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Las vidas de todos ellos quedarían en fotografías hasta que también
estas se destruyeran perdidas entre muebles viejos. Pero habría dos vidas que
hallarían su final de un modo brusco, impensado. Primero, la de ella, después
la de él.
Este
final se produjo al cabo de la fiesta erótica que celebraron las cuatro
amantes: Elena, Malva, Malena y Edelmira. Se habían reunido en el taller de
escultura de Malva, quien había encendido sus cámaras a fin de captar las
mejores tomas e inspirarse para la obra que tenía en mente. Después de la
culminación del ágape hubo lentas y perspicaces insinuaciones que hubieran
llevado a otros capítulos de no suceder lo que sucedió, sobre todo entre Malena
y Malva que apenas se conocían y conversaron.
-
Decime la verdad ¿Te gustó Daniel? – preguntó Malena.
-
Decime la verdad vos ¿No querrías tenerlo acá, digamos, como un epílogo entre
nosotras? – preguntó por su parte Malva.
-
¡Me moriría de vergüenza! Además, me daría miedo que me abandonara para siempre
después de descubrirme.
-
¿Tu homosexualidad querés decir?
-
¡Claro!
-
Sabés que tenés un prejuicio con eso.
-
¿Cómo?
-
Claro ¿Vos no crees que las mujeres somos todas homosexuales?
-
No lo se, no lo creo. Fuera de nosotras y, bueno, también en “Las Walkyrias”, yo
hice amistad con una de ellas, Sonia, con la que curtimos un poco algunas
veces, pero, fuera de eso…
-
Me parece que todavía seguís siendo un poco ingenua. Te vuelvo a preguntar ¿Te
gustaría tenerlo a Daniel aquí, con nosotras? – insistió Malva
-
¿Vos querés decir desde el punto de vista exclusivamente erótico?
-
Por supuesto, no hay otro, Nena, dejá de lado el costado moral.
-
Bueno, en ese caso, creo que sí, que me gustaría, aunque a lo mejor me moriría
de celos cuando vos te le acercaras y él empezara a gozar con vos – contestó
por fin Malena.
-
Y bueno ¿Acaso vos te quedarías atrás, me cederías el lugar?
-
No sé, me ofendería, me darían muchos celos.
-
Serías una tonta.
-
¿Vos qué harías en mi lugar?
Malva
se paró de pronto. Había estado saboreando un trago de whisky, caminó alrededor
del lecho en el que las dos habían estado sentadas, desnudas, y se detuvo
frente a Malena, la miró inquisitiva, clavándole la oscuridad de los suyos en
los ojos celestes y también chispeantes de ella.
-
¿Y si te dijera que conozco a Daniel desde hace tiempo, desde antes que vos lo
conocieras?
Malena
sintió un leve mareo y algo de vacío en el estómago ¡Se había hecho estúpidas
ilusiones con Daniel! Había creído la historia de la botita, el timo del zapatito como en la cenicienta. La realidad volvía
por sus fueros. Pudo ver desde que la conoció que Malva era una artista, una
mujer de mundo. No había querido entrar en la intuición que había tenido acerca
de ella, alimentada por el vivo recuerdo que le quedó de aquélla conversación
que habían tenido con Daniel en “Las Walkyrias”, cuando él le había contado
acerca de aquélla amante suya que era una artista, imaginativa, que se aburría
con él. Le pareció que ahora sería inevitable admitirlo, así que estuvo un rato
callada sosteniéndole la mirada de sombra, esa mirada de sombra y sed que tenía
Malva y de la que había recelado, pero que, al mismo tiempo, como a las demás,
la enamoraba.
-
Me imaginé que vos eras la mujer de la que Daniel me había hablado.
Malva
se sentó ahora de nuevo a su lado en la cama y sus oscuras pupilas parecieron
fulgurar sobre su sonrisa.
-
¿Te habló de mi? Contame – Se veía que la urgía la ansiedad y que el deseo de
él se le había metido en el súbito colorado de sus mejillas.
-
Vos sabés que me parece que mis sospechas son ciertas. La noche de la cena en
mi casa en La Paz
¿Vos te volviste a acostar con él después de mucho tiempo que no se veían, o me
equivoco?
-
No te equivocás.
-
Sos una desfachatada.
-
Pero soy sincera y, además, estoy dispuesta a compartirlo.
-
¿Sólo conmigo?
-
Sólo contigo. Mas sería demasiado.
Entretenidas
como estaban repartiéndose a Daniel no prestaron atención a ruidos, movimientos
y caídas de objetos que llegaban desde el sector destinado a cocina en el
inmenso espacio repleto, como vimos, de objetos, enseres, herramientas de todo
tipo. Cualquier ruido era imaginable y no despertaba sospechas. Pero hubo un
chillido agudo, dos gritos desgarrados y la seca detonación de un estampida,
así que ésta vez no pudieron ignorarlo y corrieron las dos, desesperadas y
agitadas, perdida toda compostura, y encontraron que sobre los pequeños
adoquines del piso yacía sin vida el cuerpo de Edelmira y, bajo su piel
satinada y morena y su rostro detenido en una mueca, su sangre hacía crecer un
pequeño charco rojo. Vieron a un hombre con los brazos caídos; en el extremo de
uno de ellos, como si la mano que le correspondía lo sostuviera sin conciencia,
pendía un revolver. Sólo Elena se acercó a él, el hombre tenía los ojos puestos
en el vacío, la cara descolorida y las comisuras de los labios desencajadas,
sin tono, las cejas alzadas. El hombre levantó su mano deteniéndola, llevó el
revolver a la sien, la nueva estampida atronó como si les perforara los
tímpanos a todas.
-
¿¡Alejandro, querido, qué hizo, pero qué hizo usted, hombre!? – gritaba ya
Elena, despavorida. El volumen de su voz ascendía cada vez mas y repetía la
misma pregunta asombrada, hasta que llegó a parecerse al ulular desesperado de
una sirena en la noche y sólo Malva atinó a ir al teléfono y llamó a la policía
mientras sus amigas – Elena se había callado en una rígida expresión de horror
-, como autómatas, se vestían y se sentaban a esperar el destino.
FIN
Amílcar Blanco (Pinturas de Karina Belkina y de Juan Francisco Casas)
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