domingo, 24 de agosto de 2014

CAPITULO DUODÉCIMO DE "LAS WALKYRIAS"




                                                            12
                              La gran situación edénica o paradisíaca para la vida de Edelmira y de Alejandro era ir a pasar diez días, por lo general los meses de enero, a La Paz, Provincia de Entre Ríos. De esa hermosa ciudad, a orillas del Paraná, eran las dos familias, la de él y la de ella. Allí estaban los padres y los hermanos y hermanas de ambos que, aunque de condición humilde, no se privaban del permanente contacto con la naturaleza y también con la religión que los alimentaba, lujos para ellos. Las dos familias eran católicas, las dos habían subsistido con muchos hijos, empleándose los padres y cabezas del grupo en los más variados quehaceres y oficios. Desde haber ido juntos a la zafra en Tucumán, hasta formar parte de las cuadrillas que realizaban las cosechas en los campos vecinos o haber sido y seguir siendo, si la ocasión lo requería, oficiales albañiles, carpinteros, electricistas de obra o plomeros. Uno de los hermanos de Edelmira había llegado a ser dueño de una Gomería, establecida en un local a la entrada de la ruta en la Estación de Servicio de Y.P.F. que allí había. Un hermano de Alejandro había conseguido establecerse con una bicicletería. Se podía decir que a los dos les iba bien. Había una hermana de Edelmira casada con un puestero de estancia, otras dos eran enfermeras en el Hospital y habían hecho el curso que allí se dio. Otra hermana de Alejandro estaba empleada en la Municipalidad hacía años.
Una de las experiencias más atractivas, de las que se extrañaban, cuando se regresaba a las angustias de Buenos Aires, era la de tomar mate a orillas del Paraná; privilegio del que podían disfrutar tanto por las mañanas, bien temprano, como a la tardecita después de la siesta. Una pequeña mesa, una fuente con facturas, el termo con el agua caliente en el punto justo, la calabaza y la yerba misionera, artículos corrientes en todos los almacenes y supermercados, y el quedarse tranquilamente sentados, charlando y viendo pasar las barcazas, los camalotes, las lanchas con motor fuera de borda, los catamaranes y hasta los paquebotes de la gente con dinero, que no se priva de nada. También los comentarios, los sucedidos, los chismes, todo ese enjambre y cotorreo de cuentos paladeados por ellos desde gurises, como se les dice allá a los chicos. Después, seguía la puesta de sol detrás del horizonte desparejo del río. Lo único que puede llegar a fastidiar son los mosquitos, pero basta con embadurnarse un poco con la crema repelente en las porciones de piel expuesta y listo.
Encontrarse allí es respirar profundamente lo delicioso de la vida y, ni hablemos si en vez de ir en enero, les toca en suerte febrero, la época de los carnavales, y se codean en los corsos con las murgas, comparsas y mascaritas. Y también con los juegos del agua a la hora de la siesta. Todo era entonces una fiesta intensa e inagotable porque ellos, como hijos del lugar, sabían relajarse y entregarse al blando ejercicio de compartir aquéllos rituales a fondo, hasta sentirlos los dos como si todavía fueran los gurises que habían sido. Los ritos y códigos, que para otros que no fueran de allí, incluso para los turistas, no tenían sentido alguno, para ellos estaban desbordantes y plenos de significación. Vivirlos era morder y volver a degustar los sabores de las naranjas, pomelos, mandarinas, duraznos, ciruelas, pepitas de granadas, higos y frutos paladeados en la infancia, era volver a meterse en el agua india y cobriza del río hasta donde sabían que se podía, donde todavía el gran cuerpo líquido en remanso parecía sólido y no adquiría aún la torrentosa e irresistible succión de su poderoso curso medio que solía arrastrarlo todo. Esa especie de cuenca o caudal dentro del caudal que ellos desde niños habían divisado desde lejos, con temeroso respeto, admirando a los nadadores de competición que pasaban braceando y acompañados por otros hombres en lancha haciéndoles el aguante o mantenimiento.
En el mismo momento en que Elena y Malva se desplazaban en micro hacia Mar del Plata, Edelmira y Alejandro, excepcionalmente en el mes de noviembre, porque a este último le habían dado una semana de vacaciones que le debían, porque la familia para la que trabajaba Edelmira había viajado a Europa, viajaban ellos también hacia La Paz, Entre Ríos. Así, el vacío y la tristeza que languidecían secretamente, dentro del cuerpo y el alma de Edelmira, a raíz de su incierta ruptura con Elena, que debía disimular frente a Alejandro, se estaban mitigando a medida que el micro avanzaba, cruzando el puente Zarate – Brazo Largo, sobre la gran avenida acuática y las enormes manchas verdes como camalotes gigantescos que se ofrecían a sus ojos y adelantaban el placer de la próxima estadía en los pagos de su infancia. Se disolvían las preguntas como las nubes demasiado tenues ante el ímpetu de los vientos, a veces copiosos como torrentes, que solían llegar a la región desde el noroeste; se evaporaban todavía más las posibles respuestas y hasta parecían no interesar. Sin embargo, recostada contra el respaldo del asiento y con sus ojos puestos en las distantes soledades del agua que espejeaba entre los macizos de un verde oscuro e intenso, Edelmira todavía seguía indagándose acerca de la pasión. Tenía delante el rostro de Elena y se preguntaba, con la calma y la objetividad que un filósofo hubiese empleado para discernir una incógnita metafísica, por qué ese rostro era único, sin par, por qué su cuerpo lo era también y por qué despertaban en ella una suerte de hoguera inextinguible, que por más que intentara mojar, y hasta apagar, con el terror premonitorio de su pesadilla, todavía seguía ardiendo. Sentía algo así como un dolor terco al pensar que Elena no conocía y quizá no conocería nunca La Paz. La entristecía considerar que Elena nunca había estado ni estaría allí; que estaba volviendo a un territorio tan caro e importante para ella y tan absolutamente desprovisto de significado para quien había sido su amante. Su amante y su amada.
Después de la llegada, los saludos, y, antes de la cena, Edelmira quiso quedarse a solas y fue a sentarse, mientras atardecía, a orillas del gran río, hacia cuyo curso daban los fondos de la modesta y vieja casa de sus padres. Vio, gordas y relucientes, cuatro gallinas moviéndose entre el pasto, picando aquí y allá, y avanzando los estrechos cogotes, coronados por las crestas de la menuda cabeza, a cada paso de sus patas como ramas. Su memoria giró de pronto a las denominaciones científicas de las aves de corral que había visto enjauladas en una exposición en La Paz. “Orpington barrada”, la colorada con pintas oscuras, “Sussex armiñada”, la completamente blanca y además ponedora, y, por último la vulgar “Bataraza”, ya se sabe, de plumaje a puntitos grises y blancos, igual que las bombachas de los paisanos, esas eran las variedades de gallinas y gallos. Edelmira, desde muy pequeña, entraba al gallinero para darles maíz y también para tantear entre la paja de los nidos y recoger los huevos que hubieran puesto. Le tocaba asimismo, por las tardes de los ardientes veranos litoraleños, regar y barrer el suelo de tierra sobre el que llovían también, desde los recipientes, platos o fuentes, que ella misma o su madre o sus hermanas vaciaban, después de los almuerzos familiares, las cáscaras de papas, batatas, zapallos, calabazas, y frutas, los fideos y las verduras. Las inquietas y movedizas cabezas de crestas rojas lanzaban sus vehementes y rápidos picotazos encima de todo lo que se pusiera sobre el terreno bajo sus pupilas laterales y fijas que a veces divisaban también, a gran altura, el vuelo de las águilas y, poseídas por su instinto de conservación de la especie, alborotadas y cacareando, se metían bajo los techos de chapas, sobre los palos o en los nidos, a cubierto de los descensos fatales de las aves de rapiña que podían tomarlas desprevenidas y alzarlas en un vuelo sin regreso. Para Edelmira era terrible cuando su madre descogotaba los pollos más crecidos para destinarlos a la mesa familiar y el chorro rojo de la sangre desagotando sus vidas. Tampoco toleraba las riñas de gallos. Una tarde nublada le había tocado ir a buscar, por mandato de su mamá, a su padre a un galpón atestado de paisanos, en cuyo interior, dentro de un círculo especialmente alisado con arena, vio los saltos tensos y desesperados de dos pequeños gallos que trataban de alcanzarse con sus púas, y con violentos y veloces picotazos, los techos de sus testuces coloreados por las sangres y con sus crestas marchitas. Ya acercándose, desde unos cuantos metros, pudo escuchar el bochinche de las conversaciones y los gritos de los hombres que apostaban, reían y se daban palmadas siguiendo el desplazamiento de los gallináceos que saltaban enfrentados, como si midieran sus alturas, tratando de hendir con sus espolones cada uno de ellos la encocorada cabeza del otro, y después que ingresó, abriéndose paso entre las corpulencias y movimientos de aquéllos cuerpos, sin poder evitar observar, ella también, los desplazamientos y evoluciones, vio también caer a uno de los peleadores. Había quedado recostado para siempre sobre la arena, salpicado por la sangre propia y la del rival y un hombre se había agachado a su lado, lo había tomado y trataba de reanimarlo, lloroso y hablándole. Era un paisano pobre, de mediana edad y barba crecida, al que Edelmira conocía bien porque muchas mañanas pasaba por las veredas y calles de tierra de las afueras de la ciudad, donde estaba su casa, vendiendo ajos. Esas escenas habían quedado en su memoria y todavía le producían espanto.
Cómo era posible que no se prohibieran esas competencias morbosas y crueles parecidas a las corridas de toros que una tarde, para distraerse las dos, Elena le había mostrado en un canal de cable. Habían visto juntas cómo el toro enfurecido y desbordante de energía al comienzo, después de haber arremetido contra el flanco cubierto y acolchonado del caballo del picador, al punto de haber llegado casi a voltearlo, recibía, sin poder espantárselas, sobre su lomo, las puntas de los tres pares de banderillas que lo perforaban y, por último, luego de las verónicas y los floreos del matador, exhausto y sin aliento, los ojos nublados, mientras los largos extremos coloridos de las seis lanzas se balanceaban sobre su sólida envergadura,  absorbía hasta el fondo de su cuerpo y sobre su corazón que se partía, según la explicación de Elena, la estocada final del acero.
Mientras recordaba esos días de su infancia, Edelmira estaba sentada sobre el pasto, los glúteos aplastando su pollera cuyas faldas estiraba hasta las rodillas, al hacerlo se las acariciaba y sentía su dureza; desplazaba las palmas de sus manos desde los tobillos, pasando sobre los fémures y las pantorrillas, y volvía a sus posiciones de niña. Evocaba las muchísimas oportunidades en las que había visto, alarmada, cómo los pollitos amarillos, seguidos y vigilados por su gorda gallina mamá, se acercaban peligrosamente a la línea del río, cuya corriente tenía la fuerza suficiente para arrastrarlos sin remedio, si alguien no lo impedía, hasta el centro del torrente en el que seguramente se ahogarían o serían devorados por alguna alimaña. No eran los pequeños polluelos tan hábiles y diestros como sus parientes, los patos que, aún chiquitos, se orientaban y jamás eran arrebatados del todo por el curso de las aguas; al contrario, conservando su posibilidad de regreso a la orilla, se mantenían detenidos en un mismo punto, flotando sobre el vaivén de las ondas, seguramente a fuerza de mover sus patitas membranosas, con un sentido instintivo que seguramente estaría en sus genes.
Comprobaba en ese momento que toda percepción está llena de reflexiones y memorias. El tiempo se interpone entre nosotros y la realidad circundante de modo que no la podemos ver tan objetivamente como quisiéramos a veces, para no sentir la nostalgia del pasado. De todos modos lo que había visto de niña y hoy no estaba allí, en ese instante, en cuerpo presente, seguía poblando fantasmagóricamente su mirada, su oído, y sus demás sentidos. Eso éramos en realidad, ilusiones, fantasmas. Muchos conocidos o antiguas amistades habían muerto. A medida que cada año regresaban al pueblo se enteraban de los decesos que se iban sumando y resultaba entonces imposible ignorar el nivel de esa magnitud llamada muerte que subía de nivel como el río en las crecidas, pero que, a diferencia de éstas, jamás retiraba sus aguas. Ni bien llegó se enteró, por ejemplo, de la muerte de una amiga entrañable, Elvira, ligada al despertar de su libido en la pubertad.
Edelmira, como muchas otras personas, en esa etapa adolescente, no se veía ni sentía demasiado atractiva. Desde que tuviera edad para encuentros sentimentales con otras chicas o chicos pensaba que ella no podría interesarle a nadie. Un día, a la edad de catorce años, en el paseo principal de La Paz, a orillas del Paraná, descubrió que una compañera la miraba a escondidas, tratando de que Edelmira no la sorprendiera. Se llamaba Elvira, se conocían desde muy pibas las dos, pero ahora Elvira había crecido y la figura de la amiga, de largas piernas algo combadas, talle menudo, casi liso, pelo muy corto pegado a la cabeza y enormes ojos de largas pestañas, le pareció a Edelmira diferente, atractiva. En ese momento comprendió que la tímida compañera, tan metida dentro de sí misma como ella, se consideraría también muy poco atractiva y por eso se avergonzaría al mirarla y trataba de que Edelmira no lo advirtiera. Pensó después que si este concepto de fealdad que las dos tenían sobre sus personas obraba en las conductas de ambas, aunque de verdad se gustasen, jamás llegarían siquiera a mantener la amistad entre ellas. Esto y alguna morbosa curiosidad acerca de lo que verdaderamente sentiría la llevaron a dirigirle la palabra.
- ¿Qué tal? – le dijo.
- ¿Qué tal? – devolvió Elvira.
- Paseando, mirando el río y viéndote a vos – se atrevió Edelmira.
Elvira tosió.
- ¿A mí? – la desafió. El sol se ocultaba como un disco incandescente, opaco, y se espejaba rojo y translúcido sobre la superficie del río. Parte de su achispado círculo parecía arder también en los ojos de Elvira.
- Sí, a vos ¿Por qué? – se afirmó Edelmira, acercándosele de modo que las dos quedaron mirándose de frente, oliéndose los alientos de los chicles que masticaban, apoyadas contra los pilares de cemento de la acera de la Avenida Costanera.
- Por nada – aflojó Elvira y bajó los ojos que daban al poniente. Entonces, sin saber muy bien ella misma lo que hacía, Edelmira se quitó el chicle, la tomó del mentón levantándole ligeramente la cabeza y la besó en la boca. Fue un beso breve, los labios apenas se rozaron y la inmediata reacción de Elvira fue la de abrazar a su compañera, quien, por supuesto, le devolvió la efusión. Estuvieron un largo rato así, metidas en el abrazo sin querer salirse, y lo que las dos sintieron fue que, mientras duraba, huía de sus mentes el tembloroso fantasma de la vergüenza como una exhalación de vapor negro que se confundía con el atardecer. Estaba recordando el episodio cuando se escucho la voz de su madre:
- ¡Edel, la mesa está puesta, vamos a cenar!
Edelmira se paró y se alisó el vestido por atrás. Lo había hecho miles de veces de niña y de adolescente, cada vez que el grito de su madre la arrancaba del poder hipnótico del río. Caminó hacia la galería cubierta de la vieja casa constantemente restaurada. El antiguo chalet con techo de tejas, mantenido por su padre, que renovaba los revoques y la pintura color durazno, y le daba a su casa el aspecto de un pequeño hospital. Siempre la había visto como un pequeño hospital.
A excepción de ese primer encuentro con Elvira y con el sexo, no descifrado con precisión y que nunca llegó más allá de una transida amistad que ambas se profesaron hasta que, a los veinte, recién casada con Alejandro, emigrara a Buenos Aires, Edelmira no había tenido revelaciones suficientemente diáfanas sobre su verdadera inclinación sexual.
Cuantas veces había pisado ese mismo pasto y mirado los sauces y eucaliptos en el alrededor de la casa y el río, cuyas copas mecían las brisas y achataban los vientos tempestuosos y cuyas súbitas quietudes presagiaban las tormentas. De vez en cuando crujían los metales oxidados de la veleta o la rueda del molino y los pájaros gorjeaban, piaban y sonaban todo el tiempo. Su padre o sus hermanos mantenían a raya las malezas y pastos que en realidad eran allí céspedes parejos como los de un link de golf, pero, también, al hacerlo, alejaban a las yararás, lampalaguas, o a otras alimañas rastreras que podían descolgarse de los camalotes y entrar por las frondosidades vegetales si estas se mantenían densas. A pocas cuadras de la casa de sus padres, también dando al río, estaba la casa de la familia de Alejandro.
 La unión con su marido le había parecido natural, como debía ser. No le había gustado mucho ni poco. Había, eso sí, alcanzado su orgasmo con él haciendo concentrados ejercicios de relajación, según lo que leyera en una revista, y sobre todo porque quería saber de qué se trataba y, además, sentirlo. Lo que descubrió al lado de Elena fue que no importaba sólo llegar al clímax, sino que también el viaje de ascenso hacia esa cumbre y su descenso podían estar plenos de una intensidad tan placentera como inacabable. Que el amor así ejercido podía llegar a ser el cumplimiento de una promesa inagotable. Por eso la extrañaba tanto. Al lado de Elena se enriquecía, crecía y se colmaba como una tierra fértil que fuera descubriendo su feracidad a medida que el agua la inundara, igual que el Paraná en sus crecidas, cuanto después de las protestas de los vecinos de los barrios diseminados por las orillas, luego de la retirada del líquido elemento, las quintas, las chacras y las leguas de las estancias próximas al torrente, comenzaban a verdecer, florecer y frutecer como en una primavera perenne.
El río tenía sus tiempos y sus modos. No había con qué darle. Lástima que las tierras fueran en su mayor parte ajenas, tal como las vacas en la zamba de don Atahualpa.

DE todos modos y a despecho de las mateadas por las tardes, los paseos y encuentros con gente amiga, los diez días con sus noches pensaba que se le harían interminables, porque su nostalgia y su deseo de volver a ver a Elena y estar con ella no la abandonarían un solo minuto de sus días en La Paz, que no tendrían entonces paz. Poco a poco las imágenes de su pesadilla volvían a ser confrontadas, una y otra vez, sobre todo, con las noticias que aparecían en la sección policiales del diario “Clarín”, que su madre compraba a veces para consultar en los clasificados los pedidos de costureras, o en la del diario “Crónica”, adquirido por Alejandro para entretenerse después de las mateadas leyendo sobre fútbol, y, le parecía que atribuir en la realidad de los hechos a su marido inclinaciones suicidas u homicidas había sido de su parte excesivo y prejuicioso. No era Alejandro, ni jamás había sido – se conocían los dos desde muy chicos – violento o agresivo. Al contrario, siempre se había mostrado comprensivo con ella, y aunque no hubieran llegado nunca entre ellos  a un grado de complicidad que los mezclara como si fueran una sola pasta, cosa que suele ocurrir en las parejas o matrimonios en los que al cabo de unos años de estar juntos no se sabe bien donde empieza él y donde termina ella,  los dos sentían  la cantidad y calidad necesaria de respeto mutuo como para asegurarse el mantenimiento de sus identidades ¿De dónde provenía entonces su miedo, el pánico de que Alejandro se suicidara o la matara o las matara a las dos si descubría el amor entre ellas? ¿Por qué no pensar que, quizás, simplemente, agacharía la cabeza y se retiraría resignado de un fenómeno que lo desbordaba, que no sólo estaba más allá de él sino también fuera del alcance de Elena y de ella misma? ¿Además, por qué dejar de considerar que se pudiera incluso hablar con Alejandro, explicarle lo que había sucedido entre ellas? Sería difícil, claro, tremendamente difícil. Edelmira no sabría por dónde comenzar, ni qué palabras emplear, pero tal vez habría que intentarlo.
Tuvo esta repentina idea en la nave central de la iglesia principal de “La Paz”, bajo la colorida iluminación de los vitreaux que la habían deslumbrado desde niña, después de haberse hincado y persignado frente al altar. Había rezado, arrodillada sobre uno de los reclinatorios laterales, pidiéndole a Dios y la virgen que la iluminaran. En realidad ignorante, como muchos feligreses o católicos de liturgia esporádica, de cuál es el pensamiento de la Iglesia Católica en materia de uniones homosexuales, o presintiéndolo pero restándole toda importancia, o toda ingerencia en la índole de su relación con el Creador y su Santa Madre. Lo que ella sintió fue algo así como una revelación, un milagro, Dios la había iluminado. Le había hablado diciéndole que debería intentar el diálogo con su esposo, el blanqueo de sus sentimientos y preferencias en materia sexual. Nada había tan valioso como la verdad. Recordó una frase que su padre repetía, combativo, cada vez que regresaba de sus reuniones en la delegación regional de la Unión Obrera de la Construcción: “Con la verdad no ofendo ni temo”.-
Edelmira salió al cielo diáfano sobre la plaza, al viento que movía las copas de los árboles, a su nuevo entendimiento con el aire y la vida, con el pecho henchido, la sangre latiéndole de pasión en las sienes y en el corazón.
Llegó a su casa embalada. No advirtió que su padre y su hermano, Emilio, la seguían a pocos pasos y la habían llamado. Entraron detrás de ella, dando un portazo.
- ¡Eh! ¿Qué pasó? – exclamó doña Rosa, la madre de Edelmira. Su hija casi sonreía pero el esposo y el hijo no traían buena cara.
- Nada, nada, vengo con bronca – se excusó don Aníbal, el padre de Edelmira. Hizo un gesto vago delante de su rostro, como si se espantara una mosca. El hijo se sentó.
- Se agarró a las puteadas con el dueño de la casa que íbamos a pintar – explicó.
- Exactamente, íbamos – terció de nuevo don Aníbal
- ¿Qué pasó, alguien me lo va a explicar? – insistió doña Rosa.
- Pasó que no voy más, que tengo dignidad – dijo don Aníbal
- El dueño le dijo si antes de comenzar le podíamos limpiar la heladera, la comercial, la grande, ésa que usaban en el negocio, para llevarla al restaurante. Papá lo tomó a mal. Dijo que él había hablado un precio para lavar y pintar los cielorrasos y las paredes…
- ¿Acaso tengo cara de peón de limpieza? – protestó don Aníbal.
- No es para tanto, papá – trató de atenuar Emilio
- ¡Claro, viejo! – terció Edelmira. Se acercó al padre que se había dejado caer en el sillón hamaca que solía sacar al fondo por las tardes para sentarse a tomar mate, lo rodeó con sus brazos y lo besó en la mejilla. El padre la palmeó en el dorso de su mano.
- ¿Acaso no soy y fui peona de limpieza? – siguió Edelmira
- Sí, sí, hija, no es porque lo considere mal, no es eso, el trabajo, cualquiera que sea, no deshonra a nadie. Lo que me fastidia es el trato con la gente que tiene don López. Me molesta que tome a todo el mundo como sirviente. Además que si él me hubiera dicho que también quería que le limpiara la heladera le hubiera cobrado otro precio, yo hablé con él la mano de obra por pintar y ahora…
- Te sale con otra cosa, ¿no? – comentó doña Rosa.
- Así es, me sale con otra cosa – confirmó don Aníbal
- Y al final ¿En qué quedaron? – quiso saber Edelmira que no había abandonado el abrazo.
- No, en nada, me fui.
- Se fue recontra chivado y antes se reputearon, bah, nos reputeamos. Yo le dije a don López: “Mi viejo tiene razón, usted es un hijo de recontramil putas” y me fui con él – completó Emilio
- Y, ¿No podrían haber hecho otra cosa? – comentó Doña Rosa – Adiós los dos mil pesos que íbamos a ganar en menos de quince días – agregó.
- Encima el hombre, cuando le dije que si además había que limpiar la heladera eso era otro precio, puso el grito en el cielo. Pero, señor don López, le dije, no era lo que habíamos hablado, ahora usted me sale con otra cosa. Lo que pasa es que ustedes son todos iguales, unos vagos, me contestó. No le permito, le retruqué, ni mi hijo ni yo somos vagos ¡Bah, váyanse a la mierda!, me gritó. ¡Y usted váyase al carajo!, le devolví. En un ataque de rabia volvió a gritar: ¡Váyanse ya de esta casa, hijos de puta! ¡Mucho más hijo de puta es usted, hijo de remil putas!, le grité. Me sacó de las casillas, por eso lo reputeamos – terminó de explicarse don Aníbal
- Sí, sí, ya veo – dijo doña Rosa resignada - ¿Pero qué le pasará a ese hombre, don López, que está tan mal, tan histérico? Antes no era así, era un hombre fino, educado.
- La verdad que está así desde que lo dejó la mujer. Pero hoy fue el colmo. Estaba hecho un demonio – dijo don Aníbal sacudiendo levemente la cabeza
- ¿Así que Malena lo dejó? – preguntó Edelmira abandonando el lugar junto a su padre.
- Sí, esa señora alta, tan joven y bonita, que vos conocías – dijo la madre
- Sí, sí, estaba rebuena la Malena – comentó Emilio
- Ahora recuerdo que ella se había hecho medio amigota tuya. Los años anteriores, cuando vos nos visitabas, ella venía siempre a tomar mate con vos y se quedaban charlando hasta tarde – le recordó doña Rosa a su hija.
Edelmira evocó a Malena que había sido su confidente. El primer verano que sucedió al encuentro y la pasión que tuvo con Elena, y en el que regresó a La Paz, Edelmira estaba tan sobrante de energía, tan secretamente contenta y plena de nueva experiencia amatoria – había aprendido a mirar y descubrir de entre las de su género a aquéllas que coincidían con sus preferencias-, que no tardó en descubrir en las miradas de Malena, por el espacio de tiempo que le dedicaban y el brillo especial que les inspiraba, que ambas compartían las mismas inclinaciones y tendría que dedicarle su atención. Esto también porque a ella le había agradado siempre intensamente el trato con su vecina, pero, como antes de sus experiencias con Elena  estaba algo así como ciega, sorda y muda, completamente inhibida para cultivar una relación con otra mujer, ni siquiera se había permitido insinuarlo.
Pero aquél primer verano de su nacimiento como lesbiana se dijo que no se prohibiría semejante felicidad. Se sentía como recién nacida a una nueva vida. Además era consciente de que las oportunidades eran escasas y no empujaban a la fidelidad, por eso mismo, por la exigüidad de las ocasiones.
Así que cuando caminaron juntas por la costa del río, como lo habían hecho tantas veces los veranos anteriores, momentos en los que Malena se quejaba acerba y confidencialmente en los oídos de Edelmira de las inconsecuencias de su marido, después de abandonar la acera de la Avenida Costanera, siguiendo el rumbo del sendero de tierra, flanqueado de álamos y cipreses, cuando ya casi se salía del pueblo y el agua se extendía hacia los costados en la profundidad del horizonte como una anchurosa avenida, Edelmira la detuvo.
- ¡Parate aquí! – le ordenó insólitamente mirándola a los ojos. Malena la observó. Su mirada estaba humedecida. La de Edelmira llameaba. Se acercaron las bocas, las respiraciones, leves y agitadas, y los labios se unieron. En el confín, detrás del río, casi al mismo nivel del espejo horizontal que formaba el agua, los restos de luz eran una hoguera roja que se apagaba, que ya no destellaba para llamar a la penumbra. Se azotaron casi, pero muy tiernamente, sobre la maleza, desnudándose de a poco, tratando de atenuar las incomodidades surgidas de no estar en una cama, sino en un lecho tejido por la naturaleza, la soledad y la sombra. Los oídos de ambas, antes asomados a las palabras, hasta entonces fronteras entre ellas, se habían quedado casi sin sonidos a esa hora en la que los pájaros se apagaban.
Fue un episodio intenso y ardiente pero que las dos sabían fugaz. Edelmira porque le contó, en ese largo anochecer del que debieron volver, aunque tarde, para la cena, ambas excusadas como insospechables amigas frente a sus maridos, de su amor por Alejandro, ocultándole a Elena, Malena porque se separaría de su neurótico y celoso consorte y se iría de La Paz para siempre con destino incierto, según lo había planeado.
Por fin lo había hecho. Había cumplido su destino. Ella todavía no, al contrario lo había destruido. La voz de su padre la sacó de su evocación bruscamente. No se dirigía a ella sino que hablaba para el grupo, como estilaba, con ese desdén propio del varón que está informando a su prole noticias que conciernen a la comunidad. En este caso se referían, precisamente, a la inmediata ocasión anterior en la que don López, el celoso cónyuge de Malena, lo había convocado.
- Me llamó y me dijo. Mirá, mi padre me dejó este edificio y no se bien qué hacer con él. Te acordás Rosa que te comenté. Un caserón de tres plantas, que hasta había tenido un ascensor que cuando yo fui ya no funcionaba. Con escaleras rotas que se venían abajo ¿Qué iba a poner ahí? Me habló de que le habían dado idea de hacer una clínica o un restaurante. Mire, mire, me decía, mire y déme su parecer. Yo lo estuve observando bien todo, como él me pedía, y me di cuenta que por el tamaño de los cuartos y los pasillos, los tres baños que había, el living no era muy grande, tampoco la cocina. Me di cuenta – decía, y se lo dije: Mire don López, lo mejor que puede hacer con esto es llamar a una empresa de demoliciones y que demuelan todo y se lleven los escombros. Usted no va a tener que pagar un solo centavo y va a poder aprovechar el terreno. Esto no le sirve ni como restaurante ni como clínica. Para cualquiera de los dos proyectos va a tener que gastar tanta guita y le va a llevar tanto tiempo que no creo que recupere la inversión. Y bueno, vos sabés Rosa, vos también Emilio, que el tipo me hizo caso. Me hizo caso y se construyó un hermoso restaurante y parrilla, moderno, nuevito. Me llamó para la obra pero yo ya estaba en el campo…
- ¿Y que pasó con su mujer, Malena, cuándo, en qué momento lo dejó? – interrumpió Edelmira.
- Y, hará ahora un mes – precisó don Aníbal. Enseguida siguió:
- Lo que más me molesta es que es un ingrato. Está ganando cualquier guita, en parte con la idea que yo le di. La heladera comercial, esa que quería que le limpiáramos, la va a usar ahí, en el restaurante…
- No tiene nada que ver una cosa con la otra, papá – lo cortó Emilio – La bronca de don López, y esto lo se porque me lo contaron los muchachos, el Alberto me lo confió y él lo supo de buena tinta, es y sigue siendo que la que lo animó y decidió a poner el restaurante fue la Malena, su ex. Ella le decía que se aburría y que sería una ocasión para que trabajara y se distrajera, pero la cuestión es que don López puso el boliche y ella se fue y nadie sabe con quién…
- ¡Ah, se fugó con un tipo! – se admiró Alejandro que mateaba en la sombra solo, en un rincón oscuro del living y que nadie había advertido que estaba allí, con las orejas paradas. Le ahorró el interrogante a Edelmira.
- Así cuentan las malas lenguas, y las buenas también – completó Emilio satisfaciendo la curiosidad ambiente.
- ¿Vos no sabias nada, Edel? – preguntó doña Rosa.
- ¿Por qué iba a saberlo, mamá? – contestó Edelmira.
- ¿No se cartean ustedes? – quiso saber doña Rosa.
- No ¿Por qué? – preguntó Edelmira.
- Porque como ella me pidió tu dirección en Buenos Aires y yo no podía darle la de la villa, le di la de doña Elena. Esa señora amiga tuya para la que vos trabajás.
- ¿Y cuándo fue eso, mamá?
- Justo el día antes de abandonar a don López.
Edelmira vio a Elena, sentada a la mesa de su living, sola desde que sus padres fallecieran, leyendo desconsolada las confidencias de Malena y enterándose, de paso, de su infidelidad. Suspiró y sintió un violento vacío en sus tripas. Tal vez Malena todavía no le hubiera escrito. Tal vez Elena no abriera una carta dirigida a Edelmira. Pero ¡Por Dios! ¿Qué amante celosa y abandonada no lo haría? Cabía también la posibilidad de que Elena hubiera viajado y, si se apuraba, podría entrar con la llave de la portera, la mujer por ahí no estaba enterada de la desavenencia entre ambas, y recuperar las cartas, ir a encontrarse con Malena en la dirección del remitente y clausurar así toda posibilidad de que Elena descubriese su desliz. Pensó que debería calmarse.

Amilcar Luis Blanco (Obra pictórica de Linares Cardozo, artista nativo de La Paz, Entre Ríos, Argentina)

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