lunes, 4 de agosto de 2014

TERCER CAPITULO DE MI NOVELA "LAS WALKYRIAS"

                                                       

                                                                               3


¡Paremos, paremos! Toda novelista o cuentista debe preguntarse a esta altura qué es lo que quiere contar. En realidad una está hablando siempre de sí misma ¡Qué importancia tiene! Sigamos Elena.
“Me rebelé contra tanta desgracia, pensé: la vida es acción de una misma y no sólo de los demás o de los acontecimientos externos sucedidos a nuestro alrededor. Inspirada en la convicción de esa iniciativa propia, como remedio para los males del alma, anoche, después de abandonar la escritura de este borrador, me puse a caminar por el barrio. El deseo de ahuyentar las tristezas me llevó, como mareada, a internarme por la Avenida Scalabrini Ortiz, antes Canning. Bajé de mi departamento, casi en la intersección con Avenida Corrientes, y me puse a caminar hacia el lado de Santa Fe, mirando gente, vidrieras iluminadas, bares, pero sin prestar atención a nada fijo, excepto a nuestras congéneres, las minas.-
 Sabés, siempre me han gustado las mujeres, desde chica. Te lo confié, recuerdo, después que atraje hacia mi boca la tuya y nos regalamos ese profundo y caliente primer beso y sentí la necesidad de explicarte. No me puedo resistir a veces ni a mi desnudez en el espejo y debo masturbarme y, ni hablemos, a un buen par de lolas o piernas descendiendo desde una breve minifalda hacia la vereda o el asfalto o la calle adoquinada, enfundadas en medias de diferentes trazos o desnudas, exhibiendo esa morbidez y turgencia tan especiales de nuestras extremidades femeninas. Te cuento que al llegar a la esquina de Santa Fe y no recuerdo qué otra calle divisé una.  Me miraba, desde unos grandísimos ojos negros curiosos. Tenía la piel blanquísima y un rouge de color malvón, apasionado. Me acerqué a centímetros de su rostro, que me sostuvo la mirada, con el pretexto de pedirle fuego y le pregunté si estaba desocupada. Me dio un sí lánguido, la llama del encendedor iluminó brevemente su boca y después de mi primera bocanada, sin dejar de observarnos, nos aferramos las puntas de los dedos a manera de presentación.-“Elena”-dije.-“Malva”- respondió. Enseguida comenzamos a caminar juntas hacia su departamento, un edificio altísimo, una torre muda y cuadrada. Entramos en silencio al palier del edificio mirándonos. La chica, no tendría treinta, cuerpo de mulata, vestida sólo con minifalda y transparencias, había aumentado el ritmo de mis latidos y la frecuencia de mi respiración. Fingía despreocupación masticando un chicle, pero igual advertí que estaba tan turbada como yo. Cuando cerramos las puertas del ascensor, de hermético acero, la sentí, jadeaba. Se quitó el chicle, lo tiró en un recipiente para residuos, un cubo, también de acero, al costado de la puerta, yo tiré mi cigarrillo como estaba y nos besamos.  Las dos temblábamos de deseo. Creo que sólo le di tiempo y espacio para que pudiera extraer su llave de la cartera, abriera la puerta del departamento y la volviera a cerrar detrás de nosotras antes de que cayéramos en su cama de dos plazas o mas, verifiqué ese detalle; por fin habíamos encontrado algo muelle y blando para refugiarnos. Estábamos enloquecidas, encendidas, apasionadas. No obstante, como cuadra a dos mujeres, nos permitimos ir quitándonos la ropa lentamente, con toda la delicadeza de la que fuimos capaces, mientras nos propinábamos pequeñísimos besos en distintas porciones de nuestros cuerpos. Había un gran ventanal; exhibía los contrastes de luz y oscuridad de la noche porteña un poco más abajo del piso en el que estaba el departamento, seguramente bastante alto, quizá en el número veinte o más. Me sentí en el paraíso y en ningún momento pensé en vos. Sí, después, cuando concluimos nuestra fiesta erótica y Malva me ofreció compartir un porro. Nos dejamos deleitar por el humo.  Nos penetró mucho más allá de los pulmones, por supuesto. La habitación estaba en penumbras, nosotras iluminadas, irradiábamos. Nos sentamos apoyando nuestras espaldas en el respaldo y nos miramos muchas veces y nos volvimos a besar otras tantas, entregadas a nuestras ganas y a jugar sin límites a satisfacernos, aunque nos detuviéramos cada tanto para cambiar palabras, gestos, sonrisas. Sentimos en nuestros cuerpos desnudos e inocentes, como si fuéramos animales sin memoria, el amor que practicamos en ese momento, y no estuvo hecho de abstracciones ni recuerdos. Me pregunté cuándo volvería a la realidad. También, un poco alarmada y con culpa, qué me diferenciaba en ese momento de los chicos de la villa en los momentos en que quedan con los ojos hacia dentro y la imaginación vacía después de aspirar Paco.
Malva me sacó de la elucubración saliendo ella de la cama y tomándome de la mano.
-Vení – me dijo – vamos a tomarnos algo rico ¿Qué querés?
- Después de esto creo que me vendría bien algo fuerte.
-¿Algo cómo…?
-Whisky ¿Podría ser?
- Podría ser.-
Malva caminó conmigo en medio de extraños objetos hechos de vidrios y metales que despedían destellos hasta un barco de madera lustrada en un rincón de un living grande con piso de mármol sobre el que había pintada la superficie del mar, como si fuera una gigantesca fotografía; impresionaba, parecía que quien pisaba se fuera a hundir. Bajo la borda del galeón estaban depositados las botellas y los vasos en un compartimiento de cristal iluminado, de modo que los diferentes colores de los líquidos producían un irisado destello. Sacó todo de la barriga lustrosa preñada de luces e iridiscencias del bajel, lo apoyó sobre la barra borda y comenzó a sacudir el pico de la botella que contenía el líquido color miel sobre el cristal tallado del vaso ancho y chato. Lo llenó hasta la mitad. Me acompañó ella también con un escocés.-
- Y, contáme, Elena, estás sola?
- ¿Y vos?
- A mi me dejaron.
- A mí también.-
- ¿Quién, un novio, una novia?
- Una novia. ¿Y a vos?
- Es una historia larga. ¿Y a vos tu novia, hace mucho, poco, cómo fue?
- Mirá que sos curiosa. Hace poco. Ella es casada.
-¿Conocés al marido?
- Sí, es un amigo.
- ¡Jodido! ¿No?
- Jodidísimo.
- ¿Y ahora?
- Ahora nada.
- Bueno, si no querés no me cuentes.-
No quería. Se me habían terminado las ganas de hablar. La miré, le sonreí y la volví a besar con suavidad.
Cuando dimos fin a los whiskies nos despedimos con ánimo de volver a vernos e intercambiamos los teléfonos. Nos llamaríamos cuando las dos o alguna de las dos tuviéramos ganas y veríamos. Llegué a mi departamento a la madrugada y pasé por una panadería abierta para comprarme cuatro facturas. Me las comí enseguida, vorazmente, con el paquete apenas abierto sobre la mesada de fórmica clara, que ya reflejaba las estridencias luminosas de la mañana, para enseguida echarme sobre las sábanas de mi cama y, luego de desnudarme, dormirme profundamente y sin sueños.
Como sigo viviendo sola, y la perspectiva de encontrar otra aventura me estimuló, no me costó mucho la noche siguiente seguir saliendo de cacería. Buenos aires está lleno de mujeres solas, prostitutas o simplemente despistadas, y de zonas rojas, por lo menos en estos pocos años que lleva el siglo veintiuno. La segunda noche no tuve la misma suerte que la primera. Deambulé sin demasiado éxito. Esta vez llegué hasta Avenida Las Heras, bastante oscura. Me sedujo cruzar el enorme parque en el que antes estuvo, hace muchísimos años, la penitenciaria y que, de día, sirve para que la gente tome sol liviana de ropas y los paseadores de perros lleven a los caniles que hay allí los ejemplares de las distintas razas que se aburren a morir en los departamentos de la zona y ladran, roncos y monótonos, ásperamente, como para tratar de raspar o erosionar la indiferencia de los humanos que los convierten en sus mascotas. Observé, a esa hora de la noche, una noche con luna, algunas parejas sobre los bancos; las chicas a caballito sobre los muslos de los muchachos, pegados en un abrazo un tanto gomoso y en besos que supuse igualmente húmedos. Parecían marionetas de trapo y hule patinadas por luces y sombras. Pero esta vez no hubo alguna mujer especial que se fijara en mí o yo en ella. Las pocas que crucé parecían distraídas o, cuando no, abismadas tal vez en sus propias desgracias, meditándolas o, muy burda y provocativamente, las del oficio mas antiguo, mirando a los paseantes para obtener algún dividendo de su trashumante profesión. Extrañé un poco a Malva y a su living oceánico. Al extraño galeón que nos había devuelto a tierra después de nuestro amor, intenso como una aventura de Ulises.
En la atmósfera había un olor pesado y maloliente, como a aliento de borracho, o a milanesa cuando, ya pasada, está comenzando a podrirse.  Un aroma de noche de verano, pero desagradable, a flores fétidas, a cuerpos que hubieran transpirado en demasiadas oportunidades sin bañarse, a sábanas muy usadas o a catinga, antigua y misteriosa palabra que escuché en boca de mi abuelo y me explicaron que aludía al fuerte olor a cuerpos sucios de la gente de color. Entonces comencé a tomar conciencia de lo mugrienta que podía resultar una ciudad tan trajinada como Buenos Aires. Bolsas de basura de polietileno negro, de consorcio, abiertas como vientres de delgadísima piel, dejando escapar sus contenidos estomacales o intestinales de hedores rancios, derrumbadas sobre veredas húmedas y oscuras, husmeadas por perros hambrientos, se veían en las calles mal iluminadas y en las avenidas. No sólo la villa estaba atravesada por el humo de las quemas de basura, según había visto y olido en mis caminatas contigo, Negra; también los barrios más pulidos de la ciudad podían abrirse y corromperse como cadáveres.
Huí, literalmente espantada, hacia un café en la esquina de Coronel Díaz y Juncal, un sitio agradable, limpio y bien iluminado, como en un célebre cuento de Hemingway. Me senté a una mesita con mantel verde, a la vera de un gigantesco ventanal que daba a la avenida y pedí un café. Quería mantenerme despierta, así que encendí un cigarrillo. Últimamente, si podía, evitaba fumar. Había que predicar con el ejemplo. En la villa, la comisión de vecinos que habíamos conformado se proponía entre otras metas combatir y, si era posible, acabar con las adicciones. Pero, qué se podía hacer; las adicciones nacen de las desilusiones y los fracasos, surgen de la imposibilidad constante de cumplir con los sueños y los deseos. Esa necesidad tan humana de consumir lo que las publicidades ofrecen tan estética y seductoramente, dirigiéndose, impiadosamente y por igual, a los que pueden y a los que no pueden.
En fin, me vi soplando una larga viga de humo blanco contra la negrura que servía de fondo infinito tras el cristal del ventanal, expuesta, junto a otros parroquianos trasnochados y noctámbulos allí sentados, frente a los ojos, a veces curiosos, de los escasos paseantes. Recordé el cuadro de un plástico neoyorquino cuyo tema es un bar y un tipo solo sentado a la barra. Es también de noche y una luz cenital proveniente, suponemos, de tubos fluorescentes invisibles pero encendidos en el centro del ámbito encerrado por la barra, donde un barman hace girar un repasador en el interior de un vaso largo, crea en quien mira el cuadro un agobiante sentimiento de soledad y abandono que sugiere algo así como una infinita nada voraz a su alrededor; ese vacío, por supuesto, inmediatamente nos alcanza como espectadores. Siempre fui aficionada a la plástica y el acordarme del planteo escénico de esa tela me llevó, por asociación, a las de Giorgio de Chirico, aquéllas en las que no hay persona acompañando la soledad, sino que de Chirico nos la muestra desnuda en la ciudad iluminada y, a la vez, asombrada, por la luna.- Un griego, testigo de una Atenas abandonada por el tiempo.-
Negra querida. Yo entraba en vos como en un cuadro o como en el océano o como en el viento. Siempre de una manera física y fluida, casi infinita, sin pensar. Jamás quise, ni creo tampoco vos, ofender a Alejandro.
Hoy me llamaste, después de que anotara en esta carta o diario lo que había sentido ayer noche sentada en el bar. Quisiste verme y hablarme. Te recibí, por supuesto, hablamos y, por lo ocurrido creo, te seguiré escribiendo esta larga carta o epístola, casi bíblica para mí, dirigida a tu ausencia, hasta que ya no quiera recordarte.
Vuelvo a la tarea. Reproduzco, o trataré de hacerlo, nuestra inútil y decepcionante entrevista. Cruzaste el marco de mi puerta, el pasillo de mi departamento estaba casi en penumbras y el palier igual, apenas iluminado, de ese modo no alcancé a ver la expresión de tu cara, sólo cerré la puerta rozándote el cuerpo, conmovida, habiendo respirado ya ese vago olor a lluvia que siempre te anticipa. Nos abrazamos y quise besarte en la boca, entrar en su espesura, pero me la sacaste. Sentí de nuevo una rugosa piedra que no terminaba de pasar por mi garganta cuando tragué saliva, y el corazón se me desmayó un poco. Otra vez el brillo de tus ojos negros huía y tu cabello partido en largos mechones mostraba tu boca compungida. Estabas con ese vestidito de gasa negra.  Te lo había regalado; destacaba tus formas de muchacha y la belleza resplandeciente de tu mirada, tus labios, tu pelo, daba también luz a tu expresión, mezcla de humildad y deseo. Bruscamente, después de haberme recién rechazado, me tomaste por el cuello, me acariciaste la nuca con tus dos manos, te colgaste de mí como otras veces, nos besamos.
- Señora Pantera de los ojos verdes, señora Elena – me dijiste como tantas otras veces cuando bromeábamos.  Nos quitamos la ropa, un poco sin saber qué haríamos ya que, compungida y a la vez sonriente, llorabas reprimiendo los sollozos y el agua de tu llanto descendía sobre tus mejillas morenas, bañándolas en una pátina de luz.
- Te quiero, señora Pantera de los ojos verdes – repetiste nuevamente.
- ¿Qué te pasa?  Estás llorando – interrumpí parándote en seco, como bien se dice, deteniéndote. Me desconcertabas.
- Tuve una pesadilla, algo horrible – dijiste por fin, mientras no cesabas de apretarme.
- ¿Qué ocurría en tu sueño? ¡Contame, por favor!
Te soltaste, caíste sobre el diván de gobelinos que tanto te gustaba, desnuda como habías quedado, frustrado nuestro intento de amarnos, llevaste tu mano a la frente y esta vez tu cuerpo se dobló en una arcada. Te tomé de la cabeza, corrimos las dos al baño.  Agarraste los bordes del inodoro que habías fregado tantas veces con tus pequeñas manos morenas, vomitaste. Después, cuando conseguí que te calmaras, me contaste:
- En mi pesadilla Alejandro nos veía en la cama, desnudas, haciéndonos el amor. Yo me quedaba muda, desconcertada, sólo le decía, ¡Alejandro, Alejandro! El retrocedía, estaba blanco como un fantasma. En una mano tenía un objeto oscuro que no alcanzaba a reconocer enseguida. Por fin vi que era un revolver. Lo apuntaba contra su corazón, disparaba, su corazón estallaba y su sangre me daba en los ojos. Desperté empapada en transpiración, aterrada, gritando.
- ¿Tu pesadilla fue, por casualidad, la noche antes del día en que Alejandro le pagó al oficial de justicia y yo te llevé la bicicleta?
- Sí ¿Cómo te diste cuenta?
- Ese día no me diste ni cinco de pelota.
- Ahora vine a decírtelo,…y no quiero verte mas, disculpame – concluiste. De pronto habías quedado seca, sin llanto, aliviada.
No supe responder enseguida. Me tomé una mano con la otra y me dejé caer sobre el asiento del diván. Te alcancé el vestido negro de encaje.
- Ponételo – ordené y obedeciste sin chistar
 Seguí sin saber qué hacer y menos qué decir. Comencé a sollozar, de manera involuntaria, por supuesto. Fui incapaz de contener mis convulsiones; me llegaban del estómago, del diafragma, del pecho y sobre todo, creo, del corazón acongojado e impotente. Quisiste consolarme. Te acercaste y procuraste contenerme en un abrazo. Te rechacé, soy consciente de que te empujé. Me sentía lastimada, indignada.-
- Está bien, andate – dije. Insististe en acercarte. Me incorporé entonces y te tomé de un brazo y te obligué a caminar hasta la puerta, la abrí, te empujé afuera y cerré. Di las dos vueltas a la llave. Te escuché llamarme en el palier, vos también llorabas. Cerré mis oídos, te odié, pero sentía que me desgarraba. A la mañana siguiente comencé a escuchar la estridente intermitencia de los timbres del teléfono y, en mi celular, las románticas primeras notas, ahora ridículas, del concierto número Uno de Tchaikovsky. Apagué el celular y descolgué el teléfono de línea.- Sabía que eras vos pero nada quedaba para decirnos.-“

Amilcar Luis Blanco 


2 comentarios:

  1. Prosa fluída, adjetivación sugerente, ritmo que atrapa y acción tan caliente como en el capítulo anterior, solo que otra combinación, jeje. Promete.

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  2. Gracias Luis, en unos días más publicaré el cuarto capítulo y espero que siga despertándote interés.-

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