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Así de sencilla era la cosa y no había que
hacerse ilusiones. Malena se dijo que debía aguardar la oportunidad de poder
comunicarse de nuevo con la amiga de Edelmira, la señora Elena, para hacerle
saber el nombre del establecimiento en el que pasaría a desempeñarse y su
aproximada o exacta ubicación. No lo haría desde el teléfono que había en su
habitación porque sospechaba, sin equivocarse, que debería pedir línea a una
central interna y que sus comunicaciones al exterior, y las de todas las
internas, estarían controladas y serían rigurosamente escuchadas. Además
desconocía todavía la denominación y ubicación del lugar en el que se
encontraba. Se bañó y perfumó, comprobó que en el vestidor había ropas
elegantes y provocativas como las que les había visto en la recepción a las
inquilinas permanentes, todas eran de su talle. Se vistió lo mejor que pudo,
con una solera verde agua translúcida de profundo escote delantero y espalda
descubierta y eligió lencería blanca de mínimas proporciones. Sus largas
piernas maravillosamente torneadas, su pequeño y firme busto, sus caderas
redondeadas y generosas y sus gluteos bien parados, la hicieron desempeñar el papel
de una pecadora a la medida de las circunstancias.
Doña
Walkyria, la madama que tan bien le había descrito Roberto, le sonrió
deslumbrada y la recibió con besos en las dos mejillas, a la manera francesa,
cariñosa y apreciativa.
-
¡Sos una belleza, hija mía! ¿Cómo te llamás?
-
Malena Margarita Monsivais.
-
Te vamos a llamar Malena.
El
señor Arquímedes Portobello también la contempló y le extendió sus dos manos
dejándole ver su perfecta dentadura, seguramente postiza. Estaba trajeado con
casimir inglés gris topo, camisa de seda blanca, moño azul oscuro, era un
dandy. Malena avanzó hacia él devolviéndole la sonrisa y tomándole las manos.
La piel de los dedos del anciano, cuando los oprimió apenas, suave y seca al
tacto, le transmitió la impresión de fragilidad ósea propia del hombre de edad
avanzada que tenía delante. Imaginó a la Walkyria montada sobre él, teniéndolo a su
merced, y concluyó que sería ella la que cortaría el bacalao. Acertaba a
medias.
Una
tarde venidera, en la que ascendería, curiosa, hasta la planta más alta,
descubriría que el anciano Portobello, poseedor de una nutrida biblioteca que
cubría las paredes de su departamento de lujo, era asimismo celoso guardián de
una colección de objetos de arte y de una pinacoteca, y lo pescaría también
insultándola a la Walkyria
con gruesísimos epítetos mientras le ordenaba despedir a una compañera que
había enfermado de sida. Los compases de la sinfonía pastoral de Beethoven
provocarían en aquella oportunidad un majestuoso efecto auditivo de fondo.
La
alemana entonces, si bien mandaba sobre las chicas en lo concerniente a los
modos de ejecución de sus lujuriosas asistencias a los clientes, no
administraba los cuantiosos fondos que la explotación del negocio producía.
Ella y Arquímedes, además de una pareja de perversiones simétricas, levemente
sadomasoquista, conformaban una sociedad de proxenetas perfectamente afiatada
desde hacía veinte años, que tenía muy bien aceitada su relación con miembros
conspicuos de la policía y la justicia.
Amilcar Luis Blanco (Pintura de Henry de Toulouse Lautrec)
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