jueves, 4 de septiembre de 2014

DÉCIMO SEXTO CAPÍTULO DE "LAS WALKYRIAS"






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                     Así de sencilla era la cosa y no había que hacerse ilusiones. Malena se dijo que debía aguardar la oportunidad de poder comunicarse de nuevo con la amiga de Edelmira, la señora Elena, para hacerle saber el nombre del establecimiento en el que pasaría a desempeñarse y su aproximada o exacta ubicación. No lo haría desde el teléfono que había en su habitación porque sospechaba, sin equivocarse, que debería pedir línea a una central interna y que sus comunicaciones al exterior, y las de todas las internas, estarían controladas y serían rigurosamente escuchadas. Además desconocía todavía la denominación y ubicación del lugar en el que se encontraba. Se bañó y perfumó, comprobó que en el vestidor había ropas elegantes y provocativas como las que les había visto en la recepción a las inquilinas permanentes, todas eran de su talle. Se vistió lo mejor que pudo, con una solera verde agua translúcida de profundo escote delantero y espalda descubierta y eligió lencería blanca de mínimas proporciones. Sus largas piernas maravillosamente torneadas, su pequeño y firme busto, sus caderas redondeadas y generosas y sus gluteos bien parados, la hicieron desempeñar el papel de una pecadora a la medida de las circunstancias.
Doña Walkyria, la madama que tan bien le había descrito Roberto, le sonrió deslumbrada y la recibió con besos en las dos mejillas, a la manera francesa, cariñosa y apreciativa.
- ¡Sos una belleza, hija mía! ¿Cómo te llamás?
- Malena Margarita Monsivais.
La Walkyria hizo un gesto con su mano.
- Te vamos a llamar Malena.
El señor Arquímedes Portobello también la contempló y le extendió sus dos manos dejándole ver su perfecta dentadura, seguramente postiza. Estaba trajeado con casimir inglés gris topo, camisa de seda blanca, moño azul oscuro, era un dandy. Malena avanzó hacia él devolviéndole la sonrisa y tomándole las manos. La piel de los dedos del anciano, cuando los oprimió apenas, suave y seca al tacto, le transmitió la impresión de fragilidad ósea propia del hombre de edad avanzada que tenía delante. Imaginó a la Walkyria montada sobre él, teniéndolo a su merced, y concluyó que sería ella la que cortaría el bacalao. Acertaba a medias.
Una tarde venidera, en la que ascendería, curiosa, hasta la planta más alta, descubriría que el anciano Portobello, poseedor de una nutrida biblioteca que cubría las paredes de su departamento de lujo, era asimismo celoso guardián de una colección de objetos de arte y de una pinacoteca, y lo pescaría también insultándola a la Walkyria con gruesísimos epítetos mientras le ordenaba despedir a una compañera que había enfermado de sida. Los compases de la sinfonía pastoral de Beethoven provocarían en aquella oportunidad un majestuoso efecto auditivo de fondo.

La alemana entonces, si bien mandaba sobre las chicas en lo concerniente a los modos de ejecución de sus lujuriosas asistencias a los clientes, no administraba los cuantiosos fondos que la explotación del negocio producía. Ella y Arquímedes, además de una pareja de perversiones simétricas, levemente sadomasoquista, conformaban una sociedad de proxenetas perfectamente afiatada desde hacía veinte años, que tenía muy bien aceitada su relación con miembros conspicuos de la policía y la justicia.

Amilcar Luis Blanco (Pintura de Henry de Toulouse Lautrec) 

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