miércoles, 5 de noviembre de 2014

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO NOVENO DE "LAS WALKYRIAS"




                                                                49
                                                              - Siéntese o recuéstese, usted elige – El hombre que decía esto, mayor, de barba,  pelo canoso y anteojos, estaba parado en mitad de la habitación y daba la impresión de que podía sentarse detrás de su escritorio o en el cómodo sillón a la cabecera del chez long que le había señalado con un gesto relajado al recién llegado. El recién llegado era Daniel Silverstone, quien se había quitado una cazadora ejecutada en cuero gamuzado color rojizo, elegantísima, y la había ya colgado del perchero, y el hombre lo había recibido incorporándose desde atrás del escritorio como si hubiera estado en cuclillas buscando algo entre la colección de pequeñísimos casetes en fila que ocupaban los tres anaqueles por debajo de la línea de sus rodillas.
- Aquí está bien – Daniel se sentó y reclinó casi enseguida. Adoptó una posición cómoda con soltura. Lo hacía siempre. Imaginaba que el Licenciado Wolfers, su analista, ocuparía, también como siempre, el sillón de la cabecera. Oyó crujir el asiento bajo el peso de Wolfers y recién entonces comenzó a hablar.
- Creo que en la última sesión le había hablado de cómo mi madre me obligaba a mantener arreglado mi cuarto de niño y hasta no haber hecho la cama, pasado la aspiradora y acomodado cada ropa en su percha y cada zapato en el botinero, no me permitía sentarme a almorzar. Usted había sugerido que quizá mi preferencia por las figuras geométricas, cuadrados, rectángulos, triángulos, trapecios, etcétera, podría tener relación con esas directivas de mi madre, que lo pensara…
- ¿Lo pensó?
- Lo pensé y francamente no encontré la relación. Aunque…
- ¿Aunque?
- Bueno, no se, es una estupidez, pero, por asociación ¿Ya le conté doctor acerca de Malva Chávez?
- No ¿Quién es o era ella?
- Bueno una mujer de la que me enamoré perdidamente. Ella tenía relación con las figuras geométricas, más que nada con los poliedros. Es o era, hace tiempo que no tengo noticias de ella, una escultora. Una mujer imaginativa, interiormente rica y una amante apasionada al principio. Me mantuvo por decir así, sin habla
- ¿Sin habla?
- Bueno, es una forma de decir. Era maravillosa. Inventaba siempre algún “acting”, alguna situación diferente para encontrarnos, vernos, hacernos el amor, diversos personajes, en distintas posiciones, me mostraba las del kamasutra y otras más que ella inventaba. Yo no sólo me había enamorado de ella, la admiraba también, conversar con ella era enriquecedor. Estaba siempre como repleta de ocurrencias e ideas. En un momento se cansó de mí, llegó a la conclusión de que era aburrido.
- ¿Pero usted, hablaba con ella?
- Claro, hablaba
- Me refiero a si le comentaba, le decía lo que usted me está diciendo a mí acerca de ella.
- Bueno, francamente, no, no a ella, ahora que lo pienso creo que no
- ¿Por qué?
- Bueno…, no se, no me parecía, como decirle, procedente
- ¿Procedente?
- Bueno, usted sabe, como dicen los abogados, cuando algo no va, no está permitido
- ¿Quién no le permitía?
- Bueno, nadie. Tal vez su pregunta Licenciado, tampoco procede
- ¿Porqué, quién lo dice?
- Bueno, yo, se lo estoy diciendo yo
- ….
- Bueno, repito, se lo estoy diciendo yo. A menos que usted crea que hay alguien que puede prohibirme…
- ¿Usted qué cree?
- Bueno, es obvio, que no hay nadie que pueda prohibirme que yo diga, bueno, que yo diga lo que siento, caray, no se.
- ¿Está seguro?
- Cómo no voy a estarlo
- Tranquilícese, recapitulemos, usted dijo primero que la señorita Chavez lo dejaba sin habla, después dijo que usted no le hablaba a ella de sus encantos personales, por último acaba de sostener que no lo hacía porque no era procedente y agregó a esa idea la de que no estaba permitido. Si usted tiene en cuenta que en anteriores sesiones me habló mucho de su madre, de sus permisiones y prohibiciones, ahora le pregunto, ya que usted no sabe decirme quién le prohibía a usted que le dijera a la mujer de quien se había enamorado cuáles y cuántos eran sus encantos, si no podría haber sido su madre la que se lo prohibía.
Daniel Silverstone comenzó a reírse, de modo intermitente y poco entusiasta.
- Pero, Licenciado, es ridículo, mi madre había fallecido hacía ya mucho tiempo cuando conocí a Malva. A menos que usted piense que una persona que falleció hace muchos años puede seguir influyendo en otra. Es decir que mi madre pueda seguir influyendo en mis comportamientos después de muerta
- ¿Usted qué piensa?
- ¡Qué no, que es ridículo, un disparate! Mi mamá era una mujer buenísima, educada y pretendía transmitirme clase, educación. Cuando me prohibía que hablara era porque no correspondía…
- ¿Cuándo usted conoce a Malva no correspondía que hablara, es decir, su madre hubiera estado de acuerdo en que no hubiera correspondido que hablara?
- ¿Qué hablara con ella? Bueno, no se. Sí, creo que ella no hubiera querido que le hablara así, de un modo halagador, como para comprometerme.
- ¿Por qué?
- Bueno, no se, Malva no tenía el tipo de educación, la “clase”, que a ella le hubiera gustado que una mujer tuviera para mí.
- ¿Qué tipo de mujer hubiera aprobado su madre para usted?
- Bueno, no se, otro tipo, más callada, mas hogareña, mas sumisa o tranquila. No como Malva que esculpía, era muy independiente, iba a exposiciones, museos, cines, teatros, conocía todo tipo de artistas, hablaba de todo con conocimiento y autoridad, incluso con gente entendida
- Bueno, vamos a dejar acá. Le propongo que piense en las recientes contradicciones de su discurso. Usted piensa que su madre no influye o no influyó en sus comportamientos pero usted no habló o no habla con Malva acerca de los sentimientos que ella le despertó o le inspira a raíz de sus encantos que usted le reconoció y reconoce porque ella no respondía o no responde a la tipología de personalidad de mujer que su madre hubiera aprobado para usted.
Daniel Silverstone se paró y su anfitrión lo contempló con ojos fríos y calmos detrás de las lentes gruesas de sus anteojos. Daba la impresión de querer despacharlo cuanto antes y de que le importara bien poco la tormenta de preguntas que se arremolinaban en su mente. Daniel echó mano al bolsillo interior de la cazadora colgada en el perchero y saco la billetera de la que extrajo un flamante billete de cincuenta pesos y se lo entregó al Licenciado.
- Buenas noches.
- Buenas noches.
Heriberto Stella, su amigo casado desde hacía cinco años, le decía siempre que los que pasaban los cuarenta, Daniel tenía cincuenta, sin casarse eran solterones y estaban “gardelizados”, horrible palabra. Significaba que la imagen externa de Carlos Gardel los influía a todos. Es decir, se habían puesto de novios eternos con sus madres o hermanas, a quienes convertían en objetos de culto y rechazaban a todas las demás mujeres jóvenes y hermosas en edad de merecer, a menos que fueran para ellos novias eternas, idénticas a madres o hermanas; en cuanto las susodichas querían tomar sus propias vidas por las riendas, ser independientes, libres e igualarse a los hombres en sus pretensiones de vocación o crecimiento social,  económico o intelectual, se transformaban en mujeres perdidas. Las letras de los tangos daban cuenta de todas ellas. Entre otros el tango “Matala” que dice: “Matala, matala, que ya no te quiere…” ¿Por qué? Porque, dice el cantor, “mis besos malditos la hicieron así” “yo puse en su cuerpo la sed del amor”. Es decir, el varón era culpable de haberla introducido en las lides eróticas. Una vez que la mujer, por hache o be, se separaba del varón que la había iniciado y se enamoraba de otro se convertía en una loca. Estos prejuicios regían las decisiones de los solterones a la hora de tener que elegir entre el matrimonio o la soltería.
Y era cierto. El se había deslumbrado con Malva pero jamás se hubiera atrevido a ofrecerle matrimonio. La cuestión de si le contaba a ella sus más íntimos pensamientos acerca de ella, precisamente, era todavía más espinosa. No era que no se animara. Lo que le ocurría era que sentía inútil todo comentario. A Malva le hubieran llovido los elogios que él hubiera podido hacerle, hubieran resbalado sobre su ego como el agua sobre una superficie impermeable. Daniel estaba acostumbrado a ver llover sobre las vastas extensiones de soja o trigo cuando se acercaba la cosecha, a cabalgar muchas veces bajo un diluvio abundante y meticuloso, que siempre lo mojaba como si lo oxidara, cuando ayudaba al capataz y a sus paisanos a arrear la hacienda. Para él nada había sido nunca gratuito, nada le había resbalado. Malva era de Trenque Lauquen, del campo como él o de una ciudad de campo, y tampoco provenía de una familia rica. Su refinamiento era para Daniel más un producto de su resentimiento, de su rebeldía con la madre que de otra cosa. En realidad todo le resbalaba porque era engreída, arrogante. Ella se lo había contado. Se había criado reaccionando contra todo, a la defensiva ¿Qué hubiera cambiado si él le decía que la admiraba, que le parecía imaginativa, creativa, una gran amante? Probablemente nada. Pero quizá el Licenciado Golfers no se refiriera sólo a eso. A lo mejor, como buen psicoanalista, lo que quiso decirle fue que hasta en los momentos de cama, y ahí precisamente, él debió ser mas expresivo, mas demostrativo y, aún, que si no lo era, ello podría ocurrir porque constantemente estaba esperando el permiso de su mamá.
Pero recordaba momentos en que la mamá había cuidado también su pinta, su imagen de hombre. Le había inculcado hábitos de compostura, elegancia y sobriedad que él todavía observaba hasta en la ropa que elegía. En realidad, y ahora que lo pensaba, era absurdo lo que le había dicho al Licenciado Golfers; eso de que una persona muerta no podía influir sobre una persona viva. Absurdo porque si a él le gustaban los colores discretos era porque a su madre le gustaban los colores discretos, los que engamasen únicamente, las buenas telas combinadas con las de igual calidad, no mezclar ropa deportiva con ropa pret a porter y ninguna de ellas con prendas de fiesta. No servirse un bocadillo o un trago antes que el anfitrión en las recepciones, bodas, aniversarios o festejos. No mezclar las bebidas y saber qué cepas de vino podían combinarse para un final con champagne y cuales convenían a cada plato. Arduo aprendizaje éste que había llegado a ser, en sus comportamientos, una segunda naturaleza. No le costaba ahora actuar como actuaba, no hubiera sabido ni podido hacerlo de otra manera. Desde luego, eso lo convertía en una persona previsible y por eso mismo no había podido retener a Malva que se aburría con él. Sin embargo sospechaba que Malva terminaría por aburrirse con cualquiera y por lo mismo no creía demasiado que otras mujeres se aburrieran con él. A lo mejor no era así, incluso otras adorarían en él lo que Malva detestaba.
Claro que las mujeres para él, a medida que el tiempo pasaba, se iban convirtiendo casi en piezas de colección, pero de una colección que sólo podía tener cabida en su memoria porque, obviamente, no se trataba de objetos sino de seres humanos que, no sólo se ausentaban físicamente de su vida, sino que también se le iban desdibujando con el rigor del olvido a medida que el tiempo transcurría y lo hacía sentirse un fracasado por no haber podido conseguirse una compañera de vida.

Ese era el propósito de su terapia, investigarse retrospectivamente para descubrirse las fallas de comportamiento que le impedían construir una relación de pareja estable, incluso tener hijos. Si una mujer lo entusiasmaba demasiado por su belleza física desconfiaba primero, después, gradualmente, se iba asustando con la posibilidad de concretar algo juntos ¿Sería quizá porque la iba comparando con el modelo que su madre había legado para él, aún después de muerta? Daniel sentía ahora que muy probablemente fuera así. Malva lo había dejado antes que él terminara de asustarse.

Pensó que unirse a Malena a la que había contribuido a liberar conjuntamente con el Comisario Neptalí hubiera significado llevar a la práctica una acción beligerante, de rebeldía, contra las imposiciones maternas. Había en esa mujer algo muy fuerte, muy independiente también, pero sobre todo notó que ella se sentía por el momento muy atraída por él. Habría que ver cuánto le duraba a ella ese estado de magnetismo ¿Habría que ver si no se aburría? Aunque, claro, podría contar con que ella partiría siempre al pensar en él de la admiración que el azar le había brindado al ofrecerle la ocasión de salvarla. Esto le otorgaba una ventaja que en el alma de su admiradora sería inconsciente, casi refleja y, respecto de ella, lo pondría por encima de cualquier otro eventual competidor.




Amílcar Luis Blanco ("Imagen de mujer sentada de perfil" por Estela Bartoli; fotografías de Daniel Day Lewis)


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