y prometerle amor eterno. Estuvo también al tanto, por las confidencias de Malena, del brusco cambio de personalidad de don Anselmo para con su amada, una vez traspuestas la oficina del registro civil y el altar. Entonces le descubrió a su amiga su avaricia, la inseguridad que lo carcomía, manifestada en celos y desconfianza, traducida en permanentes insultos y humillaciones impuestas a la joven esposa.
Poco a poco el odio se había ido instalando entre ellos como una dolencia crónica y creciente de la que no pudieron deshacerse. Hasta que una noche don Anselmo desertó ofuscado, avergonzado e impotente, del dormitorio principal hacia una habitación de la planta baja cuando, después de un mes sin sexo, su mujer le abrió las piernas con el camisón arremangado y permaneció tiesa como una muerta dejándolo descalabrarse en maniobras y ejercicios que, no obstante la pastilla de viagra ingerida, sólo le provocaron sofocones, alteración del ritmo cardíaco, pero ni el asomo de una erección. Esta experiencia fue desconsoladora y terminante para él y constituyó un alivio para ella que nunca había experimentado el menor deseo hacia el cuerpo viejo y cansado de don Anselmo. Pese a que él le había prometido a Malena que no la tocaría ni con un dedo y que no intentaría acostarse con ella, conformándose únicamente con su compañía, una vez casados, había empezado después a lamentarse y quejarse y a reprocharle sus indiferencias y desplantes continuos. Le atribuía romances con todos los jóvenes con los que se cruzaban y, en una oportunidad, había llegado al extremo de encerrarla en el dormitorio durante una semana, cautiverio al que los suegros, acompañados por un comisario amigo y presentándose en la casa, habían puesto fin con la amenaza de denunciarlo a su yerno ante el juez penal por privación ilegítima de la libertad.Theodor von Holst, Fantasy Based on Goethe’s ‘Faust,’ 1834
Theodor von Holst, Fantasy Based on Goethe’s ‘Faust,’ 1834
Desde entonces el mentecato consorte se había llamado a capítulo pero se consideraba traicionado por todos y recelaba que lo fueran a robar. La suegra medió entre ellos y obtuvo una reconciliación a medias. Malena dijo que quería tener su independencia y su dinero propio. El resultado de la transacción fue el restaurante. Anselmo lo construyó para que lo administre y regenteé su cónyuge, pero, como sabemos, la paloma se había volado del nido.-
- ¿En qué estás pensando? – preguntó doña Rosa a Edelmira.
- En su mujer, Malena ¿Quién sabe dónde andará? ¿Vaya a saber cuándo se enterará que su marido murió? – respondió Edelmira.
- Ni bien se entere aparece. Como mujer no se bancaba al viejo, pero, como heredera va a ser la primera en ir a ver al abogado – afirmó don Aníbal.
 - Y, el viejo, que yo sepa, otros herederos no tiene – comentó Alejandro.
- No, no, es cierto, era solo – confirmó Emilio.
Los días se fueron, uno detrás del otro, como las barajas que caen del mazo cuando algún diestro las manipula. Una semana después de que Edelmira y Alejandro hubieron regresado a Buenos Aires nadie tenía todavía noticias en La Paz del paradero de la viuda.




Amilcar Luis Blanco  (Pinturas de Myrtille Henrion Picco,  de Sharad Kale y de Theodor Von Holst, respectívamente )



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Cualquier comentario es bienvenido pero me reservo el derecho de suprimir los que me parezcan mal intencionados o de mal gusto.