lunes, 10 de noviembre de 2014

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO PRIMERO DE "LAS WALKYRIAS"


"Shylock y Jessica" (1876), del pintor Maurycy Gotllieb
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                                                       Cuando Hilda Punjab y Jorge Monsivais regresaron de su viaje y encontraron a su hija Malena en compañía de Edelmira pensaron que la amistad que demostraban entre ellas era indicativa del grado de compenetración que Malena volvía a sentir con su medio. Estaban tomando mate en la mesa de la cocina y las abrazaron y besaron entre suspiros de gente de cierta edad y fatigada por el viaje, que eran ellos, y, recién llegados, se desinflaban literalmente ante las dos lozanas mujeres, contra el clamor de los pájaros y contra la luz de la mañana bañando en alegría festiva y salvaje a esa cocina con dos paneles de vidrio y metal repartido haciendo esquina del piso al techo.  Jorge respiraba con agitación y entusiasmo y quería comunicar algo.
- ¿A que no sabés quién murió? – preguntó dirigiéndose en primer lugar a su hija y mirando también a Edelmira.
- ¿Quién?
- Arquímedes Portobello, el viejo dueño del quilombo ése en el que te tenían presa.
- ¿Y cómo fue, de qué murió?
- Se suicidó haciéndose asesinar
- ¡¿Cómo?!
- ¡Cómo, cómo lo escuchás! Resulta que el tipo dejó una carta que comenzaba con esas palabras: “Señor Juez: Sepa que me suicido haciéndome asesinar…”
- Pero, a vos, ¿quién te lo contó? – lo interrumpió su hija
- Neptalí, que a su vez se enteró por el otro muchacho, Daniel Silverstone
- ¿Y, qué decía en la carta?
- ¡Pará, pará! No seas ansiosa, primero te explico cómo ocurrió
- Dale, bueno, ¿cómo ocurrió?
- Parece que el viejo estaba con una de sus pupilas y le estaban, bueno, lo digo en criollo ché, ustedes son toda gente grande – miró a Edelmira y después a su mujer – le estaban chupando la… ¡eh! Ésa…
- Sí, está bien papá, entendemos, le estaban haciendo una felación
- Bueno, sí, en eso estaban cuando entró a la habitación la que le dicen la Walkyria que es su mujer, tengo entendido…
- Si
- Bueno, la mujer vio lo que estaba sucediendo y agarró un bufoso y le pegó al viejo un tiro en la cabeza. A la chica no le hizo nada. La chica escapó gritando, con un ataque de nervios, desnuda, y bajó al salón. Se armó gran alboroto y llamaron a la policía. Cuando la cana llegó y fue al cuarto se encontró con el viejo manando sangre todavía y la vieja llorando y babeando sentada a los pies de la cama con una carta en la mano. Según contó Neptalí que le había contado Silverstone, en la carta decía que él había, a propósito, citado a la chica para que le hiciera la mamada sabiendo que la walkyria se enteraría, se pondría loca y le dispararía para matarlo, que lo hacía porque – escuchá esto - cómo Jesucristo había asesinado a la muerte con su resurrección y había ascendido a mejor vida, él ascendería directamente ya que no le tocaba, como al hijo de Dios, redimir a nadie. Que sabía además que después de eso la Walkyria moriría de pena, rabia o lo que fuese y que iría a la otra vida con él y la pasarían muy bien juntos. Agregaba además que a los dos se les había ido la juventud y que eso era lo mejor que podía hacer por ambos.-
- ¡Qué locura galopante, por Dios! – se asombró Edelmira.
- ¿Vio querida? – corroboró doña Hilda
Malena recordó la tocadura del viejo, lo loco que estaba. Recordó también la cantidad de veces que le había hecho el amor clandestinamente después de tomar su viagra, cómo y con qué desesperación tomaba su cuerpo joven y lo recorría con la boca y las manos y, también cómo la excitaba a veces hasta el paroxismo para después hacerla acabar.     “El viejo estaba loco pero ¡qué bien cogía!” – pensó. Su mujer, la Walkyria, estaba todavía mucho más loca. Cuando Malena tenía sus encuentros con Arquímedes era porque previamente éste dormía a la Walkyria, poniéndole un poderoso somnífero en el te que él mismo le servía. De otro modo la vieja lo hubiera matado, como finalmente hizo.-
- ¿Vos lo conociste, Malenita? – preguntó doña Hilda.
- Por supuesto, lo conocí y estoy bastante impresionada – Malena sacudió la cabeza y se pasó la mano por la frente como si la despejara del fantasma de don Arquímedes. Todos guardaron unos segundos de silencio – Malena siguió:
- Pero ahora quiero saber cómo te fue a vos mamá, con los análisis ¿Qué son esos ahogos?
- Bueno, mirá, en realidad se lo explicaron bien a tu papá, yo ni quiero saber. Me dieron, eso sí, una medicación y me mandan caminar. Primero quiere ver el médico si los remedios que me da funcionan, sino tendré que andar un tiempo con oxígeno, con una mochila de oxígeno y una mascarilla hasta que mejore. Por lo pronto el médico me dijo que debo caminar.
Malena y Edelmira miraron a don Jorge Monsivais. Como si le pesaran las miradas y sintiera la responsabilidad de tener que explicar éste se sentó.
- No tiene tanta importancia, se trata de una insuficiencia respiratoria provocada vaya a saber por qué. Hay que hacer lo que les contó Hilda. El médico no dijo gran cosa. Y eso que es un especialista, un pneumonólogo, especialista en pulmones. Mañana traen la mochila y el oxígeno, ya los encargué – explicó y resopló. Después extendió una sonrisa mirando a todos como si quisiera que brindaran con lo blanco de su dentadura en cuya pureza estallaba una ternura sin fin hacia la esposa. El contraste de esa dentadura, postiza, con su cutis ajado le pareció a Malena el de una juventud sostenida por la voluntad y una vejez progresando sin remedio, implacable, como el tiempo. El entusiasmo de su padre junto a su madre, que también marchitaba irremisiblemente, le provocó un golpe de aguda congoja y sintió que sus lagrimales se humedecían sin que lo pudiera reprimir. Suspiró y desvió su mente hacia otro tema, y como, pese a las preguntas por la salud de su madre, había quedado impresionada e intrigada por el suicidio de Arquímedes Portobello se concentró en esta cuestión. Era indudable que, también al viejo, su edad lo había puesto contra un muro, una pared que no podía franquearse, los placeres sensuales y mundanales ya no le alcanzarían para ponerse a cubierto del pánico a la muerte azarosa. A dejar que ésta viniera o sucediera en la forma que fuese. Pensó que la muerte verdadera en realidad sería cortar abruptamente la memoria de uno mismo. No había otra vida propia que la de la memoria. El olvido acerca de uno mismo era la muerte. El cómo desembarazarse del cuerpo tendría una importancia relativa.



Amilcar Luis Blanco  ( “Shylock y Jessica” (1876), del pintor Maurycy Gotllieb)

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